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¿Afecta a la fe cristiana que haya extraterrestres? ( y III)

En los medios evangélicos la réplica al naturalismo ateo es la llamada teoría del diseño inteligente (Intelligent Design). Nació en los años 20 como contraposición al evolucionismo darwinista. Su tesis es que la biología respondía a un diseño tan complejo y ajustado que no podía proceder de un mecanismo ciego como la selección natural; como en el caso del ejemplo clásico del reloj, la comprobación de su sofisticado mecanismo no permitía otra opción como causa que la de un relojero inteligente. La teoría tenía un trasfondo: el literalismo bíblico. Si se descalificaba una explicación cientifista era para dejar cabida a un creacionismo «instantáneo», el que se lee en el primer capítulo del Génesis. Por lógica, este argumento se tenía que trasladar a otras áreas del saber, como la astrofísica y astronomía. Aquí no resultaba tan convincente el argumento, pero el Génesis habla de que la Tierra apareció más o menos como está ahora en menos de una semana, y no en algo más de 10.000 millones de años como sostienen los cálculos contemporáneos.

Posiblemente el peor efecto de la teoría del diseño inteligente fue el implícito de que había que elegir entre las dos posiciones: o Darwin tenía razón, o la tenían ellos. En realidad, no la tenía ninguno. Hoy ningún evolucionista ve en la selección natural de Darwin la explicación última de la evolución de la vida. Pero la teoría del diseño inteligente, tal como se formulaba, tampoco resultaba muy aceptable. Al fin y al cabo, cualquier hembra animal preñada genera una estructura biológica muy compleja, es causa suya, y no es inteligente ni es consciente de esa complejidad. Con esto se quiere decir que remontar la causa última del universo y la vida a un ser supremo inteligente no descarta la existencia de verdaderas causas más inmediatas no necesariamente inteligentes, que son objeto del estudio de la ciencia natural. Aunque cuando el enemigo es la selección natural de Darwin el diseño inteligente tenga su atractivo, no deja por ello de no distinguir bien entre los diversos planos de causalidad, y la tendencia de atribuir a una acción directa de Dios cualquier fenómeno natural del que carecemos de explicación. O sea, si la ciencia no consigue explicarse algo, es que ha tenido que haber una intervención directa de Dios. Pero eso tiene poco peso, incluso desde el punto de vista religioso: el actuar divino no puede depender de lo que nosotros sepamos. Y es que, en el fondo, estamos ante un argumento teológico disfrazado: lo que en el fondo quiere decir es que, a falta de una explicación científica razonable, hay que dar la razón al Génesis.

Es un error incluir a Santo Tomás de Aquino entre los defensores de un diseño inteligente tal como aquí se expone. Tomás era teólogo pero también, particularmente en este punto, era un metafísico. Distingue bien. Sostiene que el orden del universo manifiesta una racionalidad que remite a su creador, pero éste es causa última que manifiesta mejor su poder dejando obrar a lo que llamaba «causas segundas», que son las que estudia la ciencia. La ciencia ayuda a descubrir a Dios precisamente porque estudia la racionalidad del universo, pero Dios no sustituye a la ciencia, ni completa sus posibles lagunas. No es la ciencia natural la que demuestra la existencia de Dios: su método la limita a no poder salir de lo material. Es la reflexión a partir de la ciencia y de la observación del mundo lo que permite descubrir a Dios con la razón: es la filosofía (y hoy añadiríamos: la metafísica y la filosofía de la ciencia). Un protestante evangélico difícilmente puede aceptar eso, por el rechazo que el protestantismo tiene de la filosofía. La antropología de Lutero y Calvino era la de un ser humano corrompido en lo más profundo de su espíritu, del que por tanto no se podía esperar nada en el ejercicio de su razón especulativa. La filosofía, su máximo exponente, no sirve para nada concluyente. Así que tiene que ser en el ámbito mismo de lo directamente observable –la ciencia está ahí– donde tiene que sacar sus argumentos. Como Dios es trascendente, ese mismo pesimismo antropológico invalida cualquier salto racional de la observación o la ciencia a Dios. Pero en el fondo no importa tanto, ya que las pretensiones de la argumentación no van más allá de invalidar el rigor de la contraria; para afirmar a Dios creador está la Biblia.

El pensamiento católico distingue mejor los ámbitos del pensamiento, y defiende la autonomía de cada ciencia, que con su propia metodología saca sus propias conclusiones. Tiene también una lectura de la Biblia distinta de la del fundamentalismo protestante. La Biblia no enseña ciencia positiva –todo lo más, Historia–, pues no es ése su propósito. Su enseñanza son verdades referentes a Dios y su plan salvador del hombre. Afirma, eso sí, la creación. Pero la interpretación moderna del primer capítulo del Génesis lo ve como una pieza didáctica que enseña la universalidad de la creación, especificando que todo lo que adoraban los pueblos vecinos no son más que criaturas divinas, y proporcionaba un fundamento para la guarda del shabbat, el sagrado séptimo día judío. Querer sacar otras cosas –y en particular ciencia natural– es salirse de contexto. La misma extrapolación, en sentido inverso, se da en el campo contrario. Una ciencia, aquí la astronomía, que encuentre respuestas ciertas para todos sus interrogantes –algo, por cierto, muy lejos de nuestras posibilidades actuales– no es una ciencia que ha logrado excluir a Dios. Si las respuestas son auténticas, no ha podido salir de su propio ámbito, pues Dios no es una realidad empírica ni matematizable. Más bien habría que deducir que el hecho de dar respuesta científica a todo supone, tomando prestada una terminología de los antiguos griegos, que el universo es un cosmos –un todo armónico– y no un caos, y es precisamente esa característica la que requiere una explicación que cae fuera del ámbito de esa misma ciencia. Ése es el sentido del razonamiento de Tomás de Aquino (antes, de Aristóteles), y del pensamiento católico y lo que entiende por diseño inteligente. Una buena manera de entender cómo la ciencia puede servir de partida para una conclusión de este tipo la podemos ver, por paradójico que sea, en SETI. La idea que lo pone en marcha es que el registro de una emisión de ondas de radio que muestre una cadencia ordenada remite a un lenguaje, y por tanto a un emisor inteligente; del mismo modo, la cadencia ordenada resultante de las leyes tanto físicas como biológicas habla también un lenguaje de la naturaleza que remite a un Autor inteligente. La desgracia de esta visión es el verse atrapada entre dos fuegos: la ciencia que suplanta a Dios, o el Dios que suplanta la ciencia. La opinión pública norteamericana se ha visto impelida a elegir entre Sagan y los telepredicadores. Sí, es verdad que había más opciones, pero éstos eran prácticamente los únicos que salían en la televisión.

Un calvinista protestante quizás piense que debe tomarse al pie de la letra el pasaje del segundo capítulo del Génesis que pinta a Dios haciendo desfilar todos los animales delante del hombre para que éste diera a cada uno su nombre. Si es así, la existencia de formas de vida distintas en otros planetas constituiría un problema. Para un católico eso no es así. La lejanía de seres vivos en el espacio sería tan irrelevante como lo ha sido la lejanía en el tiempo. Nunca ha constituido un problema doctrinal en la Iglesia Católica la existencia de tiranosaurios o de trilobites, formas de vida extintas mucho antes de la aparición del hombre sobre la Tierra. Tampoco lo es ni lo va a ser el hipotético hallazgo de una bacteria, una planta o una especie de caballo cósmicos. La posible vida no inteligente extraterrestre, más simple o más compleja, es un asunto que interesa a la ciencia, no a la teología.

Sin embargo, se disimula a veces bastante mal que el descubrimiento de una bacteria cósmica sería considerado y proclamado por muchos como el hallazgo del primer eslabón que conduciría, poco menos que irremisiblemente, a la posterior aparición de vida inteligente. Dicho de otra manera, con frecuencia se piensa que la biología evoluciona de por sí a la vida inteligente. Esto ya resulta bastante más discutible. Desde luego, no puede significar que allí donde hay una bacteria tiene que haber un alienígena. Sería como admitir una evolución tan absurda, que el resultado final figuraría ya al principio siempre. En la búsqueda espacial, los datos de la Tierra misma no resultan muy aleccionadores como ejemplo. Aquí se calcula (los cálculos no son exactos y varían de unas estimaciones a otras) que la vida lleva unos 3.500 millones de años, y un solo millón la vida inteligente; o sea, de entre los planetas que pueden albergar vida, cabría esperar que sólo uno entre tres mil quinientos tendría seres inteligentes, y eso sin contar la posibilidad nada despreciable de que pueda haber planetas algo menos idóneos que el nuestro para la vida, donde no pueda llegar a formas demasiado complejas o llegue bastante más tarde (compensa muy ampliamente a la baja la rectificación al alza que hay que hacer al considerar que hay planetas más viejos que el nuestro).

Lo que quiere decir, claro está, es que, con el tiempo y las condiciones adecuadas, la vida evoluciona siempre hacia la inteligencia. Pero tomar esta afirmación como una verdad científica es por lo menos poco riguroso. Por una parte, apenas se conoce el «mecanismo» evolutivo. Y la estadística inductiva es imposible: en realidad sólo se conoce una sola especie en un solo planeta con vida inteligente, y de esa muestra, que es la mínima, no se puede inferir nada. Además, el proceso que ha desembocado en esa vida inteligente ha sido demasiado accidentado como para poder ponerlo sin más como modelo evolutivo. La especie humana, por lo que ahora sabemos, apareció en una zona muy concreta –es de suponer que especialmente favorable– en un momento dado, al parecer junto a otras ramificaciones de homínidos ninguna de las cuales prosperó –con otras ramas animales no ha sucedido así–, lo cual es un inicio muy frágil. Y sabemos que antes –millones de años antes– al menos en dos ocasiones el impacto de un asteroide en la Tierra modificó la trayectoria evolutiva. El último de los dos motivó la extinción de los hasta entonces animales predominantes, los dinosaurios, para dar paso a los mamíferos como nuevos señores del reino animal. No parece temerario concluir que también en este aspecto lo que mueve a sostener esta afirmación poco menos que como un axioma indiscutible es el deseo de que sea así, más que la ciencia propiamente dicha.

Pero la cuestión principal no es esa. Por inteligencia, al menos por inteligencia en su sentido más propio, no se debe entender un instinto altamente sofisticado que lleva al animal a crear una estructura social, utilizar instrumentos, fabricarse guaridas sofisticadas o seguir unas pautas de conducta muy complejas. Se debe entender más bien como una capacidad de abstracción y de pensamiento simbólico, que conducen a cosas como la reflexión consciente, el diseño o la conciencia de un pasado y un futuro. La ciencia positiva puede dar fe de este tipo de manifestaciones, como cuando se descubre un enterramiento de Neanderthales o las pinturas de Altamira. Pero su naturaleza escapa a las leyes de la materia, aunque se vea altamente influida por ellas, pues no estamos hablando de una biología con un pensamiento añadido, sino de un ser biológico que piensa. Esta capacidad no supone un escalón supremo en la línea instintiva que se va haciendo más perfecta y espontánea conforme se sube en la escala biológica. Es un grado superior a todo instinto; de hecho, las noticias de prensa hacen referencia frecuentemente a conductas humanas que contradicen los instintos más elementales, como el de conservación, como puede ser una huelga de hambre llevada hasta el final por una causa que no reporta ventajas inmediatas a quien la emprende. En la medida en que trasciende la biología, no corresponde a ésta ni a ninguna ciencia empírica tratar de la naturaleza del pensamiento, sino a la reflexión filosófica. Y aquí la teología sí tiene algo que decir.

La doctrina católica afirma la creación directa del espíritu humano –«alma» es el nombre más común–, principio del pensamiento y la voluntad, por parte de Dios. Recoge esa reflexión filosófica: puesto que no puede salir de la materia, sólo puede venir a la existencia por un acto creador de Dios. La evolución animal proporciona el cuerpo biológico: no un cuerpo cualquiera, sino uno apto para recibir ese espíritu. Un principio de acción espiritual que informara, pongamos por caso, un protozoo, resultaría completamente inoperante; hace falta algo más, bastante más, elaborado. Aquí se juntan creación y evolución. La vida inteligente extraterrestre también necesitaría esa intervención divina, pero eso no significa que pueda aparecer en cualquier parte. Necesita una materia apta, lo que significa un planeta apto para la vida compleja, y un grado de desarrollo de la vida que diera lugar a una biología idónea para albergar el tipo de ser resultante.

Es evidente que lo antedicho no descarta la existencia de seres extraterrestres con inteligencia. Dios puede crear espíritus como puede crear universos. La filosofía ya no tiene más que decir aquí. Y la búsqueda de alienígenas no se altera lo más mínimo: puede haber, puede no haber –la voluntad de Dios es incognoscible salvo que Él mismo la manifieste–, y hay que buscar en los mismos lugares y del mismo modo. En cierto modo, la razón humana puede verse inclinada a pensar que los debe haber, pues parece tener más sentido que su contrario. Crear un universo tan grande y tan poblado de astros parece ser más congruente cuando hay más hogares de vida inteligente que el nuestro. Ahora bien, esto no pasa de ser una pura especulación mental nuestra inconclusiva. Por el mismo precio, podríamos pensar que la enorme magnitud del universo ha sido hecha para que nos demos cuenta de la inmensidad de su Autor. En realidad, seguimos sin saber nada.

Queda por ver lo que tenga que decir la teología. De entrada, hay que hacer una aclaración importante. Ninguna de las verdades de fe católica se refiere a la existencia o la no existencia de extraterrestres. El mensaje bíblico, en sus dos Testamentos, bascula entre el Cielo –trascendente al universo visible– y la Tierra. Las estrellas son criaturas divinas –el interés en subrayarlo radica en que había pueblos vecinos que adoraban los astros–, manifiestan el poder divino y por lo demás son un decorado en el gran drama que se produce en la relación del Dios con el hombre. Nada más. Lo cual quiere decir que en el terreno que nos ocupa se juega no con verdades de fe en sentido estricto, sino con razonamientos elaborados a partir de los contenidos de fe.

En cuanto a lo que se suele denominar teología de la creación, no se encuentran especiales dificultades. El hombre como coronamiento de la creación visible lo es con respecto al mundo irracional que lo rodea, y como hecho a imagen y semejanza de Dios lo es debido a su carácter racional. El reinado del hombre alcanza hasta donde llega su poder y su presencia. Hay así hueco para otros posibles reinos sin que cambie nada. El verdadero problema viene con la teología de la redención. En ella contemplamos a Dios que, para redimirnos, se ha encarnado, haciéndose verdadero hombre en Jesucristo sin dejar de ser Dios, y como hombre ha recibido una gloria que, utilizando la expresión bíblica, le hace estar sentado a la diestra de Dios Padre. Si se tratara de una relación privilegiada con Dios, podría aceptarse la posibilidad de que otros compartieran ese privilegio. Pero parece tener los rasgos de una relación demasiado exclusiva. ¿O tendremos que admitir que Dios también se ha encarnado en un alienígena, y Cristo debe compartir la diestra del Padre con él, siendo además los dos la misma persona divina (el Hijo)? Lo cierto es que parece difícil de asumir, aunque conviene hacer dos observaciones. La primera es que el plan divino para con esos hipotéticos seres podría ser distinto, como podría haber sido distinto para con el hombre. La segunda es que, aunque fuera sustancialmente el mismo, no es ni contradictorio con lo relevado, ni incompatible, ni imposible. En Dios cabe todo lo bueno; lo que no cabe es lo absurdo, y esta posibilidad no lo es. El que pudiera haber otros que disfrutan por igual del don divino no nos quita absolutamente nada, tampoco del amor de Dios, que por ser divino es infinito. Por eso, si alguna vez apareciera un alienígena ello no supondría quiebra alguna a la fe católica.

De ahí que tengan poco sentido las posturas tanto del católico que mire con cierta aprehensión los descubrimientos astronómicos en el temor de que le vayan a suponer una quiebra de su fe, como la del ateo que piense que estamos cerca de hacer descubrimientos que pondrían en evidencia la fe cristiana. A la Iglesia Católica no le ha importado mucho este problema hasta la fecha, lo que no ha ocurrido con otros temas donde estaba implicada la ciencia natural, como el evolucionismo. De hecho, no ha hecho pronunciamientos o manifestaciones al respecto. Pero eso no quiere decir que sea lo más razonable sumarse al optimismo desmedido que con tanta frecuencia distorsiona lo que la auténtica ciencia descubre y sabe. Por caminos distintos, tanto la ciencia por un lado como la fe por otro convergen en invitar a un cierto escepticismo sobre la existencia de extraterrestres inteligentes, sin cerrarse a la posibilidad de que pueda suceder lo contrario a lo esperado. La ciencia, porque cada vez son más numerosos los requisitos para la existencia de semejante vida, y por tanto cada vez es estadísticamente más improbable encontrarla (y no lo sabemos todo: todavía puede haber más). La fe, porque ese tipo de vida –los demás tipos no le importan en absoluto– no es el resultado únicamente de la evolución sino también de una intervención específica divina que se considera poco probable. Si algún día apareciera una evidencia de lo contrario, la ciencia se alegraría (en principio: habría que ver cómo nos consideran y nos tratan), y a la Iglesia no le costaría mucho aceptarlo. Pero ese día, hoy por hoy, cada vez se ve más lejano.

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