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Siglo II

Introducción

Las comunidades cristianas vivían su fe en un ambiente mayoritariamente pagano. Y sin embargo, aumentaba, por la gracia de Dios, el número de los creyentes. Esto ocasionó problemas. La discreción de que rodeaban su culto, hacía sospechar lo peor. Por esta época ya se ha generalizado la celebración de la eucaristía cada domingo, que era el Día del Señor[25].

Nos encontramos aquí con un fenómeno de psicología de masas. El cristianismo viene de Oriente y se está extendiendo a Occidente. Los cristianos son algo así como unos inmigrantes cuyas costumbres no acaban de comprenderse: se reúnen, rezan, comparten sus bienes, son respetuosos, recatados, demasiado honestos... Constituyen —se dice— una secta; y ya sabemos todo lo que se oculta tras esta palabra. Por eso, el mundo romano no ve con buenos ojos a los cristianos. Hay, pues, que eliminarlos.

I. Sucesos

«El varón que no peca con la lengua es varón perfecto»

Varias fueron las calumnias populares que se levantaron contra los cristianos:

  1. Los cristianos son ateos: porque no participaban en el culto a los dioses oficiales, ni en el culto idolátrico al emperador. Esto amenaza el equilibrio de la ciudad, pues — según la opinión popular- los dioses se sienten ofendidos y se vengan enviando calamidades tales como inundaciones, terremotos, epidemias, incursiones de los bárbaros. También se decía que los cristianos daban culto a un asno o a un bandido condenado a muerte en una cruz.
  2. Los cristianos practican el incesto: los paganos pensaban que, si los cristianos se reunían en banquetes nocturnos,era para entregarse a orgías y a las peores torpezas entre hermanos y hermanas.
  3. Los cristianos son antropófagos: por no comprender la eucristía, los paganos pensaban que el cuerpo que comen y la sangre que beben eran los de un niño, sacrificado ritualmente.

    Había también objeciones y calumnias de los sabios y políticos contra los cristianos[26]:

  4. Los cristianos son unos pobres hombres ignorantes y pretenciosos: son gente reclutada entre las clases sociales inferiores, aprovechando su credulidad. Ponen en entredicho los valores de la civilización romana y minan la autoridad del padre de familia dado que el Cristianismo reconocía la dignidad de las mujeres y de los niños. No olvidemos que en el mundo pagano la mujer y el niño no valían prácticamente nada; simplemente se les toleraba: a la mujer, porque trabajaba en casa y criaba los hijos; y a los niños, porque después serían mayores.
  5. Los cristianos son malos ciudadanos: porque no participan en los cultos de la ciudad ni en el culto imperial, no aceptan las costumbres de los antepasados, y rechazan formar parte de la magistratura y del ejército.
  6. La doctrina cristiana se opone a la razón: Dios, perfecto e inmutable, no puede rebajarse a ser un niño pequeño. La resurrección de los cuerpos es una formidable mentira. El Dios pacífico del Nuevo Testamento está en contradicción con el dios guerrero del Antiguo Testamento. Los cuatro relatos de la pasión se contradicen. Los ritos cristianos son inmorales. El bautismo fomenta los vicios, al pensar que un poco de agua perdona de una vez todos los pecados. La eucaristía es un rito antropofágico. Todo esto decían los sabios sobre los cristianos.

«Exterminad a los cristianos»

En este siglo II continuaron las persecuciones contra los cristianos. Había que borrar el nombre de Cristo de sobre la faz de la tierra.

La de Trajano, tercera persecución, que al igual que Nerón, consideraba el Cristianismo como «religión ilícita». Víctima de esta persecución fue Ignacio de Antioquía, despedazado por las fieras en el anfiteatro, llamado hoy coliseo. Trajano condenaba a los que se afirmaban cristianos. Una carta del historiador Plinio el Joven, gobernador de Bitinia (norte de la actual Turquía), nos informa sobre el procesamiento y la ejecución de cristianos en su provincia.

Durante el reinado del emperador Marco Aurelio (161-180) fueron condenados en Roma el apologista Justino, y en Esmirna el obispo Policarpo, que fue discípulo de Juan y catequista de Ireneo, futuro obispo de Lyon. Con Policarpo tenemos el primer testimonio del culto a las reliquias de los mártires.

Siguieron las persecuciones de Adriano, Antonio Pio, Septimio Severo. Este último prohibió a los paganos abrazar el Cristianismo bajo pena de muerte

¡Otra vez la herejía!

Brotes de herejía[27] en este siglo:

Herejía docetista: estas personas afirmaban que Cristo no era hombre, sino que sólo tenía apariencia de hombre. Pensaban que ser hombre restaba mérito, dignidad a Cristo, el Hijo de Dios. Por querer defender la divinidad, no se aceptaba la humanidad. Nuestra fe es bien clara: Cristo es al mismo tiempo verdadero Dios y verdadero hombre. Esta es la verdad completa. La verdad incompleta constituye ya una herejía.

El gnosticismo fue la herejía más fuerte de este siglo II, aunque ya vimos que comenzó en el siglo I. Era como una gran corriente de ideas y de intuiciones religiosas de diversa procedencia, aunadas por la tendencia sincretista que tanto auge alcanzó en la antigüedad. El punto de arranque de esa corriente lo constituía el anhelo de resolver el problema del mal. ¿Cómo encontrar el conocimiento perfecto, la verdadera ciencia que diese la clave del enigma del mundo y de la presencia del mal, que aclarase el sentido de la existencia humana? Decía que existía un Dios supremo y, por debajo de él, una multitud de «eones», seres semidivinos que formaban con Dios el pleroma, el mundo superior. Nuestro mundo material e imperfecto, donde reside el mal, no era obra del Dios supremo, sino del demiurgo, que ejercía el dominio sobre su obra. En este mundo creado se encontraba desterrado el hombre, la obra maestra del demiurgo, en quien late una centella de la suprema Divinidad. De ahí, el impulso que el hombre siente, en lo más íntimo de su ser, a unirse con el Dios sumo y verdadero. Tan sólo la «gnosis», es decir, el conocimiento perfecto de Dios y de sí mismo, permitiría al hombre liberarse de los malignos poderes mundanos y alcanzar el universo luminoso, el pleroma del Dios Padre y Primer Principio.

Esta herejía fue difundida en el siglo II por Marción, Valentín, Epifanio y Simón el mago. Trató de incluir a Cristo en ese sistema cosmogónico, como un «eón» en medio de los demás. Cristo desciende sobre Jesús en el momento del bautismo (dualismo personal).

El mismo Marción, originario del Ponto, distingue el Dios del Antiguo Testamento, creador y malo, del Dios del amor que nos revela Jesús. Detrás de esta postura de Marción, se esconden dos dioses: el del Antiguo Testamento y el del Nuevo Testamento. Además, niega a Jesús una verdadera naturaleza humana. Y finalmente dice que no habrá salvación más que para las almas, no para los cuerpos.

La herejía de los montanistas también dio dolores de cabeza a la Iglesia. Apareció hacia el año 170 cuando Montano, después de recibir el bautismo, comenzó a anunciar que era el profeta del Espíritu Santo, y que este Espíritu iba a revelar por su conducto a todos los cristianos la plenitud de la verdad. El rasgo más notable de esta revelación era el mensaje escatológico: estaba a punto de producirse la segunda venida de Cristo, y con ella el comienzo de la Jerusalén celestial. Solamene una estricta vida moral prepararía a los creyentes para esta venida; por ello había que evitar huir del martirio, había que guardar ayuno riguroso y abstener, en lo posible, del matrimonio. A esta secta se adhirió Tertuliano.

Los novacianos: Novaciano sostenía que la apostasía era un pecado irremisible y que los lapsi nunca podían ser readmitidos a la comunión de la Iglesia, ni siquiera en la hora de la muerte. Sostenía, además, que la Iglesia debía formarse sólo por los enteramente puros; y negaba, como los montanistas, que la idolatría, el adulterio y el homicidio pudieran perdonarse.

Los lapsi: ante persecuciones tan duras, algunos cristianos claudicaron y desertaron para salvar la vida, adoraron las divinidades paganas y rindieron culto al emperador. Se les llamó traidores. Algunos, terminada la persecución, pidieron perdón y volvieron al seno de la Iglesia.

II. Respuesta de la Iglesia

La Iglesia seguía muy de cerca el latido del mundo y tuvo que hacer frente a todos los desafíos, siempre con el auxilio del Espíritu Santo, que le daba fuerza y luz.

«Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios...»

La actitud de la Iglesia frente al poder temporal civil y político del imperio era bien clara: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 20, 15-21). Los dos apóstoles Pedro y Pablo desarrollaron en sus cartas toda una catequesis sobre los deberes del cristiano frente a la autoridad pública, que sirvió de pauta a los fieles en sus actitudes ante el imperio romano. Consecuencia de ella es el deber de obedecer a la autoridad pública, cuando esa autoridad pública respete la ley de Dios. La manifestación práctica de esa actitud era el perfecto cumplimiento de todas las cargas y servicios, que incumben al cristiano como deber cívico (cf. 1 Pe 2, 17; Rm 13, 1-2; Rm 13, 5-7).

La Iglesia no se quedaba callada

Graves eran las herejías que querían destruir nuestra fe y nuestro dogma. Y Dios hizo surgir a una serie de hombres de Iglesia, bien formados, que supieron aclarar la doctrina de Cristo, para que no se diluyera con otras doctrinas extrañas y paganas.

Entre ellos, emergen los padres apostólicos: el mártir san Ignacio de Antioquía (muerto alrededor del año 117), san Policarpo (muerto en el 180), Papías (muerto en el 154), san Ireneo de Lyon (muerto en el 202). Estos padres apostólicos profundizaron las enseñanzas de Cristo. Sus aportaciones doctrinales y morales son muy valiosas para nosotros, sobre todo, al defender la fe cristiana contra la herejía gnóstica, ya explicada anteriormente, que enseñaba la existencia de un Dios del bien y de un principio del mal.

Y ante dichas herejías y calumnias terribles contra los cristianos, Dios siguió ayudando a su Iglesia por medio de una serie de cristianos, hombres de cultura, que lucharon por dar base filosófica al cristianismo, no siempre con acierto, pero que influyeron en la teología posterior. Se los llamó los padres apologistas: defendieron a la Iglesia de las acusaciones, elaborando así una primera teología. Entre ellos, el gran Orígenes, primer teólogo cristiano; san Justino (mártir en 165), y Tertuliano en su obra Apologética, y un autor desconocido que escribió la carta a Diogneto. Contestan así a las calumnias y acusaciones:

  • «Nada hay secreto entre nosotros»: «estamos presentes por todas partes, tenemos las mismas actividades que vosotros, los mismos alimentos y los mismos vestidos. Lo único que rechazamos es acudir a los templos y asistir a los espectáculos del anfiteatro».
  • «Sois vosotros los que tenéis costumbres nefastas»: la sociedad romana practicaba el infanticidio y el aborto, dos cosas que los cristianos no aceptamos, por ser un crimen. Además, la sociedad romana exaltaba el desenfreno de la sexualidad hasta el paroxismo, contando las hazañas amorosas de los dioses y tolerando el intercambio de esposas.
  • «El cristianismo es una doctrina conforme a la razón»: nada hay en el cristianismo que se oponga a la razón. Es verdad que algunos apologistas defendieron el cristianismo atacando la religión pagana con poco tacto y caridad, por ejemplo, Tertuliano, que era muy impulsivo. Pero, en general, los cristianos fueron respetuosos de los paganos, y trataban de evangelizar más con el ejemplo que con la palabra.
  • «Los cristianos somos buenos ciudadanos»: los apologistas no cesan de proclamar su lealtad al estado, siguiendo lo que dicen la carta a los romanos en 13, 1-7 y la primera carta 1 Pedro en 2, 13. Y aunque no consideran al emperador como divino, sin embargo le obedecen y rezan por él. Además pagan sus impuestos. Y si no aceptaban formar parte de la magistratura y del ejército, era porque, tarde o temprano, estarían en contradicción con el evangelio, dado que estaban obligados a participar en ceremonias idolátricas y a ejercer la violencia.
A cada una de esas herejías, la Iglesia respondió.
  • Contra los docetistas, reaccionó Ignacio, obispo de Antioquía, que defendió con vehemencia el realismo de la encarnación: Jesús es verdaderamente un personaje histórico, un hombre verdadero, que comía, bebía, lloraba, se cansaba, sonreía. A este Jesús lo encuentran los cristianos en una comunidad unida en la fe, en el amor y en la eucaristía.
  • Contra Marción reaccionó san Ireneo, defendiendo la unidad de Dios en el Antiguo y Nuevo testamento, y la salvación completa del hombre, cuerpo y alma, realizada por Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. El mismo Ireneo exige que no se tengan en cuenta para nada las doctrinas o escritos transmitidos fuera de la sucesión apostólica, pues en ese tiempo aparecieron los llamados evangelios apócrifos. Fue Ireneo quien declaró que sólo hay cuatro evangelios. Citaré en el apéndice de este capítulo la audiencia del Papa Benedicto XVI sobre la figura de san Ireneo.

La fuerza y el alimento de los sacramentos

¿Cómo celebraban los Sacramentos y la Cuaresma?
  • El Bautismo: desde el día de Pentecostés, los apóstoles bautizaron a todos los que tenían fe en Jesús. No era necesaria preparación especial. Sólo bastaba tener fe en lo que predicaban los apóstoles. Posteriormente ya se exigió un período específico de preparación llamado catecumenado, cuya duración variaba de una iglesia a otra. El catecúmeno debía saber de memoria el credo; se le instruía además en la doctrina cristiana, en los ritos, oraciones y cantos. Sirvió el catecumenado para seleccionar candidatos con más seguridad. La mayoría de los que entraban en la fe eran adultos. La selección permitía posponer el bautismo a quienes todavía practicaban oficios o profesiones que chocaban con la doctrina cristiana, hasta que cambiaran de oficio. Tal era el caso de los actores eróticos y gladiadores. ¡Qué conciencia se tenía de la dignidad cristiana!
  • La eucaristía: En este siglo II no existían ritos fijos ni uniformes, exceptuando las palabras de Jesús en la última cena. Pero la celebración eucarística o misa, en lo substancial, era la misma que hoy día. Sólo han ido cambiando los ritos, que con el paso de los siglos fueron formando diversas tradiciones[28]. La eucaristía, como era sacramento instituido por Jesús, no se celebraba en el templo ni en las sinagogas sino en casas de familias[29]. La primera documentación sobre la eucaristía consta en los evangelios y en la carta de san Pablo a los corintios (cf. Lc 22, 19-20; Mt 26, 26-30; Mc 14, 22-26; 1 Co 11, 23-25). Al inicio, la eucaristía se celebraba sólo el día del Señor (domingo), pero luego comenzó a celebrarse también los días feriados (siglo II). Habla con frecuencia de la eucaristía san Ignacio de Antioquía, martirizado en la persecución de Trajano (año 107). Luego san Justino, mártir (año 150) nos deja un precioso testimonio; dice que el domingo se reúnen los fieles cristianos, se leen las memorias de los apóstoles (evangelios) y algunos profetas; el celebrante pronuncia la homilía; se ponen de pie para orar, y darse el beso de la paz. Luego ofrecen al obispo que preside pan, vino y agua. Este los recibe en forma solemne y pronuncia la «oración larga» de la eucaristía (hoy diríamos la plegaria eucarística) que incluye las palabras sacramentales de Cristo. Todos respondían: Amén. Enseguida se distribuía la eucaristía a los presentes.
  • ¿Y la penitencia o confesión? Ya desde el siglo II existía la reconciliación de los pecadores, pero solamente para los pecados graves (apostasía, asesinato, adulterio) y una sola vez en la vida. La Iglesia exigía mucho de los cristianos al inicio, tanto que algunos por este motivo retrasaban la hora de bautizarse. Hay que esperar hasta el siglo V para ver cómo se inicia la confesión privada, gracias a los monjes británicos e irlandeses. Poco a poco, conociendo nuestra debilidad, la Iglesia fue facilitando la práctica de la confesión, dando oportunidad de acercarse a ella con mayor frecuencia. Hoy día, ya sabemos, podemos acercarnos cuantas veces queramos a este sacramento, con arrepentimiento y sincero propósito de enmienda, pues Dios nos tiende sus brazos misericordiosos a todas horas. En el apéndice de este capítulo explicaré las etapas que tuvo el sacramento de la confesión.
  • La Cuaresma: En la segunda mitad del siglo II el Papa Víctor (189-198), después de una intensa controversia, fijó la Pascua cristiana en el domingo siguiente al 14 de Nisán, fiesta de la Pascua judía, aunque casi todas las iglesias de Oriente continuaron celebrándola el 14 de Nisán. La Cuaresma inició embrionariamente con un ayuno comunitario de dos día de duración: Viernes y Sábado Santos (días de ayuno), que con el Domingo formaron el «triduo». Era un ayuno más sacramental que ascético; es decir, tenía un sentido pascual (participación en la muerte y resurrección de Cristo) y escatológico (espera de la vuelta de Cristo Esposo, arrebatado momentáneamente por la muerte). A mediados del siglo III, el ayuno se extendió a las tres semanas antecedentes, tiempo que coincidió con la preparación de los catecúmenos para el bautismo de la noche pascual. A finales del siglo IV se extendió el triduo primitivo al jueves, día de reconciliación de penitentes (al que más tarde se añadió la Cena Eucarística), y se contaron cuarenta día de ayuno, que comenzaban el domingo primero de la Cuaresma. Como la reconciliación de penitentes se hacía el Jueves Santo, se determinó, al objeto de que fueran cuarenta días de ayuno, comenzar la Cuaresma el Miércoles de ceniza, ya que los domingos no se consideraban días de ayuno. Al desaparecer la penitencia pública, se expandió por toda la cristiandad, desde finales del siglo XI, la costumbre de imponer la ceniza a todos los fieles como señal de penitencia. Por tanto, la Cuaresma como preparación de la Pascua cristiana se desarrolló poco a poco, como resultado de un proceso en el que intervinieron tres componentes: la preparación de los catecúmenos para el bautismo de la Vigilia Pascual, la reconciliación de los penitentes públicos para vivir con la comunidad el Triduo Pascual, y la preparación de toda la comunidad para la gran fiesta de la Pascua. Como consecuencia de la desaparición del catecumenado (de adultos) y del itinerario penitencial (o de la reconciliación pública de los pecadores notorios), la Cuaresma se desvió de su espíritu sacramental y comunitario, llegando a ser sustituida por innumerables devociones y siendo ocasión de «misiones populares» o de predicaciones extraordinarias para el motivar el cumplimiento pascual, en las que se ponía el énfasis en el ayuno y la abstinencia. Con la reforma litúrgica, después del Concilio Vaticano II (1960-1965), se ha hecho resaltar el sentido bautismal y de conversión de este tiempo litúrgico, pero sin perder también la orientación del ayuno, la abstinencia y las obras de misericordia.

Conclusión

Así acabamos el siglo II. La Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo, iba poco a poco llevando a cabo la misión encomendada por Jesucristo. Dificultades, había, no cabe duda. Los cristianos iban con el ejemplo y con la palabra defendiendo su fe cristiana, y llevando esa fe por donde iban. Es verdad que los cristianos apologistas no convencieron a todos sus interlocutores; tampoco Cristo lo logró. Los enemigos eran fuertes y usaban todo tipo de tretas para acabar con el cristianismo. Por eso, cuando buscaban a los responsables de las desgracias de la época, siempre las acusaciones se lanzaban contra los cristianos. Y para calmar el furor del pueblo, los emperadores pronunciaban condenas contra los cristianos. Así nacieron las crueles e inhumanas persecuciones. ¿Qué hicieron en esos terribles momentos los cristianos? Ellos se fortalecían con los sacramentos y se animaban con su caridad.

¿Quieres conocer un poco la vida de los primeros cristianos? Aquí te dejo este fragmento de la famosa carta anónima a Diogneto del siglo II:

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por el país, ni por el lenguaje, ni por la forma de vestir. No viven en ciudades que les sean propias, ni se sirven de ningún dialecto extraordinario; su género de vida no tiene nada de singular...Se distribuyen por las ciudades griegas y bárbaras, según el lote que le ha correspondido a cada uno; se conforman a las costumbres locales en cuestión de vestidos, de alimentos y de manera de vivir, al mismo tiempo que manifiestan las leyes extraordinarias y realmente paradójicas de su república espiritual. Cada uno reside en su propia patria, pero como extranjeros en un domicilio. Cumplen con todas sus obligaciones cívicas y soportan todas las cargas como extranjeros. Cualquier tierra extraña es patria suya y cualquier patria es para ellos una tierra extraña. Se casan como todo el mundo, tienen hijos, pero no abandonan a los recién nacidos. Comparten todos la misma mesa, pero no la misma cama. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen a las leyes establecidas y su forma de vivir sobrepuja en perfección a las leyes. Aman a todos los hombres y todos les persiguen. Se les desprecia y se les condena; se les mata y de este modo ellos consiguen la vida. Son pobres y enriquecen a un gran número. Les falta de todo y les sobran todas las cosas. Se les desprecia y en ese desprecio ellos encuentran su gloria. Se les calumnia y así son justificados. Se les insulta y ellos bendicen...En una palabra, lo que el alma es en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma se extiende por todos los miembros del cuerpo como los cristianos por las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero sin ser del cuerpo, lo mismo que los cristianos habitan en el mundo, pero sin ser del mundo...El alma se hace mejor mortificándose por el hambre y la sed: perseguidos, los cristianos se multiplican cada vez más de día en día. Tan noble es el puesto que Dios les ha asignado, que no les está permitido desertar de él».

Termino con unas palabras de san Justino (siglo II) sobre la celebración de la Eucaristía:

«El día llamado del Sol (actual domingo) se reúnen todos en un lugar, lo mismo los que habitan en la ciudad que los que habitan en el campo, y, según conviene, se leen los recuerdos de los apóstoles y los escritos de los profetas, conforme el tiempo lo permita. Luego, cuando el lector termina, el que preside se encarga de amonestar con palabras de exhortación, a la imitación de cosas tan admirables. Después nos levantamos todos a la vez y recitamos preces; y a continuación, como ya dijimos, una vez que concluyen las plegarias, se trae pan, vino y agua. El que preside pronuncia con todas sus fuerzas preces y acciones de gracias y el pueblo responde «Amén», tras de lo cual se distribuyen los dones sobre los que han pronunciado la acción de gracias, comulgan todos, y los diáconos se encargan de llevárselo a los ausentes..Y nos reunimos todos el día del Sol, primer porque es el primero de la semana y luego porque es día en que Jesucristo resucitó de entre los muertos. Lo crucificaron, en efecto, la víspera del día de Saturno (sábado) y al día siguiente del de Saturno, o sea el día del Sol, se dejó ver de sus apóstoles y discípulos y les enseñó todo lo que hemos expuesto a vuestra consideración» (San Justino, Apología en defensa de los cristianos, cap. 66-67, Patrología Griega 6, 430-432).

Apéndice 1: Catequesis del Papa Benedicto XVI sobre la figura de san Ireneo, 28 de marzo de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Sus noticias biográficas nos vienen de su mismo testimonio, que nos ha llegado hasta nosotros gracias a Eusebio en el quinto libro de la «Historia eclesiástica».

Ireneo nació con toda probabilidad en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía) entre los años 135 y 140, donde en su juventud fue alumno del obispo Policarpo, quien a su vez era discípulo del apóstol Juan. No sabemos cuándo se transfirió de Asia Menor a Galia, pero la mudanza debió coincidir con los primeros desarrollos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a Ireneo en el colegio de los presbíteros.

Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, fallecido a causa de los malos tratos en la cárcel. De este modo, a su regreso, Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202-203, quizá con el martirio.

Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Del buen pastor tiene la prudencia, la riqueza de doctrina, el ardor misionero. Como escritor, busca un doble objetivo: defender la verdadera doctrina de los asaltos de los herejes, y exponer con claridad la verdad de la fe. A estos dos objetivos responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros «Contra las herejías» y «La exposición de la predicación apostólica», que puede ser considerada también como el «catecismo de la doctrina cristiana» más antiguo. En definitiva, Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.

La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la «gnosis», una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, pues no son capaces de comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales —se llamaban «gnósticos»— podrían comprender lo que se escondía detrás de estos símbolos y de este modo formarían un cristianismo de élite, intelectualista.

Obviamente este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos con frecuencia extraños y extravagantes, pero atrayentes para muchas personas. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban la existencia junto al Dios bueno de un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.

Arraigándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la originaria santidad de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la confutación de la herejía: se puede decir, de hecho, que se presenta como el primer gran teólogo de la Iglesia, que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el centro de su doctrina está la cuestión de la «regla de la fe» y de su transmisión. Para Ireneo la «regla de la fe» coincide en la práctica con el «Credo» de los apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender lo que quiere decir, la manera en que tenemos que leer el mismo Evangelio.

De hecho, el Evangelio predicado por Ireneo es el que recibió de Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de Policarpo se remonta al apóstol Juan, de quien Policarpo era discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el impartido por los obispos que lo han recibido gracias a una cadena interrumpida que procede de los apóstoles. Éstos no han enseñado otra cosa que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. De este modo, nos dice Ireneo, no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo es apostólica esta fe, procede de los apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.

Al adherir a esta fe transmitida públicamente por los apóstoles a sus sucesores, los cristianos tienen que observar lo que dicen los obispos, tienen que considerar específicamente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del colegio apostólico, Pedro y Pablo. Con la Iglesia de Roma tienen que estar en armonía todas las Iglesias, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia. Con estos argumentos, resumidos aquí de manera sumamente breve, Ireneo confuta en sus fundamentos las pretensiones de estos gnósticos, de estos intelectuales: ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los apóstoles, y sobre todo del obispo de Roma. En particular, al polemizar con el carácter «secreto» de la tradición gnóstica, y al constatar sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, Ireneo se preocupa por ilustrar el concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.

La Tradición apostólica es «pública», no privada o secreta. Para Ireneo no hay duda alguna de que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiere conocer la verdadera doctrina le basta conocer «la Tradición que procede de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres»: tradición y fe que «nos han llegado a través de la sucesión de los obispos» («Contra las herejías» 3, 3 , 3-4). De este modo, coinciden sucesión de los obispos, principio personal, Tradición apostólica y principio doctrinal.

La Tradición apostólica es «única». Mientras el gnosticismo se divide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, Ireneo llama «regula fidei» o «veritatis»: y dado que es única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diferentes culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas. Hay una expresión preciosa de san Ireneo en el libro «Contra las herejías»: «La Iglesia que recibe esta predicación y esta fe [de los apóstoles], a pesar de estar diseminada en el mundo entero, la guarda con cuidado, como si habitase en una casa única; cree igualmente a todo esto, como quien tiene una sola alma y un mismo corazón; y predica todo esto con una sola voz, y así lo enseña y trasmite como si tuviese una sola boca. Pues si bien las lenguas en el mundo son diversas, única y siempre la misma es la fuerza de la tradición. Las iglesias que están en las Germanias no creen diversamente, ni trasmiten otra cosa las iglesias de las Hiberias, ni las que existen entre los celtas, ni las de Oriente, ni las de Egipto ni las de Libia, ni las que están en el centro del mundo» (1, 10, 1-2). Ya en ese momento, nos encontramos en el año 200, se puede ver la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes, de Alemania a España, de Italia a Egipto y Libia, en la común verdad que nos reveló Cristo.

Por último, la Tradición apostólica es como él dice en griego, la lengua en la que escribió su libro, «pneumática», es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, se dice «pneuma». No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de los hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la «vida» de la Iglesia, que la hace siempre joven, es decir, fecunda de muchos carismas. Iglesia y Espíritu para Ireneo son inseparables: «Esta fe», leemos en el tercer libro de «Contra las herejías», «la hemos recibido de la Iglesia y la custodiamos: la fe, por obra del Espíritu de Dios, como depósito precioso custodiado en una vasija de valor rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que la contiene… Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (3, 24, 1).

Como se puede ver, Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, pues esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, que la hace vivir de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de manera que aparezca como tiene que ser, es decir, «pública», «única», «pneumática», «espiritual». A partir de cada una de estas características, se puede llegar a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia. Más en general, según la doctrina de Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente anclada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación de Espíritu. Esta doctrina es como una «senda maestra» para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para dar un empuje siempre nuevo a la acción misionera de la Iglesia, a la fuerza de la verdad que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.

Apéndice 2: El sacramento del perdón a lo largo de los siglos[30]

A partir del inaudito poder de remitir los pecasos, concedido por Nuestro Señor Jesucristo a los apóstoles, este sacramento ha comenzado su complejo camino por la historia de los hombres. Simplificando mucho, podemos decir que se han sucedido tres diversas formas de celebración: la penitencia pública en la antigüedad, la penitencia «tarifada» y la penitencia «privada». La transición de una a otra no ha sido ni inmediata ni fácil. Porque cada nueva etapa fue fruto de una maduración inspirada por el Espíritu del Señor y de una ardua búsqueda por descubrir las riquezas, por corregir los abusos, por aumentar el valor santificador del sacramento del perdón.

Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «A través de los cambios que la disciplina y la celebración de este sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y, por otra parte, la acción de Dios por el ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia en nombre de Jesucristo concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecido en la comunidad eclesial» (Número 1448).

1. Penitencia pública

El modo habitual en que se celebraba el sacramento de la penitencia durante los primeros siglos de la Iglesia suponía una sucesión de varias etapas, un verdadero camino penitencial que iba desde la confesión del pecado hasta la reconciliación final. Tratemos de describir cada una de esas etapas.

El primer paso era el más reservado y el menos litúrgico. El cristiano que había pecado gravemente se acercaba al obispo y le confesaba su pecado. El obispo lo amonestaba severamente haciéndole tomar conciencia de la gravedad de su falta, invitándolo a confiar en la misericordia del Señor y determinando la duración de la penitencia que debía él realizar, de acuerdo a la gravedad de su acción pecaminosa. No siempre la confesión era espontánea. Muchas veces el obispo mismo iba al encuentro del miembro de la comunidad que había pecado gravemente y lo exhortaba a la conversión y a la penitencia. En algunas ocasiones, caundo el pecado era conocido por todos y el pecador era impenitente, el obispo lo amonestaba públicamente para lograr su salvación y para edificación de la comunidad. Esta función espiritual era muy importante en todo ese período. Tiene además un valor permanente, pues el ministro no actuaba solamente al final del proceso penitencia (absolviendo), sino que era quien ponía en marcha todo el proceso llamando a la conversión, amonestando, exhortando. Es interesante recalcar que la confesión era secreta. Más aún, la confesión pública se consideraba un abuso. A lo sumo se daba sí una publicidad indirecta cuando el pecado era ya públicamente conocido. Como ahora. Públicos eran los demás pasos del proceso penitencial, es decir, a partir del ingreso en el grupo de penitentes.

Esta entrada en el grupo de los penitentes poseía carácter público y litúrgico. La Iglesia tenía entonces dos comunidades sin plena competencia eucarística, es decir, que no podían comulgar: la de los catecúmenos que se preparaban para el bautismo y la de los penitentes que se preparaban para la reconciliación sacramental. El pecador entraba a formar parte de estos grupos en medio de una celebración comunitaria. Poco a poco se fueron desarrollando ritos de entrada, como la imposición de las cenizas o la expulsión simbólica del templo como signo de la ruptura que el pecado había introducido en la comunidad.

Durante el lapso que duraba la pertenencia al grupo, los penitentes estaban sometidos a determinadas prescripciones litúrgicas. Las costumbres eran ligeramente dirvesas según las distintas iglesias locales. Algo, sin embargo, era común a todas: la prohibición de comulgar; así comprobamos que el pecado ya ha introducido distancia entre el pecador y la eucaristía. Y no podría recuperarse la plena comensalidad con Cristo, sino hasta después de la reconciliación. El pecado es una autoexclusión que solamente puede levantarse con la penitencia.

Estas prácticas litúrgicas eran duras y penosas. Pero la cosa no terminaba allí. El grupo debía «hacer penitencia», no solamente en la asamblea, sino también en la vida cotidiana. Los penitentes estaban sometidos a ayunos y actos de humildad. Debían renunciar a fiestas y diversiones. Debían renunciar a cargos honoríficos. Estaban obligados a la abstinencia sexual. Muchas de estas prescripciones durísimas no cesaban del todo ni siquiera con la reconciliación.

¿Qué hace la comunidad cristiana durante el tiempo de penitencia? Colabora con los pecadores en la reparación del pecado. Con su ejemplo y especialmente con su oración. La remisión del pecado debía obtenerse de Dios y para conseguirla no bastaba la acción del penitente. Era necesaria la acción de la comunidad, la oración de la Iglesia. El pecador no está en condiciones de expiar sus pecados por sí solo: «Por eso pide la ayuda de todo el pueblo cristiano» (san Cesáreo de Arlés). Por otra parte, la comunidad cristiana no puede permanecer indiferente: «El cuerpo no puede gozar cuando uno de los miembros está enfermo; sufre todo entero y debe trabajar todo entero en la curación» (Tertuliano).

Cumplida la penitencia, llega el tiempo de la reconciliación, que es pública y solemne. En la mañana del Jueves Santo se realizaba una celebración comunitaria, presidida por el obispo en presencia de los fieles. Los penitentes dejaban entonces sus lugares habituales y eran llevados a la asamblea. Se postraban en tierra en señal de humildad y un diácono, asumiendo la representación de toda la comunidad, era el encargado de presentar los penitentes al obispo y pedir la gracia de la reconciliación.

Después de esta petición de la comunidad pronunciada por el diácono, el obispo exhortaba a los penitentes a no recaer en el pecado. Luego ejercía su ministerio de reconciliación.

Para concluir esta descripción es preciso tener en cuenta que a la dureza de la acción penitencias se añadía un elemento terrible: sólo se podía recibir el sacramento una sola vez en la vida. No podía repetirse. Por eso, muchos demoraban la penitencia hasta el momento de la muerte, para no malgastar la última oportunidad y para evitar las severidades consecuentes.

¿Qué decir de esta primera forma de penitencia?

Esta forma de penitencia pone ante nuestros ojos la seriedad del pecado y la incongruencia que implicaba la recaída del cristiano. El pecado no es una banalidad o una travesura. Si el pecado es cosa seria, también ha de serlo la penitencia. Positivo fue también el tiempo de maduración que suponía todo el proceso; todo esto ayudaba a madurar la propia conversión y a fortalecer la decisión de recomenzar una vida nueva. Otra cosa de alabar en esta penitencia: el aspecto comunitario. Era una auténtica liturgia comunitaria en la que toda la Iglesia estaba afectada y participaba. En esta penitencia el acento caía sobre la acción penitencial que expresaba la contrición interior (la satisfacción) y sobre la reconciliación. La confesión del pecado no ocupaba aún el centro psicológico de la celebración, sino que constituía más bien un requisito para poder determinar la duración de la penitencia.

También esta forma de penitencia encerraba algunos aspectos que la Iglesia fue mejorando con el tiempo: el rigor excesivo dejaba a la sombra la actitud bondadosa de Jesús hacia los pecadores. La excesiva acentuación de la satisfacción parecería que el perdón era conquista personal y no un regalo gratuito de Dios. Además los demás fieles podían dejar anidar el fariseísmo en su corazón: al fin y al cabo los pecadores serios eran los otros, los que estaban allí, en ese grupo. «Nosotros, después de todo, tan malos no somos...».

2. La penitencia tarifada

Para superar estos inconvenientes de la penitencia pública, Dios suscitó la creatividad pastoral de los monjes británicos, por cuyo influjo aparece, hacia fines del siglo VI, un nuevo modo de celebrar el sacramento de la penitencia. Los elementos son los mismos. Pero el marco celebratorio cambia sustancialmente. Y cambia también la disciplina penitencial.

Estas son las características de esta segunda forma de penitencia:

El ministro no es ya solamente el obispo, sino cualquier sacerdote debidamente autorizado. El motivo es obvio: el aumento de los penitentes hacía ya imposible al obispo presidir personalmente las liturgias penitenciales.

Desaparece la publicidad de la penitencia, y no hay ingreso a ningún grupo, es decir que no hay grupo especial de penitentes; no hay reconciliación en el marco de una celebración comunitaria; todo el proceso es ahora reservado y secreto, y sólo algunos parientes y amigos pueden identificar al cristiano penitente por el modo de comportarse en su vida doméstica.

Nadie queda excluido de los beneficios del sacramento, ni los jóvenes, ni los religiosos, ni los sacerdotes.

Porque se ha abolido el principio de la unicidad, la penitencia es ahora repetibles y la repitición ya no es tan temible.

Ya no existen consecuencias penitenciales que duren toda la vida.

No se crea, sin embargo, que todas estas facilidades han convertido al sacramento en una «ganga», ya que todavía es rigurosa la expiación que se exige.

Así quedaría este segundo modo de confesarse: el pecador busca al sacerdote y confiesa sus pecados; el sacerdote lo amonesta, le aconseja y le impone una satisfacción de acuerdo con determinadas reglas. El pecador se retira y cumple la satisfacción. Al final de su expiación retorna y recibe la absolución de sus pecados.

La satisfacción por lo tanto no queda al arbitrio del sacerdote, sino que era determinada de acuerdo con libros específicos, los «libros penitenciales», que establecían una medida, una tasa, una tarifa por cada pecado. De aquí el nombre de penitencia «tarifada»[31].

Así se iban educando las conciencias, se iban encarnando los valores evangélicos. El sacramento de la penitencia se iba transformando en una escuela de vida.

¿Qué decir de esta segunda forma de penitencia?

Aunque se mantiene todavía el sentido de la seriedad del pecado y la laboriosidad de la penitencia, sin embargo, se va perdiendo en el camino el sentido comunitario y eclesial.

Entre los aspectos más positivos de esta penitencia tarifada hay que tener en cuenta el sentido pastoral y educativo que el sacramento ha ido consolidando; se da una mayor atención a la singularidad de cada individuo en la determinación de las satisfacciones, hay un mayor respeto por la intimidad de la persona al suprimir toda publicidad y acentuar el carácter reservado de la celebración y el secreto de la confesión: hay un verdadero aporte educativo en la formación de las conciencias y en la transmisión de los valores.

Quizá la evolución más notable consiste en haber hecho pasar el sacramento de una óptica «penal» a una óptica «ascética». Al hacerlo, se difunde en la Iglesia la conciencia de la pecaminosidad personal, el sacramento se convierte en una posibilidad de crecimiento para todos (jóvenes, religiosos, sacerdotes, etc.) y se abre el camino a la llamada confesión de devoción, es decir, a la acusación de los pecados veniales.

Entre los aspectos que habría que mejorar en esta forma de penitencia tarifada son éstos: además de lo dicho, sobre que se perdió el sentido eclesial del proceso, habría que decir también que las tarifas podían abrir el camino al formalismo y a una concepción demasiado «material» de la penitencia y de la satisfacción; es decir, parecería una concepción mercantil de la penitencia en la que se podrían esconder gravísimos abusos.

3. La penitencia privada

También aquí el Espíritu Santo volvió a iluminar a la Iglesia para revisar un poco el modo de llevar el perdón de Dios.

Dado que algunas penitencias tarifadas eran exorbitantes, entonces la reflexión de la Iglesia encontró una manera de redimir las «tasas» penitenciales. Y lo hace subrayando que no sólo el ayuno es una obra penitencial, sino también la limosna y la oración. Se va creando de esta manera un sutil sistema de compensaciones penitenciales: tanta oración (recitación de los salmos, por ejemplo) equivale a tantos días de ayuno. O bien, tanta limosna equivale a una penitencia de tal duración.

Pero, ¿qué pasa con quien no sabe leer los salmos o, en razón de su debilidad, no puede ni ayunar ni velar, ni hacer genuflexiones, ni tener los brazos en cruz, ni postrarse en tierra? «Que elija a alguno que cumpla la penitencia en su lugar y que le pague por eso, pues está escrito: Llevad las cargas los unos por los otros» (Cánones del rey Edgar).

Pero, como se puede uno imaginar, esto dio lugar a abusos. Esta solidaridad sobrenatural completa, pero no reemplaza, la propia parte personal. Nada más personal e inalienable que la conversión y la penitencia. Los méritos de los demás vienen en apoyo, en ayuda; pero no son alienantes. Y sobre todo, no pueden comprarse. He aquí el abuso: ha nacido una nueva profesión, la de los penitentes «a sueldo». Peor aún, la penitencia se ha convertido, prácticamente, en una actividad para pobres. El rico encuentra quien lo sustituya. De esta manera la tarifa penitencial desemboca en un mercado de penitencias.

Menos mal que no faltaron las intervenciones sensatas de la jerarquía. Pero había que atacar la raíz de estos abusos. Y la raíz estaba en la tarifa penitencial, en los libros penitenciales. Estos abusos suscitaron una severa reacción eclesial: los obispos individualmente, y reunidos en concilios, prohibieron el uso de las tarifas penitenciales y ordenaron incluso la destrucción de los libros penitenciales.

Nace así, prácticamente desde el siglo XI, esa forma de celebración del sacramento de la penitencia que podríamos llamar «privada» y que es aquella en la que hemos sido educados la mayoría de nosotros.

¿Cuáles son las características de este modo de celebrar la penitencia?

La supresión de cualquier tipo de tasa penitencial. Se aconseja que la satisfacción consista en actos pertenecientes a la virtud que ha sido conculcada por el pecador: actos de humildad a los soberbios, pureza y mortificación a los impuros, justicia a los deshonestos, actos de generosidad a los tacaños, etc...

Ya no hay etapas penitenciales, pues se concede la absolución en la misma ceremonia de la confesión, sin haber cumplido la satisfacción. Por eso el sacerdote que confiesa tiene que lograr todo ese clima de arrepentimiento en el penitente, para que la confesión no se convierta en algo formalista sin peso interior. El dolor de la confesión bien hecha, la vergüenza, eran en sí mismos ya satisfactorios.

La confesión se convierte en el elemento fundamental, ya no tanto la satisfacción. Por eso, se llamará el sacramento de la confesión.

¿Qué decir de esta tercera forma del sacramento de la penitencia?

Esta forma ha posibilitado una profundización de la gracia concedida por el sacramento en el camino de la santidad, y no tanto una conquista personal debida a todo el esfuerzo de ascesis, penitencia o de oración que hacía el penitente, como podrían parecer las formas anteriores. La purificación propia de sí mismo y la búsqueda de la santidad, no se sitúan solamente en el plano de la ascesis, sino en el orden sacramental, son «pascualizados» gracias a la celebración frecuente del sacramento, incluso para los pecados veniales.

También se potencia el valor educativo del sacramento, gracias a la sistematización de los principios de la vida moral llevada a cabo por una buena teología de las virtudes y los pecados.

Esta celebración, por otra parte, ha permitido una máxima atención de las necesidades espirituales de cada persona y ha constituido en muchos casos el punto de partida de una verdadera dirección espiritual, en la que han descollado tantos santos confesores, y que ha eclosionado en tantos frutos de santidad y de apostolado.

También esta forma puede traer consigo algunas puntos a tener en cuenta: no convertir el sacramento de la penitencia a un solo recuento de pecados, sin olvidarse ninguno; pero sin valorar la sinceridad de la conversión; llegar incluso a escrúpulos indecibles por haber olvidado algún pecado, y no saborear la gracia y la alegría pascual que me trae el sacramento.

Hay que lograr integrar en el sacramento de la penitencia todos los elementos armónicamente: examen de conciencia, dolor profundo por los pecados, confesar sinceramente todos los pecados, propósito de enmienda y cumplir la satisfacción o penitencia. Pero todo en un clima de humildad y penitencia, pero siempre en una celebración renovada, fecunda y gozosa. Eso es lo que se ha propuesto el Concilio Vaticano II con respecto a este sacramento.

Notas

[25] Recomiendo vivamente la lectura la carta apostólica del Papa Juan Pablo II titulada "Dies Domini" (El Día del Señor), del 31 de mayo de 1998, sobre el domingo.

[26] Entre ellos está Celso (siglo II) y Porfirio (siglo III)

[27] Herejía viene de un verbo griego que significa seleccionar, tomar. El hereje no acepta toda la verdad revelada por Dios y transmitida por la Iglesia, sino sólo una parte. Técnicamente herejía es negar, después de haber recibido el bautismo y en forma pertinaz, una verdad que se debe creer con fe divina y católica.

[28] En vigencia estaba una norma de sentido común: respetar las costumbres del lugar. "Si alguien observa en otras partes usos litúrgicos que le parecen más hermosos o más piadosos, cuando regrese a su patria, guárdese de afirmar que lo que en ella se hace es malo o ilícito, por haber visto cosas distintas en otras partes. Espíritu pueril es éste del que debemos precavernos y, además, combatirlo en nuestros días" (San Agustín).

[29] Al inicio, como consta en los Hechos de los apóstoles, la fracción del pan se celebraba en casas particulares. Luego, tras el edicto de Milán (313) los cristianos pudieron celebrar públicamente y sin miedo su culto. Fue en ese entonces cuando comenzaron a construir iglesias. Como estilo siguieron el estilo de la basílica romana. No consta que en las catacumbas se celebrara la eucaristía. ¿Cuándo se descubrieron las catacumbas? Cuando vino el renacimiento italiano en el siglo XVI, la devoción y la curiosidad arqueológica fueron despertadas por el arado de un campesino que descubrió una galería subterránea recubierta de pinturas. Esto fue en 1578. Son numerosos los cementerios o catacumbas romanos, entre los cuales recordamos: cementerio de Calixto (siglo III); sepulcro oficial de los Papas y cementerio de san Sebastián; cementerio de Priscila; cementerio Vaticano, donde fueron sepultados los mártires de Nerón, junto con los restos de san Pedro. Sobre la tumba de Pedro el Papa Cleto erigió una "memoria", Constantino una basílica, a la cual sucedió la actual..

[30] Recojo todo lo que diré del libro "Caricias de Dios. Los sacramentos", de Luis Alessio, editorial Planeta-Testimonio, 1998, pp. 154 y siguientes.

[31] Quiero dar unos casos, divertidos quizá, pero muy elocuentes: "El laico que se emborracha o come y bebe hasta vomitar, ayunará una semana a pan y agua" (Penitencial de san Columbano). "La penitencia para un esposo o una esposa adúltera: un año a pan y agua; los esposos cumplirán sus penitencias por separado y no dormirán en el mismo lecho" (Finián). "Quien destruye una criatura, hará siete años de penitencia"(Finián). "El joven que peca con una joven virgen, un año de ayuno" (Penitencia de Beda). "¿Has falsificado pesas y medidas para vender mercaderías a otros cristianos con la ayuda de medidas y pesas falseadas? Veinte días de ayuno a pan y agua". "¿Has oprimido a los pobres que no han podido defenderse? ¿Les has quitado sus bienes? Devolverás los bienes y ayunarás treinta días a pan y agua". "¿Has aprendido a hacer abortos o has dado la receta a otros? Siete años de ayuno". "¿Has sido negligente en visitar a los enfermos y a los presos? ¿Los has dejado sin ayuda? Cuarenta días de ayuno" (Bucardo de Worms). Otras penitencias: exilio (para pecados muy graves) y las peregrinaciones, sobre todo a Roma y a Santiago de Compostela. De este sistema penitencial brotan los Jubileos, los Años Santos, y se desarrollan las indulgencias que mitigan la dureza de las expiaciones.

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