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¿Afecta a la fe cristiana que haya extraterrestres? (II)

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¿Pero qué sabemos en realidad de la vida extraterrestre? O, mejor dicho, puesto que todavía no se ha encontrado nada, ¿qué expectativas razonables tenemos de encontrarla? Es famosa la frase del físico nuclear Enrico Fermi, pocos años después de la última guerra mundial: «Si hay extraterrestres… ¿dónde están?» No se puede contestar con certeza, pero sí se puede decir que, conforme la ciencia avanza, tendríamos que situarlos cada vez más lejos. Desde siempre, la imaginación humana ha situado la posibilidad de otros seres habitando los astros observados. Pero de entre todos los lugares posibles hay uno que ha destacado con mucha diferencia sobre el resto: Marte.

Hace apenas un siglo, en 1908, apareció un libro escrito por un divulgador científico: Mars as the Abode of Life («Marte como un lugar de vida») del norteamericano Percival Lowell. Desde el observatorio de Marte que se había hecho construir en Arizona, describía a Marte como un lugar de vida, con sus canales de irrigación con los que la avanzada civilización que allí vivía había convertido el planeta en un vergel. Los «canales» habían sido observados por el italiano Schiaparelli, pero sin llegar a esas deducciones. El término italiano canali puede traducirse al inglés tanto como channels como por canals, siendo la diferencia el que la primera palabra se refiere a accidentes naturales, y la segunda a construcciones humanas. Lowell no dudó en utilizar la segunda. La comunidad científica recibió el libro con bastante escepticismo, pero eso no obstó para que las tesis de Lowell se impusieran en la opinión pública, y, lo que es más sorprendente aún, en la divulgación científica, que despertaba el interés del público con los misteriosos canales. Ese mismo año se publicó el artículo titulado The Things that Live in Mars («Las cosas que viven en Marte»), del inglés Herbert Wells. Aunque sostenía que el contenido, una somera descripción de flora y fauna marcianas, se basaba en el razonamiento científico, se trataba de un escritor de ciencia ficción. Y los científicos no le tomaron en serio. Pero se hizo ilustrar el artículo por un dibujante, y los dibujos de unos marcianos altos, flacos y verdes calaron hondo en lo que hoy llamaríamos el imaginario popular. Cuando en 1938 Orson Welles desató el pánico con una descripción radiofónica de la invasión marciana –sacada de una novela de Wells–, indirectamente dio buena muestra de lo profundamente que había arraigado en la gente la figura de los marcianos.

Toda esta visión se vino abajo a partir de 1965, cuando la primera sonda Mariner –el Mariner 4– empezó a transmitir fotografías de Marte, seguida en los años sucesivos por otras sondas Mariner y Viking. Marte era árido, sin rastro de vida, y el único «canal» encontrado fue un enorme cañón ramificado de 4.500 kilómetros de longitud junto al ecuador marciano que en honor de la sonda descubridora ha recibido el nombre de Valles Marineris. De todas formas, los que esperaban encontrar vida no se han rendido. Marte es el único planeta que está cerca, comparte con la Tierra bastantes propiedades favorables al desarrollo de la vida, y permite ser explorado y analizado. Cualquier descubrimiento que pareciera favorable se ha anunciado con grandes titulares; los contrarios, en letra pequeña o no se han anunciado. Así, por ejemplo, sucedió con un meteorito marciano descubierto en la Antártida en 1984 (ALH84001), que contenía lo que parecía ser restos fósiles de una microbacteria. Ahora se tiene por algo no concluyente, y no sólo por la posibilidad de contaminación terrestre de la piedra, sino sobre todo porque la estructura hallada puede tener origen geológico y no biológico; aquí, como en otros lugares, el término «compuesto orgánico» se presta a equívocos, pues se aplica incluso a cualquier hidrocarburo incluido el más sencillo, el metano, un simple compuesto de carbono e hidrógeno muy común en objetos siderales en donde no hay vida ni la ha podido haber nunca (lo hay, por ejemplo, en Júpiter, y en Titán, satélite de Saturno, incluso llueve metano). También han merecido destacados titulares las pruebas de la existencia actual de agua helada en el subsuelo y de agua superficial en el pasado –aparte de la que queda hoy en los polos–. Pero con menos énfasis se han anunciado resultados de análisis de suelo cuyo resultado es muy desfavorable para albergar vida. El agua es necesaria para la vida, pero no suficiente. Lo cierto es que cada vez sabemos más de Marte, y no aparece rastro de vida por ninguna parte.

Fuera de la Tierra, Marte es, con diferencia, el lugar más apto para acoger vida dentro de nuestro sistema solar. Venus, teóricamente en buena posición, es, con sus 500 grados centígrados de temperatura y cien atmósferas de presión, un lugar mucho más hostil, sin apenas esperanzas. Por lo demás, se han buscado lugares en los entresijos del sistema solar –sobre todo algunos satélites de Júpiter como Europa, cubierta por un oceano de agua bajo un casquete de hielo–, y los resultados por el momento han hecho las delicias de los geólogos, pero no han dado nada a los biólogos. Las esperanzas de encontrar algún tipo de vida elemental –los tipos más sofisticados están ya descartados– en el sistema solar se desvanecen.

Son los descubrimientos científicos los que han empujado a buscar esa vida fuera. Pero «fuera» es muy lejos. Las estrellas más cercanas son las tres que forman el grupo Alfa Centauro. La más cercana, llamada por eso Próxima (Proxima Centauri) es demasiado pequeña para tener esperanzas fundadas y no se le han detectado planetas, pero, en cualquier caso, está a 4.2 años–luz de nosotros. La sonda más rápida lanzada hasta el momento, Voyager I, que ya ha traspasado la zona planetaria y se dirige al espacio interestelar, viaja a unos 17 kilómetros por segundo. A esa velocidad, una sonda necesitaría unos 75.000 años para alcanzar Próxima. De las otras dos del grupo, un poco más lejanas, Alfa Centauro A es muy parecida al Sol, pero forma un sistema binario con Alfa Centauro B, un poco más pequeña, lo que significa que orbitan entre sí, lo cual casi con seguridad distorsionaría una órbita de planeta lo necesariamente estable y circular como para albergar vida. Para encontrar una estrella apta para albergar un planeta con vida hay que mirar a Épsilon Eridani, a 10.5 años luz, aunque, si se confirma la existencia de un planeta tipo Júpiter orbitando de forma elíptica la estrella, se dificultaría seriamente la posibilidad de un planeta con una órbita más circular como el nuestro, y con ello la posibilidad de encontrar algún viviente. En un radio que llegue a 16 años luz encontramos dos estrellas candidatas, pero dos tienen bastante menos condiciones que el Sol: una, Tau Ceti (11.8 años luz) tiene demasiado pocos elementos más pesados que el helio como para poder encontrar planetas rocosos en los alrededores; la otra, Groombridge 1618 (15.8 años luz), parece –está sin confirmar aún– que tiene un planeta gaseoso de masa al menos cuatro veces la de Júpiter en un borde de la llamada «zona habitable» (donde puede haber agua líquida), y si es así no permitiría a otro planeta rocoso más pequeño orbitar tranquila y circularmente en esa zona.

Cada vez descubrimos más. Ya tenemos identificados más de quinientos exoplanetas, y muy pronto rebasaremos los mil. Lógicamente, hemos empezado por lo más fácil, planetas de gran masa –grandes bolas gaseosas que se miden en «Júpiters»– y planetas muy cercanos a la estrella que orbitan. La Tierra, así como cualquier planeta con esperanza de albergar vida, no encaja en ninguna de estas categorías, y de momento no se han detectado planetas del tamaño de la Tierra en una órbita idónea para albergarla. Con todo, se avanza en esta dirección. Ya hay unas 35 supertierras confirmadas, y casi 300 por confirmar, aunque en bastantes casos el método de detección no permite saber si son supertierras o minineptunos. También existen media docena de «tierras» por confirmar; la más segura tiene una masa ligeramente superior a la de la Tierra (1.35), y orbita a una estrella muy parecida al Sol, pero está demasiado pegada a ella (su año dura un poco más de un día), aparte de estar a la ya respetable distancia de 127 años luz. Lo previsible es que aparezcan pronto unos cuantos planetas rocosos de tamaño comparable al nuestro, y que serán anunciados con titulares del estilo de «encontrado un planeta como el nuestro». Lo que se dirá menos es que la semejanza en solidez y tamaño es sólo un primer requisito, al que deben seguir muchos más. Y menos aún se cae en la cuenta de que todos estos descubrimientos son la cara alegre de la moneda. La otra cara es que conforme más se ha descubierto, más se descarta. Se abren nuevas posibilidades, pero cuanto más se conocen los requisitos necesarios para que se pueda encontrar vida, resulta que cada vez son más numerosos, y cada vez las posibles esperanzas reales están más lejos.

Se podría replicar que, de la misma manera que avanza la detección, puede avanzar el viaje. De momento, eso no es cierto: se ha descubierto mucho en los últimos treinta años, pero Voyager I, lanzado en 1977, sigue siendo el vehículo espacial más rápido (New Horizons, lanzado en 2006, llegó a superarlo por muy poco, pero actualmente viaja a cerca de 16 km/s). Para alcanzar velocidades que realmente permitan explorar un cuerpo celeste ajeno a nuestro sistema solar, hay que cambiar el actual sistema de propulsión, pues el cohete a reacción de propulsión por reacción química –lo que hoy se utiliza– no puede dar mucho más de sí de lo que ya da. Esto se sabe desde hace mucho tiempo, y por eso desde los años 50 ha habido investigaciones en marcha por parte de norteamericanos, rusos y británicos con el fin de hallar sistemas de propulsión alternativos. Los proyectos que contemplaban microrreacciones atómicas en cadena (Nuclear Pulse Propulsion) parecen ya descartados. Más prometedores han sido los motores de chorro de partículas (iones o plasma). Se trata de generar una corriente eléctrica que impulse a gran velocidad partículas, que por reacción muevan el vehículo en dirección contraria, como cualquier cohete. El rendimiento es bajo, pero puede ser continuo, que es lo que hace falta cuando se trata de enviar una sonda a enormes distancias, y lo que no proporciona un cohete convencional. De hecho, rusos y norteamericanos lo han experimentado, aunque solamente para movimientos auxiliares y obteniendo la electricidad de paneles solares. Los americanos declararon satisfactorio su experimento; los rusos –soviéticos entonces– lo habían utilizado antes, no dijeron nada y sencillamente lo abandonaron. El panel solar no sirve conforme se aleja la nave del sol, por lo que habría que sustituirlo por un reactor nuclear. Todo esto no pasa del proyecto, y tendrán que pasar bastantes años hasta que funcione debidamente. Además, por el momento los objetivos marcados no van más allá de una velocidad unas diez veces mayor que la del Voyager. Tendrán que pasar bastantes años hasta conseguir propulsar una sonda que llegue en un tiempo razonable –menos de 100 años– a Próxima.

En cualquier caso, sean cual sean los avances que se realicen en la propulsión y lo que se tarde en obtenerlos, hay un límite absoluto: la velocidad de la luz. Es físicamente imposible superarla. Nada ni nadie puede llegar a Próxima en menos de 4.2 años si saliera hoy. De todas formas, no parece un tiempo excesivo para una sonda emplear cinco años en llegar a una estrella. Es cierto, pero no es claro que sea posible. Los cuerpos pesados celestes rara vez superan los 100 kilómetros por segundo, y el viento solar, consistente en partículas elementales eyectadas por gigantescas explosiones en el Sol, se desplaza a una velocidad media de unos 400 kilómetros por segundo, muy lejos de los 300.000 kilómetros por segundo de la velocidad de la luz. Acerarse a esta velocidad puede suponer desestabilizar los átomos mismos del objeto, y una colisión con una partícula de polvo interestelar, teniendo en cuenta que la energía liberada está en función del cuadrado de la velocidad, parece que resultaría fatal. No hay experiencia alguna, ni natural ni experimental, de una cosa así, y no es nada temerario concluir que, cuanto menos, está todavía muy por encima de nuestras posibilidades. Y eso que hablamos de lanzar sondas no tripuladas. El sueño –vendido en más de una ocasión como algo que no tardará mucho– de colonizar otros mundos se enfría bastante cuando se sabe que un viaje a Marte, que en las condiciones actuales tardaría algo más de un año entre ida y vuelta, pone al límite la resistencia humana a la vida en condiciones de ingravidez.

Hay sin embargo algo que sí viaja a la velocidad de la luz: las ondas de radio en el espacio. Con la premisa de que una civilización avanzada –como la nuestra o más– las utilizaría de un modo u otro, se creó en los años 70 el proyecto SETI (Search for Extra Terrestrial Intelligence, «Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre»). Inicialmente era un proyecto de la NASA, impulsado sobre todo por Carl Sagan, un astrónomo –más divulgador que científico– que por lo demás no ocultaba la pretensión de utilizar los descubrimientos cósmicos como elementos de una apología de un naturalismo ateo. El proyecto consistía –y consiste– en la conexión del mayor número posible de computadores para analizar las señales de ondas provenientes del espacio y encontrar en ellas signos de emisión por parte de seres inteligentes. Con el paso de los años, la falta de resultados ha motivado la progresiva supresión de las subvenciones públicas, y la red ha pasado a ser una red privada de extensión mundial. Ahora cualquiera puede tener un ordenador personal de potencia suficiente en casa, y SETI busca en el gran público tanto fondos como nuevos procesadores que se añadan a la causa. En general, sus varios miles de componentes comparten la ideología y las esperanzas del ya difunto Sagan. Sigue de cerca la exploración espacial, y sabe dónde dirigir con prioridad los radiotelescopios con que puede contar en un momento dado; así, por ejemplo, recientemente se dedicaron 200 horas de radiotelescopio –las de ordenador no se pueden calcular– a enfocar a Épsilon Eridani. El resultado, tanto en este caso como en toda la actividad de SETI, es nulo: no se ha encontrado nada. Esto no prueba la inexistencia de civilizaciones inteligentes –podrían estar en un momento equivalente a nuestro neolítico–, pero sí que, como línea de investigación que consume dinero y recursos, no se sostiene. Quizás constituya en la actualidad la mayor pérdida de tiempo del último medio siglo. Lo cual no obsta para que SETI siga incansablemente buscando recursos financieros y personales con un entusiasmo propio de la más encendida apología. SETI, indudablemente, busca realizar descubrimientos científicos, pero no se mueve por criterios científicos, que exigirían desviar esos recursos a áreas más prometedoras, sino por una convicción: por una fe. Desde el punto de vista científico, lo único que permite concluir es que por aquí «cerca» no se encuentra lo que busca; puede seguir buscando, pero tendrá que ser más lejos, cada vez más lejos.

En esta búsqueda, los cálculos teóricos podrían ser de ayuda. No señalan ningún punto concreto, pero proporcionan una estadística aproximada; en este caso, de cuántos planetas candidatos a albergar vida podemos esperar encontrar en nuestra galaxia. Cuando son los partidarios de encontrar otros mundos habitados quienes tratan del asunto, siempre sale a relucir la llamada ecuación de Drake, llamada así porque la formuló en 1961 Frank Drake, profesor de astronomía en la Universidad de Santa Cruz de California, y uno de los pioneros de SETI. Básicamente su formulación consistía en el producto de una serie de funciones inversas, cada una de un factor necesario para un planeta con vida, sobre el total de estrellas en la galaxia. Por ejemplo, si una de las funciones es el porcentaje de estrellas con planetas (lo es en realidad), y resultara ser, pongamos por caso, la mitad, la función multiplicaría el número total por 1/2; o. dicho de otro modo, reduciría el número barajado hasta su mitad. Para el profano suena altisonante: ¿quién va a contradecir una formulación matemática elaborada por un astrónomo?

El profesional piensa de otra forma: no se trata de contradecir nada, sino sencillamente de aclarar que esa ecuación se limita a plantear el problema según los conocimientos del momento, sin resolver nada. No es que sea incorrecta, lo que ocurre es que, si supiéramos bien qué funciones hay que aplicar y cuáles son los porcentajes, el problema podría resolverlo cualquier escolar de catorce años. La ecuación combina una serie de factores de los que no conocemos su valor exacto; y peor todavía, ni siquiera sabemos si tenemos todos los factores que deben ser tenidos en cuenta. De hecho, desde su primera formulación han variado mucho las dos cosas. Como señalaba un crítico un tanto ácidamente, «la ecuación de Drake consiste en un gran número de probabilidades multiplicadas juntas, Al tener garantías de que cada factor da una cifra entre el 0 y el 1, el resultado asimismo garantizado es un número que suena razonable entre el 0 y el 1.

Por desgracia, todas las probabilidades son completamente desconocidas, dando un resultado peor que inútil» (por resultado final se refiere al cociente que hay que aplicar al número total de estrellas). Según se tomen las variables, puede dar desde los 100.000 planetas con vida inteligente que en un principio anunciaba Sagan –luego rebajó el número–, hasta menos de 1. Desde que Drake formuló su teoría, ésta ha cambiado mucho, pero siempre en un sentido: reduciendo las posibilidades. Hay factores cuya cifra sigue sin saberse a ciencia cierta como el número de planetas habitables por estrella con planetas, pero de lo que cabe poca duda con los conocimientos actuales es que la cifra que debe colocarse no es 2 como estimaba Drake, sino mucho menos. Algún otro factor, como que las galaxias mismas tienen zonas habitables y zonas hostiles a la vida, ni se podía pensar entonces. Lo cierto es que los descubrimientos lo que hacen es añadir más factores a la ecuación, con lo que el número resultante disminuye conforme se sabe más. No es precisamente una buena noticia para los buscadores de alienígenas.

La ciencia no es optimista ni pesimista, simplemente sabe lo que sabe. Y sobre los cuerpos celestes cada vez sabe más. Pero es un saber más que descarta muchas expectativas, las cuales, sean sostenidas por el gran público o por los científicos, no son propiamente ciencia, aunque la estimulen. Lo que de verdad se sabe tiene la tendencia a alejar la posible vida extraterrestre de la Tierra, y a considerarla como bastante más escasa –si es que la hay– de lo que se pensaba hasta el momento. La pretensión de encontrar esa vida en fechas próximas y de pensar que cada vez nos acercamos más a ese descubrimiento no obedecen a lo que muestra la ciencia, sino más bien al deseo de que suceda así. ¿Qué causa este deseo? En primer lugar el hecho de que el sensacionalismo vende. Muchos de los descubrimientos que son apasionantes para los especialistas resultan aburridos para el gran público. Hay que buscar algo que interese, y así se explican titulares como el de una revista de supuesta divulgación científica que anunciaba que pronto podremos comer lechugas cultivadas en Marte, algo que, se mire por donde se mire, es científicamente un desatino. También puede contribuir a este fenómeno el que, en cierto modo, gracias a la rapidez de los viajes y también a las salidas al espacio exterior, nuestro mundo se nos ha hecho pequeño, y queremos buscar algo útil fuera del mismo. Pero hay que contar también con ideologías como la de Sagan o parecidas, según las cuales la «vulgaridad» de nuestra condición en el cosmos prueba la falsedad de religiones como –o sobre todo– el cristianismo, que sostiene una situación privilegiada del ser humano tanto con respecto al universo como en su relación con Dios. De paso, daría lugar a un universo que se explica en su totalidad por sí mismo, y no necesita de Dios ni para existir ni para ser como es.

Desde luego, lo que la ciencia muestra con claridad es que ni la Tierra ni el hombre son una vulgaridad cósmica. Somos más bien un bicho raro, pero eso no zanja la cuestión, pues de lo que se trata es de ver si hay más bichos raros, y la repercusión religiosa que eso pueda tener. Lo primero es fácil de responder: habría que conocer al detalle el universo entero para dar una respuesta cierta, lo cual está muy lejos de nuestras posibilidades actuales (las futuras no las conocemos). La conclusión es clara: no lo sabemos.

Lo segundo es más complicado, y requiere una aclaración previa: ¿de qué religión hablamos? No vale con responder que el cristianismo, pues lo hay de varios tipos, y en este terreno la diferencia es importante. Muchos de los que contraponen religión y ciencia dirigen sus principales ataques al catolicismo, pero, especialmente en los Estados Unidos, parece que lo que tienen en mente cuando se refieren al cristianismo es más bien el protestantismo evangélico.

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