conoZe.com » bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia

La razón de este libro

El cristiano, preocupado por testimoniar su fe en la acción de la Providencia, se expone tanto a sorpresas agradables como a algunas decepciones. A veces tiene la satisfacción de poder pro­porcionar a sus hermanos algo así como oleadas de aire puro, al referirles su convicción de que Dios tiene en su mano el corazón de los hombres, que Él rige los acontecimientos de la historia y que «hace que todo suceda en beneficio de sus amigos».

Otros cristianos, por el contrario, rechazan cualquier alusión a la Providencia, por mínima que sea. Literalmente obsesos por la preocupación de salvaguardar la libertad rechazan, como inconciliable con la autonomía del hombre, la intervención eficaz de Dios en los asuntos humanos. Esta es una obsesión que he constatado muchas veces en mis contactos con seglares cultivados y hasta con eclesiásticos.

Libertad del hombre y omnipotencia de Dios

Así, por ejemplo, invitado a almorzar por el superior general de una determinada Congregación, escuché a mi anfitrión hablar de las dificultades casi insolubles que encontraban sus religiosos en un país del Próximo Oriente. Queriendo manifestarle mi interés y simpatía, señalé que el Señor utiliza todas las cosas en beneficio de sus amigos y que Él sabría el modo -si así lo quería- de plegar las voluntades opuestas a sus designios. «Señor, ¿y qué hace usted con la libertad del hombre?», replicó el superior general. como si mis palabras le hubiesen herido. «Sí, ¿qué hace usted con la libertad del hombre?»

Me disponía a explicarme, cuando mi mirada se encontró con la de uno de los asistentes generales. Sus ojos parecían insinuar: «No contraríe a nuestro superior general. Él conoce bien la teología. Seglar, no se aventure en un terreno que no es de su competencia.»Puesto en guardia de este modo, cambié de tema...

Más o menos por entonces, el editor de la traducción alemana de mi biografía de Pablo VI me envió una recensión del libro aparecida en uno de los principales diarios alemanes. Redactada por un pastor protestante, era muy positiva, salvo en un punto concreto, en el que expresaba sus reservas. Desde la primera página del libro, yo había señalado que toda la vida de Monseñor Montini aparecía como una preparación providencial para el Pontificado. Consciente de que mis lectores se sentirían sorprendidos por tal afirmación, me había cuidado de apoyarme en citas bíblicas de las que se deduce que Dios prepara desde atrás a los jefes de su Pueblo. ¡Precaución inútil! Con una punta de ironía mi censor me reprochaba el que sacrificase la libertad de los hombres a la omnipotencia de Dios: los hombres que desde el 27 de septiembre de 1897 al 21 de junio de 1963, es decir, desde su nacimiento a su elección como sucesor de Juan XXIII, influyeron sobre Juan Bautista Montini, eran, sin duda, libres. ¿Cómo Dios podía servirse de ellos para preparar al futuro Papa para su misión?

El eterno problema del mal

La repulsa del padre general y la crítica del censor alemán no fueron, sin embargo, más que un ligero arañazo en comparación con lo que hube de sufrir por parte de un prelado en un congreso internacional de enfermos y minusválidos. Había cerca de cuatrocientos en el anfiteatro donde se celebraban las sesiones plenarias. Entre ellos se encontraban hemipléjicos, parapléjicos, poliomielíticos. Treinta y dos en camillas, setenta en sillas de ruedas, un centenar llevaban muletas y bastones. En suma, era un espectáculo desgarrador el que ofrecían aquellos centenares de personas físicamente disminuidas, reunidas en la Ciudad Eterna para encontrar, en un intercambio de experiencias y en la plegaria común, alivio a sus sufrimientos y estímulo para su apostolado.

Era natural que uno de los temas del Congreso versara acerca del problema del mal. Y que las soluciones propuestas no satisficieran a todos los enfermos. El presidente de la pe­regrinación, un prelado, fue invitado a tratar en una de las sesiones plenarias este candente tema: ¿Tiene Dios alguna relación con la enfermedad? ¿Juega la enfermedad algún papel en los planes de la Providencia?

He aquí la respuesta del prelado a estas cuestiones:

Dios es el creador de todo cuanto existe. Dios deja obrar a cada uno de los seres, una vez creados, según sus propias leyes. No interviene en sus actividades, salvo en caso excepcional, es decir, en el caso del milagro. Principio universal de la existencia y del dinamismo, Dios respeta la autonomía de las cosas y la libertad de los hombres.

Y el prelado puso en guardia a su auditorio contra «una concepción infantil que ha debilitado la fe de muchos y en particular de los enfermos, ante el problema del sufrimiento»; fuera de sus intervenciones milagrosas, Dios se abstiene de toda influencia sobre las vicisitudes humanas y sobre el desarrollo de la historia; solamente funcionan las leyes de la naturaleza y de la sicología.

Quedaba por explicar lo que hay que entender por «el plan de la Providencia» en relación con los enfermos. El prelado habló de un diálogo: un llamamiento de amor dirigido por Dios a los hombres desde su infancia, con el respeto de su libertad, y una respuesta de los hombres a través de las vicisitudes felices y desgraciadas de su vida.

Los cuatrocientos enfermos y disminuidos llegados a Roma en peregrinación esperaban la luz y el consuelo de la fe y se les servían sólo generalidades vagas. Esperaban pan y se les ofrecía madera seca. Preocupado y apenado por las palabras del prelado, que fue inmediatamente acaparado y arrastrado fuera de la sala, me acerqué al vicepresidente de la peregrinación:

-Permítame, Monseñor, que le exprese mi dolorosa sorpresa ante los puntos de vista de su colega. Es justamente lo contrario de la actitud de Job, que veía la mano de Dios en el origen de sus pruebas: «Dios me ha dado estos bienes, Dios me los ha quitado... » Las palabras de Monseñor X se oponen a la interpretación que dieron al Libro de Job San Agustín, San Gregorio y Santo Tomás, sin contar a los maestros espirituales.

Con una calma que contrastaba con mi emoción, el vicepresidente de la peregrinación se ocupó de señalar mi equivocación: «Yo interpretaba mal las Escrituras, porque hoy todos los exegetas reconocen que los libros del Antiguo Testamento atribuyen a la Causa primera, es decir, a Dios, lo que en realidad es obra de las causas segundas, es decir, las criaturas: hombres, animales, cosas, acontecimientos...»Llegado a este punto, nuestra conversación se interrumpió bruscamente, porque llamaron a mi interlocutor al teléfono.

Felizmente, al día siguiente, un discurso del Papa restableció la verdad. De acuerdo con las Sagradas Escrituras y la Tradición, Pablo VI recordó a los cuatrocientos peregrinos que la enfermedad y las pruebas difíciles que se presentan en nuestra vida proceden de los decretos de la Providencia y que éstos se inspiran también en el amor, un amor misterioso, cuya realidad es percibida por la fe.

Una confidencia de Juan XXIII

Algunos meses más tarde, una conversación con un profesor de teología constituyó para mí una sorprendente revelación. Tuvo lugar también en Roma, en la sala del Centro Cultural San Luis de los Franceses, antes de una conferencia. Tenía yo como vecino a un eclesiástico vestido con traje de «clergyman». Presentaciones recíprocas. El sacerdote era profesor de dogmática en una universidad pontificia.

-Me alegro por usted -le dije-. Porque al enseñar dogma se encontrará usted situado en el corazón de las ciencias religiosas y tendrá la satisfacción de iniciar a los futuros sacerdotes en el dogma, tan actual, de la Providencia.

—¿La acción de la Providencia? Oh, hablo poco de ello; lo menos posible.

-¡Ah!

-Es una cuestión que molestaría a los estudiantes...

-Y ¿les habla de la Predestinación?

-¡Jamás! La respuesta me indignó y buscaba, para expresar mi estupor, palabras que expresaran la verdad sin herir el amor propio de un profesor universitario, cuando una voz sonó desde el estrado: «Excelencia, señoras, señores, tengo el honor de presentarles... » La conferencia comenzaba.

En vez de escuchar al orador, yo proseguí interiormente mi reflexión. Pensaba en aquel profesor de dogmática que hablaba «lo menos posible» de la Providencia, y en las consecuencias funestas de ello. ¿Acaso no afirma el Doctor preferido de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, que la doctrina cristiana se reduce a dos puntos, la existencia de Dios. y su Providencia? ¿Qué tipo de formación se proporciona a los futuros sacerdotes si apenas se les habla de una verdad básica? Y ¿cómo preparar a los jóvenes clérigos contra el desaliento, cómo inmunizarles contra las seducciones de las teorías aberrantes acerca de la historia, si les distribuye con escasez y parquedad las luces que la Revelación proporciona abundantemente sobre el sentido de la historia?

Podría seguir citando otros muchos episodios de mi vida de periodista para señalar la difusión de puntos de vista inexactos o falsos sobre la Providencia, incluso por parte de personas, clérigos y seglares, encargadas de educar y de conducir a otros. Y también podría citar las reacciones tonificantes de cristianos que creen en la acción de la Providencia y que viven de esta fe. Baste un solo ejemplo, de una simplicidad y profundidad evangélicas: «Conoced el secreto de mi serenidad continua, dijo el Papa Juan XXIII a un grupo de visitantes, pocas semanas antes de su muerte, y cuando ya se sabía condenado. Estoy convencido de que es la mano de Dios la que conduce los corazones de los hombres y los acontecimientos de la historia, pequeños y grandes.» «Esta fe en la acción de la Providencia me mantiene en una paz inalterable.»

El mayor mérito de León XIII

Diferentes experiencias, unidas a una reflexión que dura ya largos años, han hecho madurar en mí el proyecto de un ensayo acerca de Dios, «maestro de la historia». Este estudio no es ni un libro de apologética ni un tratado de dogma o de teodicea. Asimismo, no está dirigido a los teólogos, sino al pueblo cristiano que admite la autoridad del Magisterio y de la Tradición. Querría con ello ayudarle a conocer, no solamente con el auxilio de la inteligencia, sino también con los ojos de la fe, el brazo omnipotente de Dios que conduce las manos de los hombres, con total res­peto de su libertad. Este ensayo querría ayudar a mis hermanos a sentir la invisible presencia de Dios en los pequeños detalles de su vida cotidiana tanto como en los grandes acontecimientos políticos, económicos y militares que se desarrollan en la escena del mundo. En resumen, este estudio querría proporcionarles la serenidad que se deriva de una visión cristiana del sentido de la historia.

¿Cómo proceder en este estudio?

En primer lugar, señalando las dificultades que el cristiano de hoy encuentra para adherirse plenamente a la doctrina de la Iglesia acerca de la acción de la Providencia. Una vez desbrozado este terreno, intentaré presentar esta doctrina del modo más simple y más claro, empleando con frecuencia el lenguaje periodístico.

Por último, como este libro está destinado a cristianos sometidos a las pruebas de la vida, abordaré algunos problemas concretos de la vida cotidiana.

Aquí se plantea una cuestión: ¿qué maestros seguir en este estudio? ¿Acaso no se preconiza hoy el pluralismo teológico? Entre las diferentes vías que pueden ser seguidas, ¿no son unas más seguras que otras?

Entre las múltiples teorías que pretenden hoy revelar el sentido de la historia, el cristiano puede dudar desde el principio para terminar por no preferir ninguna teoría concreta o por elegir mal y extraviarse. Felizmente para nosotros, la Iglesia se ha pronunciado a este propósito. Nos presenta a Santo Tomás de Aquino no como el intérprete exclusivo, pero sí como el más seguro en su pensamiento. Más aún, la Iglesia, en la encíclica Studiorum Ducem, de Pío XI. hace un elogio especialísimo de la doctrina del Doctor Angélico acerca de la Providencia y del gobierno divino.

Ahora bien, ¿no parecerá acaso algo singular el que hoy, en este tiempo del triunfo, de la técnica y de las ciencias humanas, un seglar, periodista de profesión, tome por guía de sus estudios sobre el sentido de la historia a un doctor de la Edad Media? Mas, ¿y si ocurriera que, de hecho, este Doctor, colmado por Dios de los dones de la naturaleza y de la gracia, sobrepasara con mucho a todos los demás pensadores? ¿Y si ocurriera que, tal como lo afirma Pío XI, como un eco de León XIII y de Juan XXIII, que «Santo Tomás ha iluminado él solo a la Iglesia mucho más que todos los demás doctores juntos»?

Una observación hecha por Pío XI a propósito de la obra de León XIII revela la importancia primordial atribuida por la Iglesia a la difusión de la doctrina filosófica y teológica de Santo Tomás. León XIII, que gobernó la Iglesia durante un cuarto de siglo (1878-1903), es universalmente conocido como el autor de encíclicas sobre la cuestión social, sobre el Estado y la libertad, sobre el Espíritu Santo, alma de la Iglesia. Es sabido que a través, de una docena de encíclicas, relanzó la devoción mariana en el pueblo cristiano; que desarrolló el culto al Corazón de Jesús. Se sabe igualmente que preconizó un acercamiento entre la Iglesia y el mundo moderno, y que favoreció el movimiento ecuménico, especialmente en Gran Bretaña y en el Próximo Oriente. Pues bien, según Pío XI, ninguna de las obras de León XIII es comparable a la que fue objeto de una de las primeras encíclicas (Aeterni Patris) de su predecesor y de su preocupación continua: la restauración del tomismo en los seminarios y las universidades: «Estamos convencidos en este punto de que éste fue el mayor de todos los servicios, tan eminentes, que León XIII rindió a la Iglesia y a la sociedad, y que a falta de otros méritos, este solo título sería suficiente para inmortalizar el nombre del gran Papa".¿Y esto por qué, sino porque esta iniciativa, de León XIII se dirigía a atacar la raíz del mal?

Para actuar bien es preciso pensar bien. Una teología bien estructurada presupone una filo­sofía sana. Una catedral gótica necesita fundamentos sólidos: las flechas de sus agujas no pueden subsistir en el aire como los rayos de sol; necesitan un apoyo. Por lo mismo no hay que extrañarse de que con ocasión de celebrarse el séptimo centenario de la muerte de Santo Tomás, el Papa Pablo VI, en una alocución a los fieles reunidos ante su residencia de Castelgandolfo, recomendase el estudio del pensamiento del Doctor Angélico incluso a los «estudiantes, a los maestros y profesores, a los políticos y a los periodistas». No, el «doctor universal» de la Iglesia no es patrimonio de los clérigos ni siquiera de los teólogos y los filósofos cristianos; es un maestro en el pensar para todos cuantos tienen a su cargo la educación y dirección de los demás.

Tres órdenes de certeza

Así, según Pío XI (Studiorum Ducem), uno de los méritos de Santo Tomás consiste en haber respondido, más que cualquier otro doctor, a la vez a las exigencias de la fe y a los imperativos de la razón. Supo «tener siempre los dos extremos de la cadena» sin sacrificar jamás las adquisiciones ciertas de la inteligencia o los datos auténticos de la fe. En él no se da, en absoluto, una «doble verdad». El ejemplo de Santo Tomás pone de manifiesto que no es preciso desdeñar la razón para exaltar la fe -lo que sería caer en el fideísmo- ni despreciar la fe para exaltar la razón y las ciencias -lo que sería dar en el racionalismo.

Fe y razón no pueden contradecirse, puesto que, aunque por vías diferentes, las dos pro­ceden de Dios. Tampoco pueden fundirse la una en la otra, ya que, como dice el cardenal Charles Journet, «un abismo las distingue. Son dos géneros diferentes, según la frase de Pascal».

Esta diferencia de orden entraña una diferencia de certeza. «La certeza que da la luz divina, afirma Santo Tomás, es mayor que la que proporciona la luz de la razón natural». «Frecuentemente, observa por su parte Pablo VI, las experiencias espirituales nos proporcionan una certeza mayor que los silogismos de nuestros razonamientos».

He aquí unos principios decisivos para abordar el problema de la Providencia y del sentido de la historia. Si es verdad que tiene voz en el asunto, la razón no debe, empero, pronunciar la última palabra y zanjar con autoridad el debate. Junto a ella se encuentra algo más elevado que ella misma: la fe, participación del hombre en la ciencia de Dios. La fe sobrenatural permite al cristiano penetrar el plan de Dios con los ojos de Dios.

En algunas trágicas circunstancias de la vida de los pueblos y en las horas dolorosas de nuestra existencia, la razón parece perder pie. La situación la anonada. El hombre puede sentirse empujado al absurdo, a la revuelta o a la desesperación. Es entonces cuando la fe puede y debe intervenir para suplir las insuficiencias congénitas de la razón y buscar una salida por una inmersión ciega en Dios y en sus atributos: sabiduría que dispone todas las cosas, poder que domina todas las fuerzas, amor que, en fin de cuentas, conduce todos los acontecimientos al bien de los elegidos.

Pero aún hay más. Más allá de la razón y de la fe existen otras fuentes de verdad. Como lo hace notar Raissa Maritain, «Santo Tomás ofrece el ejemplo de la unión más armoniosa y eficaz entre las luces de la razón, de la fe y de la experiencia mística».

Reconocida en su autenticidad por el magisterio, esta experiencia ofrece al investigador cristiano unas ventajas que están ausentes en la obra de los teólogos que no son más que teólogos. Las experiencias de los auténticos místicos contienen una luz y un calor peculiares que mucho más que una rigurosa argumentación teológica, penetra, esclarece y arrastra las almas bien dispuestas. Es como un fenómeno de simbiosis. Del alma del místico, la vida se desborda en cierta manera en el alma de los lectores. Al lado del filósofo y del teólogo, el místico, de buena ley, tiene, pues, su lugar en nuestros estudios sobre la Providencia, sobre todo si la Iglesia le ha discernido el título de doctor, como lo hizo Pablo VI con Catalina de Siena y con Teresa de Ávila.

La música escrita y la música cantada

¿Se le ha concedido siempre a los verdaderos místicos la importancia que merecen? «Faltaría a la Iglesia algo casi esencial si la verdad de la fe hubiera sido comunicada, con la garantía del magisterio, únicamente bajo la forma de los análisis abstractos», afirma el cardenal G. M. Garrone (conferencia del 29 de octubre de 1971 a propósito del doctorado de Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Ávila). «Es preciso, y Dios lo ha previsto así, que aquella fe nos llegue también por otra vía: la de una experiencia que analiza, si puede decirse así, de lo que la Iglesia enseña, no ya en fórmulas impersonales, sino en el lenguaje vivo de un alma que mira dentro de sí misma y nos enseña lo que descubre. Una forma tal de enseñanza es, a decir verdad, indispensable, de manera complementaria con la enseñanza teórica».

El Espíritu Santo está en la obra, siguiendo la bella anotación de Santo Tomás, y comenta a través de los santos la doctrina que él mismo ha inspirado en la Escritura. Del mismo modo que es él quien habla por los escritores sagrados, es también él el que habla a través de los santos. Entre la Sagrada Escritura y la vida de los santos, decía San Francisco de Sales, no hay otra diferencia que la que existe entre la música escrita y la música cantada.

Esta teología, que surge fulgurante en los escritos de los grandes místicos brilla también, más modesta, en la existencia de los cristianos generosamente fieles a su Dios. La reacción de fe de una pobre campesina ante una cruz o el voto de un general tras una victoria pueden instruirnos sobre la Providencia mejor que el sermón de un predicador dotado únicamente de un saber nocional o que la argumentación de un teórico sin experiencia íntima de Dios.

Fidelidad a las legítimas exigencias de la razón, uso reiterado de la Revelación, utilización de las experiencias de los místicos, siempre en una filial sumisión al magisterio de la Iglesia y atendiendo siempre a las corrientes de ideas y a los problemas de hoy: tales son mis criterios en este ensayo sobre Dios, dueño de la historia. Escrito por un seglar y destinado sobre todo a los seglares, este ensayo evitará lo más posible los términos técnicos sin caer por ello en imprecisiones.

Sin embargo, me será imposible renunciar al empleo de algunas expresiones filosóficas: causa primera, causas segundas; predominio de la causa primera, que es Dios, sobre las causas segundas libres, los hombres y los ángeles, buenos y malos. Renunciar al empleo de tales términos sería privarse de instrumentos que permiten penetrar en el corazón mismo de la doctrina cristiana sobre la Providencia, sin que por ello podamos elucidar todo su misterio.

Estas expresiones -causa primera, causas segundas- aparecerán, pues, con frecuencia; lejos de mí la idea, sin embargo, de excusarme por ello ante mis lectores. Me parece, en efecto, que es preciso insistir sobre la naturaleza propia de cada uno de aquellos dos órdenes de causas, y poner de relieve sin cesar, como lo hace la Escritura, la absoluta soberanía de la causa primera sobre las segundas, es decir, de Dios sobre el movimiento de la historia, lo que algunos predicadores ponen a veces en cuestión.

Debe señalarse que toda la Biblia, tal como la Iglesia la interpreta, desde la Génesis hasta el Apocalipsis, proclama esta verdad. Los doctores la explican. Los santos la han vivido. Los

místicos la han experimentado y expresado en su lenguaje de fuego: el brazo de Dios conduce las manos de los hombres. O, como escribe Fénelon: «El hombre se agita y Dios le conduce.» O también, como un proverbio popular, inspirado en la Escritura: «El hombre propone y Dios dispone.» Esta frase, admitida sin dificultad por quienes componen el «buen pueblo cristiano» (Pablo VI), responde, con una profundidad incomparable y una maravillosa simplicidad al pro­blema angustioso que se plantean, en nuestros días, sin encontrar respuesta adecuada, tantos contemporáneos nuestros: ¿cuál es el sentido de la historia? Aquella frase, aquel sencillo refrán, más esclarecedor y más liberador que tantas disertaciones eruditas, lleva muy lejos, tiene una potencia inaudita. Vamos a verlo.

Ahora en...

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