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XXVI.- ¿Se puede medir y pesar el alma?

Ya he señalado repetidas veces que el profano en la materia tiene una idea falsa de las cuestiones psiquiátricas. Entre éstas figura la cuestión relativa a los límites entre el ámbito de lo psíquicamente sano, de lo normal, y el de lo patológico desde el punto de vista psíquico, lo anormal. El profano no sólo olvida que estos límites son muy difusos, sino que además se imagina que el especialista, el psiquiatra, los fija a su gusto. Esto significada que el psiquiatra podría considerar patológico algo que el profano en la materia encontraría totalmente normal. Lo que sucede en realidad es precisamente lo contrario: el psiquiatra suele reducir los límites de lo patológico, de lo anormal, más que el profano.

Entre los prejuicios y malentendidos que el profano suele tener respecto al psiquiatra se encuentra también la interpretación errónea de la importancia que tiene en el reconocimiento psiquiátrico lo que denominamos examen, es decir, un análisis para comprobar la existencia de trastornos psíquicos, y la exploración, esto es, el estudio del fondo o sustrato psíquico. A esto se debe el hecho de que el profano piense que un reconocimiento psiquiátrico consiste principalmente en un test de inteligencia. Esta idea es falsa, o por lo menos, está ya desfasada. Yo no tengo reparos en atreverme a afirmar que el modo en que se realiza un test de inteligencia refleja más la inteligencia del investigador que la del probando. Siempre es necesario realizar algún test de inteligencia. Tomemos como ejemplo una situación en que el psiquiatra se encuentra frente a un paciente, del que sospecha que posee un cierto grado de imbecilidad o de demencia. El psiquiatra le planteará al paciente, si las circunstancias lo permiten, las denominadas preguntas de diferenciación, para tener algún indicio sobre el grado de retraso de su inteligencia. Una de esas preguntas es: ¿En qué se diferencian un niño y un enano? Yo creo que nadie dudará que tenía escasa inteligencia un paciente que a esta pregunta me respondió: «Dios mío, doctor, un niño es sólo un niño, y un enano trabaja en una mina.» Otras veces será necesario examinar la capacidad de atención de un paciente. Esto se suele hacer de forma que en el transcurso de una conversación se le pide al enfermo que retenga una fecha en la memoria... Yo siempre recomiendo a los oyentes de mis conferencias clínicas que se acostumbren a indicar al paciente la fecha de su propio nacimiento, pues en cierta ocasión —antes de seguir esta norma—, con la confusión del trabajo olvidé la fecha que había dicho, de manera que al final no pude saber si el paciente había olvidado también esa fecha o era yo el que no la recordaba.

Sin embargo, no se puede decir que con la ayuda de tests de este u otro tipo se consiga aprehender la esencia de la personalidad. El propio profesor Villinger insiste en una de sus publicaciones sobre el escaso grado de fiabilidad de los tests y sobre el peligro de las interpretaciones personales. Donde menores son este peligro y la inseguridad de los resultados de los tests, dice Villinger, es en los de inteligencia y de rendimiento. La arbitrariedad de las interpretaciones aumenta en los tests de aptitud, que son indispensables en la orientación profesional, y es muy grande en los tests de personalidad. Quien intenta aprehender la personalidad con la ayuda de los tests se expone —según palabras de Villinger— a caer en una «pseudoexactitud», en una ciencia aparente. Este científico previene contra el hecho de confiar demasiado en la «exactitud de laboratorio», que en realidad no es tan grande. Esto en cuanto a Villinger. Por su parte, el profesor Kraemer, psiquiatra de Maguncia, ha declarado que una exploración bien hecha, esto es, una conversación entre el paciente y un especialista, es igual de útil que el trabajar con los tests, lo que suele ser bastante complicado. Una observación psiquiátrica durante un largo espacio de tiempo puede ofrecer los mismos resultados. En este sentido, es interesante mencionar que el profesor Langen ha publicado un trabajo en el que demuestra estadísticamente que el diagnóstico psiquiátrico establecido tras un largo periodo de observación estacionaria coincide en más del 80 % de los casos con la impresión que el médico tiene en su primera conversación con el paciente; esto en el caso de las psicosis (que son enfermedades mentales). Pero, ¿qué sucede en el caso de las neurosis? En éstas el diagnóstico final coincide en todos los casos con el diagnóstico establecido a partir de esa primera impresión sobre el paciente. Del paciente, acabo de decir. Pero debería decir más exactamente: de la personalidad única e inconfundible que es propia de cada persona y, por consiguiente, de cada enfermo. Si con la ayuda de los tests se quiere llegar a conocer lo individual de cada persona, si se quiere aprehender algo más que un simple tipo, si se quiere llegar al fondo de la persona, nunca se podrá individualizar lo suficiente. Y más aún: habría que inventar un test para cada persona y —añadiría yo— para cada situación en la que ésta se encuentra, pues nunca se puede improvisar lo bastante. Un ejemplo aclarará todo esto.

En cierta ocasión se me encomendó la tarea de realizar un dictamen psiquiátrico sobre un joven que estaba en prisión y que se había disculpado diciendo que un amigo le había inducido a realizar el delito al prometerle que una vez cometido le daría 1.000 chelines. El tribunal quería que el psiquiatra dijera si en realidad el joven se dejaba influir tan fácilmente y si era tan crédulo, pues su amigo había negado que tuviera algo que ver con el delito. Si el probando fuera tan crédulo, se habría tratado de un grado leve de imbecilidad, lo que no aparecía reflejado en los tests. Podría ser posible también que el joven no fuera imbécil, sino que, por el contrario, fuera lo suficientemente astuto como para valerse de su amigo. El tribunal quería saber si el joven era tan tonto como para creer que su amigo le iba a dar realmente 1.000 chelines, o tan astuto que nos quería hacer creer que era tan tonto. Los tests de inteligencia, como hemos dicho, no dieron resultado. En el último momento tuve que improvisar y le pregunté si me podía dar 10 chelines, pues contra depósito de dicha cantidad podría conseguir que el presidente del tribunal anulara su juicio y que le dejara en libertad. Aceptó mi propuesta inmediatamente, y luego no se podía creer que no se lo había dicho en serio. Tan crédulo había sido. Pudimos conocer esta credulidad gracias al test improvisado, inventado para esta ocasión. Está claro que a la época actual le «cuadra» en cierta manera que juzgue del alma humana hasta el punto de reconocer en su existencia lo que haya capaz de ser medido y pesado. Pero si Schiller dijo en cierta ocasión: «Si habla el alma, ay, ya no habla el alma», se podría decir también: si se realiza un test a alguien, no es la persona, no es su esencia lo que se aprehende. Una psicología que culmina en el test sólo ha sacado al hombre de su propia dimensión y lo ha «proyectado» en la dimensión de lo conmensurable y ponderable. Ha perdido de vista, así, lo esencial, lo verdadero del hombre, su personalidad. Quizá no se pueda captar esta esencia por una vía puramente científica, sino que se necesiten otros medios para aproximarse a ella. Tal vez se pueda aplicar también al hombre lo que dijo en cierta ocasión el gran médico Paracelsus: «Quien no descubre a Dios, le ama demasiado poco.» Probablemente se necesite la grandeza interior que se da en la entrega al «tú» inconfundible de la persona amada cuando queremos aprehender su esencia. En este caso amar no significa nada más que poder decir «tú» a la otra persona, reconocer su unicidad y aceptarla en lo que vale. Y así, poderle decir no sólo «tú», sino también «sí». Queda demostrado que no se está en lo cierto cuando se afirma que el amor es ciego. Al contrario, el amor hace ver, hace incluso profetas. Pues el valor que deja ver y brillar en el otro no es una realidad, sino una simple posibilidad, algo que todavía no es, sino que va a ser, puede ser y debe ser. El amor lleva implícita una función cognoscitiva, es decir, de conocimiento. La psicoterapia tiene que ver también los valores; nunca puede estar totalmente desvinculada de ellos, sino a lo sumo «ciega» ante ellos.

Hemos partido de la psiquiatría y de los tests de inteligencia y nuestras reflexiones desembocan en el reconocimiento de que no podemos acercarnos a la esencia de una persona, esto es, a todo lo que hay detrás de cada una de sus funciones y de sus posibles trastornos, mientras que en nuestros esfuerzos por conocer a los demás nos limitemos y confiemos simplemente en lo racional y en lo «racionalizable». Si queremos tender un puente de persona a persona —y esto es válido también para un puente de conocimiento y comprensión—, las cabezas de puente no tienen que ser precisamente las cabezas, sino los corazones.

Hemos hablado anteriormente de la comprobación estadística y exacta de que la primera impresión —absolutamente intuitiva— la pueden apoyar los resultados del reconocimiento psiquiátrico posterior. Estoy convencido de que incluso en el método psiquiátrico-diagnóstico la sensibilidad puede ser más delicada que sagaz la inteligencia.

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