conoZe.com » bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia

Sujetar los dos extremos de la cadena (II)

Violador de los mandamientos y ejecutor de los decretos

Este texto inspirado lleva muy lejos. Es un faro que esclarece toda la teología de la historia. Tiene un valor general: pone de manifiesto que una misma multitud, un mismo jefe, por un mismo gesto, puede ser al mismo tiempo trasgresor de los mandamientos de Dios y ejecutor de los decretos de su Providencia. Del mismo modo, la expresión frecuente voluntad de Dios puede revestir dos sentidos diferentes: puede significar mandamiento, es decir, orden terminante de buscar el bien y rechazar el mal: «la voluntad de Dios es que os santifiquéis». Pero también puede significar el decreto de Dios, la decisión decretada desde toda la eternidad. Esta decisión engloba el bien y el mal: Dios suscita el bien, pero no impide siempre el mal moral. Deja que surja y crezca para utilizarlo secretamente con vistas a la eclosión del bien, como un florista se sirve de abono y estiércol para el cultivo de las rosas y los tulipanes.

La misma ambigüedad del término voluntad de Dios aplicada, ya a los mandamientos divinos, ya a sus designios, invita a la vigilancia. Hay que distinguir para no confundir. Existe el riesgo de sustraer el mal a la soberanía de Dios y tener, así, una visión parcial de la acción de la Providencia sobre el mundo, sustrayendo de este modo inmensas zonas al imperio de Dios, Señor de la historia, y estrechando la concepción bíblica de la Providencia.

Se impone también una segunda distinción, también absolutamente necesaria: una cosa es la concepción del plan de Dios por Dios mismo y otra la ejecución de este plan a través de las criaturas. Santo Tomás reserva el nombre de Providencia al establecimiento del plan y denomina gobierno divino a la ejecución de este plan, que se realiza a lo largo del desarrollo de la historia. Hoy el lenguaje cristiano no hace esta distinción y con el nombre de Providencia designa tanto la concepción del plan en la eternidad como su ejecución en el tiempo. Esta distinción es algo más que una sutileza de los teólogos, más apta para complicar que para iluminar a los simples fieles. Tiene un valor de profilaxis. Impide que el creyente se deje ofuscar por las apariencias olvidando que por muy emprendedores que los hombres se muestren en la escena del mundo, no son sino los ejecutores, frecuentemente a pesar suyo, del plan de la Providencia. Al realizar sus obras, los hombres realizan, sin saberlo, las obras de Dios.

Azar y destino

Entre los términos ambiguos, que dificultan el movimiento de adhesión a la doctrina cristiana acerca de la Providencia, conviene citar asimismo palabras como azar, fortuna, destino y suerte. Tienen diferente sentido según que se atribuyan a Dios o que se relacionen con una cierta misteriosa y vaga potencia que dirigiría el curso de los acontecimientos.

El azar no existe para Dios y para quien ve los acontecimientos «con los ojos de Dios»: «Lo que es azar a los ojos de los hombres, es designio, plan determinado, en la consideración de Dios» (Bossuet). Los encuentros inesperados y las coincidencias imprevistas que el no creyente imputa al azar, el creyente los atribuye a Dios que desde toda la eternidad los ha insertado en sus planes. Si con la Revelación la palabra «Providencia» se ha convertido en el «nombre de bautismo del azar», la palabra «azar», en un mundo secularizado, se ha convertido en el «apodo de la Providencia» (Chamfort). «No hablemos más de azar ni de fortuna -escribe Bossuet-, o hablemos de ello como de un nombre con el que encubrimos nuestra ignorancia. Lo que es azar ante nuestros conocimientos inciertos es un designio concertado dentro de un consejo más alto, es decir, dentro del consejo eterno que encierra en sí todas las causas y todos los efectos en un mismo orden. De esta suerte, todo concurre a un mismo fin, y es esta incapacidad para conocer y comprender el conjunto lo que nos hace encontrar como producto del azar o de la irregularidad nuestras experiencias particulares ».

La palabra destino reclama las mismas precisiones. «En tanto que las cosas que acontecen aquí abajo están sometidas a la divina Providencia, que las preordena y, por así decirlo, las dice previamente, nosotros podemos admitir el destino.» Junto con otros Doctores de la Iglesia, Santo Tomás reprueba, sin embargo, el uso de la palabra destino, cuya significación ha venido a ser ambigua «a causa de quienes se han servido abusivamente de ella para designar la virtud atribuida a la posición de los astros». Con San Agustín, el Doctor Angélico concluye: «Si alguien atribuye al destino las cosas humanas, designando por este nombre la voluntad y el poder de Dios, que... corrija su expresión». Es decir, que si el pensamiento es exacto, la expresión, en cambio, resulta ambigua.

Plan concebido sin los hombres, pero ejecutado por los hombres

Los planes de Dios han sido decretados solamente por Dios. No ha tenido necesidad de consejero alguno, insinúa el Apóstol con una cierta ironía. Dios no se ha rodeado de expertos como hacen los grandes industriales, los políticos y hasta las conferencias episcopales. Cualquier colaboración, humana o angélica, hubiera sido imposible, puesto que el establecimiento de aquellos planes divinos se sitúa en las profundidades de la eternidad, cuando los ángeles y los hombres no existían aún sino en el pensamiento de Dios.

Ahora bien, Dios ha establecido sus planes a la manera divina, es decir, de una manera que sobrepasa infinitamente todas las posibilidades de comprensión del hombre. «Cuanto se eleva el cielo sobre la tierra, así se elevan mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos» . «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos». Sería más fácil que un niño comprendiese el mecanismo de una calculadora electrónica que el que el más erudito de los teólogos comprendiese los planes de Dios, que desafían toda inteligencia humana y si sitúan más allá de sus posibilidades de aprehensión. Solamente Dios puede comprender los planes de Dios. El no creyente puede tacharlos de locura; hasta tal punto se alejan de su con­cepción de la sabiduría, pero es que está tratando de cosas que están por encima de él. De estos planes eternos, impenetrables para el espíritu del hombre, solamente percibimos algunos fragmentos. Dios los ejecuta en el tiempo, a medida que se va desarrollando el curso de la historia, sirviéndose del concurso de los hombres y sin que la mayor parte de ellos tengan conciencia de esta situación. Podría compararse esta realidad con un director de orquesta que dirigiese la ejecución de una obra compuesta por él mismo sin que lo supieran los músicos que la ejecutan.

Ocurre, así, que un velo de misterio cubre la historia. Nosotros no percibimos sino el exterior, en tanto que se nos escapan las grandes líneas del proceso. La historia, que es obra de los hombres, es también la ejecución de los planes de Dios. Y esto, de un modo primordial. San Agustín compara la historia a un canto cuya belleza no se aprecia hasta que se han escuchado las cadencias finales. De este modo, Dios atraviesa de incógnito la historia. La conduce con una fuerza irresistible sin que el ojo sea capaz de aprehender su presencia. Omnipresente, parece ausente. Omnipotente, parece a veces impotente, hasta tal punto las fuerzas del mal parecen haberlo oscurecido. Pero no se trata más que de una apariencia. Él domina soberanamente a los dominadores.

Los hombres se agitan, y Dios los conduce y guía. Las manos de los hombres trabajan e intrigan, hacen y deshacen, construyen y abaten, y, al mismo tiempo, obedecen, sin saberlo, al brazo invisible de Dios. Al ejecutar los designios humanos, los hombres ejecutan los de Dios.

Realismos y realismos

¿Son éstas unas consideraciones quiméricas, incompatibles con una visión realista del mun­do? De ningún modo; estas consideraciones se apoyan en la Sagrada Escritura. En muchos pasajes, la Escritura afirma la soberanía de Dios sobre los hombres o, para emplear una fórmula filosófica, la preponderancia total de la Causa primera sobre la universalidad de las causas segundas. Lejos de contradecir una visión realista de las cosas, estas consideraciones la suponen. Por encima del realismo de los hombres que no abarca sino a sectores del cosmos y franjas de la historia, se sitúa el realismo de Dios, que abraza la universalidad de la creación y la totalidad de la historia. La Revelación hace participar a los creyentes de esta visión realista de las cosas: Dios les concede el que vean un poco el mundo con sus ojos. Desde las terrazas del Pincio el turista descubre una parte de la Ciudad Eterna; pero desde un avión que cruce el cielo de Roma, gozará de una visión total y completa.

Así es como un conocimiento de la historia bajo la iluminación de la Biblia es superior a un conocimiento que repose solamente en el examen de los acontecimientos con sus circunstancias y relaciones inmediatas. La historia viene de muy lejos y va muy lejos: desciende de la eternidad de Dios y se dirige a la eternidad de Dios.

«El drama de nuestra época»

En nuestro diagnóstico de las dificultades que se encuentran hoy para adherirse a la doctrina cristiana de la Providencia merece especial mención un elemento característico de nuestro tiempo. Se trata de una cierta manera especial de considerar las cosas, compuesta de una excesiva admiración por la técnica y las ciencias y de una alergia a la filosofía, a la teología y a la espiritualidad. Si esta mentalidad reina en su estado puro en el ámbito de los no creyentes, llega a contaminar también, en muchas ocasiones, incluso a creyentes cultivados hasta tal punto que el Papa Pablo VI lo puso de relieve no pocas veces ante los fieles en las audiencias de los miércoles.

Así, el Papa ve el «drama de nuestra época» en el enfrentamiento entre una concepción del mundo inspirada en el dogma de la Providencia y otra basada en una formación científica que prescinde del Creador. «La Providencia es, en efecto, el reflejo del pensamiento de Dios en el mundo y en la historia; es su sabiduría, manifiesta u oculta, la que impregna todas las cosas. La doctrina de la Providencia nos pone de manifiesto que la razón de ser del mundo y su significación total procede de Dios. En el otro extremo, una formación científica basada únicamente sobre el análisis psíquico, conduce a muchos contemporáneos nuestros a pensar que el determinismo es la única ley y la única explicación de la naturaleza».

Este «drama de nuestra época» se explica por una saturación de las cosas visibles, unida a una deficiente formación espiritual. «Hoy, el espíritu de las gentes está saturado de co­nocimientos concretos, tanto empíricos como científicos. Solamente se interesa por las cosas útiles, las máquinas, por ejemplo, o por las cosas banales, como el placer. Se diría que no les falta nada: el mundo de la economía y del placer, el mundo experimental y sensible, el mundo de lo que suele denominarse las verdaderas realidades, las realidades tangibles y mensurables por la experiencia, y esto les basta. Ni desean ni necesitan ahondar en el mundo de lo invisible, de lo trascendente, del misterio, en busca de aquello que podría llenar su vida interior, vida que, por otra parte, no existe para ellos».

En otro de sus discursos de los miércoles, el Jefe de la Iglesia denunciaba el desequilibrio producido en el hombre moderno por el culto excesivo de las ciencias positivas. «Lo que prima hoy es el conocimiento racional y científico e incluso el conocimiento físico, cuantitativo, experimental, que satisface indebidamente al espíritu humano. Con ello se sienten seguros, con una suerte de certeza connatural al espíritu humano. Pero, al detenerse en este nivel, la inteligencia humana no se apercibe de que abdica de una de sus prerrogativas: la utilización de sus facultades para conquistar la verdad superior, es decir, la verdad esencial y metafísica. Esta se sitúa en aquel nivel verdaderamente humano y espiritual en el que el encuentro con Dios, ya sea de un modo natural, ya por la Revelación, puede realizarse en una medida cierta y ade­cuada» .

No nos extrañemos, pues, entonces, de que la «capacidad especulativa del hombre de hoy sea rudimentaria»de que «tenga miedo de la trascendencia» y de que sea «como un analfabeto en el dominio espiritual y religioso» .

Una nueva idolatría

Aparte de que desvía el espíritu de las regiones del saber superior, la mentalidad positiva lleva al hombre a una especie de embriaguez. Fomenta en él un orgullo basto, el orgullo del hombre que piensa bastarse a sí mismo y que, desde la altura de su presunción, desprecia la fe y la plegaria.

«Hemos menospreciado los caminos de la sabiduría para seguir los caminos de la ciencia. Y no es que la sabiduría y la ciencia se excluyan recíprocamente; por el contrario, se postulan la una a la otra, pero es un hecho que la mentalidad moderna se contenta con la certeza y la utilidad práctica de su racionalismo nocional y científico, a costa del razonamiento filosófico y de la búsqueda de la verdad por los senderos de la honestidad moral».

«Todo esto hace más difícil la vida cristiana y la aceptación de la fe. Un error de método, un pecado de omisión, una desviación de orden pedagógico pesan sobre la mentalidad común de hoy. Un laicismo exclusivo, una ceguera materialista refractaria al uso de las facultades espirituales superiores han impedido al hombre de hoy entrar en contacto con el mundo religioso, con la Realidad indispensable que aquél contiene y que revela únicamente a quienes buscan con humildad la luz de Dios».

«El lugar del que la fe ha sido expulsada es ocupado entonces no por la razón, sino por la irracionalidad más desbordada y más segura de sí misma, observa el profesor Sergio Cotta; podríamos incluso añadir que este espacio ha sido ocupado por el conformismo ideológico más mediocre y servil».

El culto del verdadero Dios ha sido sustituido por una idolatría nueva. «Hombres de hoy, estamos particularmente dispuestos a esta idolatría. De toda aspiración, de todo ideal abstracto de unidad, de verdad, de bondad, incluso de la idea misma de felicidad, de poder, de arte, de belleza, de amor, hacernos un bien supremo, un absoluto que nos domina; volvemos a caer en lo humano no menos puerilmente que los hombres de la antigüedad, adoradores de las cosas sensibles de los fenómenos naturales. Pero el hombre no le basta al hombre»

Así, a menos que no estén inmunizados por un firme sentido común, una sólida formación religiosa y sobre todo por una vida espiritual intensa, los cristianos, en contacto continuo con el espíritu positivista, se infectan rápidamente. El contacto lleva consigo el contagio y el mal se transmite de una manera casi fatal. Es así como el positivismo contamina a los cristianos, seglares y religiosos, y a través de ellos penetra en la Iglesia.

¿Qué pensar, por ejemplo, de los predicadores que se mofan de la ceremonia de las Roga­tivas y de las oraciones para implorar la lluvia? ¿Qué decir de los profesores de los seminarios que anuncian la «muerte de Dios» y niegan la resurrección de Cristo? ¿Qué decir de los teólogos que miden las realidades espirituales y hasta al mismo Dios con el rasero de su propio espíritu? «Cuando un hombre no quiere reconocer más que aquello que domina su inteligencia y afirma, por ejemplo, que lo que no es científicamente explicable pertenece al orden de la imaginación, en realidad debería poner en tela de juicio el ejercicio mismo de su inteligencia porque un tal ejercicio de ella no es un ejercicio legítimo, sino una pretensión de la inteligencia de hacerse ella misma la norma y la ley de la realidad».

Se comprende de este modo que ofuscados por estos hombres que el cardenal Jean Daniélou llamaba «asesinos de la fe» y Pablo VI «homicidas espirituales», legiones de cristianos se resistan a aceptar la doctrina de la Providencia tal como aparece en la Sagrada Escritura y como la elaboraron aquellos conocedores de la Biblia que fueron, por ejemplo, San Agustín y Santo Tomás de Aquino. A juicio de algunos, tal doctrina no sería moderna, ni estaría de acuerdo con los progresos de la ciencia y, en fin, repugnaría a la mentalidad moderna.

Adherirse de todo corazón a la doctrina de la Providencia significa hoy exponerse a la conmiseración, si es que no a las ironías de los espíritus que se creen al día y pretenden marchar en el sentido de la historia... Pensar así, a los ojos de muchos, sería parecerse al propietario de un vasto dominio rural que se obstinase en mantener métodos de trabajo anteriores a la mecanización de la agricultura.

Esta actitud, tan difundida, ¿debe ser para nosotros un motivo para cambiarse de chaqueta? ¿Es que habrá sonado la hora de dejar la auténtica tradición de la Iglesia para seguir de­terminados movimientos intelectuales en boga? Creemos, por el contrario, que tal actitud y, sobre todo, el espectáculo de la confusión de tantos cristianos que ignoran la reconfortante doctrina de la Providencia deben llevarnos a una actitud opuesta: profundizar en la doctrina de siempre y descubrir mejor su solidez y fecundidad para nuestra vida de cristianos comprometidos.

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