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Capítulo II.- Descrubrir de nuevo el Concilio

Dos errores contrapuestos

Entrando en materia, nuestro coloquio no podía sino comenzar por el acontecimiento extraordinario del Concilio Ecuménico Vaticano II, de cuya clausura se conmemoran los veinte años en 1985. Veinte años que han cambiado a la Iglesia católica mucho más que dos siglos.

Acerca de la importancia, la riqueza, la oportunidad y la necesidad de los grandes documentos del Vaticano II, nadie que sea y quiera seguir siendo católico puede alimentar dudas de ningún género. Comenzando, naturalmente, por el cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El solo hecho de mencionarlo parece más ridículo que superfluo; a pesar de ello, en algunos comentarios desconcertantes hechos a raíz del anuncio del contenido de esta entrevista no ha faltado quien abrigara dudas al respecto.

Sin embargo, las palabras que reproducíamos del cardenal Ratzinger en defensa firme del Vaticano II y de sus decisiones no sólo eran del todo claras, sino que habían sido reiteradas por él en numerosas ocasiones

Entre los innumerables ejemplos que podríamos aducir está su intervención con ocasión de los diez años de la clausura del Concilio, en 1975. En Bressanone, releí al cardenal las palabras de aquella intervención y me confirmó que hoy se reconoce en ellas enteramente.

Escribía, pues, diez años antes de nuestro coloquio: «El Vaticano II se encuentra hoy bajo una luz crepuscular. La corriente llamada «progresista» lo considera completamente superado desde hace tiempo y, en consecuencia, como un hecho del pasado, carente de significación en nuestro tiempo. Para la parte opuesta, la corriente «conservadora», el Concilio es responsable de la actual decadencia de la Iglesia católica y se le acusa incluso de apostasía con respecto al concilio de Trento y al Vaticano I: hasta tal punto que algunos se han atrevido a pedir su anulación o una revisión tal que equivalga a una anulación».

Continuaba: «Frente a estas dos posiciones contrapuestas hay que dejar bien claro, ante todo, que el Vaticano II se apoya en la misma autoridad que el Vaticano I y que el concilio Tridentino: es decir, el Papa y el colegio de los obispos en comunión con él. En cuanto a los contenidos, es preciso recordar que el Vaticano II se sitúa en rigurosa continuidad con los dos concilios anteriores y recoge literalmente su doctrina en puntos decisivos».

De aquí deducía Ratzinger dos consecuencias: «Primera: Es imposible para un católico tomar Posiciones en favor del Vaticano II y en contra de Trento o del Vaticano I. Quien acepta el Vaticano II, en la expresión clara de su letra y en la clara intencionalidad de su espíritu, afirma al mismo tiempo la ininterrumpida tradición de la Iglesia, en particular los dos concilios precedentes. Valga esto para el así llamado «progresismo», al menos en sus formas extremas. Segunda: Del mismo modo, es imposible decidirse en favor de Trento y del Vaticano I y en contra del Vaticano II. Quien niega el Vaticano II, niega la autoridad que sostiene a los otros dos concilios y los arranca así de su fundamento. Valga esto para el así llamado «tradicionalismo», también éste en sus formas extremas. Ante el Vaticano II, toda opción partidista destruye un todo, la historia misma de la Iglesia, que sólo puede existir como unidad indivisible».

«Descubramos el verdadero Vaticano II»

No son, pues, ni el Vaticano II ni sus documentos (huelga casi mencionarlo) los que constituyen problema. En todo caso, a juicio de muchos —y Joseph Ratzinger se encuentra entre estos desde hace tiempo—, el problema estriba en muchas de las interpretaciones que se han dado de aquellos documentos, interpretaciones que habrían conducido a ciertos frutos de la época posconciliar.

Desde hace mucho tiempo, el juicio de Ratzinger sobre este período es tajante: «Resulta incontestable que los últimos veinte años han sido decisivamente desfavorables para la Iglesia católica. Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente a las esperanzas de todos, comenzando por las del papa Juan XXIII y, después, las de Pablo VI. Los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad».

Así explica e cardenal este severo juicio (que ha repetido a lo largo del coloquio, pero que no debería sorprender a nadie, sea cual sea la opinión que merezca, puesto que ha sido reiterado por él en numerosas ocasiones): «Los Papas y los Padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y ha sobrevenido una división tal que —en palabras de Pablo VI— se ha pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo, y se ha terminado con demasiada frecuencia en el hastío y en el desaliento. Esperábamos un salto hacia adelante, y nos hemos encontrado ante un proceso progresivo de decadencia que se ha desarrollado en buena medida bajo el signo de un presunto «espíritu del Concilio», provocando de este modo su descrédito».

Seguía diciendo Ratzinger hace diez años: «Hay que afirmar sin ambages que una reforma real de la Iglesia presupone un decidido abandono de aquellos caminos equivocados que han conducido a consecuencias indiscutiblemente negativas».

En cierta ocasión escribió: «El cardenal Julius Döpfner decía que la Iglesia del posconcilio es un gran astillero. Pero un espíritu crítico añadía a esto que es un gran astillero donde se ha perdido de vista el proyecto y donde cada uno continúa trabajando a su antojo. El resultado es evidente».

Pero no deja de repetir con la misma claridad que «en sus expresiones oficiales, en sus documentos auténticos, el Vaticano II no puede considerarse responsable de una evolución que —muy al contrario— contradice radicalmente tanto la letra como el espíritu de los Padres conciliares».

Dice: «Estoy convencido de que los males que hemos experimentado en estos veinte años no se deben al Concilio «verdadero», sino al hecho de haberse desatado en el interior de la Iglesia ocultas fuerzas agresivas, centrífugas, irresponsables o simplemente ingenuas, de un optimismo fácil, de un énfasis en la modernidad, que ha confundido el progreso técnico actual con un progreso auténtico e integral. Y, en el exterior, al choque con una revolución cultural: la afirmación en Occidente del estamento medio-superior, de la nueva «burguesía del terciario», con su ideología radicalmente liberal de sello individualista, racionalista y hedonista».

La consigna, la exhortación de Ratzinger a todos los católicos que quieran seguir siendo tales, no es ciertamente un «volver atrás», sino un «volver a los textos auténticos del auténtico Vaticano II». Para él, insiste «defender hoy la verdadera Tradición de la Iglesia significa defender el Concilio. Es también culpa nuestra si de vez en cuando hemos dado ocasión (tanto a la «derecha» como a la «izquierda») de pensar que el Vaticano II representa una «ruptura», un abandono de la Tradición. Muy al contrario, existe una continuidad que no permite ni retornos al pasado ni huidas hacia delante, ni nostalgias anacrónicas ni impaciencias injustificadas. Debemos permanecer fieles al hoy de la Iglesia; no al ayer o al mañana: y este hoy de la Iglesia son los documentos auténticos del Vaticano II. Sin reservas que los cercenen. Y sin arbitrariedades que los desfiguren».

Una receta contra el anacronismo

Crítico ante la «Izquierda», Ratzinger no es en modo alguno condescendiente con la «derecha», con aquel tradicionalismo integrista que se halla hoy representado por el anciano obispo Marcel Lefébvre. Me ha dicho a este propósito: «No veo futuro alguno para una posición tan ilógica y descabellada. El punto de partida de estos integristas es el Vaticano I y su Definición del primado del Papa. Pero ¿por qué los Papas hasta Pío XII y no más allá? ¿Acaso la obediencia a la Santa Sede depende de las épocas y las simpatías?»

Pero es un hecho, observo, que si Roma ha intervenido ante la «izquierda», no lo ha hecho hasta ahora con el mismo vigor ante la «derecha».

Responde: «Los adictos a Mons. Lefébvre afirman lo contrario. Dicen que al benemérito y anciano arzobispo se le ha aplicado inmediatamente el duro castigo de la suspensión a divinis, mientras que se muestra una tolerancia incomprensible con toda suerte de desviaciones de la otra parte. No quiero terciar en la discusión sobre la mayor o menor severidad aplicada a unos y otros. Los dos tipos de reacción son desde luego de muy diversa naturaleza. Las desviaciones a la «izquierda» representan en la Iglesia sin duda una vasta corriente del pensar y actuar de hoy, pero en ningún lugar ha llegado a cristalizarse en un fondo común jurídicamente tangible. El movimiento de Mons. Lefébvre, en cambio, es presuntamente mucho menos vasto, pero dispone de conventos, seminarios y de un ordenamiento jurídico netamente definido, etc. Es evidente que debe hacerse todo lo posible para que este movimiento no degenere en un verdadero cisma, en el que incurriría si el arzobispo se decidiera a consagrar obispos. Esto, gracias a Dios, no lo ha hecho todavía, esperando la reconciliación. Hoy, en el ámbito ecuménico, se deplora que en tiempos pasados no se hiciera más para evitar las nacientes disensiones con una mayor comprensión hacia los grupos afectados y una mayor disponibilidad a la reconciliación. Es, pues, natural, que este criterio nos sirva hoy de norma de comportamiento. Hemos de empeñarnos por la reconciliación, hasta donde se pueda y en la medida en que se pueda, aprovechando todas las oportunidades que se nos ofrezcan».

Pero Lefébvre, digo, ha ordenado y continua ordenando sacerdotes.

«Para el derecho de la Iglesia, se trata de ordenaciones ilícitas, pero no inválidas —replica—. Hay que considerar también el aspecto humano de estos jóvenes que, para la Iglesia, son «verdaderos» sacerdotes, aunque en situación irregular. Sus puntos de partida y sus orientaciones difieren mucho. Algunos están muy influenciados por su situación familiar y han tomado sus decisiones en función de ella. Otros han sufrido desengaños con la Iglesia actual y se han sumido en amarguras y negaciones. No faltan quienes desean trabajar en la pastoral normal de la Iglesia, pero, ante la insatisfactoria situación que se creó en los seminarios de algunos países, se aferran a sus decisiones. Así resulta que unos se encuentran bien en cierto modo con la escisión, mientras otros muchos esperan la reconciliación y con esta esperanza persisten en la comunidad sacerdotal de Mons. Lefébvre».

La receta que propone para «desmontar» el caso Lefébvre y otras resistencias anacrónicas parece reflejar el pensamiento de los últimos Papas, desde Pablo VI a nuestros días: «Estas absurdas situaciones han podido mantenerse hasta ahora gracias precisamente a la arbitrariedad y la imprudencia de ciertas interpretaciones posconciliares. Mostremos el verdadero rostro del Concilio y caerán por su base estas falsas protestas».

Espíritu y anti-espíritu

Pero, digo, en cuanto al «verdadero» Concilio, los pareceres no coinciden: aparte de aquel «neo-triunfalismo» al que hacía referencia y que se resiste a mirar de frente a la realidad, se está de acuerdo, en general, en que la Iglesia se encuentra actualmente en una difícil situación. Pero las opiniones se dividen tanto para el diagnóstico como para la terapia. El diagnóstico. de algunos es que los diferentes aspectos de la crisis no son sino fiebres benignas, propias de un período de crecimiento; para otros, en cambio, son síntomas de una enfermedad grave. En cuanto a la terapia, unos piden una mayor aplicación del Vaticano II, incluso más allá de los textos; otros, una dosis menor de reformas y cambios. ¿Cómo escoger? ¿A quién dar la razón?

Responde: «Como explicaré ampliamente, mi diagnóstico es que se trata de una auténtica crisis que hay que cuidar y sanar. Repito que para esta curación el Vaticano II es una realidad que debe aceptarse plenamente. Con la condición, sin embargo, de que no se considere como un punto de partida del cual hay que alejarse a toda prisa, sino como una base sobre la que construir sólidamente. Además, estamos hoy descubriendo la función «profética» del Concilio: algunos textos del Vaticano II, en el momento de su proclamación, parecían adelantarse a los tiempos que entonces se vivían. Después han tenido lugar revoluciones culturales y terremotos sociales que los Padres no podían en absoluto prever, pero que han puesto de manifiesto que sus respuestas —entonces anticipadas— eran las que exigía el futuro inmediato. He aquí por qué volver de nuevo a los documentos resulta hoy particularmente actual: ponen en nuestras manos los instrumentos adecuados para afrontar los problemas de nuestro tiempo. Estamos llamados a reconstruir la Iglesia, no a pesar, sino gracias al verdadero Concilio».

A este Concilio «verdadero» al menos en su diagnóstico, «se contrapuso, ya durante las sesiones y con mayor intensidad en el período posterior, un sedicente «espíritu del Concilio», que es en realidad su verdadero «antiespíritu». Según este pernicioso Konils-Ungeist, todo lo que es «nuevo» (o que por tal se tiene: ¡cuánta antiguas herejías han reaparecido en estos años bajo capa de novedad!) sería siempre en cualquier circunstancia mejor que lo que se ha dado en el pasado o lo que existe en el presente. Es el antiespíritu, según el cual la historia de la Iglesia debería comenzar con el Vaticano II, considerado como una especie de punto cero».

«No ruptura, sino continuidad»

Insiste en que quiere ser muy preciso en este punto: «Es necesario oponerse decididamente a este esquematismo de un antesy de un después en la historia de la Iglesia; es algo que no puede justificarse a partir de los documentos, los cuales no hacen sino reafirmar la continuidad del catolicismo. No hay una Iglesia «pre» o «post» conciliar: existe una sola y única Iglesia que camina hacia el Señor, ahondando cada vez más y comprendiendo cada vez mejor el depósito de la fe que El mismo le ha confiado. En esta historia no hay saltos, no hay rupturas, no hay solución de continuidad. El Concilio no pretendió ciertamente introducir división alguna en el tiempo de la Iglesia».

Continuando su análisis, afirma que «la intención del Papa que tomó la iniciativa del Vaticano II, Juan XXIII, y de aquel que lo continuó fielmente, Pablo VI, no era poner en discusión un depositum fidei) que, muy al contrario, ambos tenían por incontrovertido y libre ya de toda amenaza».

¿Quiere tal vez subrayar, como hacen algunos, la intención predominantemente pastoral, más que doctrinal, del Vaticano II?

«Quiero decir que el Vaticano II no quería ciertamente «cambiar» la fe, sino reproponerla de manera eficaz. Quiero decir que el diálogo es posible únicamente sobre la base de una identidad indiscutida; que podemos y debemos «abrirnos», pero sólo cuando estemos verdaderamente seguros de nuestras propias convicciones. La identidad firme es condición de la apertura. Así lo entendían los Papas y los Padres conciliares, algunos de los cuales pudo parecer, tal vez, que se dejaron ganar por aquel optimismo un poco ingenuo de aquellos tiempos, un optimismo que en la perspectiva actual nos parece poco crítico y realista. Pero si pensaron poder abrirse con confianza a lo que de positivo hay en el mundo moderno, fue precisamente porque estaban seguros de su identidad, de su fe. En contraste con esta actitud, muchos católicos, en estos años, se han abierto sin filtros ni freno al mundo y a su cultura, al tiempo que se interrogaban sobre las bases mismas del depositum fidei, que para muchos habían dejado de ser claras».

Continúa: «El Vaticano II tenía razón al propiciar una revisión de las relaciones entre Iglesia y mundo. Existen valores que, aunque hayan surgido fuera de la Iglesia, pueden encontrar —debidamente purificados y corregidos— un lugar en su visión. En estos últimos años se ha hecho mucho en este sentido. Pero demostraría no conocer ni a la Iglesia ni al mundo quien pensase que estas dos realidades pueden encontrarse sin conflicto y llegar a mezclarse sin más».

¿Propone acaso volver de nuevo a la antigua espiritualidad de «oposición al mundo»?

«No son los cristianos los que se oponen al mundo. Es el mundo el que se opone a ellos cuando se proclama la verdad sobre Dios, sobre Cristo y sobre el hombre. El mundo se rebela siempre que al pecado y a la gracia se les llama por su propio nombre. Superada ya la fase de «aperturas» indiscriminadas, es hora de que el cristiano descubra de nuevo la conciencia responsable de pertenecer a una minoría y de estar con frecuencia en contradicción con lo que es obvio, lógico y natural para aquello que el Nuevo Testamento llama —y no ciertamente en sentido positivo— «el espíritu del mundo». Es tiempo de encontrar de nuevo el coraje del anticonformismo, la capacidad de oponerse, de denunciar muchas de las tendencias de la cultura actual, renunciando a cierta eufórica solidaridad posconciliar».

¿Restauración?

Llegados a este punto —como a lo largo de todo el coloquio, el magnetófono zumbaba en el silencio de la habitación abierta al jardín del seminario—, he planteado al cardenal Ratzinger la pregunta cuya respuesta ha suscitado las más vivas reacciones. Estas reacciones se deben también al modo incompleto con que se ha reproducido y al contenido emotivo de la palabra utilizada («restauración»), que nos remite a épocas históricas ciertamente irrepetibles y —al menos a nuestro juicio— no deseables.

He preguntado, pues, al Prefecto de la fe: pero entonces, si nos atenemos a sus palabras, parecerían tener razón aquellos que afirman que la jerarquía de la Iglesia pretendería cerrar la primera fase del posconcilio, y que (aunque retornando no al preconcilio, sino a los documentos «auténticos» del Vaticano II) la misma jerarquía intentaría proceder ahora a una especie de «restauración».

He aquí la respuesta textual del cardenal: «Si por «restauración» se entiende un volver atrás, entonces no es posible restauración alguna. La Iglesia avanza hacia el cumplimiento de la historia, con la mirada fija en el Señor que viene. No: no se vuelve ni puede volverse atrás. No hay, pues, «restauración» en este sentido. Pero si por «restauración» entendemos la búsqueda de un nuevo equilibrio (die Suche auf ein neues Gleichgewicht) después de las exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo, después de las interpretaciones demasiado positivas de un mundo agnóstico y ateo, pues bien, entonces una «restauración» entendida en este sentido (es decir, un equilibrio renovado de las orientaciones y de los valores en el interior de la totalidad católica) sería del todo deseable, y por lo demás, se encuentra ya en marcha en la Iglesia. En este sentido puede decirse que se ha cerrado la primera fase del posconcilio»[2].

Efectos imprevistos

Lo que en realidad sucede, me explica, es que «la situación ha cambiado; el clima ha empeorado mucho con relación a aquel que favorecía una euforia cuyos frutos están hoy ante nosotros, como una seria advertencia. El cristiano debe ser realista; con un realismo que no es otra cosa que atención completa a los signos de los tiempos. Por esto, no me cabe en la cabeza que se pueda pensar (con un sentido nulo de la realidad) en seguir caminando como si el Vaticano II no hubiera existido nunca. Los efectos concretos que hoy contemplamos no corresponden a las intenciones de los Padres, pero no podemos ciertamente decir: «mejor sería que nunca hubiera existido». El cardenal Henry Newman, historiador de los concilios, el gran estudioso convertido al catolicismo, decía que el Concilio representa siempre un riesgo para la Iglesia; es necesario, en consecuencia, convocarlo sólo para pocas cosas y no prolongarlo demasiado. Es verdad que las reformas exigen tiempo, paciencia y que entrañan riesgos; pero no es lícito decir: «dejemos de hacerlas, porque son peligrosas». Creo que el tiempo verdadero del Vaticano II no ha llegado todavía, que su acogida auténtica aún no ha comenzado; sus documentos fueron en seguida sepultados bajo una luz de publicaciones con frecuencia superficiales o francamente inexactas. La lectura de la letra de los documentos nos hará descubrir de nuevo su verdadero espíritu. Si se descubren en esta su verdad, estos grandes documentos nos permitirán comprender lo que ha sucedido y reaccionar con nuevo vigor. Lo repito: el católico que con lucidez y, por lo tanto, con sufrimiento, ve los problemas producidos en su Iglesia por las deformaciones del Vaticano II, debe encontrar en este mismo Vaticano II la posibilidad de un nuevo comienzo. El Concilio es suyo; no es de aquellos que se empeñan en seguir un camino que ha conducido a resultados catastróficos; no es de aquellos que —no por casualidad— ya no saben qué hacer con el Vaticano II, el cual no es a sus ojos más que una especie de «fósil de la era clerical».

Se ha observado, digo, que el Vaticano II es un unicum porque ha sido, tal vez, el primer Concilio de la historia convocado no bajo la presión de exigencias urgentes, de crisis, Sino en un momento que parecía (al menos en apariencia) de tranquilidad para la vida eclesial. Las crisis han sobrevenido después y no sólo en el interior de la Iglesia, sino en sociedad entera. ¿No cree que se puede decir (tomando pie de una sugerencia suya anterior) que la Iglesia se habría visto obligada a afrontar en todo caso aquellas revoluciones culturales, pero que, sin el Concilio, su estructura habría sido más rígida y los daños habrían podido ser más graves? Su estructura posconciliar, más flexible y elástica, ¿no le ha permitido absorber mejor el impacto, aunque pagando el necesario tributo?

«Es imposible saberlo —responde—. La historia, sobre todo la historia de la Iglesia, que Dios guía por caminos misteriosos, no se hace con los «síes». Dios lo ha querido así. A principios de los años sesenta estaba a punto de entrar en escena la generación de la posguerra; una generación que no había participado directamente en la reconstrucción, que encontraba un mundo ya reconstruido y buscaba, en consecuencia, otros motivos de compromiso y de renovación. Había una atmósfera general de optimismo, de confianza en el progreso. Además, todos en la Iglesia, compartían la esperanza en un sereno desarrollo de su doctrina. No se olvide que incluso mi predecesor en el Santo Oficio, el cardenal Ottaviani, estaba a favor del proyecto de un concilio ecuménico. Una vez que el papa Juan lo anunció, la Curia romana trabajó juntamente con los representantes más distinguidos del episcopado católico en la preparación de los esquemas, que serían luego arrinconados por los Padres conciliares por demasiado teóricos, demasiado «manuales» y muy poco pastorales. El Papa no había contado con esto. Esperaba una votación rápida y sin fricciones de los esquemas que había leído y aprobado. Es claro que ninguno de estos textos pretendía cambios de doctrina. Se quería una mejor síntesis y a lo sumo una mayor claridad en puntos hasta entonces no definidos. Sólo en este sentido se entendía el esperado desarrollo doctrinal. Al desechar dichos textos, tampoco los Padres conciliares iban contra la doctrina como tal, sino contra el modo insatisfactorio de formularla y también, desde luego, contra ciertas puntualizaciones que hasta entonces no se habían hecho y que hoy mismo se juzgan innecesarias. Es necesario, por lo tanto, reconocer que el Vaticano II, desde un principio, no siguió el derrotero que Juan XXIII preveía (¡recuérdese que países como Holanda, quizá, los Estados Unidos eran verdaderos bastiones del tradicionalismo y de la fidelidad a Roma!). Es necesario también reconocer que —al menos hasta ahora— no ha sido escuchada la plegaria del papa Juan para que el Concilio significase un nuevo salto adelante, una vida y una unidad renovadas para la Iglesia».

La esperanza de los «movimientos»

Pero, pregunto inquieto, ¿su imagen negativa de la realidad de la Iglesia del posconcilio no deja lugar a algún elemento positivo?

«Paradójicamente —responde—, es en realidad la suma de los errores, es lo negativo lo que está transformándose en positivo. En estos años, muchos católicos han hecho la experiencia del éxodo; han vivido los resultados del conformismo de las ideologías; han experimentado lo que significa esperar del mundo redención, libertad y esperanza. Sólo conocían en teoría la faz de una vida sin Dios, de un mundo sin fe. Ahora, la realidad se ha vuelto diáfana y en su propia penuria han podido descubrir de nuevo la riqueza de su fe y su absoluta e indispensable necesidad: ha sido para ellos una dura purificación, como un pasar a través del fuego, que les abre a una más honda dimensión de la fe».

«Sin olvidar nunca —continúa— que todo concilio es una reforma que desde el vértice debe después llegar a la base de los creyentes. Es decir, todo concilio, para que resulte verdaderamente fructífero, debe ir seguido de una floración de santidad. Así sucedió después de Trento, que precisamente gracias a esto pudo llevar a cabo una verdadera reforma. La salvación para la Iglesia viene de su interior; pero esto no quiere decir que venga de las alturas, es decir, de los decretos de la jerarquía. Dependerá de todos los católicos, llamados a darle vida, el que el Vaticano II y sus consecuencias sean considerados en el futuro como un período luminoso para la historia de la Iglesia. Como decía Juan Pablo II conmemorando en Milán a San Carlos Borromeo: «La Iglesia de hoy no tiene necesidad de nuevos reformadores. La Iglesia tiene necesidad de nuevos santos».

¿No ve, pues, insisto, otros resultados positivos —además de aquellos que provienen de lo «negativo»— en este período de la historia eclesial?

«Naturalmente que sí. No me refiero al impulso de las jóvenes Iglesias, como la de Corea del Sur, ni a la vitalidad de las Iglesias perseguidas, porque no cabe relacionarlos directamente con el Vaticano II, como tampoco se puede situarlas directamente en la atmósfera de crisis. Lo que a lo largo y ancho de la Iglesia universal resuena con tonos de esperanza —y esto sucede justamente en el corazón de la crisis de la Iglesia en el mundo occidental— es la floración de nuevos movimientos que nadie planea ni convoca y surgen de la intrínseca vitalidad de la fe. En ellos se manifiesta —muy tenuemente, es cierto— algo así como una primavera pentecostal en la Iglesia».

¿En qué piensa en particular?

«Pienso por ejemplo en el Movimiento carismático, en las Comunidades neocatecumenales, en los Cursillos, en el Movimiento de los Focolari, en Comunión y Liberación, etc. Todos estos movimientos plantean algunos problemas y comportan mayores o menores peligros. Pero esto es connatural a toda realidad viva. Cada vez encuentro más grupos de jóvenes resueltos y sin inhibiciones para vivir plenamente la fe de la Iglesia y dotados de un gran impulso misionero. La intensa vida de oración presente en estos Movimientos no implica un refugiarse en el intimismo o un encerrarse en una vida «privada». En ellos se ve simplemente una catolicidad total e indivisa. La alegría de la fe que manifiestan es algo contagioso y resulta un genuino y espontáneo vivero de vocaciones para el sacerdocio ministerial y la vida religiosa».

Nadie ignora, sin embargo, que entre los problemas que estos nuevos movimientos plantean está también el de su inserción en la pastoral general. Su respuesta es rápida: «Lo asombroso es que todo este fervor no es el resultado de planes pastorales oficiales ni oficiosos, sino que en cierto modo aparece por generación espontánea. La consecuencia de todo ello es que las oficinas de programación —por más progresistas que sean— no atinan con estos movimientos, no concuerdan con sus ideas. Surgen tensiones a la hora de insertarlos en las actuales formas de las instituciones, pero no son tensiones propiamente con la Iglesia jerárquica como tal. Está forjándose una nueva generación de la Iglesia, que contemplo esperanzado. Encuentro maravilloso que el Espíritu sea, una vez más, más poderoso que nuestros proyectos y juzgue de manera muy distinta a como nos imaginábamos. En este sentido, la renovación es callada, pero avanza con eficacia. Se abandonan las formas antiguas, encalladas en su propia contradicción y en el regusto de la negación, y está llegando lo nuevo. Cierto, apenas se lo oye todavía en el gran diálogo de las ideas reinantes. Crece en silencio. Nuestro quehacer —el quehacer de los ministros de la Iglesia y de los teólogos— es mantenerle abiertas las puertas, disponerle el lugar. El rumbo imperante todavía en la actualidad es, de todos modos, otro. En fin, para quien contempla la situación espiritual de nuestros días, verdaderamente tempestuosa, no hay más remedio que hablar de una crisis de la fe, que sólo podremos superar adoptando una actitud franca y abierta».

Notas

[2] En muchos comentarios periodísticos a esta respuesta no se ha recogido la palabra «restauración» con todas las precisiones necesarias y que aquí se reseñan. Esta es la razón de que, interpelado por un periódico, el cardenal Ratzinger declarase por escrito lo siguiente:
«Ante todo, quiero simplemente recordar lo que he dicho en realidad: no se da ningún retorno al pasado; una restauración así entendida no sólo es imposible, sino que ni siquiera es deseable. La Iglesia avanza hacia el cumplimiento de la historia, teniendo ante su mirada al Señor que viene. Pero si el término «restauración» se entiende según su contenido semántico, es decir, como recuperación de valores perdidos en el interior de una nueva totalidad, diría entonces que es precisamente este el cometido que hoy se impone, en el segundo periodo del posconcilio. Sin embargo, la palabra «restauración», para nosotros, hombres de nuestro tiempo, se encuentra determinada lingüísticamente de tal modo que resulta difícil atribuirle este significado. En realidad, quiere decir literalmente lo mismo que la palabra «reforma», término este último que tiene para nosotros un sentido totalmente distinto.
Tal vez pueda esclarecer la cosa con un ejemplo sacado de la historia. En mi opinión, Carlos Borromeo es la expresión clásica de una verdadera reforma, es decir, de una renovación que conduce hacia adelante, precisamente, porque enseña a vivir de un modo nuevo los valores permanentes, teniendo presente la totalidad del hecho cristiano y la totalidad del hombre. Puede decirse ciertamente que Carlos reconstruyó («restauró») la Iglesia católica, la cual, en el Milán de aquel entonces, se hallaba casi destruida, sin retornar por esto al medievo; al contrario, creó una forma moderna de Iglesia. Cuán poco «restauradora» fuese una tal «reforma» se comprende, por ejemplo, por el hecho de que Carlos suprimiera una orden religiosa entonces en decadencia y asignase sus bienes a nuevas comunidades vivas. ¿Quién posee hoy el valor de declarar definitivamente superado lo que se halla interiormente muerto (y continúa viviendo sólo exteriormente) y de confiarlo con claridad a la energía de los nuevos tiempos? Con frecuencia, nuevos fenómenos de despertar cristiano encuentran la hostilidad precisamente de quienes se presentan como reformadores, los cuales, a su vez, defienden espasmódicamente instituciones que continúan existiendo sólo en contradicción consigo mismas.
En Carlos Borromeo podéis ver, por lo tanto, lo que yo he querido decir con «reforma» (o «restauración», en su significado originario): vivir proyectados hacia una totalidad, vivir de un «sí» que reconduce a la unidad las fuerzas recíprocamente encontradas de la existencia humana. Un «sí» que les confiere un sentido positivo en el interior de la totalidad. En Carlos se puede también ver cuál es el presupuesto esencial para una renovación semejante. Carlos pudo convencer a otros porque él mismo era un hombre convencido. Pudo conservar su certeza en medio de las contradicciones de su tiempo porque él mismo las vivía. Y las podía vivir porque era cristiano en el más profundo sentido de la palabra, es decir: estaba totalmente centrado en Cristo. Lo que verdaderamente cuenta es restablecer esta integral relación con Cristo. De esta relación integral con Cristo no se puede convencer a nadie sólo con argumentos; pero se la puede vivir y, a través de esta vivencia, hacerla creíble a los otros, invitándoles a compartirla».

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