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11.- Exploración del Más Allá

El Purgatorio

Marta tenía una concepción muy original sobre el purgatorio. Y su experiencia no carecía de analogía con la idea que yo me había hecho de este problema. Reflexionando sobre los diversos niveles del tiempo, intentando determinar las etapas y los estados intermedios entre la eternidad y el tiempo, había llegado a deducir un tiempo intermedio: el del purgatorio.

Había intentado concebir qué experiencia de la duración podía tener un «alma del purgatorio», pensando que esta experiencia permitiría profundizar el misterio del tiempo. Aquel es un tiempo sin tiempo. Un progreso sin riesgo, una purificación sin tormento, un sufrimiento sin rebelión y, por tanto, un dolor junto con la dulzura; un tiempo sin riesgo, ni incertidumbre ni angustia, un tiempo sin avidez, en el que no cabe el pesar por el pasado ni el temor del futuro; un tiempo sin libertad de elección ni de caída, un tiempo sin más, el puro tiempo. Desaparecido ese lastre sombrío de lo que no volverá jamás (el pasado); sin aparecer el horizonte ambiguo del porvenir. Tiempo en el que cada parte desemboca en otra parte mejor por disminución del plazo, por acrecentamiento de una esperanza cierta.

He tratado de aislar en mi vida momentos análogos en los que la pena y la alegría se encuentran mezclados y sobrepasados, como hace Dante en el canto XXIII del Purgatorio:

Domine, labia mea aperies per modo

tale che diletto, e doglia parturie.

(Se oyó llorar y cantar:

«Me abrirás los labios, Señor,

con tal dulzura que producirá

placer y dolor»).

Como sabía que Marta era una especialista de los estados excepcionales «entre el cielo y la tierra» me propuse interrogarla sobre este punto: la conciencia que de nosotros mismos tenemos, sea en nuestros últimos momentos en el tiempo, o mejor dicho, en nuestro primer momento de eternidad. Mons. Saci, el director de Pascal, pronunció antes de morir esta frase que Sainte-Beuve dice ser una frase de «humilde esperanza»: «¡Oh dichoso purgatorio!» Tal era también, según creo, el pensamiento de Newman, como lo fue ya el de Catalina de Génova, Adorna de Fieschi.

Mis ideas sobre el purgatorio y los últimos momentos provenían de mis reflexiones sobre la libertad. Yo me decía: es necesario que los seres libres puedan hacer en algún momento, una vez al menos, un acto de libertad pura. Pero ¿en qué momento de la vida soy capaz de tal pureza? La mayor parte de la gente, enredados por la carne, las preocupaciones, las obligaciones del oficio ¿tienen siquiera un instante de libertad plena que les permita una elección decisiva entre el bien y el mal absolutos? Ahora bien, si Dios es justo —me decía— ¿puede admitirse que recompense o castigue (que ofrezca la gloria o la vergüenza eterna) a seres que no habrán tenido nunca la ocasión de hacer un acto puro de libertad? Así llegué a la idea de que había que distinguir el momento de la muerte social por paro respiratorio (el «último suspiro») y el momento de la muerte real. Había estudiado ese poema de Newman titulado The Dream of Gerontius. Newman toma al moribundo en ese intervalo en que, desaparecido el soporte corporal, el recién fallecido queda reducido a una pura libertad total, sin que le lleguen las voces de la tierra y no oyendo más que las del cielo.

He tenido ocasión de preguntar a amigos que habían tenido la experiencia de la muerte. La habían rozado en el frente o en un accidente. Mauricio Genevoix me contó tres experiencias de tales casos que él había recogido durante la primera guerra. Se han publicado estudios estadísticos sobre estas experiencias de la pre-muerte. El agonizante pasa por un estado de paz en el que la memoria del pasado se le ofrece de manera tranquila y panorámica, su alma parece estar separada del cuerpo al que ella contempla como un objeto. Me he preguntado si este momento no será el de la libertad pura que yo había creído poder deducir.

Marta no estaba lejos de esta perspectiva. Decía que había un intervalo entre la muerte real y la muerte aparente. Cuando murió su madre, hacia las cinco de la tarde, en un lecho que estaba junto al suyo, Marta esperó cerca de diez minutos; después se oyó decir: «Mamaíta, entra en el cielo. ¡Se acabó tu purgatorio!» Marta pensaba que debía cargar sobre sí la pena de su madre; (ya he dicho que tal era su vocación específica: cargar con el dolor de los otros). Para Marta ella duró varios meses. Yo recordaba la oración de santa Catalina de Siena: «Dios mío, dad a mi padre el descanso eterno y castigad en mí las faltas de su vida».

La correlación entre mi pensamiento y la experiencia de Marta me ha conducido a reflexionar sobre el concepto de purgatorio», tan extraño a nuestra mentalidad actual.

Encuentro admirable el tratadito de Catalina de Génova sobre este asunto. Adorna de Fieschi concebía el cielo, el purgatorio y el infierno como estados del alma y no como lugares. Y no estaba lejos de pensar que estos tres estados tienen una existencia germinal, confusa y virtual en la vida presente. Se concederá fácilmente que existen en nuestros días en el mundo presente experiencias infernales. Es suficiente pensar en Hiroshima, en los jemeres rojos, en las hambrunas y en este infierno de privación de Dios tan característico de nuestro tiempo. ¿No existe, sin duda, en los limpios de corazón una felicidad anticipada? Así, también existe ese estado intermedio y mezclado, el del alma radiante y doliente que sufre dos penas, como escribe un poeta inglés:

These two pains so counter and so keen

The longing for Him when thou seest Him not.

¿Era tal vez este el estado de Marta? No me atreví a preguntarle, pero cuando la veía y la escuchaba, tenía la impresión de que su manera de existir era la de un «alma del purgatorio».

¿Cómo hacerse una idea de esa vida de sufrimiento purgativo del más allá, que quizás será la nuestra y que es, sin duda, la de muchos seres a quienes hemos amado?

«Marta, —le decía yo— vais a tener suerte. No tenéis riesgo de pasar por el purgatorio. Si tú no vas derecha al cielo, no queda otro remedio que decir que nadie irá». Y ella respondía: «Quiero conocerlo todo. Me gustaría conocer el purgatorio. ¿Por cuánto tiempo? No sé. Además ¿existe allá el tiempo? Quisiera pasar allí al menos unos instantes».

Adorna Fieschi (Catalina de Génova) enseñaba que el alma en el purgatorio participaba de un estado de felicidad porque ya no podía hacer mal uso de su libertad. Liberada de la libertad de elección, el alma sólo tiene la libertad de aceptación. Ciertamente soporta sufrimientos, pero ¿hay verdadero sufrimiento cuando se acepta a Dios? Lo que es no hace sufrir. El alma conoce a la vez el dolor y el gozo unidos en el acto de amor. Sintiendo plenamente el dolor por el pecado, no siente ya vergüenza; Dios, según Catalina le quita hasta la complacencia de mirarse a sí misma, aunque sea para juzgarse culpable. No le queda otro recurso que confiarse al amor. De suerte que Miguel Reboul ha podido definir el purgatorio como «el dolor del fuego del amor». Porque Dios la ama, consume en su fuego todo lo que separa el alma de Él. El gozo va creciendo según siente aproximarse la plenitud.

«Ratto, ratto che'l tempo non si perda per poco amor»

(¡Vamos! ¡Vamos! No perdamos tiempo por el poco amor)

(Dante. Purgatorio. XVIII)

Marta escribe: «Puede imaginarse la dicha del alma del purgatorio encontrándose de pronto en la patria celestial, gozando de Dios ya para siempre. Dios, ése es su pensamiento. ¿Puede hallarse mejor que en el centro de su felicidad? De modo semejante está mi alma unida al Bien soberano. Ella no tiene otro pensamiento, otro querer que el suyo. De Él brota para ella una luz que me invade, me diluye. En mi Dios amado... está el paraíso en la tierra. Estoy sumergida en Él como en un océano de amor. Me veo envuelta de amor, rodeada de Dios al que amo y me ama. Soy como una esponja en el océano del amor. Si una esponja pudiera estar enamorada del agua ¡qué feliz sería al verse traída y llevada a través de un océano de agua!» (5 de julio 1935)

El condenado a muerte

Marta mantenía contactos con una visitante de prisiones; se interesaba por los presos condenados a muerte.

En aquel tiempo aún existía la pena de muerte. Los condenados derramaban verdaderamente su sangre. Y había entre Marta y ellos una complicidad, la de la sangre derramada. Sabía ella lo que es ver correr el líquido rojo y oro, y pudiera decirse que era condenada a muerte cada semana. Sabía también que hay culpables que son inocentes y que ciertos jueces, también culpables, merecen el mismo castigo. ¿Pensaba quizás que este género de muerte que la sociedad infligía era una pena metafísica, ya que nos lanzaba a otro universo, que era como remitir el hombre al Señor, y que, en cierto sentido, una muerte tal en lucidez era envidiable?

Otros grandes místicos habían ayudado a los condenados a muerte. Sabemos que Catalina de Siena había acompañado hasta el postrer suspiro a un condenado cuya cabeza sostuvo sobre el tajo. Él le decía: «¡Quédate conmigo, no me abandones! Sólo así podré sentirme bien y moriré contento». Y ella le contestaba: «Valor, mi dulce amigo, pues pronto será la boda. Te esperaré en el lugar de la ejecución». El respondía: «Iré con honor y fortaleza y me parecerá que faltan mil años para aquello, pensando que vos me esperáis allí».

Se sabe también que Teresa del Niño Jesús se había asociado a la muerte del asesino Pranzini.

El condenado a muerte, a quien amaba Marta, se llamaba Jacques Fech. Fue guillotinado a los veintisiete años. Su conversión en la prisión se debe en gran parte a su amistad con Marta. Otro condenado llamado Bontemps fumó su último cigarrillo sacado de un paquete que Marta le había enviado. Cuando Marta hablaba de sus condenados les llamaba por su nombre: Jacques, Reé, Michel, como si se tratase de sus hermanos.

He aquí la última carta de Jacques Fech inspirada por Marta: «Voy a morir. ¿Puede mi razón esperar un hipotético indulto a última hora? La fe que poseo y la voluntad que me mueve a ofrecer el don de mi vida con una paz que el mundo ignora me serán, por sí solas, la certeza suficiente. Poco a poco el pasado y el presente serán una sola cosa y acabarán en ese acto para el cual he nacido y que tiene su origen en una gran misericordia. Espero la noche y la paz... Tengo mis ojos fijos en el crucifijo y mis miradas no se apartan de las llagas de mi Salvador. Repito incansablemente: «Por ti, Señor». Voy a guardar esta imagen hasta el fin, yo que voy a sufrir tan poco».

El aborto

Marta, que amaba tanto a los niños, juzgó crueles y nefastas las leyes votadas sobre «la interrupción voluntaria del embarazo». Era, no obstante, más severa con los legisladores que con las pobres mujeres desesperadas o traumatizadas.

Con solemnidad, con una grave certidumbre, que raramente encontré en ella, decía que los niños asesinados en el seno de su madre pedían en el otro mundo perdón a Dios para ellas. Porque a sus ojos, estos niños estaban en una situación análoga a la suya: la de víctima inocente y por lo mismo redentora.

Tal era el fondo de su espiritualidad: la solidaridad de las conciencias, la comunión de inocentes y culpables, la unión final de los verdugos y las víctimas. A sus ojos el niño privado de la vida por la desesperación de la madre, arrojado a la eternidad por su madre, salvaba a esta madre de su pecado. De lo profundo del mal brotaba un mayor bien.

Cuando leo la Divina Comedia me parece que falta en ella este grupo de niños inmolados por sus madres y que las redimen.

Ahora en...

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