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De la mentira simple

La noción de mentira puede parecer demasiado grosera, demasiado rudimentaria para convenir al conjunto de comportamientos de resistencia a la información que trato de describir. No los cubre todos, me apresuro a admitirlo. Entre el error involuntario y el engaño deliberado se despliegan numerosas variedades de híbridos en que ambos se mezclan según todas las dosificaciones posibles. Se sabe qué lugar ocupan en nuestra actividad psíquica las delicadas asociaciones de falsedad y sinceridad; la necesidad de creer, más fuerte que el deseo de saber; la mala fe, por la cual tomamos la precaución de disimularnos la verdad a nosotros mismos para estar más seguros de nuestra firmeza cuando la neguemos delante del prójimo; la repugnancia a reconocer un error, salvo si podemos imputarlo a nuestras cualidades; finalmente -y sobre todo- nuestra capacidad para implantar en nuestro espíritu esas explicaciones sistemáticas de lo real que se llaman ideologías, especie de máquinas para escoger los hechos favorables a nuestras convicciones y rechazar los otros. La curiosidad que muestran, desde siempre, por estos aspectos de nuestra vida espiritual filósofos, historiadores, moralistas, sociólogos, les ha inspirado tantas reflexiones sardónicas o amargas, análisis perspicaces y fórmulas picantes, ha sugerido a los dramaturgos y a los novelistas tantas escenas cómicas o lúgubres, que hemos llegado a ser un poco ingratos con la mentira en estado bruto, servida al natural, la que se practica con toda la intención de engañar. Tendemos a infravalorar su lugar y a subestimar su rendimiento. Una observación puede ayudarnos a reparar esa injusticia, recordemos que todas las maniobras y contorsiones mentales y morales que hemos evocado tienen una finalidad común: dispensarnos de utilizar la información y, sobre todo, impedir dejarla utilizar, es decir, dejarla circular. Es bien evidente que a tal efecto la mentira simple constituye el medio más económico. Por agradables que sean las ingeniosas figuras del ballet inmemorial y sin cesar renovado que danza el hombre para evitar la verdad, incluso cuando ésta se erige en medio de su camino, convengamos en que es aún más cómodo desembarazarse de ella antes de que se haga visible. La ideología y la mala fe son soluciones complejas, costosas en energía, en tiempo y hasta en inteligencia. Su empleo no se justifica más que en caso de fracaso de la mentira pura. Por lo demás, ese fracaso es mucho menos frecuente de lo que insinúan los adeptos de las sutilezas superfluas.

Ninguna mentira podría imponerse, de manera duradera, en las ciencias exactas. De vez en cuando, en ellas se producen supercherías. Pueden engañar algún tiempo a la comunidad científica, pero dependen en última instancia de la psicopatología. Sus autores saben en el fondo de sí mismos que no dejarán de ser aireadas en breve plazo y que pagarán su efímera gloria con el deshonor definitivo. Un raro ejemplo de longevidad de una estafa científica fue, en la Unión Soviética, el de la teoría biológica de Lyssenko, que se impuso desde 1935 hasta 1964: o, más exactamente, que fue impuesta por un Estado totalitario a todo un país como doctrina oficial. Pero el lyssenkismo no gozó jamás del menor crédito en los medios científicos internacionales. Lyssenko -que rechazaba la teoría cromosómica, negaba la existencia de los genes y condenaba en términos chocarreros la «desviación fascista y trotskista-bukharinista de la genética»- debió la hegemonía local de su biología delirante, menos a su habilidad como impostor que a la voluntad política de Stalin y de Jruschov. Fue un éxito del poder más que del charlatanismo, de la fuerza más que del talento. Pero no fue menos un éxito excepcional de la mentira. Durante treinta años, una inmensa población, privada de toda información científica externa, fue obligada a vivir el sueño de un iluminado sostenido por un Estado totalitario. Los auténticos biólogos fueron perseguidos, encarcelados, deportados, fusilados; los manuales escolares, las enciclopedias, los cursos universitarios, expurgados de toda referencia a la ciencia verdadera, reputada «ciencia burguesa» y opuesta a la «ciencia proletaria». El sublime desinterés de esta mentira intelectual fue atestiguado, además, por los efectos desastrosos del lyssenkismo sobre la agricultura soviética. Por otra parte, nada más conmovedor, para los que todavía creen en las virtudes redentoras de la renunciación, que la ascesis con que Stalin y Jruschov destrozaron su agricultura por todos los medios, incluidos los científicos. Pues la «agrobiología» de Lyssenko, decretada agronomía de Estado, profesaba la inutilidad de los abonos, prohibía las hibridaciones, puesto que era notorio, según la doctrina, que una especie se transformaba por sí misma en otra, sin cruces: el centeno en trigo, la col en nabo, el pino en abeto, y recíprocamente. El gran hombre prescribía a los campesinos el «trigo hendido de los faraones», lo que hizo bajar a la mitad los rendimientos, ya fuertemente disminuidos por la colectivización forzosa de las tierras, que lo había precedido. La tragicomedia lyssenkiana nos cuenta la extraña historia, difícil de creer en nuestro siglo, de una teoría científica impuesta a un país por los mismos medios que la prohibición del alcohol en Estados Unidos, pero con un coeficiente de éxito más elevado, por ser la policía de un Estado totalitario incomparablemente más eficaz que la de una democracia.

Si por esta razón en una democracia ninguna superchería en las ciencias exactas puede recibir por vía obligatoria el estatuto de doctrina oficial, universal y obligatoria en cambio, en las ciencias humanas, sociales, económicas, históricas, regidas por un sistema de prueba menos riguroso por naturaleza, se llega a engañar a la opinión pública, e incluso a la opinión científica, sin ninguna necesidad de recurrir a la coacción estatal. Ciertamente, no se elude emplear eventualmente la coacción jerárquica, es decir, explotar una posición universitaria elevada en la burocracia del espíritu para promover sus concepciones y sus discípulos. Pero esto no es más que un coadyuvante, y lo esencial continúa siendo la fuerza de persuasión que se incorpora a una seudodemostración.

Así, se vio surgir en el siglo XX una de las mayores y a la vez más nefastas mentiras científicas de los tiempos modernos: el mito ario. El estudio del sánscrito y de los parentescos estructurales que las comparaciones revelaban había permitido identificar el grupo de lenguas denominadas indoeuropeas. Este descubrimiento indujo a varias generaciones de sabios a postular, detrás de esa vasta unidad lingüística, la unidad correspondiente de un sustrato racial. Fabricaron así, de pies a cabeza, a los «arios», raza asiática, vagamente indo-persa, fundamento inesperado de la superioridad de los... germanos. Europa se inventó unos antepasados, a los cuales opuso otra fantasía seudocientífica, infiriendo también gratuitamente de un grupo de lenguas una raza, la raza «semítica», desprovista de todo soporte antropológico serio.

En el siglo XX se habrá visto a sociólogos arreglar los resultados de ciertas encuestas con objeto de demostrar con cifras que, por ejemplo, los alumnos de las últimas clases de la enseñanza secundaria que entraban luego en la enseñanza universitaria procedían todos de la «burguesía». Se acreditaba así la idea de que la educación en las sociedades liberales, lejos de cumplir la función igualitaria que se le supone desde que se democratiza, no constituye, de hecho, más que un instrumento de transmisión del poder entre generaciones en el seno de la clase dominante. Por supuesto, se abstuvieron de remontarse a la generación de los abuelos, en la muestra escolar escogida, lo que habría acabado de destruir una tesis, ya de por sí frágil, sin una discreta depuración de los datos en la fase de los padres.

En particular, el investigador no tenía en cuenta los elementos «burgueses» que no conseguían terminar sus estudios secundarios y que, por consiguiente, no lograban el acceso a la enseñanza superior. Una descripción honrada y completa repartida sobre dos o tres generaciones habría puesto en evidencia un doble movimiento: un movimiento ascendente desde las categorías más pobres hacia los diplomas que dan acceso a las carreras medias o superiores y un movimiento descendente de los niños nacidos en familias acomodadas hacia ocupaciones medianas o mediocres, en todo caso menos buenas que las de sus padres, privados de los diplomas necesarios para mejorar. Esta pintura exacta habría revelado, en el ascenso profesional vinculado a los estudios, la acción de dos factores: un factor social innegable, que procuraba a los niños de medios acomodados y cultivados condiciones más favorables que a los demás, y un factor personal, que expresaba las dotes, la inteligencia y la afición a aprender.

El segundo factor, al filo de la evolución histórica, y a medida en que se va desarrollando la democratización de la enseñanza, ¿llega a ser, poco a poco, más determinante que el primero? Ésa es la cuestión. Pues la teoría del origen puramente socioeconómico del éxito escolar y universitario va acompañada por un postulado que consiste en negar toda desigualdad de dones intelectuales entre los niños e incluso toda diversidad de esos dones. No hay, no debe haber, alumnos buenos y malos: no hay más que víctimas o beneficiarios de las injusticias sociales. Se ve cómo la primera mentira, negando todo efecto igualador de una educación democratizada, conduce a la segunda, negando que existan disposiciones más o menos pronunciadas para el trabajo intelectual. Hay que disimular a toda costa el hecho de que numerosos niños procedentes de ambientes modestos tienen más éxitos en sus estudios y en su carrera que muchos niños procedentes de medios acomodados. Para lograrlo, se ha ido pasando de la teoría a la práctica, hasta proponer reformas de la enseñanza expresamente concebidas para impedir a los niños más dotados y más trabajadores progresar más de prisa que los otros. Como todo buen alumno es sospechoso de serlo porque pertenece a las clases privilegiadas, y el buen alumno que no pertenece a ellas es culpable de desmentir la teoría, la justicia exige -más adelante veremos cómo- que todos los alumnos se vuelvan malos, a fin de que todos puedan volver a empezar juntos y con buen pie hacia un porvenir igualitario y radiante.

Aunque en las ciencias sociales la frontera entre la mentira flagrante y la deformación ideológica más o menos consciente, que constituye un fenómeno diferente, es bastante vaga, podemos hablar de mentira cuando nos ocupamos de una falsificación palpable de cifras, de datos; de hechos. Un sector en el que la ciencia económica ha hecho florecer, con una exuberancia desbordante, ese tipo de mentira es el que trata de los países en vías de desarrollo. Fueron motivos ante todo políticos los que inspiraron la gran impostura del tercermundismo, pero las mentiras científicas de ciertos economistas, demógrafos o agrónomos han proporcionado a esa impostura muchos eslóganes que la han sostenido y esparcido. Expresiones tales como «decenas de millones de niños mueren cada año de desnutrición en el mundo», «los países ricos son cada vez más ricos y los países pobres cada vez más pobres», «la situación alimentaria mundial no cesa de degradarse», «cada día hay más miseria en el Tercer Mundo», «la vaca del rico se come el grano del pobre», «intercambio desigual», «pillaje de las materias primas», «dependencia», «fracaso de la revolución verde», «cultivos alimenticios sacrificados a los cultivos de exportación», «el Fondo Monetario Internacional culpable del hambre del Tercer Mundo», «las compañías multinacionales manipulan en su provecho los cursos mundiales», traducen, en el mejor de los casos, teorías demasiado vagas para que se pueda comprobarlas o refutarlas, y, en el peor, que es el más frecuente, cínicas contraverdades, que se oponen a la experiencia más fácilmente comprobable. De momento, aún no he examinado el tejido conjuntivo que une insensiblemente la sociología con la ideología, el conocimiento con la alucinación: me he limitado a mencionar algunos ejemplos de mentiras científicas entre las más materialmente tangibles.

La mentira científica es, pues, tanto más marginal cuanto más veraz y objetiva es una ciencia. Es tanto más artera cuanto más una ciencia depende de las conjeturas, y tanto más tentadora cuanto más se preste a ser explotada como fuente de argumentos en el debate político. Por su misma naturaleza, ciertas esferas, aunque sobre ellas dispongamos de conocimientos precisos, favorecen la floración de temas sugeridos sobre todo por la imaginación, la pasión y la propaganda. Por ejemplo, las discusiones sobre los peligros de las centrales y, con mayor razón, de los armamentos nucleares, aunque legítimas y necesarias, unen con frecuencia la ficción a la realidad, con objeto de asustar al público más que de informarle con exactitud. A veces sucede que unos sabios se convierten en propagadores de esas deformaciones, a las que aportan el aval de su celebridad. Pero, repetimos, no se puede decidir fácilmente, en esos abusos de confianza, lo que se debe a la mentira voluntaria, a la autosugestión ideológica o a la debilidad de carácter frente a las presiones. Salvo alguna excepción, la explotación de la autoridad científica con fines de propaganda no científica depende menos de la mentira simple que de la compleja. Me ocuparé, pues, de ello en su lugar.

En cambio, la mentira simple, voluntaria, conscientemente empleada como medio de acción, es una práctica corriente en la esfera política, ya emane de los Estados, de los partidos, de los sindicatos, de las administraciones públicas o de otros centros de poder. Es trivial decir que-la mentira es parte integrante de la política, que constituye tanto un medio de gobierno como de oposición, un instrumento en las relaciones internacionales, que es un derecho, incluso un deber, cuando están en juego intereses superiores, una especie de obligación profesional, aunque sea bajo la forma del secreto. Sin embargo, lo que sucede es que nos acostumbramos incluso a esas triviales comprobaciones y ello acaba por disimular la amplitud y la influencia de la plaga comprobada. El engaño ambiental y pegajoso que sumerge a la humanidad no puede dejar de alterar la percepción que ella tiene de su propio estado y de los factores que lo determinan.

Desde el punto de vista de la libertad de informar e informarse, y sobre todo de la posibilidad de ser informado, es decir, de la posibilidad de que una información variada y relativamente exacta llegue por sí misma a todos en la vida cotidiana como un hecho natural, incluso cuando no se la busca, el mundo se divide en tres sectores: el sector de la mentira de Estado, organizada y sistemática; el sector de la información libre; el sector de la subinformación. En el primer sector, el de los regímenes totalitarios, dominan la censura -que es una defensa pasiva contra las informaciones indeseables- y la propaganda, que es una técnica activa que consiste en reconstruir e incluso inventar totalmente la actualidad, para hacerla acorde con la imagen deseada por el poder. En el sector libre reina la información muy abundante y de bastante buena calidad que caracteriza a las sociedades democráticas, con variantes que dependen, particularmente, del grado de control de los medios audiovisuales por parte del Estado, los partidos, las religiones o los sindicatos. El tercer sector es una mezcla de los dos primeros, con diversas dosificaciones de dictadura y de libertad, según los países, pero sobre todo adolece de una gran pobreza. Censurada o no, la información se caracteriza, en ese caso, por su indigencia. Podría pensarse que ese tercer sector corresponde, de manera netamente definida, al Tercer Mundo. Sería un error. En primer lugar, una gran parte del Tercer Mundo, en el sentido económico, forma parte de los sistemas totalitarios comunistas. Luego, varios países del Tercer Mundo, y no de los menos importantes -pensemos especialmente en India, Brasil, Filipinas-, gozan de instituciones democráticas, aunque sean recientes, frágiles y sujetas a eclipses. Estos países disponen de una prensa y de unos medios de comunicación a menudo más abundantes, variados e incluso independientes del poder que ciertos países desarrollados. Finalmente, cuando las dictaduras se instalan donde existía una tradición de libertad de prensa -en Chile desde 1973, en Uruguay o en el Perú en los años setenta- la censura no consigue siempre suprimir la información tanto como ella quisiera. Debe soportar, incluso si les persigue y acaba finalmente por prohibirlos, ciertos títulos antiguos, conocidos en el extranjero y defendidos por periodistas y propietarios coriáceos. En todo caso, en conjunto y en su lógica dominante, incluso a veces allí donde la información es libre o podría serlo, el Tercer Mundo está aquejado por una carestía de noticias que agrava la omnipotencia de los eslóganes simplistas de la propaganda.

De entrada, lo que impresiona en ese desglose escueto en tres sectores principales es que el sector de la información libre es minoritario, como lo es la misma democracia política, lo que no constituye ninguna novedad. Además, como ya he hecho observar en un libro precedente[1], el recuento habitual de los países democráticos en el mundo, que apenas sobrepasa la tercera parte de los miembros de las Naciones Unidas, peca todavía de optimismo. Porque entre esos países se encuentran muchos que figuran entre los menos poblados del planeta: tales como Suiza, Bélgica, Dinamarca o Austria, por ejemplo, o Canadá, inmenso, pero del que se olvida que sólo tiene 25 millones de habitantes. Cuando se evalúa, en proporción a la población mundial, cuántos son los seres humanos libremente informados, se encuentra un porcentaje más bajo aún del que se supondría después de la primera ojeada a la lista. No obstante, dos progresos han venido a corregir esta triste impresión: la democracia se ha recuperado ligeramente, en superficie, desde 1975; por otra parte, los emisores de información del mundo libre se desbordan cada vez más sobre el mundo totalitario y sobre las dictaduras tercermundistas, que, por lo demás, se quejan de ello: las agencias de prensa, la misma prensa, aunque con cuentagotas, las radios, incluso las televisiones -en la vecindad de las fronteras y pronto vía satélite- encaminan hacia los públicos del mundo totalitario o subdesarrollado, o los dos a la vez, una parte de las noticias y de los comentarios que sus gobiernos preferirían dejarles ignorar. Sin embargo, tengamos también en cuenta un movimiento en sentido inverso: la propaganda del mundo totalitario penetra sin obstáculos en el mundo libre, el cual a menudo se muestra muy receptivo.

Otro aspecto llama la atención en el cuadro que he esbozado: que la mentira política, hoy, y ello es una novedad, tiende a engañar ante todo a la opinión pública. La mentira política a la antigua tendía a engañar a los demás gobiernos. En nuestros días, esa mentira directa entre poderosos ya no puede existir. Abundantemente abastecido en informaciones públicas o secretas, cada dirigente sabe a qué atenerse sobre los medios del otro, sus recursos, su poderío militar, la solidez interna de su poder. Ambos pueden continuar, ciertamente, engañándose recíprocamente sobre sus intenciones, pero ya es rarísimo que logren mentirse con éxito sobre los hechos. Por lo menos no lo logran más que mediante un rodeo, un conjunto de procedimientos indirectos, a los cuales nuestra época ha dado el nombre de desinformación y que tienen todos como objetivo común emponzoñar las fuentes de información del otro, creándole la ilusión de que él ha descubierto solo, gracias a su habilidad y a la excelencia de sus servicios, lo que se ha fabricado a ese propósito y se ha empujado subrepticiamente hacia él para hacérselo tragar. Por lo demás, la desinformación influencia en una buena medida a los gobiernos a través de sus opiniones públicas, que ella toma a menudo como primer objetivo. Actúa sobre los periódicos, los medios de comunicación, los expertos, los institutos de investigación, las Iglesias, que condicionan a la opinión mientras acosan a los dirigentes con sus amonestaciones y sus consejos.

Es, pues, en primer lugar contra la opinión pública, o, dicho de otro modo, contra la humanidad en su conjunto, y no sólo contra los gobiernos, como actúa la mentira o la privación de la verdad, que es su forma elemental. ¿Por qué? «La primera de todas las fuerzas es la opinión pública», dijo Simón Bolívar. Ésa es la razón por la cual los que temen que la opinión pública esté demasiado bien informada están interesados en actuar de manera que la primera de todas las fuerzas que pesen sobre ella sea la mentira.

En los sistemas totalitarios, la mentira no es solamente una de las armas del poder político o de los intereses corporativos, sino que tapiza y acolcha la vida pública en su totalidad. Es el barniz que disimula el foso que se abre entre el dominio exclusivo del partido único y su evidente incapacidad para gobernar la sociedad. En ese tipo de régimen, la mentira no es sólo un ardid intermitente, es la afirmación permanente de lo contrario de lo que todo el mundo puede comprobar. Por otra parte, la autorización excepcional para decir lo que todo el mundo sabe, o, más bien, de decir en voz alta lo que todo el mundo decía tiempo ha en voz baja, es precisamente el sentido exacto de la palabra glasnost, puesta de moda por Gorbachov. Esa palabra, que se ha traducido incorrectamente en Occidente por «apertura» o «transparencia», significa más bien «divulgación» o «publicación». Es el acto por el cual se abre a la discusión pública lo que era de notoriedad pública: el alcoholismo, el absentismo, la corrupción, la insuficiencia y la mala calidad de la producción. Estos movimientos de divulgación aparecen en la época de las sucesiones, cuando un nuevo dirigente puede hacer responsable del estado catastrófico de la economía a su predecesor y no al sistema. Es lo que se ha visto, tanto después de la muerte de Mao como después de la de Brézhnev, del que Gorbachov ha sido el primer sucesor real válido, aunque Andrópov, a pesar de su enfermedad, ya esbozara brevemente una operación de glasnost proclamando especialmente abierta la lucha contra la desviación entre el trabajo real y el ficticio. Reducir un poco esa desviación entre la ficción y la realidad, cuando ha llegado a ser tan grande que el mismo sistema está amenazado de descomposición, tal es el objetivo de la divulgación, que es principalmente una denuncia de fallos individuales y burocráticos. Pero en la medida en que no ataca la causa verdadera y última del fracaso global, es decir, el mismo sistema, no pone fin a la mentira fundamental sobre la que se construye toda la sociedad. Porque un mal sistema puede permitirse aún menos errores que uno bueno, de la misma manera que un organismo anémico puede recobrar más difícilmente sus fuerzas después de una afección, un abuso, un accidente, que un organismo sano, los reformadores totalitarios persiguen los desfallecimientos y las trampas en la ejecución de las tareas, así como alientan en su prensa críticas contra los chapuceros subalternos y las innumerables averías de la máquina, a condición de que no se profiera la idea intolerable: que es la misma máquina la que es mala y que es preciso reemplazarla por otra completamente diferente. Incluso en la sinceridad, hay que mentir sobre lo esencial. La mentira totalitaria es una de las más completas que la historia ha conocido. Su objetivo es, a la vez, impedir a la población recibir informaciones del exterior e impedir al mundo exterior conocer la verdad sobre la población, haciendo particularmente imposible, o extremadamente difícil, un trabajo correcto de los periodistas extranjeros in situ. En las relaciones internacionales, igualmente, el uso que hacen los totalitarios de la mentira flagrante sobrepasa la media mundial. Todos los autores que han narrado esa inmersión en la mentira, los Orwell, Solzhenitsin, Zinoviev -pues solamente el genio literario puede hacer experimentar a los que lo ignoran una experiencia casi inexpresable en el lenguaje lógico de los expertos-, han insistido en la idea de que la mentira no es un simple coadyuvante, sino una componente orgánica del totalitarismo, una protección sin la cual no podría sobrevivir.

A menudo se oye a ciudadanos de países democráticos alabar a un hombre político por su astucia, su arte en embaucar a la opinión pública y en engañar a sus rivales. En cierto modo es como si los clientes de un banco plebiscitaran al director por sus talentos como ratero. La democracia no puede vivir sin la verdad, el totalitarismo no puede vivir sin la mentira; la democracia se suicida si se deja invadir por la mentira, el totalitarismo si se deja invadir por la verdad. Como la humanidad se encuentra comprometida en una civilización dominada por la información, una civilización que no sería viable si fuera regida de manera predominante sobre la base de una información constantemente falseada, creo indispensable, si es que queremos perseverar en la vía en que nos hallamos, la universalización de la democracia y, por añadidura, su perfeccionamiento. Pero creo más probable, en el presente estado de las costumbres, de las fuerzas y del modo en que queremos vivir, el triunfo de la mentira y de su corolario político.

Notas

[1] La Tentation totalitaire, Laffont, 1976

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