conoZe.com » bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia

Las manos de Dios (I)

Existe, condensada en una veintena de líneas y accesible al común de los cristianos, una presentación autorizada de la doctrina católica acerca de la Providencia. Se trata del Catecismo del Concilio de Trento. En etapas sucesivas, el lector va siendo introducido en las profundidades misteriosas de Dios y de su acción en el Universo. El texto explica en primer lugar que Dios no solamente crea todas las cosas, materiales y espirituales, sino que las conserva continuamente. Y añade que el Creador no sólo mantiene en la existencia a todo lo creado, sino que le comunica el movimiento y dirige todas y cada una de las cosas creadas.

He aquí el texto del catecismo: «Al reconocer que Dios es el autor y creador de todas las cosas, no vayamos a creer que, una vez que Dios ha terminado su obra, ésta puede subsistir sin su potencia infinita. En efecto, así como para existir todo tiene necesidad de la potencia soberana, de la sabiduría y de la bondad del Creador, así también es necesario que la acción de la Providencia se extienda constantemente sobre todo lo creado. Y si Dios no conserva su obra con la misma fuerza que ha empleado para formarla, aquélla volvería a la nada. La Escritura nos lo manifiesta claramente, cuando dice a Dios: «¿Y cómo pudiera algo subsistir, si tú no lo quisieras? O ¿cómo se conservara, a no ser por ti llamada?» (Sab 11,26).

Resulta evidente que determinados puntos de vista corrientes entre los cristianos no encajan con esta enseñanza. Si admiten que Dios ha creado el universo, ¿reconocen todos que para sub­sistir, hombres y cosas, pájaros del cielo y lirios del campo, necesitan de una intervención conti­nua de Dios, so pena de volver a la nada? ¿Reconocen que la obra de la creación se continúa en cierto modo por una obra de conservación? Si durante la noche la central eléctrica cesa de ali­mentar las lámparas que iluminan nuestras calles, las ciudades quedarían sumidas en las ti­nieblas.

Para apoyar estas afirmaciones, el catecismo no recurre a la filosofía que no convencería sino a una minoría y dejaría indiferente al común de los fieles. El catecismo invoca un argumento mucho más sólido, convincente para todo cristiano: la palabra de Dios. Y ésta ha revelado que sin su intervención continua, las cosas creadas no podrían subsistir. Así, pues, «la certeza que proporciona la luz divina es mayor que la certeza debida a la luz de la razón natural ».

Pero la revelación nos conduce mucho más allá en el misterio de Dios y en las profundidades de su acción sobre los hombres y los acontecimientos: «Dios, por su Providencia, no solamente sostiene y gobierna toda la creación, sino que él es quien en realidad comunica el movimiento y la acción a todo lo que se mueve y a todo lo que actúa. Y lo hace de tal modo que domina, sin que por ello la constriña, la influencia de las causas segundas. Es un poder o virtud ocultos que se extiende a todo, y como dice el Libro de la Sabiduría, «actúa fuertemente de un extremo a otro y lo dispone todo con la dulzura y suavidad convenientes.» Lo que ha hecho decir al Apóstol, cuando predicaba a los atenienses acerca del Dios que adoraban sin conocerlo: «No se halla lejos de cada uno de nosotros. Porque en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos, 17,27-28).

Estas palabras del catecismo del Concilio de Trento, apoyadas y aclaradas por la predicación de San Pablo en el Areópago nos hacen penetrar en pleno corazón del misterio de la Providencia: Dios no solamente mantiene en la existencia a los hombres y a los animales, sino que comunica el movimiento a todo lo que se mueve y la acción a todo lo que actúa. Por lo tanto debe decirse que es de Dios de donde el hombre recibe continuamente tanto su existencia como su actividad: Dios actúa sin cesar en el hombre.

Debe hacerse una precisión, omitida por San Pablo en su discurso a los Atenienses, a quienes no interesaba el problema de las relaciones entre la omnipotencia de Dios y la libertad del hombre: esta secreta acción divina ni impide ni limita la acción del hombre, sino que más bien la pone en marcha y la dirige hacia un fin. Y es aquí donde cabe una afirmación de una fuerza inaudita: por su acción continuada sobre la totalidad de los hombres y de las cosas, Dios es verdaderamente «el Señor de la historia» según la expresión de Pío XII.

Se habrá advertido que a pesar de renunciar a una argumentación filosófica, el catecismo del Concilio de Trento emplea, sin embargo, un término filosófico: las causas segundas. Este empleo extrañará tanto más cuanto que en el pensamiento de los Padres que dirigieron su redacción, el catecismo se dirigía no precisamente a los profesores de seminarios, sino a los párrocos. Esto quiere decir que para reconocer la mano de Dios en los acontecimientos incluso los simples fieles necesitan poseer una noción exacta de la Causa primera o principal y de las causas segundas.

El leñador y el hacha

¿Qué es lo que distingue entre sí a ambos géneros de causas? Simplificando las cosas se podría comparar la causa segunda a un instrumento y la primera a un artesano. El instrumento no se mueve por sí mismo, sino que es manejado por un artesano. De suyo, el hacha es un objeto inerte; blandida por el leñador, corta las ramas y abate los árboles. El hacha se convierte en algo eficiente gracias al cerebro y a la mano del hombre que la utiliza.

Junto a la causa segunda instrumental se distingue también la causa segunda ministerial. Cuando un hombre se sirve de otro para la ejecución de un trabajo, el primero es denominado causa principal y el segundo causa ministerial. Así, cuando un jefe de empresa da una orden por medio de su secretario o cuando un maestro dirige la ejecución de una composición por una coral, secretario y coral son causas segundas ministeriales al servicio de una causa principal.

¿A quién atribuir el fruto de la cooperación de una causa principal con causas segundas ministeriales? ¿A quién atribuir el resultado de la utilización, por una causa principal, de causas segundas instrumentales? ¿A quién hay que felicitar por la perfección de un concierto, al maestro

o a la orquesta? La gloria de una victoria militar, ¿pertenece al general o a sus tropas? La tala de un árbol, ¿es debida al leñador o al hacha? El éxito de una operación quirúrgica, ¿es debido al cirujano o a su bisturí? La respuesta salta a la vista: el mérito corresponde ante todo a la causa principal: al director, al general, al leñador, al cirujano. Pero no a ellos exclusivamente, porque el mérito corresponde también, aunque de un modo subordinado, a las causas segundas, ins­trumentales o ministeriales: la coral, la tropa, el hacha, el bisturí.

Es así como lo piensa el buen sentido. Una orquesta ejecuta con maestría un concierto de música clásica. El auditorio aplaude. El director se vuelve, sonríe, se inclina y después, con un gesto amplio, designa al conjunto de los músicos, como diciendo a los asistentes: «Señores, son ellos quienes merecen los aplausos.» Los aplausos arrecian. Entonces el primer violín se levanta, se inclina y, con una amplia sonrisa, da las gracias al auditorio, no sin designar, al fin, al director, como queriendo significar: «Él es quien merece principalmente los aplausos.»

¿Quién tiene razón? ¿El director o el primer violín? ¿A quién atribuir el éxito del concierto? La respuesta es clara. Todos han contribuido igualmente, cada uno a su nivel: el director y los músicos. Sin embargo, la contribución del maestro tiene un mayor peso que el de sus colaboradores; su causalidad es preponderante, sin que por ello sea exclusiva.

Otro ejemplo: en una carrera de caballos, un jockey consigue una resonante victoria. ¿De quién es el mérito? ¿Suyo o del caballo? ¿A quién se dirigen las miradas? ¿Sobre quién se vuelven las cámaras de televisión? La imagen del hombre y del caballo aparecerán en las pantallas, pero es sobre todo la del caballero la que ocupará los comentarios de la prensa, porque él fue el artífice, no exclusivo, pero sí principal, de la victoria.

Así, la Sagrada Escritura compara a veces a Dios con un artesano y a los hombres con los instrumentos utilizados por Él para la realización de sus designios. Dios aparece así como la Causa principal (o primera) y los hombres como causas segundas. Sirviéndose de la malicia de los hermanos de José, la Providencia lleva a este joven desde la tierra de Canaán hasta Egipto, donde llegará a ser primer ministro del Faraón. Por medio de Moisés, Dios libera a los israelitas de la esclavitud y a través del desierto los conduce hasta la Tierra Prometida. Así, la cuestión propuesta más arriba se plantea de nuevo. ¿A quién atribuir el fruto de estas operaciones? ¿A Dios, Causa primera, o a las causas segundas de las que se ha servido? ¿Fue Dios quien llevó al joven José a Egipto o fueron los hijos del patriarca Jacob? ¿Fue Dios quien liberó a los israelitas del yugo del faraón y los encaminó hacia la tierra de Canaán, como en tantas ocasiones lo afirman los Salmos, o esta liberación fue solamente obra de Moisés?

«Si Dios abre, nadie cerrará»

Plantear esta cuestión no es cortar un cabello en cuatro ni perderse en vanas sutilezas, sino más bien penetrar en el corazón del problema de la teología de la historia.

La respuesta brota, clara como el agua de la fuente: la llegada de José a Egipto y la liberación de los israelitas es, a la vez, la obra de Dios y la obra de los hombres. El uno y los otros han contribuido a la realización de ambos acontecimientos. Pero Dios, causa primera, ha contribuido a ellos de manera más decisiva que los hombres, causas segundas ministeriales. Éstas han actuado bajo su secreta dirección, pero, por otra parte, con plena libertad. La causalidad de Dios ha sido preponderante: el drama de José y la epopeya de la liberación de los israelitas son, primordialmente, obra suya, y secundariamente, obra de los hombres.

Notemos, sin embargo, una diferencia capital entre el modo como Dios utiliza los hombres y las cosas para sus fines y el modo como un obrero maneja sus instrumentos o un general conduce a sus tropas al combate. En razón de su omnipotencia, a la que ninguna criatura puede resistirse, Dios tiene un dominio perfecto sobre los hombres y las cosas: las maneja como quiere, sin violentar su naturaleza. Actúa como Dios; no está condicionado por resistencias. El hombre, por su parte, actúa como hombre, es decir, como un ser imperfecto. No basta que el trabajador disponga de útiles excelentes; ha de saber cómo manejarlos. No es suficiente que el general dis­ponga de tropas, sino que debe saber entrenarlas, conducirlas y comunicarles su entusiasmo.

Ordinariamente, el hombre queda siempre del lado de acá de sus propósitos. Muy raras veces supera lo que proyecta, sino que las más de las veces se queda corto. Dios, por su parte, cumple siempre plenamente sus designios. Realiza sus planes hasta en los detalles más pequeños, ya que, según la palabra de Cristo, ni un solo cabello de nuestra cabeza cae sin que Él lo haya dispuesto.

Los embajadores al servicio de un gobierno siguen las directrices del Ministro correspondiente y lo hacen más o menos fielmente, según sus aptitudes profesionales y su buena voluntad. En estas condiciones sus actividades pueden no responder exactamente a las directrices de sus gobiernos. Otra cosa ocurre con los agentes de los que Dios, «el Rey de reyes», se sirve para la realización de su «política». Estos agentes no hacen ni más ni menos que lo que Él ha decretado; no se quedan del lado de acá de sus designios ni van más allá de ellos, ni siquiera unos milímetros. «Mis proyectos permanecen y todo lo que me place llevo a cabo». Por otra parte, Dios predice el fracaso de todo propósito del hombre extraño a sus decretos eternos: «Dad una orden v no subsistirá». Es decir, si Dios «abre, nadie cerrará, y si cierra, nadie abrirá».

Siempre y por todas partes, la influencia de Dios, Causa primera, sobre el curso de los acontecimientos, es preponderante. Las causas segundas se agitan sobre la escena del mundo, pero la Causa primera las dirige.

«Cuando hablo, le traiciono»

He citado muchas veces a Santo Tomás y le seguiré citando, pues su doctrina aclara pro­fundamente el sentido de la historia. Sin embargo, para aprender bien su pensamiento, debemos hacer referencia a su última lección, que aclara toda su enseñanza.

Fue en Nápoles, el 6 de diciembre de 1273, en la casa de estudios de los Dominicos. En el curso de la misa, el Maestro Tomás experimentó un éxtasis que le transformó. A partir de entonces, dice su primer biógrafo, aparecía como ausente, como enajenado, como «atontado». A pesar de las instancias de los religiosos, dejó de enseñar y de escribir: «En comparación con lo que me ha sido dado entrever, confió al Hermano Reginaldo, su secretario, todo lo que he escrito me aparece como paja, velut palea.» El Maestro Tomás no había visto, ciertamente, a Dios, porque aquí abajo «no se puede ver a Dios sin morir», pero le había sido dado el penetrar más profundamente en el misterio de Dios y lo que percibió le había permitido medir el abismo que separaba su enseñanza acerca de Dios de la realidad divina apenas entrevista. Esta es la gran lección de silencio del «más santo de los sabios y del más sabio de los santos» .

Si Santo Tomás compara con la paja sus tratados de teología, pues hasta tal punto expresan pobremente las realidades divinas, Ángela de Foligno califica de nada y hasta de traición lo que decía de Dios. «Mis palabras, confesaba cuando salía de la contemplación, mis palabras me hacen el efecto de una nada. ¿Qué digo? Mis palabras me horrorizan. ¡Oh, suprema oscuridad! Mis palabras son maldiciones; mis palabras son blasfemias. Silencio, silencio.» «Oh, suplicaba a sus amigos después de un éxtasis, no me hagáis hablar. Yo no hablo, yo blasfemo; y si abro la boca, en vez de manifestar a Dios, le voy a traicionar» a.

Así, pues, la mística franciscana y el Doctor Angélico expresan lo mismo: lo que éste cali­ficaba de paja -los conceptos de un santo acerca de Dios-, aquélla lo define como una traición, una nada, una blasfemia. ¿Acaso no hemos de ver en estas palabras otra cosa que la expresión de una humildad sublimada, sujeto de repulsión para el hombre de hoy, tan consciente de su dignidad personal? O, por el contrario, estos extremos verbales, ¿no cubrirán una profunda verdad, con frecuencia olvidada por los teólogos, los predicadores y los catequistas? ¿Qué piensa de ello la Iglesia?

De la ciencia que ignora a la ignorancia que sabe

Dios es lo incognoscible por excelencia: le conocemos tanto mejor cuanto más incognoscible le reconocemos, y le conocemos tanto peor -le traicionamos tanto más, como diría Ángela de Foligno- cuanto más creemos conocerle. En este dominio, una cierta ignorancia es la cumbre de la ciencia, así como una ciencia teológica cierta, que se jactase de haber comprendido la realidad divina, sería el colmo de la ignorancia.

Imaginemos que, dotadas milagrosamente de inteligencia por un momento, las ranas de una charca se pusieran a disertar acerca del mar y los topos del contorno a discurrir sobre el sol. ¡Qué estupideces dirían unas y otros sobre la inmensidad de los mares y sobre la luz y el calor del sol! Las ranas y los topos de nuestra hipótesis estarían enormemente alejados de la realidad. Pues bien, los hombres, abandonados a la sola luz natural de la razón, se hallan infinitamente más lejos aún de la realidad divina.

Acerca de Dios, nosotros podemos saber naturalmente que existe y que posee determinados atributos como la bondad, la sabiduría, la omnipotencia. Esto es todo. La naturaleza de Dios permanece impenetrable a la inteligencia del hombre. Nuestros pensamientos y nuestras ideas en torno a Dios se encuentran bloqueadas en el umbral de su misterio. Incluso iluminados por la Revelación no podemos en nuestro estado comprender la naturaleza de Dios. Un vaso de oro recubierto de una cubierta de plata: ésta es la comparación de que se sirve San Juan de la Cruz para expresar la diferencia entre la sustancia de Dios y los reflejos de Dios; entre el Dios conocido por la visión beatífica y el Dios conocido por la fe. Las superficies plateadas, dice, son las fórmulas dogmáticas que iluminan la inteligencia; el vaso de oro representa la misma verdad y su sustancia divina. De este modo la fe del creyente puede aprehender algunos destellos de Dios sin que por ello comprenda su naturaleza profunda.

Si el místico desciende más profundamente que los teólogos en el misterio de Dios es también para retornar aún más consciente que ellos de la inefabilidad de Dios. El desconocimiento de Dios fue un tema particularmente grato a uno de los más grandes pastores de los primeros siglos del Oriente cristiano, San Juan Crisóstomo. El obispo de Constantinopla se mostraba inagotable acerca de la «incomprensibilidad» de Dios. «Supongamos, decía a sus fieles, supongamos dos hombres discutiendo sobre la extensión del cielo, que ambos pretenden conocer bien. El primero dice que esta extensión no podría ser abarcada por el ojo humano, mientras que el segundo afirma que es posible medirlo todo entero con la palma de la mano. ¿Cuál de los dos, pensáis, conoce la extensión celeste: el que pretende saber cuántos palmos tiene el cielo o el que confiesa ignorarlo? Si, cuando se trata del firmamento, el que se impresiona ante su inmensidad es también el que mejor lo conoce, ¿no habríamos de mostrar nosotros la misma circunspección cuando se trata de Dios? No hacerlo así, sería el colmo de la demencia» ".

San Juan Crisóstomo distingue entre la existencia de Dios, accesible a nuestra razón, y la naturaleza de Dios, inaccesible a nuestra ciencia. «No sabemos lo que es Dios, pero sabemos que es. No sabemos qué es la sabiduría de Dios, pero sabemos que es sabio. No ignoramos que Dios es grande, pero se ignora cuánta es su grandeza. Se sabe que su Providencia mantiene y dirige todas las cosas, pero no se sabe de qué manera lo hace» .

Sabemos de Dios algo, pero muy poco. Una cosa es saber que ha existido un Dante, un Pascal, un Mozart, un Vicente de Paúl, un Juan XXIII, y otra muy distinta conocer su personalidad y sus obras. De la noción sumaria de la existencia de un gran hombre al conocimiento profundo de su vida media un abismo.

Como leones cegados

Esta alta idea de Dios no se adquiere ordinariamente sino al término de una vida de estudio, de oración y de contemplación. Para pasar «del conocimiento que ignora a la ignorancia que sabe» , es decir, para elevarse del saber libresco al no-saber místico, incomparablemente superior, es preciso haber recorrido un camino muy largo. «La última etapa del itinerario de nuestro conocimiento de Dios es reconocer que no le conocemos». Este desconocimiento viene a coronar el conocimiento. Un teólogo norteamericano moderno, John Courthey Murray, observa justamente que este desconocimiento no es ignorancia, sino algo que está más allá del conocimiento. Y añade, con humor, que nada sería más desastroso en la vida de un teólogo que un desconocimiento prematuro de Dios... . La conclusión no puede preceder a las premisas. Solamente al final de su vida como maestro, Santo Tomás comprendió los límites de su obra; por grande que pareciera, era «como paja» frente a la realidad divina que trataba de expresar. «Cuando se trata de Dios ­escribe Pío XI, citando al Doctor de la Gracia-, el pensamiento es más verdadero que la palabra, y la realidad es aún más verdadera que el pensamiento.».«¿Qué realidad expresamos cuando hablamos de ti, Dios mío?», clama San Agustín. Y, sin embargo, «pobres de los que no hablan de ti».

También es «siempre peligroso hablar de Dios, observa un teólogo contemporáneo, conocedor de los Padres de la Iglesia. La situación trágica de quien debe hablar de Dios es que conoce muy bien, como dice Karl Barth, `que sólo Dios habla de Dios'. Un hombre que habla de Dios siente siempre que lo que dice manifiesta, pero a la vez oculta, aquello de lo que quiere hablar..., que todo lo que no puede ser absolutamente transparente corre el riesgo de ser pantalla. Dios es una maravilla tal que todas las palabras abaten, hunden, aquello que precisamente querríamos hacer percibir. Y, sin embargo, hay que hablar de Dios» ".

«Nuestras pobres palabras de hombres, cuando las aplicamos a Dios, son como leones que se hubiesen quedado ciegos y que trataran de hallar una fuente en el desierto»: esta frase. de Leon Bloy resume en una imagen sobrecogedora lo mejor que el pensamiento y la santidad han acumulado durante siglos. El cristiano sabe cuando habla de Dios que su lenguaje es muy pobre: las realidades divinas hacen estallar nuestras palabras y nuestras ideas como el globo rojo que un niño quiere hinchar demasiado» .

«No se tiene a Dios en la mano para medirlo y sopesarlo; no se somete a nuestra investigación, no se encierra en nuestros cuadros, no se reduce a ellos ni tampoco a nuestros análisis. Es un viviente, el Viviente». Dios es tan grande que sobrepasa nuestra ciencia. Es «el incomparable». Pero es preciso llevar más adelante nuestra reflexión y aplicarla a las realidades de la vida cotidiana. «El que es, es también el que obra», decía Santa Catalina de Siena. Ser y obrar se identifican en Dios. Si su naturaleza es incomprensible para nosotros, su acción en la historia también lo es. Si la inteligencia del hombre no puede captar la naturaleza de Dios, tampoco penetra en la naturaleza de sus actividades. Sus conductas son tan impenetrables como sus atributos.

«Alabad al Serllor, exaltadle cuanto podáis, pues supera toda alabanza. Los que le magnificáis, renovad vuestra fuerza, mas no os canséis, porque no lo lograréis». Este pasaje del Eclesiástico inspira a Santo Tomás estas bellas reflexiones. «Nuestra fe está regulada según la verdad divina, nuestra caridad según la bondad de Dios, nuestra esperanza según la grandeza de su omnipotencia y su misericordia. Es, pues, una medida que sobrepasa toda capacidad humana. Así, no podemos nunca amar a Dios tanto como debe ser amado, ni creer o esperar en él tanto como se debe».

«El amor de Cristo -observa, por su parte, un exégeta contemporáneo, comentando las palabras de San Pablo acerca de la incomprensibilidad de Dios- es incomparable, inconmensurable en relación con todos los bienes humanos. Los cristianos son introducidos en él no para comprenderlo como algo de grandeza limitada, sino para reconocer que sobrepasa toda ciencia; que es más ardiente que el sol, más profundo que el mar, más alto que el cielo, más allá de todo nombre y de toda medida. Los mismos elegidos estarán siempre explorando y descubriéndolo en su eterna novedad».

El misterio de Dios es un abismo. Cuanto más se intenta sondearlo más insondable aparece, del mismo modo que cuando más escruta la astronomía los espacios infinitos más constelaciones nuevas descubre. Si, pues, la sabiduría, el amor y el poder de Dios sobrepasan infinitamente las concepciones de los más grandes teólogos, la «política» de Dios será igualmente incomprensible. El mismo Dios proclama esta trascendencia en Isaías, «teólogo de la historia» antes de la venida de Cristo. «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni vuestras sendas las mías. Mas así como los cielos son más altos que la tierra, así mis caminos son más elevados que vues­tros caminos y mis pensamientos más que vuestros pensamientos»

Tan cierto y verdad es que Dios gobierna el mundo como que el mecanismo de este gobierno resulta impenetrable. Sin embargo, propongamos la cuestión. ¿Cómo hace Dios para mover nuestras voluntades y para conducirlas a Él según sus fines sin usurpar nuestras libertades y sin apartarnos de nuestros objetivos? ¿Cómo maneja nuestra voluntad sin violentarla? ¿Cómo da la existencia, la vida y el movimiento al pecador, incluso en la realización de sus pecados, sin hacerse en absoluto cómplice del mal?

Para responder importa más que nunca «mantener fuertemente los dos extremos de la cadena» ­afirmando la omnipotencia de Dios, al servicio de su amor, y la plena libertad del hombre-, sin ver el medio «por el que el encadenamiento continúa». Aunque nosotros no la podamos aprehender, la armonía existe sin duda. Mejor que obstinarse en querer aprehender una verdad impenetrable, los creyentes, según San Juan Crisóstomo, deberían ponerse de rodillas en un acto de adoración y exclamar con San Pablo: «¡Oh, profundidad de la riqueza y de la sabiduría y ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e irrastreables sus caminos!» (Rom 11,33). El obispo de Constantinopla vuelve una y otra vez sobre este texto inspirado. La solución que indica a sus fieles enfrentados a un problema insoluble es el acto de fe y de adoración. Y les aconseja elevarse por encima del problema al plano sobrenatural.

San Agustín daba a los cristianos de Hipona, frente a las mismas dificultades, la misma consigna: que la fe supla las insuficiencias de la razón.

La causa profunda de cada acontecimiento

La impronta de Dios sobre los acontecimientos es tal que Santo Tomás, tan preciso en su lenguaje, llega a afirmar que «Dios obra en todo ser que obra»". Se sigue de ello que «todo agente es el instrumento de la fuerza de Dios que actúa en él». Por esta acción, tan eficaz como secreta, «Dios conduce todas las cosas hacia el fin que les ha asignado». Asimismo se puede afirmar que «la voluntad misma de Dios es la causa profunda de todo lo que se hace sobre la tierra y en el cosmos. Todo está sometido a esta soberana voluntad; ella lo regula todo, y nada se hace fuera de sus planes.

Así pues, es Dios, Causa primera, quien hace que las criaturas, causas segundas, actúen de tal o tal manera, provocando el bien que ellas realizan, tolerando y controlando el mal que hacen. Las criaturas, según ello, no actúan, sino en el cuadro de las disposiciones de la Providencia. Puede decirse, entonces, que en fin de cuentas, la Providencia es la que produce los efectos por la operación de las causas segundas. Si algo tiene lugar en el curso de la historia, es que ello entra en las disposiciones de la Causa primera; y si algo no sucede, es que no entra en estas disposiciones. Si el Señor no quiere que se construya una casa, arquitecto y albañil lo intentarán en vano. La casa no se construirá.

San Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia, hace a este propósito una puntualización importante para un teólogo de la historia: Dios, dice, es el autor no solamente de lo que hace él mismo, sin el concurso de las criaturas, sino también de lo que realiza con la ayuda de ellas. En este último caso es el autor no exclusivo, pero sí el principal. «Aunque Dios utilice el ministerio de las criaturas, es, sin embargo, la causa principal, sin la cual las otras causas no pueden absolutamente nada». Fruto de la razón iluminada por la Revelación, las consideraciones de Santo Tomás y de San Roberto Belarmino parecerán evidentemente inconsistentes a los ojos de quienes no han recibido la gracia de la fe o de quienes, aun siendo creyentes, tienen una fe debi­litada. ¿Para qué recurrir, en la explicación de la historia, a una causa trascendente, cuando todo parece explicarse por las causas próximas? ¿Para qué hacer intervenir lo invisible, cuando parecen suficientes los factores visibles? Y sin embargo, todo parece explicarse, pero no se explica todo: la explicación es puramente superficial. Se detiene en lo inmediato. No responde a las grandes preguntas. No desciende al origen de las cosas e ignora su fin último. Es una clarificación que no lo aclara todo y que deja hambrientos a los espíritus profundos.

«Se hace de Dios una super-criatura»

Entre el agnóstico privado de las luces de la Revelación y el católico que lee la Escritura bajo la iluminación del Magisterio, se sitúa el cristiano que aborda la Biblia con un espíritu más o menos racionalista. Es una recaída en la gnosis, primera herejía cristiana y herejía de todos los tiempos, que intenta conducir las verdades de la fe a verdades constatadas por la razón. El actual movimiento de secularización agrava esta tentación. ¿Acaso no se llega a hablar de «la muerte de Dios» y de una religión sin Dios?

Mientras que por un acto de fe sería preciso elevarse hasta las verdades reveladas para adherirse a ellas con la simplicidad de un niño, se rebaja a veces al nivel de categorías humanas las sublimes verdades de la Sagrada Escritura. Como escribe Bossuet, algunos «hacen pensar a Dios a nuestra manera y quieren encerrar en nuestras reglas la inmensa infinidad de su Providencia». Querrían «que su sabiduría siguiera nuestras reglas». «Dejemos actuar al Eterno siguiendo las leyes de su eternidad, y lejos de reducirlo a nuestra medida intentemos más bien entrar en su inmensidad».

El P. Bernard Bro analiza este error: «Sin duda imaginamos a Dios como infinito, omnipotente, pero dentro del cuadro de lo que es el hombre, de lo que el hombre experimenta: imaginamos solamente una cantidad más grande, una cantidad muy grande, infinitamente grande, de conocimiento, de bondad, de poder. Se hace de Dios una super-criatura, pero se permanece en el orden de la criatura, se recrea a Dios a la imagen del hombre; esto es, antropomorfismo». Del mismo modo H. U. Balthasar pone de relieve que si «fuera posible contar una historia teológica del Reino de Dios, no podría estar dirigida, en el mejor de los casos, sino a los creyentes».

Por vigoroso que sea un león y por rápida que aparezca una gacela, ni el uno ni la otra serían capaces de elevarse por los aires a la altura de un pajarillo. Les faltan las alas. Por muy poderosas que sean ciertas inteligencias, por eruditos que parezcan ciertos espíritus, no serían capaces de elevarse en la esfera sobrenatural y penetrar las verdades reveladas acerca del gobierno divino del mundo, sin las alas que una fe viva procura a los cristianos. Una vieja campesina iletrada, pero profundamente creyente, posee, en el seno de la historia, puntos de vista infinitamente superiores a las de un filósofo de moda o un historiador famoso desprovistos de este suplemento de saber que aporta la fe. Esta anciana sabe de dónde vienen los hombres y dónde van, y sabe también que Dios conduce todos los acontecimientos, felices o desgraciados, al verdadero bien de sus amigos. Esta convicción reemplaza a una biblioteca que hubiera arrojado a Dios al ostracismo.

A la soberanía de Dios corresponde naturalmente la subordinación de los hombres y de las cosas. A la totalidad de la soberanía del Creador corresponde la totalidad de la sujeción de las criaturas. Todo lo que realizan las causas segundas depende de la autorización de la Causa primera. Nada se hace aquí abajo sin que Dios lo quiera o lo permita. «La Iglesia católica sabe que todos los acontecimientos se desarrollan según la voluntad o el permiso de la divina Providencia y que Dios persigue sus objetivos en la historia».

Esta dependencia innata de las causas segundas por relación a la Causa primera no ha sido afirmada por ningún doctor con la claridad y precisión que lo hizo el «príncipe de los teólogos». «La «densidad metálica» de sus fórmulas no se presta a ningún equívoco. «Toda acción de la criatura proviene de Dios». «Todas las fuerzas creadas activas no operan, sino en cuanto son dirigidas y movidas por el Creador». «Un efecto no proviene de la causa segunda sino por la operación de la Causa primera» . O, para emplear un lenguaje más imaginativo, «un instrumento no puede operar si no es movido por el obrero»".

Esta sujeción de las criaturas en relación con Dios es total. Un perro, perfectamente amaestrado, un sirviente dedicado totalmente su señor, una sirvienta que no viva sino para su señora: todos estos ejemplos de obediencia son una débil imagen de la docilidad perfecta de las criaturas a los decretos del Creador. Un perro puede ser distraído por la aparición de otro perro o... por el paso de un gato; un criado está sujeto a olvidos y a negligencias involuntarias; una sirvienta puede fatigarse. Ninguna de estas deficiencias aparece en la docilidad de las causas segundas a los designios eternos de la Causa primera. O, más exactamente, las deficiencias se encuentran incluidas y utilizadas en los decretos de Dios. Estos engloban hasta los menores detalles de la historia. Dios ha previsto lo que la ignorancia de los hombres denomina «lo imprevisto» y lo ha integrado en su plan desde toda la eternidad.

Asimismo hay que tomar a la letra en lugar de tratarlas con displicencia o de considerarlas como «un modo de hablar» las palabras de la Sagrada Escritura: «Todas las cosas os sirven, Señor.» O esta máxima de Santo Tomás: «Todas las cosas obedecen al menor signo de Dios.» O también esta reflexión de San Roberto Belarmino: «Todas las criaturas son como soldados al servicio de Dios.»

¿Cómo explicar este engranaje?

Estos principios, tan simples en su enunciado y tan abstractos en su formulación, son de una trascendencia práctica inconmensurable. Revelan, por ejemplo, la inconsistencia de la afirmación de Jean Rostand, quien no quiere «que se haga intervenir a Dios en la cadena causal». Según Rostand, no tenemos por qué reivindicar como necesitado de una intervención directa de Dios lo que nos parece explicable en el orden de los fenómenos. Las causas inmediatas actúan, es cierto, pero, ¿acaso no están a su vez bajo la moción de la Causa primera, que actúa con ellas y por ellas? Esta dependencia es manifiesta para el creyente que aplica a las realidades del mundo físico las. palabras de San Pablo ante la inteligentsia de Atenas: Dios es la causa de la existencia, de la vida y del movimiento de todo lo que existe, vive y se mueve. Desprender a las criaturas de esta causa sería dejarlas hundirse en el abismo de la nada. La Escritura lo afirma a propósito de los animales: «Si retiras tu aliento, ellos fenecen y de nuevo se tornan a su polvo».

Y ¿qué decir del alcance de este principio -la docilidad constante de las criaturas a los designios del Creador- en la vida cotidiana? Todo lo que puede perjudicarme, lo hace con el permiso y el concurso material de Dios. Comentando las palabras del Señor: «No temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma» Santo Tomás observa: «No son de temer, porque lo poco que pueden, no lo pueden sino por una disposición de la Providencia de Dios.»

Esta soberana empresa no excluye, sin embargo, la actividad propia de las causas segundas, como algunos parecen temer. El Creador se sirve de la cooperación de las criaturas y al hacerlo así no lastima su actividad. Esta es obra de Él en tanto que la suscita y la orienta y al mismo tiempo es la actividad de las criaturas, en tanto que ellas la ejercen realmente. «Dios no suplanta las causas segundas, no perjudica su eficacia. Por el contrario, la acción de Dios coexiste con la de las causas segundas para darles poder de causar y para mantenerlas en esta virtud».

La Causa primera se engrana en las causas segundas. ¿Cómo explicar esta imbricación? ¿Cómo analizar este encadenamiento de la acción del Creador y de las actividades de las criaturas produciendo la una y las otras los mismos efectos? Este mecanismo misterioso escapa a la observación racional del hombre. Para comprenderlo haría falta conocer a Dios y su modo de obrar. Pero la fe nos asegura la existencia de este engranaje y este conocimiento de fe puede alcanzar en el creyente una intensidad de convicción que no producen los conocimientos profanos". Por la fe, el creyente participa de la ciencia de Dios, superior a la del hombre. Hay que repetirlo una y otra vez: nos hallamos aquí en el dominio de lo sobrenatural. Rehusar estas luces de la fe es condenarse a ignorar una verdad, la única verdad que explica la historia, la historia de los individuos y la de los pueblos y la de Iglesia en marcha hacia la perfección del Reino de Dios.

Dios aparece así como «el rey de reyes y el señor de los señores», como el dueño de la historia a cuyo imperio nadie puede sustraerse, como un soberano cuya potencia irresistible conduce todas las cosas según sus designios, pero como un señor invisible, un soberano que se desplaza perpetuamente de incógnito en su imperio. Dios es el protagonista de la historia universal y, sin embargo, parece estar totalmente ausente. Es el ser más real que existe, es «el existente» por naturaleza, es «el que es», es la fuente de toda realidad fuera de él mismo; y, sin embargo, parece «el gran ausente», el ser menos real, hasta el punto de que, en nombre de la ciencia, algunos creen poder negar su existencia.

«Cuando tú no me conocías...»

En muchas ocasiones, la Sagrada Escritura pone de manifiesto que ciertas personas, sin saberlo, jactándose de realizar sus propios propósitos, ejecutan a la vez el plan de Dios. Lo que el segundo capítulo de Isaías revela sobre Assur, gran potencia al servicio de la política universal de Dios, puede aplicarse, mutatis mutandis, a dictadores como Hitler y Stalin. Realizaron su propia política, es cierto, pero al mismo tiempo, y sin saberlo, ejecutaron los misteriosos designios de Dios. «Ay de Assur, vara de mi cólera, y la estaca de mi furor está en sus manos, declara Dios por boca de Isaías. Contra un pueblo impío le remito, y contra el pueblo objeto de mi furor le mando, para que coja botín y haga presa y lo convierta en cosa hollada como inmundicia de las calles. Pero él no piensa así y su corazón no lo estima de este modo, sino que en su corazón encierra intentos de destruir y de extirpar no pocas naciones... »

Así, cuando el Señor acaba toda su obra en el monte Sión y en Jerusalén, castigará el fruto del corazón arrogante del rey de Assur y la insolencia de sus miradas altaneras. Porque el rey dice: «Con la fuerza de mi mano lo he hecho y con mi sabiduría, pues soy inteligente, y he hecho retroceder las fronteras de los pueblos y saqueado sus riquezas, y derribé, como un valiente, a los habitantes. Mi mano alcanzó, como se alcanza un nido, la riqueza de los pueblos, y como se recogen huevos abandonados he recogido toda la tierra sin que hubiera quien moviese las alas, ni abriese la boca y piase.»

A esta fanfarronada del rey asirio, Isaías, o mejor dicho, Dios, que habla a través de Isaías, opone, bajo una forma interrogativa, esta ver dad fundamental: los grandes de la tierra son instrumentos utilizados por la Providencia para la realización de sus designios. Dios domina a los dominadores: «¿Se va a vanagloriar el hacha contra quien corta con ella? O ¿se enorgullecerá la sierra contra el que la maneja? ¡Como si el palo blandiese a aquel que lo alza; como si el bastón levantara a quien no es madera! » '. La Biblia proclama así la soberanía de Dios sobre los poderosos de la tierra y lo hace con una tal riqueza de imágenes que, si no se lee esta página desde la perspectiva de la fe, se corre el riesgo de dejarse deslumbrar por las metáforas y no darse cuenta de la teología de la historia de la que son expresión poética.

Lo que Isaías afirmaba de una gran potencia asiática de su tiempo podríamos aplicarlo a los jefes militares y políticos de todos los tiempos: Alejandro y Aníbal, Antonio y César, Gengis Kan y el sultán Mahomet, Federico el Grande y Napoleón, el Führer y el Duce, Stalin y Krutschev, para no citar más que algunos nombres, no han sido sino hachas y sierras, bastones y palos en las manos de la Providencia. Todos, a la vez que realizaban sus propios planes más o menos perfectamente, ejecutaban perfectamente los designios de Dios.

«Yo te he hecho tomar las armas cuando tú no me conocías aún», podrá decir el Señor a cada uno de estos grandes el día del juicio final. Y todos comprenderán entonces la profundidad de estos versículos de la Escritura: «Yo soy el Señor y nadie más. Yo que formo la luz y creo las tinieblas, doy salvación y creo perdición; yo, el Señor, soy quien hace todo esto» por medio de las criaturas. Todos comprenderán entonces la verdad profunda de estas palabras de Dios a Moisés: «Ved que soy yo, yo mismo; y que no existe más Dios que yo; yo mato y resucito, hiero y curo, y escapar de mis manos nadie logra.

«Dios había dicho: ¡Basta!»

En sus Memorias sobre el Cónclave de 1903, el cardenal Langenieux, arzobispo de Reims, relata la conversación durante los funerales de León XIII entre un eclesiástico italiano y el abate Cintra, muy relacionado con el secretario de Estado del Papa difunto. Como el eclesiástico hubiese hecho referencia a la fatal enfermedad del Papa, consecuencia de un paseo imprudente por los jardines del Vaticano, «Cintra dio esta bella respuesta: Non é la vera raggione! Dio aveva detto: Basta!» .

En otros términos, la enfermedad contraída por el Papa nonagenario como consecuencia de una imprudencia no había sido la causa profunda de su muerte; la verdadera razón, la vera raggione, fue una decisión de Dios, Señor de la historia, que había fijado el 20 de julio de 1903 como el final del pontificado de León XIII. La enfermedad había sido un instrumento para realizar aquel designio. Por paradójica que pareciese la respuesta de Cintra, era de un realismo perfecto; descendía hasta las profundidades de la Causa primera, en tanto que el común de los hombres se detiene en las causas próximas; sin ver que éstas son los instrumentos de Dios. La explicación del abate Cintra se sitúa en plena línea de la Revelación según la cual, «los bienes y los males, la vida y la muerte, la pobreza y el bienestar provienen igualmente de Dios» Dios decide, y las criaturas ejecutan.

De este modo, para los creyentes hay algo más que una banalidad convencional en las fórmulas de las esquelas mortuorias que anuncian que Dios ha llamado a su seno a una persona a tal edad y como consecuencia de tales y tales circunstancias. Tal como la respuesta de Cintra esta fórmula va al fondo de las cosas. Coloca en su nivel de causa subordinada el papel fatal de un accidente o de una enfermedad en la muerte de un ser querido. El accidente o la enfermedad han sido como la mano de la que Dios se ha servido de manera invisible para «llevarse» al difunto. Tal modo de hablar y de pensar es plenamente actual, en pleno siglo xx, en la época de la energía nuclear. Y no se trata de un «modo semítico de hablar», sino que más bien revela un profundo sentido de Dios y una visión superior de la historia, llegando hasta la raíz de los acontecimientos, esta raíz que solamente Dios puede revelar a las interrogaciones de los hombres.

De igual manera, tampoco es un «modo de hablar» inexacto, sino formular una reserva la expresión de un proyecto para el futuro cuando decimos: «Pasaremos nuestras próximas vacaciones en España, si Dios quiere», o «La semana próxima, si Dios quiere, iremos a ver a mis primos». Es verdad que esta fórmula puede perder fuerza por un uso rutinario; se trata de un peligro inherente a la naturaleza humana caída. Pero no es menos verdad que esta fórmula, al conocer la independencia total del hombre y de sus proyectos en relación con Dios, es la aplicación de una norma indicada por Dios mismo en la Escritura: «Ahora pues, los que decís: `Hoy o mañana iremos a tal ciudad, y pasaremos allí un año, y comerciaremos y ganaremos'; vosotros que no sabéis lo del día de mañana. Pues ¿qué cosa es vuestra vida? Porque sois una emanación vaporosa que por un instante aparece y luego desaparece. En lugar de decir: 'Si el Señor quisiere, viviremos y haremos esto o aquello'. Mas ahora os jactáis con vuestras fanfarronadas. Toda jactancia semejante es mala».

El mismo Dios viene así a denunciar la inconsistencia de los proyectos de futuro formados al margen de sus decretos y que son los únicos que se realizan. «Hay muchos pensamientos en el corazón del hombre; sólo el designio de Dios se realizará». Piénsese en un jefe de gobierno que presenta un ambicioso programa a la asamblea parlamentaria; en un industrial que proyecta conquistar un nuevo mercado; en una madre que ambiciona un brillante matrimonio para su hija. Pienso aquí en un prelado, relativamente joven, que, salido del consistorio con la púrpura cardenalicia, radiante de salud y de dinamismo, convocó a sus colaboradores y les expuso las líneas de un plan de acción pastoral de gran envergadura. «¡Señores, tenemos veinte años ante nosotros, vamos a trabajar de firme!» Dos meses más tarde, el brillante cardenal moría... Olvidando que no era sino «un vapor que aparece un instante», había hecho proyectos sin contar, parece, con el Señor de la historia quien en todo, dice la primera y la última palabra: «No sabéis qué será mañana vuestra vida... »

Más inspirados, sin duda, que este cardenal de la era atómica, estaban los rudos montañeses que en plena Edad Media, el 1 de agosto de 1291, representando a las comunidades de Uri, de Schwyz y de Unterwalden, en el corazón de la Suiza actual, añadieron esta reserva al final de su pacto de alianza:

«Las obligaciones estipuladas aquí han sido asumidas por el interés común para que duren, si Dios lo quiere, perpetuamente.» Por rudas que fuesen sus costumbres, estos montañeses cris­tianos sentían toda la fragilidad de sus iniciativas políticas y militares y su necesidad de apoyarse sobre el brazo de Dios.

Curadme y seré curado»

Gran maestra, la Sagrada Escritura no se cansa de afirmar que en todas sus actividades las criaturas juegan un papel ministerial al servicio del Creador. La Biblia lo hace frecuentemente con una misma frase, empleando a veces palabras de una misma raíz, aplicadas unas veces a la acción del Creador y otras a las actividades de las criaturas. Dios construye con los que construyen, vela con quienes velan, actúa en quienes actúan, cura por aquellos que curan. «Si el Señor no edifica la casa, en vano se esfuerzan quienes la edifican. Si el Señor no guardare la ciudad, en balde vigilan las atalayas». Lo que es tanto como decir que la construcción de una casa es la obra de dos constructores, uno invisible y director, Dios; el otro visible y ministerial, el hombre.

Jeremías expresa esta verdad de un modo más vigoroso aún: «Curadme, Señor, y seré curado; salvadme y seré salvo» . «Se trata menos de enfermedades propiamente dichas, comenta un exegeta moderno, que de peligros, los cuales, como una enfermedad, ponen la vida en peligro.» Así, Jeremías no parece esperar un milagro de Dios sino más bien su acción a través de los hombres y los acontecimientos. Sabe que no será liberado hasta que el mismo Dios tome en su mano su liberación por el juego de las causas segundas.

El Arcángel Rafael nos revela, también, este misterioso engranaje: «Está próximo el tiempo en que Dios te curará», anuncia al viejo Tobías ciego antes de su partida para la Media. «El Señor me ha enviado para curarte», dirá a su vuelta. Así, una misma acción, la curación de la ceguera, es atribuida por Rafael primero a Dios, después a sí mismo. Un lector superficial podrá denunciar una contradicción, señalar algún error de trascripción del texto, o pasar alegremente por encima de la primera afirmación -«Dios te curará»-, considerándola como un modo primitivo de hablar, indigno de personas evolucionadas. Sin embargo, los doctores de la Iglesia y los santos no pensaban así.

«Obra todas las cosas en todos»

«Señor, tú nos procuras la paz, pues todas nuestras obras eres Tú quien las haces por nosotros», se lee en un cántico de acción de gracias de Isaías. «Omnia opera nostra ope- ratus est in nobis», traduce la Vulgata, empleando dos palabras de la misma etimología: lo que es obra nuestra, Dios también lo opera en nosotros

. De esta pequeña frase, un exegeta contemporáneo saca la siguiente conclusión: «Toda la historia de Israel es la historia de los gestos de Yahvé. «La idea profundizada e interiorizada encontrará su expresión perfecta en la Epístola de San Pablo a los Filipenses: es Dios quien opera en vosotros así el querer como el obrar. Esta traducción no ha podido expresar un matiz del texto original griego que emplea dos veces el mismo verbo, primero en participio de presente (energon) y después en infinitivo (energein) y que podría traducirse literalmente así: «Dios es quien hace en vosotros así el querer como el obrar».

En la primera Carta a los Corintios, San Pablo emplea de nuevo en una misma frase dos palabras de la misma cepa, como para subrayar mejor la causalidad preponderante de Dios: «Hay (en la Iglesia) distribución de operaciones, pero un mismo Dios quien obra todas las cosas en todo.» Se podrá objetar que esta operación, común a los dos agentes, Dios y el hombre, no se realiza sino a nivel sobrenatural, como es manifiestamente el caso en un famoso texto de San Pablo: «Yo vivo, mas no soy yo, sino Cristo, quien vive en mí». Pero los textos del Antiguo Testamento cita­dos más arriba que se refieren a las actividades naturales (construir, vigilar, batallar...) descartan esta interpretación restrictiva. Por otra parte ¿acaso San Pablo no se dirigía a intelectuales paganos cuando en el Areópago afirmaba que tenemos en Dios la vida, el movimiento v la existencia?

El brazo de Dios y la mano de Judit

En otros pasajes de la Escritura, sin emplear dos palabras de la misma etimología, se mencionan a veces en una misma frase tanto la Causa principal como las causas segundas. Estos pasajes revelan que Dios ha operado tal cosa determinada por medio de tal determinado instrumento. «Habéis conducido como un rebaño a vuestro pueblo (liberándolo de los egipcios y encaminándolo a través del desierto hacia la Tierra Prometida) por la mano de Moisés y de Aarón».

Es el brazo de Dios el que conduce las manos de los dos jefes. Evocando el episodio más maravilloso de esta historia, Josué recuerda a los israelitas que «Dios hizo venir sobre los egipcios el mar, que los cubrió»". Es Dios quien se sirvió de las aguas del mar para destruir el ejército egipcio. Así, las olas del Mar Rojo ejecutaron una sentencia de muerte pronunciada por Dios.

En la oración que, revestida de un cilicio y con la cabeza cubierta de cenizas, hace Judit antes de dejar Betulia para llegar al campamento de Holofernes y cumplir su intento, la heroína se muestra consciente de su fragilidad fundamental. Judit no espera nada de ella misma, sino que es de Dios de quien lo espera todo, y quien se servirá de ella como de un instrumento para la liberación de la ciudad. Judit se sabe y se siente causa instrumental del Todopoderoso. De aquí su humildad y su audacia. Victoriosa en la empresa, Judit, en su cántico, tendrá buen cuidado de no atribuirse a ella misma el mérito principal de esta operación de guerra: «(Assur) dijo que incendiaría mis confines, que mataría mis jóvenes a espada, que hollaría con sus pies mis niños de pecho, que entregaría mis infantes a la presa, que mis doncellas serían su botín. El Señor om­nipotente le dejó burlado, fracasado por mano de mujer».

Imaginemos ahora que, por milagro, los operadores de cine del siglo xx, lanzados en paracaídas en Betulia y en el campo de Holofernes, hubieran podido filmar toda la epopeya de Judit: sitio de la ciudad, terror de los habitantes, reunión de notables, intervención de Judit, entrada de la heroína en el campo enemigo, encuentros con Holofernes, banquete, muerte del rey, vuelta a Betulia, gozo de la población, derrota del ejército, celebración de la victoria. Verdaderamente es materia suficiente para una película apasionante. Pero por muy fielmente que hubiesen sido tomados los diversos episodios, por dramática que hubiese aparecido la escena de la muerte de Holofernes en su tienda, el filme hubiera dejado forzosamente en la sombra -donde Él se oculta siempre- el protagonista de esta epopeya: «el Todopoderoso que hace fracasar a los enemigos por la mano de una mujer».

También David es plenamente consciente del papel decisivo del Señor de la historia en los campos de batalla: «Por Dios valientemente nos batiremos y Él ha de hollar a nuestros enemigos». San Roberto Belarmino comenta así este versículo, que revela el secreto de las victorias militares: «es Dios el que arrolla a nuestros enemigos sirviéndose de nuestras manos como de un instrumento».

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