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9.- El misterio de la sangre

Cuando se escribe sobre Marta Robin, hace falta usar imágenes y nociones que chocan con la sensibilidad contemporánea y que nos parecen (sobre todo después del último concilio) impuras y superadas. ¿Cómo hablar de Marta con exactitud sin pronunciar las palabras sacrificio e inmolación? Es tan grande en nuestra época la crisis de lo sagrado que no nos atrevemos ya a emplear la palabra sacrificio ni cuando se trata de la Eucaristía.

Todavía es más difícil hablar de Marta sin recurrir a la palabra sangre, ya que ella vivió sumergida en el misterio de la sangre. Pero ¿se puede concebir, al final del segundo milenio después de la muerte de Jesús, el misterio de la sangre?

Frecuentemente he tratado este insondable problema de la sangre con un amigo judío que no lo esquivaba. Él creía firmemente en Dios y estaba abierto al problema de Jesús, singularmente al misterio de la Pasión. Robert Aron había sacado de sus estudios sobre la infancia de Jesús en Nazaret y sobre sus subidas anuales a Jerusalén, la idea de que Jesús había estado desconcertado por la sangre, y que jamás pudo aprobar ni pensar el misterio de la sangre.

En Nazaret, a cuya sinagoga él acudía cada sábado, Jesús se había formado con la lectura de la Ley, los salmos y los profetas; mas ésta era una religión de maestros, de rabinos. Sin sacerdotes, sin sacrificadores, sin sacrificio. Por el contrario —me decía Robert Aron— cuando Jesús subía cada año a Jerusalén, el adolescente místico y puro quedaba escandalizado por los berridos de los animales degollados en el templo. Debía sentir horror de esa sangre vertida por los matarifes sagrados. No podía evitar pensar que la sangre era un símbolo malsano, que el culto de Jerusalén era infiel al espíritu de la Ley y los Profetas.

Robert Aron no quería molestarme. Pero me daba a entender que la religión cristiana, nacida de Jesús, había conservado en su raíz una concepción impura del sacrificio y que debía renunciar a esa idea de una sangre vertida para la salvación de la cual no se habla en los Profetas.

Estas charlas con mi gran amigo judío eran privadas, nadie las había escuchado. Puedo confesar ahora que ellas habían inspirado en parte el discurso que yo debía pronunciar para recibir a Aron bajo la cúpula, como él mismo había deseado. (Discurso que Aron oyó en la comisión un jueves, pero que jamás fue pronunciado, pues murió de repente el sábado siguiente, como si nuestro diálogo no debiera proseguirse en la tierra.)

Los lectores de esta obra adivinarán sin duda fácilmente que, cuando intenté precisar en el elogio de Aron la idea de sacrificio, yo no apartaba de mi mente a Marta Robin.

Por lo demás, no se trata de una dificultad propia de un filósofo israelita. El problema era más vasto: nos introduce en el corazón de la actualidad y, quizás más aun, en el corazón del porvenir.

En su obra "Las cosas ocultas desde la creación del Mundo" (Des choses cacheés despuis la fundation du Monde. Ed. Grasset 1983) René Girard plantea el problema más claramente todavía que Robert Aron. En su opinión, Jesús vino para abolir la idea bárbara del sacrificio sangriento. Por un malentendido trágico, Jesús fue víctima de esta mentalidad primitiva que él había intentado hacer desaparecer. Del mismo género es la crítica que se halla en Bultmann este maestro de la exégesis moderna. Pero la originalidad de R. Girard es buscar en este trágico equívoco sobre la sangre la explicación del drama actual de la humanidad.

En las revoluciones y en las guerras de nuestra época vemos repetirse la violencia por todas partes. Algunos hasta intentan legitimarla en nombre del Evangelio y la liberación. ¿Quién no ve que retornamos a la situación de la humanidad primitiva, como si los periodos finales reprodujeran los tiempos de origen? ¿No hay riesgo de que mañana se intente conjurar la suerte derramando sangre, recurriendo a sacrificios reputados como sagrados, bajo formas tanto más crueles cuanto son más perfectas nuestras técnicas?

Debemos avanzar más. Si se pretende determinar las pulsiones inconscientes que han impulsado a los hijos de Adán a hacerse la guerra y a inmolar a sus hijos, como lo hicieron Abraham y Jefté, ¿no se encontraría la idea de que para aplacar a Dios debe derramarse la sangre de los seres queridos?

Creo que he llevado la objeción sobre la sangre a su mayor dureza.

Me corresponde decir cómo me he enfrentado a ella, cómo me va a servir para profundizar y para purificar la idea que yo me hacía de la Redención. Naturalmente no puedo aquí desarrollar un "Tratado sobre el Sacrificio". Me limitaré a indicar los ejes de mi pensamiento.

A mi ver, el sacrificio sangriento está teñido de cierta tosquedad mental, una idea biológica primitiva. Pero es demasiado precipitado detenerse en este aspecto superficial, Yo me he esforzado siempre para encontrar el espíritu que subyace en las mentalidades. Ya nadie admite el sistema de Ptolomeo y la inmovilidad de la tierra. Sin embargo, éste fue durante siglos el soporte de la revelación mosaica y hubo mucha dificultad para abandonarlo. Ahora bien, bajo la imagen primitiva y tosca se ocultaba un espíritu: la Tierra no es el centro de los mundos, pero la caña pensante permanece como el centro inmóvil, a igual distancia de dos infinitudes de grandeza y pequeñez. Así en Pascal resurge lo que estaba mal expresado en Ptolomeo.

Lo mismo sucede con la sangre. A nadie en absoluto se le ocurriría hacer de la sangre el elemento sustancial de nuestro ser, portador y signo de la vida, no sólo corporal sino espiritual. ¿Debo recordar que para los pueblos de la Antigüedad la sangre no se distinguía de lo que hoy llamamos alma, el yo, el espíritu, la conciencia de sí? Aún en nuestros tiempos ilustrados decimos todavía que el soldado "vierte su sangre", mas nadie vincula ya el derramamiento de la sangre con una alianza eterna. Nadie admite ya que la separación radical del cuerpo y la sangre en un macho cabrío, un toro o un cordero sin defecto pueda purificar la conciencia humana. Los cristianos saben que la inmolación estéril de innumerables víctimas animales ha sido sustituida por la inmolación única y eficaz del Hijo de Dios, cuyo cuerpo y sangre han sido misteriosamente sublimadas en el rito eucarístico. Pero será difícil justificar ante una inteligencia moderna, cultivada y crítica que la Iglesia conserve el lenguaje de la sangre.

Yo intento, por mi parte, discernir por medio de un análisis profundo cuál es el espíritu que se significa y se oculta bajo estas mentalidades. Y respondo que éste es el espíritu más profundo y el más puro, el más abismal, el más nuclear de la religión judía y de la religión cristiana, el espíritu de los profetas, el espíritu de los apóstoles, el espíritu de san Pablo y de san Juan, y, para resumirlo de una vez, el espíritu (el más hondo) de Jesucristo.

¿Cuál es este espíritu, este misterio, esta idea? Consiste esta idea en que, a causa de la solidaridad entre los hombres y de su comunión íntima y sustancial, la aceptación por un ser puro de una muerte sangrienta purifica al ser impuro; la idea —que se deduce en consecuencia— de que no hay prueba de amor más grande que dar la vida por quienes se ama. Y encontramos así lo que tácitamente es admitido por la conciencia universal: el sublime valor del darse a sí mismo por amor.

En la tradición de Abraham, de Isaac y de Jacob, el primer profeta que ha traducido esta intuición del corazón humano es el que llamamos "segundo Isaías" cuando describe el estado del justo perseguido y que ofrece su vida por la salvación de los demás. Conocemos todos estos versículos en los que se puede ver un esbozo de la Pasión: "Él fue herido por nuestros pecados, quebrantado por nuestras iniquidades. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados".

Aunque él haya hablado en este texto de un cordero inmolado no ha hecho mención concreta de la sangre. Sin embargo el "pensamiento de la sangre" se expresa por primera vez. Y nadie ha negado jamás que Jesús tenía en la mente a Isaías. Ahí veía su anuncio y su primera imagen.

Como todos los símbolos, el de la sangre es enigmático, ambiguo y puede llegar a ser equívoco. El hermeneuta moderno, exégeta y filósofo, debe profundizarlo y purificarlo: éste es, a mi juicio, el oficio del pensamiento.

Hago notar que el don de la sangre en su más alto grado se llama holocausto. En el holocausto efectivamente la criatura es enteramente consumida, la sangre es aniquilada. El holocausto es, pues, la más perfecta donación que la criatura puede realizar de sí misma. Un holocausto perpetuo tenía lugar mañana y tarde en el templo de Jerusalén inmolando un cordero.

¿Puedo contar aquí que, durante la última guerra, Marta, a quien nada escapaba, se ofrecía cada semana en una especie de holocausto, uniéndose más que cualquier otra mujer a sus hermanos y hermanas de Israel?

Así sucede que, cuando intento descubrir el espíritu en los símbolos, todo se invierte y cambia de sentido. Bajo la corteza bárbara aparece lo sublime. El mito de la sangre, mediante el pensamiento de la sangre se transforma en misterio de la sangre.

Si tratara ahora de definir en el lenguaje abstracto de los filósofos la esencia de lo que la fe llama "misterio de la Encarnación y Redención" me vería obligado a proponer una formulación de este género: "nos encontramos en presencia de un caso particular de una relación posible entre el Infinito y el finito. Caso en el que el finito es asumido, negado de alguna manera, pero sublimado en el Infinito. O, si este elemento infinitesimal que llamamos sangre es elevado a la dignidad de sobre existir en el seno del Infinito ¿cómo concebir que esa sangre, —yo diría más con Pascal— «la menor gota de sangre" asumida por la divinidad, no tenga un valor único en su género? ¿Cómo no había de ser preciosa? Los teólogos inspirados en san Pablo y san Juan, han pensado que la Encarnación, que conlleva sangre, era una segunda Creación, o mejor, que era el coronamiento de la obra de la cual la Creación era soporte y anuncio. El Evangelio de Juan está penetrado de este pensamiento; nos hace asistir a un nuevo Génesis, o mejor, a eso que para el apóstol es el verdadero Génesis.

Por lo demás, para pasar sin transición de la teología más antigua a la ciencia más actual, ¿qué sabemos sobre la sangre al final del siglo más científico de todos? Jean Bernard nos acaba de enseñar que la ciencia de la sangre nació recientemente en 1963. ¿Estamos, quizás, en vísperas de descubrimientos sobre la sangre que van a transformar el arte de curar y, por ejemplo, darnos los medios para controlar el cáncer? Y ¿qué es ese remolino líquido sanguíneo que nos une al cosmos, como nos liga a nuestra raza y a nuestra herencia?

Pero aún hay más. El examen de la paradójica supervivencia de Marta Robin nos conducirá, quizás, a plantear la cuestión de qué sea la nutrición; a buscar la relación de la sangre con el sol, con la atmósfera; a poner a punto los métodos de supervivencia que puedan ayudar a los cosmonautas.

Michelet, para resucitar a los personajes de la historia, analizaba su sangre (o la descomposición de esa sangre) que concebía como una sustancia germinal y terminal de los vivientes. ¿No llamaba al niño "deslumbrante y tierna flor de sangre"? Uno puede preguntarse en este final del siglo si los sabios no terminarán esclareciendo estos arcanos de la sangre que no habían sido percibidos más que por los creyentes, como si se acercara el tiempo en que estarán de acuerdo, como lo esperaba el P. Teilhard, las intuiciones de la fe y las verificaciones de la experiencia. Yo oí decir a Jean Bernard que la sangre es "un fuego líquido, medida del tiempo de nuestro cuerpo, el piloto de nuestras efímeras historias". ¿Sabía que se hacía eco de los textos de la liturgia en la fiesta de la "Preciosa Sangre": aquel de Isaías en el que evoca al desconocido "que viene de Edom y de Bosra, tintos en sangre sus vestidos"; y éste del Apocalipsis: "Estaba vestido de un manto teñido en sangre y su nombre es Verbo de Dios"?

Debo avanzar más aún. Sirviéndome de la experiencia de Marta Robin quiero proponer algunas cuestiones más profundas que se refieren a la relación de la sangre con el fuego. No puedo detenerme en el holocausto. Más allá del holocausto, y sin duda en el corazón de la idea del holocausto, encuentro la de combustión. Más allá de la de inmolación, avanzo hasta la consumación. Más allá de la muerte hasta la resurrección. Más allá de eso, que es hasta una superexistencia que llamo sublimación. Ahora bien la sublimación me parece simbolizada por el fuego, que es a la vez consumidor y consumador. Consumidor: ésta es su imagen física; consumador: ésta es la traducción intelectual de esta imagen. Toda consunción es una figura de la consumación, en la que se puede ver el término final de toda evolución espiritual, que san Pablo definía como el momento en que "Dios será todo en todos".

El sacrificio no es completo si se limita la efusión de la sangre. Hace falta que más allá de esta efusión intervenga el fuego, es decir, el soplo del Espíritu, la única operación que es capaz de transformar.

El sacrificio de Cristo no quedó acabado con su Pasión. Esta no era más que una fase en el proceso del sacrificio total. La fase de sufrimiento era necesaria, pero no era suficiente. Después de esta fase debía existir otra, ésa que llamamos Resurrección. Por la Pasión y la Resurrección el holocausto encuentra al fin su plenitud. Sin duda es así como se debe entender el "perfume de agradable olor" que asciende del sacrificio de Abel. La Resurrección es una nueva creación que se efectúa mediante lo que la Escritura llama fuego. Es el fuego del Espíritu el que lleva a su término el sacrificio de la sangre; es por el fuego del Espíritu como la sangre, transformada en llama se convierte en principio del mundo nuevo, como dice el himno Veni Creator, donde el Espíritu se define por el agua y el fuego: fons, ignis.

Un sacrificio, por tanto, consta de dos partes. La primera es la ablación, es decir el aspecto doloroso que corresponde a la Pasión; la segunda es la oblación. La oblación es la plenitud de la ablación. Desde este punto de vista se puede decir que la misa católica conmemora el acontecimiento único de la ablación del Cristo histórico y lo reproduce místicamente por una oblación repetida sin cesar.

Considerando los sufrimientos de Marta, yo concebía las relaciones de la ablación con la oblación de una manera más perfecta. La ablación está significada por su cuerpo reducido al mínimo, por la prueba semanal, por esa sangre que corría aún por sus párpados. La oblación era permanente: en su estado de conciencia, en sus conversaciones, en sus consejos, en su serenidad, en su alegría, en la impresión, que causaba en sus visitantes, de haber traspasado las fronteras de la muerte o, al menos, de vivir en la cresta del camino entre el tiempo y la eternidad. Me posibilitaba imaginar, con una muy lejana analogía, el estado de Cristo resucitado. Aun cuando se "aparecía" bajo diversas formas, en diversas circunstancias y en diversos lugares, él estaba fuera de este mundo: inmortal, había traspasado la frontera, no estaba sometido al espacio ni al tiempo, a la opacidad de la materia. Mas nosotros sabemos por los testigos que el Resucitado llevaba las señales de sus sufrimientos: se podían tocar los agujeros de los clavos y la cicatriz del costado. Digamos que había consumado la ablación en la oblación.

También podría yo considerar desde este punto de vista el vínculo de la Eucaristía con la Pasión.

En el caso de Marta, el único día en que comulgaba era el martes, el viernes el día en que sufría. Ambos momentos eran tan cercanos que, por decirlo así, no eran sino una sola Hora. El martes, cuando recibía la comunión. Marta entraba de repente en un sueño extático. La hostia atravesaba su garganta oclusa. Decía que, si no fuera por los dolores, en ese momento gozaría del paraíso en la tierra. Pero este estado no duraba más que un día y anticipaba la hora del dolor. El misterio de la Cena y el misterio de la Cruz no formaban en su semana sino un solo acontecimiento interrumpido por un ligero intervalo. Los misterios que la liturgia asocia se reproducían en ella cada semana, sin drama, sin simbolismo, sin lenguaje, sin esos intermediarios que a la vez los interpretan y los ocultan.

El 16 de agosto de 1946 dijo: "Tengo deseos de gritar a los que me preguntan si como, que yo como más que ellos, pues yo me alimento en la Eucaristía de la sangre y de la carne de Jesús. Tengo deseos de decirles que ellos impiden en sí los efectos de este alimento. Bloquean sus efectos''.

Marta semejaba una hostia por su cuerpo pálido, yaciente y sangrante. El holocausto bajo sus dos aspectos de sangre y fuego (de inmolación y sublimación) estaba allí representado. Bajo estas apariencias visibles, llevado a buscar su sentido interior, yo pensaba con Descartes y quizás con Aristóteles, que la cumbre del valor es el acto en el que se realiza el don de sí mismo y que Aristóteles denomina magnanimidad. El alma de Jesús era magnánima por excelencia, ya que Jesús llevó su magnanimidad hasta aceptar el acontecimiento final de la muerte que le era constantemente presente, mientras que para nosotros la muerte es una cosa vaga de la que no conocemos ni el lugar, ni la hora, ni el modo. Jesús tenía ante sus ojos lo que se iba a cumplir al final, "el bautismo con el que iba a ser bautizado". Marta podía comprender esta presencia de la muerte en el seno de la vida. Más que cualquier otro cristiano, desde la mañana del lunes, sabía lo que le esperaba el viernes, preguntándose si tendría fuerzas una vez más para enfrentarse a ello.

Hice para mí una extraña hipótesis. Imaginaba que la Revelación era propuesta en otros planetas a otros seres pensantes. Suponía que en algún otro planeta de otra galaxia la conservación de los vivientes no estaba ligada al ciclo del carbono, que la adaptación de la máquina pensante a la vida no se producía de la misma manera; que allí no había respiración ni nutrición, y que en esta biología inimaginable, pero que puede pensarse, la sangre no tenía el significado ni la utilización que le damos en la tierra. En tal caso es claro que la "separación del cuerpo y de la sangre" no tendría lugar y que no podría dársele ningún sentido. Suponiendo que Cristo se hubiera encarnado en este planeta imaginario, la prueba que hubiera dado de su Amor eterno hubiera sido diferente. No puedo imaginar el modo; pero el pensamiento abstracto tiene el privilegio de concebir lo que no se puede imaginar.

En esta hipótesis nuestra mentalidad sería otra y otro nuestro lenguaje. Pero el espíritu, es decir, la realidad traducida por el lenguaje y la mentalidad permanecerían idénticas. El misterio del Amor eterno estaría presente bajo formas diferentes. La oblación permanecería idéntica. Sería idéntico eso que nosotros expresamos con esta palabra, tan devaluada y tan profanada: el amor.

Pero volvamos a la condición terrestre. Consideremos una vez más el misterio del cuerpo humano. "Hay descubrimientos a los que no se puede llegar más que por rodeos. Los modernos se obstinan en proceder por línea recta: los círculos platónicos eran un método mucho más seguro". Así habla Joubert. Yo he hecho un rodeo reflexionando sobre la sangre y el fuego. No me gustaría que el lector pudiera creer que estos pensamientos se presentaban a mi espíritu mientras escuchaba a Marta sin verla. Si quisiera resumir en una sola frase el testimonio que deseo dar sobre su misterio, yo diría que en ella lo familiar y lo sublime no se separaban apenas.

Es el carácter propio de la religión del Verbo encarnado y que la distingue de todas las religiones. Esto es lo que anuncia el Evangelio: la buena nueva por esencia. Los que escribieron los Evangelios no eran en modo alguno genios literarios, sino observadores, narradores, reunían pequeños hechos, sencillas palabras. Y de esta colección, llena de lagunas y repeticiones, surge en nuestro espíritu un ser en quien lo familiar y lo sublime se encuentran unidos en el mayor grado que podemos pensar, ya que, si bien es Dios, su historia es la de una existencia humana ordinariamente silenciosa, corriente y común, salvo su fin sangriento.

En las visitas a Marta, lo familiar y lo sublime estaban tan entrelazados que era difícil separarlo. Ciertamente lo familiar ocupaba todo el espacio, pero reflexionando sobre lo familiar se encontraba el elemento sublime cuya frontera no podía trazarse. Quizás, como sugiere Paul Valery, ¿es una misma facultad de intuición profunda la que sublima en nosotros lo familiar y la que nos familiariza con lo sublime? ¿Es quizás un privilegio oculto en nosotros este poder de coincidir con las dos dimensiones del ser?

En la casa de Marta se oía cantar al gallo, mayar al gato, borbollear el agua en la marmita, el ruido de las almadreñas. Todo era tan ordinario como en millones de hogares de este pequeño planeta. Esta diferencia entre la monotonía de la vida y su misterio la encontramos cada día en nuestras experiencias. Toda existencia se desarrolla sobre un fondo silencioso. Toda palabra supone un silencio más profundo que la palabra. Toda cosa dicha supone muchas cosas que no se dicen. Y la multitud de estas pequeñas cosas que se piensan, pero no se dicen; de esos sufrimientos que se soportan, pero que no se expresan; de esas confidencias que mueren en los labios constituye el misterio del ser. En aquella habitación donde pasaban tantas cosas, a primera vista no pasaba nada.

Pero lo que era más incomprensible y más indecible es lo que voy a intentar decir, aunque es casi inexpresable.

Marta decía que sus sufrimientos de orden físico no podían compararse con su sufrimiento de orden moral. Ella tenía la impresión de estar reprobada. Se encontraba desolada, en el sentido más fuerte de esta expresión. Participaba de las mayores tinieblas. Se creía rechazada. La epístola a los Hebreos, que es una meditación sobre la Pasión, dice que Cristo "se hizo pecado" y que tomó sobre sí, no la culpabilidad, pero sí la pena del pecado. Marta se sentía "convertida en pecado".

Baudelaire, entre los modernos, es quizás quien ha expresado de un modo más íntimo la sensación de estar habitado por el asco:

En tu isla, oh Venus, no he encontrado de pie

más que una horca simbólica de la que pendía mi imagen.

Oh Señor, concédeme fuerza y coraje

para poder mirar mi corazón y mi cuerpo sin asco.

Esta sensación de pecado era lo más doloroso para ella en su prueba del viernes. Y, como pensaba que la desgracia del siglo XX era la ruptura que la humanidad había efectuado con Dios (una especie de infierno en la tierra), creía que, probando esta sensación de abandono y de condenación, ella representaba a la humanidad entera en este final del siglo XX.

¡Qué difícil es hablar de sufrimientos humanos cuando alcanzan el paroxismo! El exterior de los combates de Verdún ha podido ser reproducido en el cine por actores que imitaban sus ademanes. Pero el interior, escondido en el corazón de los soldados, ese santuario donde la misma memoria penetra mal, y hasta olvida cuando la prueba ha pasado el umbral de horror, ¿quién lo expresará? En estos casos los sufrimientos son incomunicables. ¿Será por esto que no hay libros sobre la guerra de 1914 verdaderamente bellos y por lo que no los puede haber?

Marta ha "desmitologizado" la Pasión realizándola más que nadie. Ningún ser del siglo XX ha sufrido esta Pasión con tanta regularidad y tanta intensidad. Pero Marta quitó a la Pasión su aspecto dolorista. No conozco ningún místico cuyo lenguaje haya sido tan natural para describir lo inexplicable sin recurrir a esos términos de paroxismo que son casi inevitables. No hablo aquí sino de su palabra. En sus escritos ella ha sacrificado lo que ella misma llamaba elocuencia y que me aconsejaba evitar. Hablando de sus pruebas tenía la sencillez de los relatos evangélicos cuya serena objetividad es conocida.

Si Marta era tan normal, tan natural, tan sencilla era porque su experiencia tenía la intensidad más íntima. Los contrarios no se unían en ella después de su separación, como sucede en los filósofos. En ella se hallaban fundidos, según su expresión, en el eterno amor y en la unidad.

Yo diría que Marta me quitaba la angustia para no dejarme más que la atención; me quitaba el tormento para no dejarme más que la pena; el estremecimiento para dejarme la sensibilidad. Y esta pasión que está siempre mezclada con nuestros amores, Marta me la quitaba para dejarme sólo el amor. Podía comprender esta paradoja de Leon Bloy: "Sólo se sufre por lo que no existe. Lo que es no hace sufrir". El perfecto corredor da la impresión de estar inmóvil, el jinete cabal de estar recto. Y el trabajo más perfecto no deja huellas del trabajo.

Marta era tan simple como el pan que puede comerse a cualquier hora del día, como la leche recién ordeñada que sabe a vaca, como una mañana de primavera, como una conversación junto a la lumbre, como un paseo a Emaús, como el partir el pan, como la vida al borde del lago: dulce, calmosa, familiar, sin sorpresas, o más bien como el chapoteo del agua, el ruido de los zuecos o la risa de los niños. Junto a ella y a su alrededor se entrelazaba lo grande y lo pequeño, lo alto y lo bajo, lo familiar y lo sublime. En resumen, lo más extraordinario de la vida humana es que no es extraordinario sino corriente.

La consecuencia de este carácter de simplicidad es que Marta, a diferencia de la mayoría de los héroes, era imitable. La distancia en que estaba de la condición ordinaria de los hombres era tan grande que le daba derecho a estar más cercana de cada uno de nosotros y de nuestras condiciones ordinarias de la vida. Ella dramatizaba, sublimaba la vida cotidiana dándole una extraña semejanza a su propia vida. Yo le hablaba de las páginas de Catalina Emmerich redactadas por Brentano donde describe la "dolorosa Pasión". Ella respondió: "No conocía estos relatos de Brentano, Yo podría hacerlos. He tenido visiones de la Pasión. Por ejemplo, he oído el griterío al paso de Jesús". No olvidaré cómo pronunciaba esta palabra, griterío (hurler). Lo hacía con fuerza. "Os diré también que he visto algunas miradas a lo largo del camino de la Cruz. Pero ahora ya he superado todo eso".

¡Cuántas veces le he oído decir que hacía falta menospreciar el exterior de las cosas para llegar al interior, que todo debía ser siempre superado!

El fondo de su filosofía era que la más alta expresión de lo sobrenatural es lo sobrenatural hecho carne, que la traducción más exacta de la eternidad es el tiempo, que lo más deseable en lo extraordinario es lo ordinario.

Como no he asistido nunca a su Pasión, he procurado interrogar a los testigos. Todos me han dicho que no era algo espectacular o terrorífico; que la voz de Marta era dulce como un murmullo; que se tenía la impresión de estar en presencia de algo más allá del lenguaje y la experiencia, tanto que uno era incapaz de describir lo que sucedía. Uno de ellos me escribió: "Es el jueves por la tarde cuando comienza la prueba. La sangre nunca había cesado de brotar de sus llagas, en particular de sus ojos. Todas las noches de la semana sangraba de las manos, de los pies y el costado. Pero el jueves, hacia las veintiuna horas, la prueba comenzaba. Yo la oía decir: "Padre mío, Padre mío, que se aparte de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad». A partir de este momento era un gemido, o más bien una lamentación, una melopea melódica en tres notas, y que pudiera compararse a los pequeños gritos que da un recién nacido".

El P. Finet: "Yo volvía el viernes hacia las catorce horas. Para reproducir las tres caídas de la Pasión, Marta había sido movida. Yo la tornaba a su posición; ponía su cabeza en la almohada. Esa cabeza caía sobre un cojín, donde ordinariamente había un chal blanco. Cuando Marta recibiólos estigmas al comienzo de octubre de 1930, ya sufría la Pasión desde su ofrenda victimal de amor en 1925. Añadiré que, en el momento de la estigmatización, a comienzo de octubre de 1930, Jesús, no sólo la marcó aquel día con los estigmas en los pies, las manos y el costado derecho, sino que, además, le encasquetó su corona de espinas profundamente en la cabeza y Marta se puso a sangrar no sólo de los pies, manos y costado, sino también de toda su cabeza; y comenzó a verter cada noche lágrimas de sangre.

Fue en este momento cuando Jesús le dijo que la había elegido para que ella viviera su Pasión más que nadie, después de la Virgen, y que nadie después la viviría más totalmente. Jesús añadió que cada día aumentaría más su sufrimiento y que, por esto, no dormiría jamás durante la noche

Ahora bien, después de la estigmatización, no sólo no ha podido ya Marta comer ni beber, sino lo que, a decir de los médicos que la han examinado, es más grave: no ha dormido más. Ha vivido, pues su pasión día y noche, sin un minuto de descanso; aumentando siempre la gravedad de sus sufrimientos cada tarde del jueves en la hora de Getsemaní. Esta agravación, que se notaba por unos gemidos muy dolorosos, se prolongaba el viernes exactamente hasta el momento después del mediodía, en que ella repetía las últimas palabras de Jesús en la Cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu".

En este momento, daba una especie de inmenso suspiro y durante las dos horas siguientes no mostraba ningún signo de vida, salvo una ligerísima respiración. Frecuentemente me ha explicado cómo, durante estas dos horas, cargada con los pecados del mundo, veía el cielo entero alejarse de ella con horror, hasta el momento en que san Juan intervenía ante la Santísima Virgen para que ella misma obtuviera de parte de nuestro Padre del Cielo, el perdón de todos los pecadores con cuyos pecados estaba cargada. Después de que este perdón estaba concedido, Marta volvía a gemir y sus gemidos, muy dolorosos, se prolongaban toda la tarde del viernes y, durante los primeros años, el lunes hasta las cinco de la tarde. En este momento comenzaba de nuevo a hablar, pero sufriendo siempre, constantemente los dolores de la Pasión. Y esto ha sucedido todos los viernes, desde 1925 a 1981.

El éxtasis duraba hasta el lunes o el martes. Era difícil hacerla volver de él. No podía hacerlo yo más que mandándoselo en virtud de la obediencia, y hacía falta, con frecuencia, repetirlo poco a poco, pues yo temía que, haciéndola volver demasiado deprisa a la tierra, pudiera morir.

Pronunciaba esta oración que me había dictado ella: "Hija mía, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por María, Madre nuestra, os lo ordeno: volved a nosotros". Entonces recobraba los sentidos y recibía visitas. Se le leía el correo y dictaba sin pausa las respuestas. Yo permanecía con ella hasta media noche".

Como tengo una sensibilidad delicada jamás deseé presenciar una Pasión; he podido, sin embargo, asistir a una comunión. En la habitación se hallaban reunidas una docena de muchachas. Marta había hablado ya con cada una de ellas, preguntándoles, escuchándolas, a veces contando chistes y juegos de palabras. A una de sus amigas que le dijo que iba a marchar a la Martinica para fundar un "hogar de caridad" le comentó, sin sospechar que se estaba definiendo: "La Marta única" y se echó a reír[8].

Se oró. El sacerdote se revistió de sobrepelliz, cuya blancura apenas se notaba en la oscuridad de la habitación. Avanzó hacia el rostro de Marta, acercó la hostia a sus labios y a su garganta cerrada. La hostia quedó deglutida.

Siempre ha enseñado la Iglesia que la Eucaristía tiene dos aspectos, dos caracteres: es a la vez, se dice, sacrificio y sacramento. En nuestros días se insiste, sobre todo, en el aspecto de sacramento, poniéndose entre paréntesis el aspecto de sacrificio, con la idea, falsamente ecuménica, de no disgustar a nuestros hermanos de la reforma. Después del Concilio se presenta frecuentemente la misa como un banquete; se celebra "cara a los fieles". Ciertamente no se le niega su dimensión de sacrificio, pero a fuerza de pasarlo en silencio esto está en nuestra mente como si no estuviera.

Hago estas advertencias sin ningún espíritu de crítica y para confiar a mis lectores mi impresión cada vez que me encontraba en presencia de Marta. Su ejemplo traía a mi memoria las palabras de mi catecismo en el que se decía que "la misa es la renovación incruenta del sacrificio de la Cruz". A decir verdad, en mi infancia no comprendía este misterio, pero ¿puedo al fin de mi vida, decir que lo comprendo mejor?

De lo que estoy seguro es que este misterio atañe a la sustancia de la fe católica. Cuando me encontraba junto al lecho de Marta, ciertos textos, que yo guardaba en mi memoria parecía como si se iluminaran. Por ejemplo, este versículo de san Pablo (Col 1,24): "Suplo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo, por su cuerpo que es la Iglesia", o también "Vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí", y más, "La vida actúa en vosotros y la muerte en mí".

Sucedía también que después de visitar a Marta en su casa, algunas horas después asistía a la Eucaristía celebrada por el P. Finet. No podía evitar entonces ver sobrepuesta la imagen de Marta sobre el altar. Aquella no era una misa como las otras. Yo proyectaba sobre el blanco mantel lo que había creído ver en el cuarto oscuro.

Notas

[8] Martinica suena en francés parecido a Marthe unique -Marta única-.

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