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El gran tabú

No se puede estudiar con plena claridad la información en el mundo contemporáneo más que a partir de un punto de observación situado en una democracia. Sólo la democracia permite observar sin trabas a la vez su propio sistema y los otros dos: el sistema totalitario y todas las variantes del sistema mixto, en el que se mezclan censura y libertad. En efecto, sólo en una democracia un simple ciudadano puede llevar a cabo tales encuestas y divulgar los resultados de las mismas para proponerlos a la reflexión pública. Ciertamente, no dudo de que los dirigentes de los países totalitarios, sus servicios especializados, sus embajadas efectúan estudios muy profundos sobre la prensa occidental, sobre nuestros medios de comunicación, sobre nuestra opinión pública, cuyo funcionamiento demuestran, a diario, conocer muy bien. Saben igualmente muy bien, y con razón, cómo monopolizan ellos mismos la información en sus países, y con qué objetivo. Pero, por la naturaleza misma de su sistema, ninguno de esos datos es puesto a la libre disposición del público, y ningún ciudadano ordinario tiene ni la licencia ni la posibilidad de informarse sobre la situación de la información mundial, y aún menos de publicar un trabajo sobre ese tema si lograra realizarlo. En los países de censura mitigada puede suceder que un intelectual haga aparecer un libro o un artículo severo para con la información de su país, pero es raro que sus declaraciones agiten a las multitudes y obtengan la posibilidad de un debate nacional rodeado de un mínimo de imparcialidad. De hecho, el intelectual del Tercer Mundo publicará, por lo general, su estudio en un país extranjero, lo que le colocará en una posición falsa y le hará ser acusado de traición. Del mismo modo, el intelectual de los países totalitarios no se expresa llana y abiertamente más que cuando está en el exilio, lo que le hace ser condenado como renegado en su propio país y le hace sospechoso a los ojos de la izquierda de los países democráticos. La glasnost gorbachoviana viene de arriba, no de abajo. De donde resulta que, por razones tanto materiales como morales, la información sobre la información no es practicable más que en el sector democrático del planeta. Sólo allí se tiene toda libertad y comodidad para observar, a la vez, a los dos otros sistemas y al suyo propio, pero, necesariamente, desde el interior de éste y con una visión afectada por las agitaciones de ese universo democrático. El observador se encuentra así sometido a todas las presiones, agitaciones, distorsiones y deformaciones inherentes a la vida de la democracia. La información sobre la información sufre la repercusión de la guerra civil legal que se desarrolla sin tregua en el seno de la civilización democrática y, más que en otras partes, en el seno de su sistema cultural, del que forma parte la información. Ella es una de las armas de combate en esos conflictos internos, y en consecuencia, se deforma y se desvía de su destino primario y natural. En democracia, el obstáculo a la objetividad de la información no es ya, pues -o lo es muy poco-, la censura; lo son los prejuicios, la parcialidad, los odios entre partidos políticos y las familias intelectuales, que alteran y adulteran los juicios e incluso las simples comprobaciones. A veces, más incluso que la convicción, es el temor del «qué dirán» ideológico quien tiraniza y amordaza la libertad de expresión. Lo que más paraliza, cuando la censura ha dejado de existir, es el tabú.

Recordémoslo, el tabú es una prohibición ritual, que Roger Caillois en L'Homme et le sacré define muy justamente como un «imperativo categórico negativo». Añade que el tabú consiste siempre en una prohibición, nunca en una prescripción. Pero toda prohibición implica prescripción: prohibiros atravesar ese campo que está ante vosotros es prescribiros rodearlo. En las democracias, ¿cuál es el tabú más fuerte de nuestra época desde la segunda guerra mundial? Sin duda, a mi juicio, es el que prohíbe a todo escritor, a todo periodista, a todo hombre político mencionar un atentado contra los derechos del hombre, un abuso de poder cualquiera, un trivial fracaso económico, en suma, dar una información sobre un hecho que se sitúa en una sociedad clasificada convencionalmente «de izquierdas» sin señalar inmediatamente una imperfección equivalente en una dictadura de derechas o en una sociedad capitalista democrática.

Un amigo, al que mostré las primeras páginas de este libro cuando acababa de empezarlo, me dijo al devolvérmelas: «He respirado cuando he leído su condena del mito ario. Sin embargo, en este texto son demasiado numerosos los ejemplos citados en detrimento de la izquierda. El lector pensará, de entrada: ¡Vamos! Otra vez cae en sus viejas obsesiones. Nos anuncia un libro sobre la información y nos repite su número contra el totalitarismo. Le ruego que se confine en las generalidades filosóficas, o bien no cite jamás ningún caso desagradable para la izquierda sin presentar en seguida un ejemplo abrumador para la derecha, y mejor dos que uno, si es posible.»

Las democracias en el siglo XX han sido amenazadas en su existencia por dos enemigos totalitarios, decididos, por doctrina y por interés, a hacerlas desaparecer: el nazismo y el comunismo. Han conseguido deshacerse del primero, al precio de una guerra mundial. El segundo subsiste. No cesa, desde 1945, de aumentar su poderío y de ampliar su imperio. Ahora bien, la izquierda no ha cesado de imponer el mito curioso de que los dos totalitarismos han sido y continúan siendo igualmente activos, igualmente presentes, igualmente peligrosos, y que es, pues, un deber no atacar o criticar nunca a uno sin atacar al otro. Aún más, esta igualdad de tratamiento y esta rigurosa equivalencia entre un totalitarismo que ya no existe y un totalitarismo que continúa existiendo representa una posición considerada ya como inclinada a la derecha. Es el límite que no se debe pasar en la hostilidad al comunismo, so pena de convertirse uno en sospechoso de fascismo, o de simpatizante de los «totalitarismos de derechas». En los países democráticos, los comunistas, por razones evidentes, pero también el grueso de los batallones de la izquierda no comunista, por razones más turbias, se niegan o se han negado durante mucho tiempo a ver en el comunismo un totalitarismo. En la mayor parte del Tercer Mundo aún es esa negativa la que prevalece. Según esa visión de las cosas, en vías de extinción a nivel racional, pero todavía influyente a nivel irracional, el totalitarismo no subsiste más que en su versión fascista, sostenida y favorecida por el «imperialismo», el cual no puede ser más que norteamericano. Es, pues, el único que hay que combatir realmente, incluyendo en ese combate una vigilancia sin tregua con respecto al renacimiento, que se supone que es incesante o inminente, del peligro nazi en la Europa Occidental. Si desde más o menos 1975 una parte de la izquierda se resigna a hablar y dejar hablar de amenaza totalitaria comunista, esta tolerancia no llega hasta autorizar a la derecha a hacer lo mismo, porque ésta es congénitamente sospechosa de no mencionar el comunismo más que para silenciar mejor el fascismo. Sólo la izquierda puede deplorar con todas las garantías morales los horrores del comunismo. Sólo tendréis derecho a la palabra si anteriormente os habéis volcado en elogios a Mao, a Castro o a los khmers rojos. O, por lo menos, ninguna denuncia del comunismo, si procede del campo liberal, podrá pasar la aduana ideológica de la izquierda si no se hace acompañar de su contrapeso exacto de denuncia de un crimen fascista. Un escritor polaco que vive en París, Piotr Rawicz, me contó a mediados de los años setenta que había entregado a un periódico un artículo sobre diversos libros que trataban del comunismo y del nazismo. Como conclusión de su reseña había escrito: «De todos modos, el nazismo posee a mis ojos una gran superioridad sobre el comunismo, y es que desapareció en 1945.» Cuando abrió el diario para leer su artículo impreso, comprobó que esta última frase había sido suprimida.

Se siente que no conviene que el nazismo haya desaparecido. La más grande de las victorias que las democracias modernas han conseguido en el curso de su historia no debe, al parecer, haber dado ningún resultado. Un poco de claridad: es natural que el mundo libre permanezca vigilante e intransigente ante todo renacimiento, o todo síntoma de renacimiento, en su seno o en su esfera de influencia, de una extrema derecha antidemocrática; es, a la vez, una obligación y una precaución elemental. Que, además, el conocimiento y la consciencia históricos de la gran patología totalitaria de los años treinta sean perpetuados, desarrollados, difundidos por la historia y la enseñanza, es indispensable para permitir al hombre comprenderse mejor a sí mismo y desconfiar más de sus propias inclinaciones. Pero ante las resurrecciones alucinantes del peligro nazi, se tiene la impresión de que se trata de otra cosa muy diferente; que se trata de hacer ver como si ese peligro continuara siendo o volviera a ser el mismo que en 1933 o 1939, como si no lo hubiéramos borrado con tanta sangre y sufrimientos, como si nuestra civilización no hubiera finalmente rechazado de su organismo ese veneno fatal, con una lucidez sin duda tardía (siempre sucede así en las democracias), pero a fin de cuentas heroica e inflexible, como si, después de tantas abominaciones que no supimos ni ver venir ni querer prevenir, no hubiéramos, en definitiva, y a alto precio, hecho triunfar la causa del Bien. Nadie lo duda: el nazismo y el fascismo constituyeron perversiones políticas y morales de las que Europa se hizo culpable. He aquí por qué ella se alzó contra esos regímenes, no sin una dura expiación, los combatió, destruyó, los eliminó de la realidad, hará pronto medio siglo, y, creo yo, los eliminó de toda perspectiva plausible en el futuro. ¿Qué más se puede pedir?

¿Qué objeto tiene fingir que nos encontramos ante los mismos monstruos de antes de la guerra? ¿A qué necesidad responde el culto retroactivo, al revés, de esas momias? La respuesta a esta pregunta no se desvía del tema de este libro, muy al contrario, ya que puede ayudar a comprender, en parte, cómo se ha construido la rejilla a través de la cual nuestra época lee la información.

El proceso de Klaus Barbie, en 1987, en Lyon, ciudad en la que el acusado había dirigido la Gestapo durante la ocupación, hizo resurgir los sentimientos turbadores de los franceses con respecto a ese período. Y no solamente de los franceses, ya que toda la prensa europea y norteamericana se apasionó por el asunto. Por una parte, Francia siempre había deseado que Barbie fuera extraditado, o raptado, para poder juzgarle. Por otra parte, a partir de su captura, y durante todos los preparativos del proceso, se oyó expresar el lancinante temor de que Barbie se sirviera de la sala de audiencias para «ensuciar a la Resistencia», es decir, revelara los nombres de los agentes dobles o de los traidores, informadores de la Gestapo, o de auténticos resistentes que habrían hablado bajo la tortura, sin que nadie lo supiera luego. He aquí algo que denota ya una actitud incoherente con respecto a la información. Por una parte, se suscita un proceso con fines educativos, más que represivos, para hacer toda la luz sobre ese período y para que las jóvenes generaciones no olviden su atrocidad. Es muy saludable. Por otra parte, se impide que la investigación de la verdad vaya hasta el final. Ahora bien: ¿no hay también un inmenso interés moral en mostrar a la juventud que la naturaleza humana, ¡ay!, es propensa a colaborar con el más fuerte, y no sólo bajo las ocupaciones, que todo poder totalitario secreta la bajeza a su alrededor y que, por esa razón, más vale vivir en democracia bajo la única autoridad de las leyes que constriñen al hombre a la virtud? Tal era el sentido de ese proceso, ¿no es cierto? Jacques Chaban-Delmas, antiguo gran resistente, ex primer ministro, presidente de la Asamblea Nacional, fue a explicar en la televisión, poco antes de la primera audiencia, que, habiendo examinado ciertos documentos confidenciales y reputados explosivos, quería tranquilizar totalmente a los supervivientes de la Resistencia y a otras personalidades activas e inactivas durante la ocupación: esos malditos documentos no contenían nada que pudiera inquietarlos; ningún traidor, ningún agente doble, ni agente simple había escapado a la depuración, en 1944; nadie tenía que temer nada; ningún, absolutamente ningún ex colaborador de los servicios alemanes había vivido en paz, ni hecho una brillante carrera en la IV y V Repúblicas por no haber sido descubierto en la liberación. Evidentemente, esta categórica aseveración, por mucho que emane de Chaban-Delmas, es inverosímil y procede más del ritual del exorcista que del deseo de incrementar la lucidez histórica y política de los ciudadanos. Ya comprendo que Barbie podía mentir para vengarse calumniando a inocentes y sembrando la discordia entre los antiguos resistentes y la duda en el país. Pero, ¡qué ingenuidad haber buscado ese proceso sin haber tomado en consideración tal riesgo! Ya que ese riesgo se asumía, había que reflexionar seriamente en un quite que no fuera el mito infantil de una Francia inmaculada, en la que ningún culpable habría escapado a la justicia.

Por su parte, durante los preparativos del proceso, los portavoces de las organizaciones judías y de la asociación SOS Racismo declaran, en el curso de conferencias de prensa y en diversas entrevistas, que Francia no ha ajustado suficientemente las cuentas a los responsables de la colaboración. Lo que es tan falso como la afirmación precedente. Sin ser infalible ni exhaustiva, ni siempre equitativa, la depuración francesa fue muy severa: 10 000 fusilados, centenares de miles condenados a penas de prisión o la «indignidad nacional». Las sanciones, incluso después de su término, marcaban por mucho tiempo con infamia a los que las habían sufrido y les hacían difícil el retorno a una vida normal. Quienquiera que haya vivido en ese período en Francia no puede haber olvidado la atmósfera de caza del hombre que entonces se desató, de manera muy comprensible, al acabarse los horrores de la guerra, contra los cómplices de los nazis e incluso contra los simples simpatizantes del régimen de Vichy. Pero, ¿por qué se declara por una parte que la depuración no dejó escapar a ningún traidor, y por otra que aún está por terminar? Es porque la primera afirmación tiene por función permitir eludir la verdad histórica, y la segunda propulsar una fábula política, a saber, que el nazismo continuaba siendo un peligro actual, un volcán activo en plena erupción. En efecto, si la depuración se quedó corta, entonces los nazis aún están entre nosotros, está claro. En pocas palabras, no había más que un puñado de cómplices franceses de Hitler bajo la ocupación, pero los colaboracionistas pululan hoy... ¡es lógico! Mientras nos abstenemos de hacer ver a los historiadores la eventual cara oculta de la Resistencia, hay que aprovechar la ocasión del proceso Barbie para movilizar energías contra el nazismo omnipresente, evidentemente, ¿no es así?, como una amenaza actual. Pues es actual esta marea fascista que nos rodea y sube alrededor nuestro. El 9 de mayo de 1987, las televisiones francesas insisten ampliamente sobre el desfile de las habituales tres docenas de neonazis que se exhiben en Lyon con uniformes de fantasía. ¡Ése es el gran peligro del momento! Ha llegado la ocasión de reaccionar. Con un celo que hubiera sido más oportuno en 1933, se organizan coloquios de advertencia; por ejemplo contra los «revisionistas», esos historiadores o seudohistoriadores que sostienen que las cámaras de gas no existieron jamás. En vez de tratarlos como se merecían, es decir, como un puñado de lunáticos, odiosos sin duda, pero insignificantes, se orquesta contra ellos la publicidad de la indignación rugiente, que les confiere una notoriedad a la cual no habrían ciertamente podido pretender con sus caprichos de maníacos marginales. Lo que hubiera debido ser desechado con un despectivo papirotazo, suscita llamadas al levantamiento en masa del pueblo contra, al parecer, una segunda invasión de los blindados hitlerianos. En vez de refutar con frialdad y sobriedad las elucubraciones de los sedicentes revisionistas, ¿por qué amplificarlas desmesuradamente hasta hacer de ellas un nuevo Tercer Reich en gestación, si no porque acalorándose contra un peligro imaginario uno se dispensa de combatir los peligros presentes y bien reales? Pisotear las cenizas de un pasado que, por otra parte, no se quiere verdaderamente conocer cansa menos que enfrentarse al peligro totalitario bien vivo que no queremos ver, hoy, ante nuestros ojos.

Muy diferentes eran el análisis y la preocupación de Simone Veil, la célebre política francesa, ex presidenta de la Asamblea europea y ex deportada, cuando rechazaba, decía ella entonces, la «banalización» del genocidio. Apruebo su rechazo. Sin embargo, confieso no entender muy bien el sentido de su expresión. Si entiende por ello que hay que rechazar el olvido del genocidio de la segunda guerra mundial, o una tendencia a describirlo como menos escandaloso de lo que fue, estoy de acuerdo, pero yo no veo manifestarse esa indiferencia hacia el pasado más que en los energúmenos revisionistas ya mencionados. La historia, la investigación, los relatos, la novela, la película, la ficción o el documento televisados, cada vez más numerosos a medida que nos alejamos del período de los hechos, parecen, al contrario, no haber cesado de conservar y desarrollar nuestro conocimiento histórico de la pesadilla nazi en general y del holocausto en particular, de profundizar nuestro sentimiento de lo inconcebible, de lo inaceptable, de lo imprescriptible ante lo que el hombre se hizo entonces a sí mismo. Yo no percibo ninguna aceptación retrospectiva de esos crímenes contra la humanidad, ninguna indulgencia retroactiva a su respecto, ninguna usura de la sensibilidad a su evocación; tal vez, incluso, lo contrario. Si, en cambio, la señora Veil entiende por «banalización» la descarada tibieza con la que hemos visto y vemos aún suceder ante nuestros ojos ciertos genocidios, no ya pasados, sino muy presentes, entonces comparto mucho más su inquietud. En efecto, ver cómo se embota nuestra sensibilidad ante los genocidios en curso tendería a demostrar que no extraemos las enseñanzas de nuestro recuerdo de los genocidios pasados. El conocimiento de los crímenes pasados se convertiría, para nosotros, en una circunstancia agravante, si no nos sirviera para impedir los crímenes presentes y futuros. El culto del recuerdo es, en primer lugar, por supuesto, el homenaje que debemos a la memoria de las víctimas, pero debe ser también la fuente de una vigilancia creciente contra la repetición de los genocidios, y no solamente en los mismos lugares contra las mismas personas, sino donde sea y contra quien sea. Ahora bien, si hay genocidios que hayan sido «banalizados» en los años setenta y ochenta, son los del presente, no los del pasado. Lo que se ha banalizado, para nosotros, no es el genocidio de la segunda guerra mundial en nuestra memoria; son, salvo raras excepciones, los genocidios que se están perpetrando en el mundo contemporáneo, ante nuestros ojos. Tratar lo pasado como actual y lo actual como pasado me parece una mala manera de preparara el futuro.[2]

Nuestra vigilancia con respecto al pasado nazi tiene diversas funciones. Una, indispensable, consiste en no dejar borrar su recuerdo ni que se pierda la lección. Otra es la contraria: consiste en ahogar ciertos aspectos, por no poder confesarlos o asumirlos. Una tercera función, en fin, y que en la práctica es la más importante, consiste en actualizar de un modo imaginario y artificialmente heroico, en mantener para el nazismo un estatuto de peligro actual, en relacionar con él toda clase de fenómenos del mundo contemporáneo, con objeto de conservar el mito de que existe aún en la humanidad de fines del siglo XX y, verosímilmente, durante largo tiempo, no un solo totalitarismo, sino dos, de peso sensiblemente igual.

Esta equivalencia artificial tiene por función, también, minimizar las fechorías del comunismo, de presentarlo como menos temible y menos condenable, del mismo modo que el miedo, en sí mismo legítimo al comunismo, sirvió absurdamente de justificación a los que ayudaron o justificaron al nazismo antes de 1945. Razonar así era ya un error cuando existían realmente dos totalitarismos y no uno solo, pero absolver o tolerar uno cuando el otro ha desaparecido, es una aberración abisal, que no tiene siquiera la excusa de ser un mal cálculo.

La evocación de los crímenes hitlerianos debiera tener por efecto incitarnos a prevenir el retorno de nuevos crímenes parecidos o, si no pudiéramos impedirlo, hacernos ser mucho más severos que antes con sus autores, Sin embargo, lo que sucede es lo contrario. Los genocidios nazis y fascistas del pasado sirven de circunstancias atenuantes a los genocidios comunistas del presente o a los exterminios tercermundistas «revolucionarios». El «Imperio del Mal» en nuestro planeta, ya no es ni la URSS ni otro país socialista, Vietnam, Camboya o Etiopía. Tres países están «programados» para ese título: África del Sur, Israel y Chile.

No hay que creer que esa atenuación de las fechorías actuales del totalitarismo comunista por medio del pasado nazi es obra únicamente de una izquierda complaciente o ciega. Así, con ocasión del proceso Barbie, en un diario de derechas, Le Figaro (6 de mayo de 1987), un periodista de derechas, André Frossard, ex resistente, conocido por el fervor de su fe católica, por la fineza de su inteligencia y por su hostilidad al comunismo, declara que no se puede, a pesar de todo, comparar los crímenes soviéticos y el gulag, por mucho horror que inspiren, con los crímenes nazis, porque «no ha habido en Rusia un sistema que previese la liquidación de todo ser humano bajo pretexto de su inconformidad con las normas». El exterminio nazi ataca a gentes, dice, que «no han cometido otro delito que el de venir al mundo».

Como el lector sabe que tal error histórico no puede ser voluntario en ese autor, demuestra, por consiguiente, la interiorización del tabú ideológico incluso en los adversarios de la ideología comunista. Por supuesto, no hay que confundir la represión, por sanguinaria que sea, el internamiento o la deportación, incluso cuando hace morir a los hombres por centenares de miles, con el exterminio planificado, premeditado, de toda una categoría de seres humanos por el simple motivo de pertenecer, precisamente, a dicha categoría. De igual modo, se distinguen corrientemente los crímenes de guerra, cometidos en combate y en la prolongación de la acción, de los crímenes contra la humanidad, que resultan de la fría voluntad de destruir un grupo de hombres determinado. Hay prescripción para los primeros después de un lapso de tiempo, los segundos son imprescriptibles. Pero, justamente, la historia del comunismo internacional, contrariamente a la afirmación de André Frossard, ofrece muchos ejemplos de exterminación decidida en frío contra una categoría social o socioprofesional o una población bien definida, a menudo y además, con un matiz racial: a principios de los años treinta tuvo lugar, por ejemplo, el genocidio de los ucranianos, por medio de una hambre que, tal como está probado de manera concluyente hoy, fue provocada y organizada por Stalin.[3]

Esa destrucción sistemática por hambre quería golpear a aquella población, en primer lugar, porque rebosaba de campesinos independientes, recalcitrantes ante la colectivización forzosa de las tierras, los kulaks, y luego por ser ucraniana, es decir, no rusa. Entonces, sólo en Ucrania, y a consecuencia de esa hambre política, murieron tantas personas como más tarde en toda Europa a consecuencia del holocausto. Que el lector haga el favor de respetarse y de respetarme lo suficiente como para no suponer que trato de «banalizar» el holocausto judío: trato, por el contrario, de desbanalizar el genocidio ucraniano.

Notas

[2] Cogí al vuelo, y por casualidad, en una emisora de radio, en mayo de 1987, estas palabras de un superviviente de una redada antijudía organizada por Barbie: «Espero una condena ejemplar. No a causa del hombre: Barbie es un personaje totalmente secundario. Lo que hay que condenar es la ideología que lo ha engendrado.» Confieso, en cuanto a mí, haber estado animado por una esperanza inversa cuando empezó el proceso. Experimenté entonces un deseo, tal vez no muy noble, de venganza por las víctimas; quería la humillación pública de un individuo por el cual sentía una viva repulsión; deseaba que se le pusiera ante sus crímenes. Pero, afortunadamente, la ideología que le ha engendrado me parece condenada sin apelación desde hace varios decenios. Por lo que se refiere a la teoría, me parece que la cuestión está resuelta y sólo temo ver florecer en esta esfera, con ocasión del proceso, los tópicos grandilocuentes que -ésos sí- «banalizarán» el horror. Por otra parte, si de lo que se trataba era de atacar a una ideología, y no a un hombre, ya se había hecho: Barbie, con la idea que encarnaba, había sido condenado dos veces a muerte en rebeldía tras dos procesos, algunos años después de terminada la guerra.

[3] Robert Conquest, The Harvest of 'Sorrow, 1986.

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