conoZe.com » bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia

Sujetar los dos extremos de la cadena (I)

En el primer Concilio Vaticano, durante los debates acerca del proyecto de constitución sobre la fe, un Padre propuso una enmienda, concerniente a la Providencia. Esta enmienda, que fue aceptada, decía así: «Dios conserva y gobierna todas las criaturas que ha hecho, desplegando su fuerza de un extremo a otro del mundo y disponiéndolo todo con cuidado. Porque todas las cosas están desnudas y descubiertas ante sus ojos, incluso aquellas que se producirán en el porvenir por la libre acción de las criaturas».«En muchos países -declaraba aquel Padre conciliar, autor de la proposición- se ve incluso a teólogos católicos poner en duda la previsión divina de los hechos contingentes, es decir, de las acciones libres de los hombres».

Al insertar esta enmienda en la Constitución dogmática sobre la fe, los Padres del Concilio Vaticano I no llevaban a cabo innovación alguna, observaba un teólogo alemán; no han hecho otra cosa sino poner de relieve una verdad claramente expresada en la Revelación, creída siempre por los fieles y enseñada siempre por la Iglesia.

Si los teólogos a los que se referían los Padres conciliares dudaban de la presciencia divina es porque no veían cómo ponerla de acuerdo con la libertad de los hombres. Mas, no obstante la definición del Vaticano I, esta dificultad subsiste aún en nuestros días. Y es, por cierto, uno de los principales obstáculos que los cristianos encuentran en su esfuerzo para adherirse a la doctrina tradicional sobre la Providencia. Otra dificultad, también clásica, se refiere al problema del mal: ¿cómo conciliar la existencia de una Providencia amorosa con la presencia del mal en el mundo?

A estos dos obstáculos de todos los tiempos vienen a añadirse otros característicos de nues­tra época. Tienen su origen en el desarrollo de las ciencias y de la técnica, en la secularización y asimismo en las concepciones inexactas respecto al azar y a la fatalidad.

No abandonar jamás las verdades una vez conocidas

Estas dificultades merecen un detenido examen. Puestas a la luz, ellas ayudan a comprender mejor la acción de la Providencia y, asimismo, a comprender mejor a nuestros hermanos bloqueados en su marcha hacia la plenitud de la verdad.

«Mire, pues, no caiga el que piensa que está firme», advierte la Escritura. Cuando el alpinista prudente conoce el emplazamiento de las grietas las rodea y avanza más seguramente sobre el glaciar. El esfuerzo que consagramos a poner de manifiesto los obstáculos no es tiempo perdido; evita que demos pasos en falso y previene las caídas.

Resulta inapreciable el consejo de Bossuet para el estudio de las relaciones entre la libertad del hombre y la omnipotencia de Dios: «La primera regla... es que jamás se deben abandonar las verdades una vez conocidas, aun cuando sobrevenga alguna dificultad al quererlas conciliar entre sí; por el contrario, hay que sujetar fuertemente, por así decirlo, los dos extremos de la cadena, aun cuando no lleguemos a ver lo que hay en medio, allí donde se realiza el encadenamiento»'.

Sujetar, sujetar fuertemente los dos extremos de la cadena; es decir, adherirse, adherirse con toda el alma, conjuntamente, a dos verdades, atestiguadas la una por nuestra experiencia personal, la otra por la Revelación: el hombre actúa libremente, la omnipotencia de Dios abraza y conduce todo lo existente y, por ello, la libre actividad del hombre. La adhesión simultánea a estas dos verdades es una exigencia fundamental para penetrar en la doctrina de la Providencia.

Sujetar fuertemente el extremo de la cadena que es la libertad del hombre no parece difícil; es una cuestión de buen sentido. El hombre normal no tiene dificultad en admitir que obra libremente. Pero asir con fuerza también el otro extremo, la omnipotencia de Dios, puede ser extremadamente difícil. A veces esta adhesión supone una fe heroica, un desgarramiento interior, una de esas luchas como la que hubo de librar Abraham invitado por Dios a inmolar a su hijo Isaac. Decir «sí» a Dios, bajo la moción de la gracia, mientras en nuestro interior todo se revuelve y grita: ¡no!, ¡no!, es un tremendo y desgarrador drama.

Se ha dicho justamente que es solamente una palabrita, la conjunción y la que caracteriza la doctrina católica: naturaleza y gracia, acción y contemplación, libertad y autoridad, Jesús y María.

«La fe abraza muchas verdades que parecen contradecirse, señala Pascal... Hay, pues, un gran número de verdades tanto de fe como de moral, que parecen repugnantes entre sí y que subsisten, sin embargo, todas ellas en un orden admirable. La fuente de todas las herejías es la exclusión de algunas de estas verdades... Ocurre de ordinario que al no poder concebir la relación entre dos verdades opuestas y creyendo que la confesión de una encierra la exclusión de la otra, ellos (los heréticos) se adhieren a una y excluyen la otra... ».

«... Como si viera lo invisible»

Este rechazo de una verdad «que parece repugnante», acompañada de la adhesión exclusiva a la verdad complementaria se produce con frecuencia cuando se trata de conciliar la libertad del hombre con la omnipotencia de Dios, con su existencia y con la presencia del mal.

«Lo más difícil para nuestros contemporáneos es concebir una dependencia de Dios que no sea una alienación», escribe el abate Michel Lépine. «Plantear la cuestión de la libertad y de la Providencia es algo infinito -observa, por su parte, el P. Bro, O. P.-. Se tiene miedo. ¿No sería, acaso, mejor no añadir a la dificultad cotidiana una inútil angustia intelectual, la que levantan los nombres que se enfrentan a la libertad: Providencia, predestinación, etc.? Estas palabras son trampas; por ello, prescindamos de debates inútiles. Pero la cuestión sigue planteada, a pesar de todo, y no podemos ser neutrales».

Mas si en el ámbito de la razón la cuestión de la armonía entre libertad y omnipotencia divina resulta inextricable, encuentra una salida en el plano superior de la fe. La Sagrada Escritura y la experiencia de los santos lo atestiguan. Cosas invisibles a la simple mirada del ojo humano se hacen visibles con el telescopio. Así como este instrumento es indispensable para estudiar los astros, la fe es necesaria para la adhesión a las verdades reveladas. En los santos no se plantea problema alguno acerca de la perfecta armonía entre la libertad de los hombres y la omnipotencia de Dios; para ellos es un dato casi evidente. La Escritura afirma de Moisés que «tuvo confianza en el Invisible, como si le viera ya». Moisés sujetaba fuertemente los dos extremos de la cadena.

El problema del mal plantea dificultades aún más inquietantes, ya que pone en movimiento nuestra sensibilidad a costa de un funcionamiento ordenado de la inteligencia. Un cronista ha descrito las reacciones de los sarracenos ante las terribles pruebas sufridas por San Luis durante su cautividad en Egipto. Minado por el escorbuto y la disentería, aislado de los suyos, sometido a la presión de sus carceleros, mortalmente inquieto por la suerte de su mujer, de sus hijos y de su «gente», el rey estaba continuamente en oración, «sin murmurar de nada». Y los musulmanes se maravillaban de su paciencia, diciendo que «si su Mahoma les hubiese permitido sufrir tanto in­fortunio como el que Dios le había hecho padecer al rey, jamás le hubiesen adorado, ni hubieran creído en él» ¡Cuántos cristianos razonan hoy como aquellos musulmanes del siglo xiii!

«Para mí -escribe un bautizado-, a pesar de todas las acrobacias teológicas posibles e imaginables -y yo las conozco-, la existencia del mal, del sufrimiento y de la muerte es ra­dicalmente incompatible con la existencia de un Dios infinitamente bueno. Se puede, en rigor, admitir la existencia del Gran Relojero, pero nada más» . Y Gabriel Marcel afirma que «a pesar de todas las argumentaciones a las que han recurrido los teólogos y los filósofos desde los orígenes, es en la existencia del mal y en el sufrimiento de los inocentes donde el ateísmo encuentra su base permanente de reabastecimiento».

Ciertamente, se trata de observaciones pertinentes. En efecto, ni los análisis de los filósofos, aun de los cristianos, ni las argumentaciones de los teólogos, por famosos que sean, serán bastantes para convencer a un hombre presa de atroces sufrimientos de que el Dios que le golpea es un Dios de amor. Cuando la sensibilidad se conmueve, la lógica de un razonamiento impecable no es bastante para esclarecer el espíritu. Hace falta el golpe de ala de una fe vigorosa.

Para los santos, es decir, para aquellos hombres y mujeres que viven de fe y habitualmente se encuentran bajo la moción del Espíritu Santo, no se plantea el lacerante problema del mal: han encontrado la solución en regiones superiores. Lo ven, en cierta manera, con los mismos ojos de Dios, dueño soberano de la historia. El águila volando por encima de las cumbres tiene una visión de la que carece un gallo de corral.

Problemas sin solución, el problema del mal y el problema de la aparente oposición entre la libertad del hombre y la omnipotencia de Dios, ejercen una influencia inhibitoria, especialmente en los espíritus cultivados. Y traban el vuelo de su vida religiosa. Les impiden el que se eleven hasta la tranquilidad que proporciona una confianza ciegamente depositada en Dios. Les cierran el acceso a las regiones superiores de la serenidad. ¿Cómo pueden estos cristianos encontrar la paz del alma y cómo pueden irradiarla a su alrededor si están interiormente desgarrados? ¿Cómo podrán gustar de la alegría de la luz si permanecen aprisionados en las oscuridades de la duda?

El cirujano y el bisturí

Con frecuencia ciertas nociones inexactas se añaden al peso de estas inhibiciones. Estas no­ciones conciernen notablemente a las relaciones entre la causa primera y las causas segundas. Dios es llamado la Causa primera, y las criaturas, y especialmente los hombres, las causas segundas. Y esto por razones no de orden cronológico, sino de naturaleza jerárquica. En efecto, si la causa primera es soberanamente independiente, las causas segundas son esencialmente dependientes. Dios no depende de nadie, pero los hombres dependen de Dios en todo y por todo como el instrumento depende del artesano que lo maneja.

Cuando se trata de acontecimientos históricos, Causa primera y causas segundas actúan a la vez. Podría decirse que son las piezas de una misma máquina que funcionan simultáneamente. O, más exactamente, las causas segundas son a la Causa primera lo que los instrumentos son al obrero: su eficacia la obtienen principalmente de él. Colaboran con él no en un plan de igualdad, sino de subordinación. La obra que resulta es el fruto de una cooperación. «Lo que nosotros tenemos por actividad de las criaturas es también la actividad del Creador», ha escrito un teólogo contemporáneo. «Es una actividad causada». Lo que nosotros llamamos acción del hacha es también la acción del leñador; lo que denominamos la obra del bisturí, es también la obra del cirujano. En resumen, la Causa primera y las causas segundas concurren a la producción del mismo efecto cada una en su lugar y cada una a su modo. En una operación, el cirujano consigue resultados que sus instrumentos, por sí solos, no podrían conseguir, puesto que no pueden ver, ni deliberar, ni decidir, ni moverse; el bisturí, por su parte, produce efectos que el cirujano no podría producir sin instrumentos. Simultaneidad de la acción de la Causa primera y de la acción de las causas segundas; preponderancia de la Causa primera sobre las segundas; atribución de los resultados, a la vez, a una y otras, bien que a diferentes títulos; he aquí otras tantas distinciones capitales. Si todo ello deja de tenerse en cuenta al considerar el problema de la Providencia se caerá fácilmente en graves errores: menosprecio en la interpretación de la Sagrada Escritura; reducción, si es que no negación, de la soberanía irresistible de Dios sobre la historia. Se reconoce que «el hombre se agita», pero no se añade con la misma convicción que «Dios le dirige». Parece que la objeción «¿Qué se hace con la libertad del hombre?» es definitiva.

Y, sin embargo, el cristiano no puede leer la Biblia y muy especialmente el Antiguo Tes­tamento y el Apocalipsis, sin sentirse impresionado por la frecuente atribución a la causalidad de Dios de los fenómenos naturales e incluso de la acción de los hombres. Esta atribución es unas veces del mismo autor sagrado y otras de los personajes que pone en escena.

Satán y el Dueño de la historia

Rico propietario despojado de sus bienes, privado de sus hijos, cruelmente golpeado en su salud, Job es un ejemplo clásico. Este «santo del Antiguo Testamento» atribuye todas sus pruebas a Dios: «El Señor me lo dio todo; el Señor me lo ha quitado; se ha hecho lo que es de su agrado; bendito sea el nombre del Señor». Por su parte, la esposa de Job imputa sus males a Dios y se revuelve contra Él: «Maldice a Dios y muérete», le dice a Job. Todavía hay más. Aunque sea él el iniciador de estas pruebas, Satán las atribuye a Dios, como, por otra parte, lo hará el propio autor sagrado al final del libro (42,11). La concordancia de estas cuatro voces tan diversas, Job, su mujer, Satán, el mismo Dios, principal autor de los Libros Sagrados, es muy significativa. ¿Acaso no aparece Dios como el protagonista de este drama tan angustioso?

Dios determina las leyes que rigen el orden natural: las circunvoluciones de los astros, la frecuencia de las lluvias, el tiempo de la recolección, el momento de las generaciones, los límites impuestos al mar. Todo el universo obedece a sus órdenes. Es de Dios de quien Judit esperará la realización de su misión en el campamento de Holofernes y es a Dios a quien ella atribuye el éxito de su empresa. Hablando como un excelente teólogo católico de la historia, Judit afirma que Dios es el autor del pasado, del presente y del porvenir: «Es el Señor quien dirige los pasos de los hombres, y ¿qué hombre hay que pueda por sí conocer el camino que debe llevar?». «Yo soy el Señor y no otro que Yo: no hay un dios fuera de Mí... Yo he formado la luz y creado las tinieblas; hago la paz y envío los castigos: Yo, el Señor, que hago todas estas cosas». «De Dios vienen los bienes y los males, la vida y la muerte, la pobreza y la riqueza». «¿Descargará alguna calamidad sobre la ciudad que no sea por disposición de Dios?».

Se podrían llenar páginas enteras con citas bíblicas relativas a la soberanía de Dios sobre los hombres, sobre los acontecimientos y sobre las cosas. Como un leitmotiv, la afirmación del predominio de la Causa primera sobre las causas segundas atraviesa los Libros Sagrados. Verdaderamente, el Creador conduce sus criaturas hacia el fin que les ha asignado; este es el sentido de la historia.

Nos encontramos aquí en presencia de una revelación formidable, de orden sobrenatural, y que estaba oculta a los pueblos de la antigüedad. Solamente Dios podía apartar el velo que la cubría a los ojos de los hombres. Solamente Dios podía revelarla. Abandonada a sus propias fuerzas la razón, ciertamente, puede descubrir la existencia de Dios, tal como lo enseña el Concilio Vaticano I, aun cuando este descubrimiento sea muy laborioso y reservado a una «élite». Pero, por sí misma, la razón del hombre no sería capaz de conocer la existencia de un Dios de amor cuyo poder se extiende de un confín del mundo al otro, cubre la historia universal y ordena irresistiblemente todas las cosas hacia Él como un fin: la edificación del Cuerpo Místico. Para llegar a conocer esta Providencia desconocida por un Platón, por un Aristóteles, por un Cicerón, la humanidad tenía necesidad de una intervención de lo alto; hacía falta que el propio Dios levantase un ángulo del velo que envolvía sus designios y su incesante actividad en el mundo.

El descubrimiento de la acción de la Providencia, Señor de la historia, es uno de los más preciosos frutos que ofrece la familiaridad con la Sagrada Escritura. Este descubrimiento provee al hombre de luces proporcionadas a las dimensiones del cosmos. Proporciona asimismo al cristiano un íntimo confortamiento que jamás le procurarían todas las especulaciones filosóficas. Le ilumina sobre el verdadero sentido de la historia. «Los centenares de libros que he leído, confesaba el padre de la filosofía moderna, Manuel Kant, no me han proporcionado tanta luz y consuelo como estos versos del Salmo 23: `El Señor es mi pastor; nada me falta... Aunque camine por las tinieblas de la muerte, no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo.»

Y sin embargo, resulta evidente que muchos cristianos ignoran estas verdades liberadoras.

En vez de proclamar esta revelación que nos exalta y pone de manifiesto la causalidad uni­versal de Dios y su soberanía sobre la historia, muchos predicadores y exégetas se erigen en censores del autor inspirado y en correctores de los Libros Sagrados. Desprecian el genio semítico que, según ellos, era incapaz, por su subdesarrollo cultural, de distinguir entre la Causa primera y las causas segundas y que atribuyó al mismo Dios lo que, sin embargo, es la obra de los hombres.

Es fácilmente admisible que los Hebreos tuviesen un lenguaje menos rico en vocabulario y de menores matices que los modernos y que, por otra parte, careciesen de términos apropiados para designar determinadas precisiones filosóficas o teológicas. Pero ya no lo es tanto el que se trasponga esta pobreza desde el dominio del vocabulario al del pensamiento y que se acuse a los autores inspirados de confundir lo que es obra de los hombres y lo que es privilegio de Dios. Si la palabra de Dios reclama una interpretación, bajo la dirección del magisterio, ello no supone que hayan de hacerse correcciones a aquélla, ni siquiera de los progresos de la ciencia.

Los Padres y los Doctores de la Iglesia presentados por la encíclica de Pío XII sobre los estudios bíblicos (Divino afflante) como exégetas ejemplares, no obraban precisamente de aquel modo. En su lectura contemplativa de la Biblia daban a Dios lo que es de Dios y a las criaturas lo que pertenece a ellas. Sabían atribuir a la causalidad primera y universal de Dios lo que le pertenece, sin que por ello disminuyesen la parte correspondiente a las causas segundas. Intérpretes de la Biblia, los Padres y los Doctores de la Iglesia afirman la soberanía universal de Dios sobre la historia.

Tras nuestras alegrías y nuestras penas

Asimismo, San Agustín, comentando el salmo 66, no dudaba en presentar a sus fieles este punto de vista superior de los acontecimientos de cada día: «Dios es el autor de todo lo que sucede, acontecimientos agradables o funestos... Y todos los bienes que los enemigos de Dios reciben, de Él los reciben; y cuando se los piden a otros, si los reciben, es de Él de quien, sin saberlo, los reciben. Si son castigados, se imaginan que son castigados por otros; sin embargo lo son por la acción de Dios, sin que ellos lo sepan; y cuando disfrutan de fortuna, de salud, de seguridad, sin mesura, pueden, por ignorancia, atribuirlo a los hombres, o a los demonios, o a los ángeles; pero no lo reciben (originariamente) sino de Aquél, en quien reside el poder sobre todas las cosas».

Por sorprendentes que puedan parecer estas consideraciones de San Agustín, no son, en fin de cuentas, sino la aplicación a la exégesis de un principio filosófico: de una parte, la Biblia nos presenta a Dios como la Causa primera universal; de otra parte, la filosofía afirma la dependencia total de las causas segundas en relación con la Causa primera. Ésta decide, aquéllas ejecutan. Las causas segundas completan, cumplen los designios de Dios sin saberlo, con plena autonomía, bajo su propia responsabilidad. Verdad misteriosa, es cierto, situada más allá de las aprehensiones de los psicólogos y de las encuestas del sociólogo, pero verdad garantizada por la Escritura. Dios, autor principal de la Biblia, no puede engañarse ni engañarnos. Toca a los creyentes elevarse hacia las alturas de su palabra con las alas de la fe y no de rebajar esta palabra, por una interpretación racionalista, al nivel de un mundo secularizado.

El misterioso encadenamiento de la Causa primera y de las causas segundas, afirmado tantas veces por los libros sagrados, requiere un análisis. En el próximo capítulo intentaremos penetrar un poco en este abismo insondable; por el momento, sin embargo, trataremos de despejar el terreno, siguiendo las normas establecidas por Santo Tomás para la exégesis de los textos aparentemente paradójicos de la Biblia que parecen atribuir solamente a Dios lo que es, manifiestamente, también obra del hombre.

En primer lugar, una norma filosófica: «En una acción cualquiera, la causa más real es menos la que actúa que aquella por cuya virtud ésta actúa. Así, pues, la causalidad del agente principal es más fuerte que la del instrumento. Dios es, pues, principalmente causa de toda acción más que las causas segundas agentes. »Después, una verdad revelada: de aquí la palabra de Isaías (26,12) «Todas nuestras obras, Señor, tú las hiciste en nosotros», y esta palabra del Evangelio de San Juan: «Sin mí nada podéis hacer» (15,5), y también lo que dice San Pablo en la Epístola a los Filipenses (2,13): «Pues Dios es el que obra en vosotros por su voluntad, no sólo el querer, sino el ejecutar.»

Como puede verse, Santo Tomás procede con un riguroso método. No se precipita. Se ocupa de establecer su argumentación sobre verdades irrefrenables tomadas, unas, de la filosofía; otras, de la Revelación.«Es precisamente por esta razón, afirma, por lo que las Escrituras atribuyen frecuentemente a la operación divina los efectos de la naturaleza, porque es Dios quien da a todo agente la capacidad de obrar por su naturaleza o por su voluntad, según la palabra de Job (10,11). `Tú me has revestido de piel y de carne; tú me has tejido de huesos y de nervios', y esta otra del Salmo: `Y tronó el Señor desde lo alto del Cielo, y el Altísimo dio una voz como suya y cayeron piedras y ascuas de fuego' (Ps 17,14)».

El general y sus tropas

Al atribuir aparentemente la Sagrada Escritura todas las cosas a la causalidad de Dios, precisará después Santo Tomás, la Escritura no pretende en modo alguno excluir la acción de las demás causas, sino que quiere, simplemente, afirmar la primacía de la acción de Dios. Decir causalidad primordial no significa decir causalidad exclusiva. Atribuir determinadas victorias militares a Foch o a Montgomery no equivale a negar el mérito de sus tropas, artesanas de la victoria; esta atribución reconoce simplemente la preponderancia del papel de Foch o de Montgomery.

Henos aquí en el corazón del problema de la Providencia. Estas citas hacen relación a los acontecimientos, notablemente en lo que concierne a los lazos entre la libertad del hombre y el poder irresistible de Dios, y al problema, tan delicado, de las relaciones entre la Providencia y el mal.

Nos limitaremos a una constatación: al atribuir principalmente -pero no «únicamente»a la causalidad de Dios los acontecimientos de la historia, agradables o desgraciados, y los fenómenos de la naturaleza, felices o funestos, los autores y los héroes de los libros sagrados no se expresaban como inteligencias frustradas, incapaces de distinciones. Iluminados por el Espíritu Santo, disponían de una visión más penetrante de los hombres y de las cosas. Y se expresaban como hombres superiormente inteligentes.

Cuando Judit de Betulia y la reina Esther atribuyen a Dios el éxito de sus acciones para salvar a su pueblo; cuando Gedeón, Josué y David atribuyen a Dios sus victorias militares; cuando los profetas Isaías, Jeremías y Daniel y el autor del Apocalipsis muestran que Dios utiliza para sus fines a las grandes potencias políticas y militares, todos estos personajes bíblicos no se expresan como hombres primitivos cegados por los mitos. Hablan más bien como seres privilegiados que el mismo Dios ha iluminado acerca de sus designios trascendentes. Se expresan como maestros calificados para dar respuesta al angustioso problema del hombre moderno: ¿Adónde vamos? ¿Cuál es el sentido de la historia? ¿Qué fuerzas conducen los acontecimientos?

Vocablos ambiguos

Entre las dificultades que obstaculizan el movimiento de adhesión a la doctrina católica de la Providencia, hay que citar también las ambigüedades del lenguaje. Así, conviene distinguir netamente la voluntad-mandato de Dios de su voluntad-designio, así como tampoco conviene confundir el establecimiento de los planes de Dios con su ejecución. Asimismo, la expresión «Dios respeta la libertad del hombre» requiere esclarecimiento so pena de prestarse a conclusiones que conducirían a una negación de la absoluta soberanía de Dios sobre la historia.

Si hay que creer a ciertos autores, los hombres habitualmente en estado de gracia formarían una minoría; la mayor parte viviría en el ámbito de los sentidos. Por otra parte, la Escritura afirma el imperio total de Dios sobre los hombres y sobre las cosas: nada resiste a sus designios, todo concurre a la realización de sus planes. Ni un cabello cae de nuestra cabeza sin que Dios lo haya dispuesto. Los hombres, así, pueden mentir, robar, matar, fornicar, blasfemar, sin que hayan realizado el menor acto que Dios no haya previsto y situado previamente en sus planes. En otros términos, en un mismo hombre y en el mismo instante, la violación de un mandamiento de Dios puede coexistir con el cumplimiento de los designios de Dios. Al vender su hermano pequeño a los mercaderes que marchaban a Egipto, los hijos de Jacob violaban la ley de Dios; pero al mismo tiempo y por el mismo acto, ejecutaban sin saberlo un decreto de la Providencia. El propio José se lo revelará después de la muerte de su padre Jacob: «Vosotros pensasteis hacerme un mal, pero Dios lo convirtió en bien» .

Otro ejemplo, aún más impresionante, de esta coexistencia en los mismos sujetos y al mismo tiempo de la violación de la ley de Dios y del cumplimiento de sus designios. Todas las autoridades responsables del arresto, la condena y la crucifixión de Jesús se hicieron culpables del más horrendo de los crímenes: el deicidio, la condena a muerte del Inocente por excelencia. Sin embargo, al hacer esto, aquellas autoridades ejecutaban un decreto eterno de Dios. Es verdad que ellos lo cumplieron sin saberlo, como los hermanos de José, figura de Cristo, pero lo cumplieron. La Sagrada Escritura lo afirma con una claridad tajante: al evocar las maquinaciones y los complots urdidos contra Jesús por Pilatos y Herodes, por los gentiles y por los judíos, la pri­mera comunidad cristiana constata que se hizo así «para ejecutar lo que la mano y el consejo de Dios habían decidido que se hiciese»'.

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