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Principio de participación

Una vez que hemos llegado a la existencia de Dios concausa de todo lo que existe, deducimos que las criaturas en tanto tienen ser en cuanto que lo reciben y lo participan de Dios, de modo que, mientras que él es el ser increado e imparticipado, nosotros tenemos ser por participación. Dios es el supremo subsistente, el ser necesario, nosotros tenemos el ser por participación y somos radicalmente contingentes. Dios es el ser Infinito, y nosotros el ser finito y limitado. La entidad parcial que nosotros tenemos la hemos recibido de Dios por creación.

Justamente porque nosotros somos una entidad parcial (algo), nos diferenciamos radicalmente de Dios, no sólo cuantitativamente en el sentido de que Dios sería el ser en plenitud y nosotros simplemente un ser en parte, sino cualitativamente, porque el límite de nuestro ser lo configura como un ser radicalmente diferente del ser divino. La limitación configura a nuestro propio ser como radicalmente contingente y, por lo tanto, distinto de Dios cualitativa y numéricamente.

Aun cuando nuestro ser proviene de Dios creador, no somos una mera prolongación de Dios, porque somos seres limitados y contingentes y por ello diferentes de Dios cualitativa y numéricamente. La participación del ser es, por lo tanto, multiplicadora de los entes, es creadora de los mismos. Por la creación tenemos un ser limitado, contingente y radicalmente potencial en el sentido de que podía no haber existido . Admitimos que todo ente creado es un ser radicalmente potencial en el sentido de que no es el ser increado y podría dejar de existir en cuanto Dios le retirara el ser que le da. Entendemos por tanto la potencialidad como contingencia. Nosotros tenemos en nuestro ser una frontera, un límite, que nos hace pensar en la nada y en la contingencia. Dios, en cambio, no se acuerda de la nada más que cuando nos mira a nosotros. Su ser no le recuerda la nada, existe por sí mismo y necesariamente.

Queda así superado el panteísmo, puesto que, aunque dependemos de Dios en el ser, nos diferenciamos cualitativa y numéricamente de Dios porque el límite de nuestro ser lo configura como radicalmente contingente y, por lo tanto, numéricamente distinto del ser infinito.

Queda por decir que la creación, en todo caso, la entendemos de algún modo colocándonos en la única postura que nos es posible: partiendo de abajo, es decir, de los entes limitados y contingentes, deducimos que provienen de Dios por creación. En cambio, tratar de entender la creación desde arriba es para nosotros un misterio impenetrable. Nosotros constatamos que hay seres contingentes y deducimos que han sido creados por Dios.

El tomismo, en cambio, al hablar de la participación de ser, lo ha hecho bajo la representación del acto y de la potencia , lo cual ayuda mucho a nuestra imaginación (Dios es el puro acto de ser; la criatura es una composición real de acto de ser y esencia receptora) pero presenta a nuestro modo de ver algunas dificultades.

Para santo Tomás el ser es el actus essendi, entendido como acto intensivo de ser. En Dios ese acto de ser se realiza en su perfección ilimitada. Dios es el ipsum esse. De esta forma el Aquinate superó el formalismo esencialista en el que había quedado encerrado Aristóteles. Santo Tomás parece continuar la filosofía del estagirita, pero en realidad la supera. Mantiene la concepción de Aristóteles para el nivel de la substancia corpórea, que estará compuesta de forma substancial y de materia prima en una relación de acto a potencia; pero, a su vez, este nivel es trascendido por el actos essendi que se relaciona con la forma (esencia) en una nueva relación de acto a potencia.

De esta forma, santo Tomás pudo explicar la finitud del ente creado. Todo ente creado tiene el actos essendi o perfección absoluta de ser; pero, a su vez, esta perfección absoluta de ser está limitada por la esencia finita (la esencia del perro, la esencia del hombre) que constituye la potencia receptora. El actus essendi y la essentia receptora componen, en su mutua relación, la entraña del ente finito. Mientras que en Dios actus essendi y essentia coinciden totalmente, en la criatura hay una composición real de dos coprincipios (no de dos entes acabados) en virtud de la cual el actus essendi dice la perfección absoluta de ser y la essentia la potencia receptora y limitante de dicho acto de ser.

Es cierto que, a veces, se ha entendido mal la doctrina tomista sobre la distinción real del actus essendi y la essentia pensando más o menos que la composición real de ambos coprincipios venía a ser la composición de dos entes ya acabados, cuya yuxtaposición resultaba casi del todo incomprensible e inútil. Es cierto también que dicha distinción presenta dificultades que se han tratado de superar cayendo en otras mayores. Así ha ocurrido que, mientras se negaba la distinción real, se abría la puerta a una concepción esencialista del ser. Ahí está el caso de Suárez como el más elocuente de todos.

De todos modos, el mayor problema de esta síntesis radica en el estatuto ontológico de la potencia: ¿qué ser tiene la potencia receptora? Hay que pensar que es algo diferente del acto de ser, pues de otro modo no se podría contar con ella. Para poder recibir el acto de ser es preciso que sea receptora. Pero ¿no viene todo el ser del actus essendi? ¿Qué otro ser puede haber previo y distinto ontológicamente de él?

Se recurre entonces a la solución de decir que la potencia es la autodeterminación del ser: «si lo que determina al esse, es decir, la esencia, no puede substraerse al ser, porque si no perteneciese al ser no sería, ni podría en consecuencia determinar nada, entonces hay que concebir la esencia como la propia autodeterminación del esse, más que su determinación». Pero con esto, estamos ya jugando al malabarismo metafísico: todo lo hace el acto de ser, la esencia limita al acto de ser, pero en realidad es el acto de ser el que la pone. De este modo todo se soluciona con un juego de palabras.

Creemos que todo el problema comienza cuando se parte del acto de ser indiferenciado y luego se lo quiere limitar con una realidad diferente. Recibimos el acto de ser en la creación y lo limitamos por medio de la esencia receptora (esencia de cada ente: esencia de mesa, de lápiz…). La solución es cómoda, pero plantea todos los problemas mencionados. Creemos, por el contrario, que la única forma de movernos en este campo de la participación y de la creación es partir de abajo a arriba: el mundo es un ser limitado, que no se explica por sí mismo y que, por su contingencia, procede de Dios creador. Partir de arriba a abajo, o lo que es lo mismo, tratar de entender la creación desde arriba, constituye para nosotros un misterio difícil de im1ginar. Lo único que podemos hacer en realidad es partir de abajo hacia arriba: este mundo, por su limitación y contingencia, no se explica por sí mismo y por lo tanto ha recibido de Dios el ser que posee. En el misterio de la creación no nos es posible indagar más.

Por otro lado, no deja de ser significativo que el cristianismo en su liturgia no haya designado nunca a Dios con el nombre de acto de ser, mientras que lo ha designado con el nombre de ser increado, perfectísimo, infinito, creador y eterno.

 

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