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Principio de Causalidad (II): Pruebas de la existencia de Dios

A) La prueba del orden

Esta prueba del orden del universo corresponde a la quinta vía de santo Tomás. Es la más accesible al sentido común y también la que más abundantemente ha sido utilizada en la historia del pensamiento humano. Sócrates, Cicerón y Séneca la utilizaron.

Comenzaré con una comparación que siempre suelo emplear cuando hablo a los jóvenes de la existencia de Dios. Mi afición a la montaña me ha hecho concebirla así:

Imaginemos que un grupo de jóvenes sube una montaña difícil, jamás lograda por montañero alguno. Esto no es posible hoy en día, pero imaginamos, por ejemplo, que una cumbre no hubiese sido alcanzada jamás por nadie, ni por los montañeros más consumados. Nuestro grupo se propone alcanzarla por primera vez desafiando dificultades enormes y contra el parecer de nuestros amigos y parientes que nos tratan de imprudentes y locos.

La prensa, la radio y la televisión se hacen eco de nuestra hazaña y se suscita una gran expectación.

Pues bien, después de unos días de ascensión penosa y difícil (imaginemos que así sea) llegamos a la cumbre. En este momento sentimos la emoción honda de haber sido los primeros. Se apodera de nosotros un silencio sobrecogedor al contemplar el silencio de valles profundos, lagunas y montañas que se encuentran ante nuestros pies. Nuestros cuerpos fatigados encuentran en este momento el contrapunto de la emoción y del sobrecogimiento por el paisaje. Sobran las palabras. Lo mejoren estos momentos es el silencio y la contemplación.

Y, justo en este momento solemne, alguien grita:

–¡Mirad lo que hay aquí: un buzón! Miramos en esta dirección y efectivamente, allí, en un hueco entre las rocas, un buzón de montaña: una caja metálica con la forma artística de caserío afianzada a la roca con cemento. En una pared del buzón la siguiente inscripción: Club montañero Castilla, 2, 3, 1940. Dentro del buzón, una tarjeta escrita en castellano por un montañero.

En este momento todos nos miramos sobrecogidos de ansiedad y zozobra. ¡No hemos sido los primeros! No lo decimos, pero todos lo pensamos así. Entonces digo a todos:

–¡Atención!, cuando lleguemos abajo, no digáis nada de este buzón. Que nadie lo sepa.

Y todos hacemos este propósito con la intención de que no se empañe nuestra gloria de ser los primeros escaladores.

Una vez abajo, llegan las felicitaciones y los agasajos. Nos invitan incluso a acudir a televisión con el fin de hacer nos una entrevista ante todos los pendientes de nuestra hazaña. El entrevistador nos pregunta delante de los telespectadores por las vicisitudes de nuestra ascensión: dificultades climatológicas, alimenticias, etc. Las preguntas se van sucediendo unas a otras y nuestras respuestas nos acreditan ante el público como montañeros consumados. Pero, he aquí que el entrevistador, esta vez con una mirada llena de misterio y de cierta ironía, nos pregunta:

– ¿Y no encontraron ustedes en la cumbre un buzón con la inscripción: Club montañero Castilla, 2, 3, 1940?

Nos quedamos helados. ¿Cómo sabe de la existencia de un buzón y de la inscripción exacta del mismo? No podríamos negar la existencia del buzón, pues lo conoce al detalle. Entonces yo, apurado y nervioso, respondo:

– Sí, efectivamente, había un buzón; pero ello se explica porque, por encima cruzan muchos aviones y de uno de ellos pudo caer una puerta metálica que, poco a poco, por evolución llegó a tomar la forma de buzón. Mis compañeros se miran helados unos a otros.

– ¿Y el cemento?, pregunta el entrevistador. ¿Cómo estaba allí?

– ­Por casualidad, respondo yo.

– ¿Y la inscripción no estaba forjada en el metal, letra por letra, en un orden exacto?

–Sí, respondo.

– ¿Y cómo se explica semejante inscripción?

– Por casualidad.

–Y dígame, pregunta de nuevo, ¿cómo se explica la existencia de una tarjeta escrita en el interior del buzón?

–Por casualidad.

Todos mis compañeros se miran desconcertados y humillados. La entrevista termina de una manera formal y fría. Hay ironía e incluso enojo en las miradas de los que nos rodean. Salimos en silencio tratando de ocultar nuestra vergüenza.

Cuando en vida pastoral he expuesto esta comparación a los jóvenes, jamás nadie ha admitido que ese buzón pudiera ser fruto de la casualidad, absolutamente nadie. Luego veremos por qué.

Pues bien, el razonamiento que viene es sencillísimo: si no admitimos que un simple buzón pueda ser fruto de la casualidad, ¿cómo podemos admitir que el orden increíble que existe en nuestro mundo, en los planetas, las galaxias, los animales, el hombre, pueda ser producto del azar? ¿Hay comparación posible entre un buzón de montaña y el cerebro humano, por ejemplo? Si utilizamos el mismo sentido común que en el caso del buzón, tenemos que reconocer que es imposible.

Hay un libro escrito por J. Simón que se limita a describir detalladamente el orden increíble que hay en el mundo de las galaxias, de las plantas, de los seres vivos, del hombre. La conclusión la va dejando al lector.

El firmamento. No vamos a detenernos aquí en la descripción del firmamento y pasamos por alto las cifras cada vez más asombrosas de las distancias siderales y del número de galaxias. Lo que impresiona en este mundo es el orden admirable y a la vez increíble que reina en él, hasta el punto de que se pueden prever con exactitud los eclipses y otros fenómenos muchos más complejos que se suceden en el espacio. El día dos de octubre de 1959, fue visible desde las islas Canarias un eclipse total de sol, tal como había sido previsto desde mucho tiempo antes. En la Punta de Jandía de Fuerteventura se reunieron los científicos en un punto de observación. El anterior eclipse de sol había tenido lugar el treinta de agosto de 1905, y se sabe que habrá que esperar hasta el siglo XXII para contemplar otro eclipse total dentro de nuestras fronteras.

Es conocido el caso de Leverrier (1811-1877). Al estudiar el planeta Urano, se dio cuenta de algunas desviaciones de éste, inexplicables sin la existencia de otro planeta que desviara su curso, por lo que dedujo la existencia y órbita de este planeta desconocido. Se apuntó el telescopio en aquella dirección, pero no se localizó al planeta perturbador. Leverrier, en cambio, seguía convencido de la existencia de ese planeta. Es más, llegó a calcular su tamaño y distancia. Unos años más tarde, el astrónomo alemán Galle, con instrumentos más perfectos, llegó a localizar al planeta Neptuno en la dirección indicada por Leverrier. Y por cierto, el planeta tenía la distancia y el tamaño predichos por Leverrier.

Hay un orden matemáticamente perfecto presidiendo todo el cosmos planetario.

En las plantas. En la hoja, recuerda V. Marcozzi todo concurre a favorecer en el mejor de los modos la síntesis clorofílica: epidermis transparente, parénquima en empalizada, con las células ordenadas de modo que están expuestas a la luz en el mayor número posible, parénquima esponjoso, numerosas bocas abiertas en la superficie inferior de la hoja, pocas en la superficie superior, pues de otro modo la evaporación sería demasiado intensa, orientación diversa según la intensidad luminosa, etc. La disposición de las hojas a lo largo de la rama tiene lugar según un ciclo determinado, de modo que se cubren entre sí lo menos posible, recibiendo de este modo la mayor cantidad posible de luz.

Figlhuber recuerda que Darwin reconocía en este caso: «si deseáis salvarme de una muerte miserable, decidme por qué el ciclo de la hoja tiene siempre un ángulo de 1/2, 1/3, 2/5, 3/8, etc., y nunca de otro modo distinto. Ello es suficiente para hacer enloquecer al hombre más tranquilo». Darwin intuía con estas palabras que no puede ser producto del azar un orden matemáticamente perfecto.

En el reino animal.

A propósito de esa maravilla que es el huevo, verdadera previsión de futuro, dice J. Simón:

«Es verdad que es un desatino afirmar que el desarrollo embriológico puede efectuarse ciegamente. No, todo en él obedece a una finalidad clarísima. Todo conspira a la formación completa del más complicado y estupendo organismo, bajo un plan evidente preconcebido de antemano… Ni siquiera puede alegarse aquí el ridículo subterfugio de que la función crea el órgano. En el huevo se fabrican innumerables cosas, que, como el esqueleto por ejemplo, las patas, las alas, la boca, los ojos, los oídos, para nada sirven, en nada se emplean entonces, pero que serán necesarias para después y para en­tonces se han hecho… ¿cómo explicar esta previsión tan clara sin admitir un plan, una mente ordenadora?»

No puedo menos de relatar aquí lo que cuenta Fabre (1823-1915) famoso entomólogo francés, el cual había llegado a decir que más que creer en Dios, lo veía, dada la maravilla del orden de este mundo.

Fabre cuenta que alguien se propuso un día saber con exactitud qué perfil de la tapadera de una celdilla de panal de abeja convendría más, combinando la mayor resistencia con el mínimo de cera empleada. Con la tabla de logaritmos en mano llegó a pensar que lo que hace la abeja en este sentido estaba mal. Meses después, una noticia de periódico llamó su atención: un capitán de barco a quien se pedían responsabilidades por un naufragio, alegaba como excusa un error en la tabla de logaritmos que usaba. El investigador se inquietó cuando cayó en la cuenta de que usaba la misma tabla que él para hacer el cálculo de la tapadera de la celdilla del panal. Corrigió el error de la tabla, volvió a hacer el cálculo, y ¡las abejas tenían razón!

El ojo es uno de los casos que se suelen aducir como ejemplo de un orden maravilloso. En una cámara fotográfica hay una cámara oscura para la formación de la imagen, un diafragma para regular la intensidad luminosa, una cinta impregnada de substancias que se descomponen al contacto con la onda luminosa, todo un conjunto de dispositivos complejos que el hombre ha ido descubriendo poco a poco. Todo esto se encuentra también en el ojo, pero de un modo inmensamente más perfecto. De hecho, el diafragma de la máquina fotográfica tiene que ser adaptado a las diversas intensidades luminosas; el diafragma del ojo, la pupila, se regula en cambio automáticamente por la acción de minúsculas fibras contráctiles escondidas en el iris.

Claro que, una vez abierto el ojo, podría dañarle el polvo, pero he aquí que se pone en marcha la ceja que filtra el aire y la luz para proteger el ojo. Éste es el orden increíble de la naturaleza. No entramos a describir el orden del cerebro humano, porque esto es todavía un misterio para la ciencia.

¿Puede provenir este orden de la casualidad? Darwin llegó a confesar que el problema de la génesis del ojo le producía fiebre, y un hombre como Pasteur confesaba por su parte que, por haber estudiado mucho, tenía la fe de un bretón. De haber estudiado más, decía, tendría la fe de una bretona. Científicos como Heisenberg han confesado constantemente que el orden que existe en el mundo sólo se puede explicar por Dios La mayoría de los científicos de la física cuántica, Plank, Bohr, Schrbdinger, Heisenberg. Pauli, Jordan, son creyentes, como lo son también la mayoría de los científicos clásicos: Kepler, Newton, Copérnico, Galileo, etc.

Con todo, a pesar que esta prueba es concluyente. no faltan quienes cuestionan su validez apelando para ello al azar. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, a J. Monod cuando pretende explicar la evolución por mutaciones genéticas que ocurren al azar. Aparte de que la ciencia no conoce mutaciones genéticas que cambien de especie, recurrir al azar es hacer filosofía, y mala filosofía. De azar se podría hablar cuando se trata de un orden convencional: el orden alfabético, por ejemplo. Si echamos al aire las 28 letras del alfabeto, cabe la posibilidad, al menos teórica, de que salgan ordenadas. Pero esto no vale cuando se trata de un orden objetivo. En todo caso, la ciencia podría un día explicar cómo ha tenido lugar la evolución, buscando cómo se han desarrollado las mutaciones genéticas y qué leyes las han presidido. Lo que no podrá nunca explicar el científico es por qué existe el orden en lugar del caos.

A las últimas preguntas sólo puede responder la filosofía o la teología. La ciencia nos dice hoy que el mundo ha evolucionado a partir de una explosión (big bang), que tuvo lugar hace 15.000 millones de años. Ante eso, el filósofo se pregunta: ¿cómo es posible que una partícula tan pequeña haya tendido a la realización de proyectos, como el hombre, el caballo, etc., sin conocerlos? Nadie tiende a un proyecto si no lo conoce. El orden convencional se puede explicar por azar, pero el orden objetivo, que implica la realización de un diseño, no. Nadie admitiría que la catedral de Burgos se formó por azar, porque responde a un diseño, y todo diseño exige una inteligencia que lo haya diseñado. ¿Y no es el hombre un diseño infinitamente superior al de una catedral?

En el proceso de la evolución han surgido toda una serie de proyectos increíblemente perfectos como puede ser el proyecto hombre, encerrado en el código genético humano. Ahora bien, la materia inerte no puede tender por sí misma a tales proyectos, porque, para tender a ellos, es preciso conocerlos. Por ello, lo cierto es que la teoría de la evolución postula la mano directora de una inteligencia que haya pensado

semejantes proyectos. La teoría de la evolución que, en su día fue utilizada por no pocos en contra de la fe, sólo se explica en sus factores últimos si creemos en Dios'.

La casualidad puede ser entendida también como ausencia de causa, pero ya vimos anteriormente que en este sentido no existe. Recordemos el ejemplo anteriormente puesto de la teja caída, de la que decíamos que había caído por casualidad, cuando en realidad ha caído por una serie de causas y leyes que en ese momento desconocíamos.

Esclarecido el concepto de casualidad, queda claro que el orden de este mundo, orden objetivo, sólo se explica por la existencia de una inteligencia ordenadora. Es cierto que por esta vía todavía no se llega a la existencia de un Dios creador sino ordenador. Por ello hay que completarla por la vía de la contingencia.

B) La prueba de la contingencia

Esta vía es mucho más metafísica que la anterior, y tiene un mayor grado de abstracción. En ella no nos ayuda la imaginación como en el caso anterior. Por eso es menos popular, pero es mucho más metafísica.

Comencemos por algunas nociones previas. Ser contingente es aquel que no tiene en sí mismo la razón de su ser. Existe de hecho, pero no por derecho propio. Existe porque ha recibido de otro la existencia. Existe, pero podía no haber existido. Ser necesario, por el contrario, es el que tiene en sí

mismo la razón de su ser, existe por sí mismo.

Es claro también, en el plano de las nociones, que un ser contingente no se puede explicar por otro también contingente, pues ambos quedarían sin explicación última, como quedaría sin explicación toda una cadena de seres contingentes. Los seres contingentes, en último término, sólo se explican por el ser necesario, del cual han recibido la existencia que tienen. La argumentación consiste, por lo tanto, en demostrar que los seres de este mundo son contingentes.

Pues bien, es claro que todo lo que empieza a existir es contingente, pues todo lo que llega a ser es porque alguien se lo ha dado (de la nada no procede nada). Es también claro que todo ser que termina y deja de ser es también contingente, dado que, si tuviera en sí mismo la razón de su ser, no dejaría de existir. Así tenemos comprobada la contingencia de las plantas, de los animales y del hombre. Pero ¿podemos establecer la contingencia de este mundo?

No hay duda de que este mundo es finito. Es un dato que ningún científico niega y, además, lo podemos colegir de la constatación de que, al estar formado este mundo por elementos finitos, todo él en su conjunto es finito, pues lo que se suma es siempre finito. Pues bien, podemos demostrar que ser finito es igual a ser contingente.

En efecto, el ser infinito (por definición) es necesario, porque si tuviera en otro la razón de su ser, tendría una limitación impensable en el ser infinito. Ahora bien, si por definición ser infinito es igual a ser necesario, también el ser finito (por definición) es igual al ser contingente. Este mundo es finito, luego por ello mismo es contingente, y sólo se explica por haber recibido la existencia de un ser necesario que llamamos Dios. El ser de todo lo que existe en este mundo se debe a Dios creador del mismo''.

Dios creador da, pues, a las cosas creadas una subsistencia propia (substancia) en virtud de la cual se diferencian de él y subsisten frente a la nada. Esta subsistencia es la que captamos cuando decimos: «ahí hay una realidad». El concepto de creación, proveniente del judeocristianismo vale por toda una metafísica. Las cosas existen (fundamento del realismo) por la subsistencia propia que reciben de Dios e independientemente de mi conocimiento. Creer en la creación es el mayor soporte del realismo. Pero hemos llegado a la creación desde la contingencia del mundo.

C) La vía del hombre

Tradicionalmente, sobre todo en san Agustín, se ha partido del hombre para llegar a Dios. Hay en el hombre una búsqueda de la verdad, un sentido moral, una tendencia al infinito que le lleva a preguntarse por la existencia de Dios. Sin embargo, creemos que la tendencia del hombre a la verdad o la búsqueda del sentido último por parte del hombre no son suficientes para demostrar la existencia de Dios. Deducir de ello que Dios existe sería más bien llegar a Dios por la vía del postulado.

Sin embargo, cabe otro procedimiento: la constatación en el hombre de su búsqueda de verdad, de su tendencia al infinito, de su conciencia moral, nos hacen descubrir que en el hombre existe un principio espiritual, el alma, la cual, siendo irreducible a la materia, sólo en Dios puede tener su origen inmediato.

Dicho de otra forma, sólo demostramos la existencia de Dios en este campo, cuando hemos constatado que existe en el hombre un principio espiritual que no puede provenir de la materia: el alma humana, siendo espiritual, no puede provenir de la evolución de la materia, porque una materia más evolucionada es siempre materia, es decir, algo compuesto de partes extensas en el espacio. Por lo tanto, el alma, si es verdad que existe en el hombre, sólo puede explicarse por una creación directa de Dios. Veremos más adelante el tema del alma y con ello habremos abierto un camino más para la demostración de la existencia de Dios.

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