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Capítulo I.- Encuentro insólito

Pasión y razón

«Un alemán agresivo, de talante orgulloso; un asceta que empuña la cruz como una espada».

«Un típico bávaro, de aspecto cordial, que vive modestamente en un pisito junto al Vaticano».

«Un Panzer-Kardinal que no ha dejado jamás los atuendos fastuosos ni el pectoral de oro de Príncipe de la Santa Iglesia Romana».

«Va solo, con chaqueta y corbata, frecuentemente al volante de un pequeño utilitario, por las calles de Roma. Al verle, nadie pensaría que se trata de uno de los hombres más importantes del Vaticano».

Y así podríamos seguir. Citas y citas (todas auténticas), naturalmente, tomadas de artículos publicados en diarios de todo el mundo. Son artículos que comentan algunas de las primicias (publicadas en la revista mensual Jesúsy luego traducidas a muchas lenguas) contenidas en la entrevista que nos concedió el cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto, desde enero de 1982, de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, institución vaticana que, como es sabido, hasta hace veinte años se vino llamando durante cuatro siglos «Inquisición Romana y Universal» o «Santo Oficio».

Al leer retratos tan dispares del propio aspecto físico del cardenal Ratzinger, no faltará algún malicioso que sospeche que también el resto de tales comentarios esté más bien lejos del ideal de «objetividad informativa», del que tan a menudo hablamos los periodistas en nuestras asambleas.

No nos pronunciamos al respecto; nos limitamos a recordar que en todo hay siempre un lado positivo.

En nuestro caso, en estas contradictorias «transformaciones» sufridas por el «Prefecto de la fe» bajo la pluma de algún que otro colega (no de todos, por supuesto) está, acaso, la señal del interés con que ha sido acogida la entrevista con el responsable de una Congregación cuya reserva era legendaria y cuya norma suprema era el secreto.

El acontecimiento era, en efecto, realmente insólito. Al aceptar dialogar con nosotros unos días, el cardenal Ratzinger concedió la más extensa y completa de sus escasísimas entrevistas. Y a ello hay que añadir que nadie en la Iglesia —aparte, naturalmente, el Papa— habría podido responder con mayor autoridad a nuestras preguntas.

La Congregación para la Doctrina de la Fe —téngase en cuenta— es el instrumento del que se sirve la Santa Sede para promover la profundización en la fe y velar por su integridad. Es, pues, la auténtica depositaria de la ortodoxia católica. A ello se debe que ocupe el primer puesto en la lista oficial de las Congregaciones de fa Curia romana; como escribió Pablo VI, al darle precedencia sobre todas las demás en la reforma posconciliar, «es la Congregación que se ocupa de las cosas más importantes».

Así, pues, ante la singularidad de una entrevista tan amplia con el «Prefecto de la fe» —y ante los contenidos que por su claridad y franqueza rayan en la crudeza—, se comprende fácilmente que el interés de algunos comentaristas haya derivado en apasionamiento y en necesidad de alinearse: a favor o en contra.

Una toma de posición, que ha afectado incluso a la propia persona física del cardenal Ratzinger, convertida en positiva o negativa, según el estado de ánimo de cada periodista.

Vacaciones del cardenal

Por lo que a mí respecta, yo estaba al corriente de los escritos de Joseph Ratzinger, pero no le conocía personalmente. La cita quedó concertada para el 15 de agosto de 1984, en la pequeña e ilustre ciudad que los italianos llaman Bressanone y los alemanes Brixen: una de las capitales históricas del territorio que los primeros llaman Alto Adigio y los otros Tirol del Sur; tierra de príncipes obispos, de luchas entre papas y emperadores; campo de encuentro —y, hoy como ayer, de choque— entre la cultura latina y la germánica. Un lugar casi simbólico, por tanto, aunque ciertamente no elegido a propósito. ¿Por qué, pues, Bressanone-Brixen?

No faltará quien siga imaginándose a los miembros del Sacro Colegio, a los cardenales de la Santa Iglesia Romana, como a unos príncipes que salen los veranos de sus fastuosos palacios de la Urbe para pasar las vacaciones en lugares deliciosos.

Para su eminencia Joseph Ratzinger, cardenal Prefecto, la realidad es muy distinta. Los escasos días en que logra escapar del agosto romano los pasa en la no demasiado fresca cuenca de Bressanone. Y allí no se hospeda en un chalé ni en un hotel, sino que se queda en el seminario, que alquila a precio módico algunas habitaciones, con lo que la diócesis consigue algunos ingresos para el sostenimiento de los estudiantes de teología.

En los pasillos y en el refectorio del antiguo edificio barroco se encuentran ancianos eclesiásticos atraídos por tan modesto veraneo; se cruzan grupos de peregrinos alemanes y austríacos que hacen una parada en su viaje hacia el sur.

El cardenal Ratzinger está allí, toma los sencillos alimentos preparados por las monjas tirolesas sentado a la misma mesa que los sacerdotes en vacaciones. Vive solo, sin el secretario alemán que tiene en Roma y sin más compañía que la eventual de los familiares que vienen a encontrarse con él desde la cercana Baviera.

Uno de sus jóvenes colaboradores de Roma nos ha comentado la intensa vida de oración con que contrarresta el peligro de convertirse en un gran burócrata, rubricador de decretos ajenos a la humanidad de las personas a las que afectan. Con frecuencia —nos decía ese joven— nos reúne en la capilla del palacio para una meditación y oración en común. Hay en él una constante necesidad de enraizar nuestro trabajo diario, frecuentemente ingrato y en contacto con la patología de la fe, en un cristianismo vivido.

Derecha-izquierda. Optimismo-pesimismo

Es, pues, un hombre inmerso por entero en una dimensión religiosa. Y sólo desde esta su perspectiva podremos captar el verdadero sentido de cuanto dice. Desde este punto de vista carecen de sentido esos esquemas (conservador-progresista; derecha-izquierda)que proceden de una dimensión bien distinta, la de las ideologías políticas, y no son aplicables, por consiguiente, a la visión de lo religioso, que , al decir de Pascal, «pertenece a otro orden que supera, en profundidad y altura, a todos los demás».

Estaría igualmente fuera de lugar aplicarle otro esquema adocenado (optimista; pesimista), porque cuanto más hace suyo el hombre de fe el acontecimiento en que se funda el optimismo por excelencia —la Resurrección de Cristo—, tanto más puede permitirse el realismo, la lucidez y el coraje de llamar a los problemas por su nombre, para afrontarlos sin cerrar los ojos o ponerse gafas de color rosa.

En una conferencia del entonces teólogo, profesor (era el año 1968), encontramos esta conclusión a propósito de la situación de la Iglesia y de su fe: «Puede que esperaseis un panorama más alegre y luminoso. Y habría motivo para ello quizás en algunos aspectos. Pero creo que es importante mostrar las dos caras de cuanto nos llenó de gozo y gratitud en el Concilio, entendiendo bien de este modo el llamamiento y el compromiso implícitos en ello. Y me parece importante denunciar el peligroso y nuevo triunfalismo en el que caen con frecuencia precisamente los contestadores del triunfalismo pasado. Mientras la Iglesia peregrine sobre la tierra no tiene derecho a gloriarse de sí misma. Esta actitud podría resultar más insidiosa que las tiaras y sillas gestatorias, que, en todo caso, son ya motivo más de sonrisas que de orgullo»[1]

Este su convencimiento de que «el puesto de la Iglesia en la tierra está solamente al pie de la cruz», ciertamente no conduce —según él— a la resignación, sino a todo lo contrario: «El Concilio —señala— quería señalar el paso de una actitud de conservadurismo a una actitud misionera. Muchos olvidan que el concepto conciliar opuesto a «conservador» no es «progresista», sino «misionero».

«El cristiano —recuerda por si hay alguien todavía que le sospeche pesimista— sabe que la historia está ya salvada, y que, al final, el desenlace será positivo. Pero desconocemos a través de qué hechos y vericuetos llegaremos a ese gran desenlace final. Sabemos que los «poderes del infierno» no prevalecerán sobre la Iglesia, pero ignoramos en qué condiciones acaecerá esto».

En un determinado momento le he visto abrir los brazos y brindar su única «receta» frente a una situación eclesial en la que ve luces, pero también insidias: «Hoy más que nunca, el Señor nos ha hecho ser conscientemente responsables de que sólo El puede salvar a su Iglesia. Esta es de Cristo, y a El le corresponde proveer. A nosotros se nos pide que trabajemos con todas nuestras fuerzas, sin dar lugar a la angustia, con la serenidad del que sabe que no es más que un siervo inútil, por mucho que haya cumplido hasta el final con su deber. Incluso en esta llamada a nuestra poquedad veo una de las gracias de este período difícil». «Un período —continúa— en el que se nos pide paciencia, esa forma cotidiana de un amor en el que están simultáneamente presentes la fe y la esperanza».

A decir verdad (y en aras de esa «objetividad de la información» de la que hemos hablado), a lo largo de los días que pasamos juntos no me ha parecido descubrir en él nada que justifique esa imagen de dogmático, de férreo Inquisidor Mayor con que quieren algunos etiquetarlo. Le he visto alguna vez, sí, amargado, pero también le he oído reír a placer, contando alguna anécdota o comentando alguna ocurrencia. A su sentido del humour añade otra característica que contrasta también con ese cliché de «inquisidor»: su capacidad de escucha, su disponibilidad a dejarse interrumpir por el interlocutor y su rapidez de respuesta a cualquier pregunta con franqueza total, sin importarle que el magnetófono siguiera funcionando. Un hombre, pues, muy alejado del estereotipo de «cardenal de curia» evasivo y socarronamente diplomático. Periodista ya veterano, habituado, por tanto, a toda clase de interlocutores (altos prelados vaticanos incluidos), confieso haberme quedado alguna vez con la boca abierta al recibir una respuesta clara y directa a todas y cada una de mis preguntas, incluso las más delicadas.

Ni por exceso ni por defecto

Dejo, por tanto, a juicio del lector (sean cuales fueren después sus conclusiones) estas afirmaciones, tal como las hemos transcrito, esforzándonos por ser fieles a cuanto hemos escuchado.

No estará de más recordar que los textos —tanto los del artículo como los de este libro han sido revisados por el interesado, que, al aprobarlos (no sólo en el original italiano, sino también en sus traducciones, empezando por la alemana, que ha servido de norma para las restantes), ha declarado reconocerse en ellos.

Decimos esto por quien —en los vivacísimos comentarios al anuncio previo de esta obra— ha dado a entender que en la entrevista pudiera haber demasiado del entrevistador. La aprobación de los textos por parte del cardenal Ratzinger demuestra que no se trata de «el cardenal Ratzinger según un periodista», sino de «el Ratzinger que, entrevistado por un periodista, ha reconocido en tales textos la fidelidad de interpretación». Por lo demás, así parece haberlo confirmado autorizadamente la amplia síntesis publicada por L'Osservatore Romano.

Otros, por el contrario, han sospechado o insinuado que en el texto habría demasiado poco de nuestra cosecha; algo así como si se hubiera tratado de una operación «pilotada», de un manejo dentro de quién sabe qué compleja estrategia, en la que el periodista queda reducido a un hombre de paja. Convendrá, pues, puntualizar como se desarrollaron los hechos en toda su sencilla verdad. Los editores con los que colaboro habían cursado una petición corriente de entrevista. La idea era que si el cardenal pudiese disponer no de unas horas, sino de algunos días, el artículo previsto para un diario especializado podría convertirse en libro. Pasado un tiempo, la secretaría del cardenal Ratzinger respondió citando al periodista en Bressanone, donde el Prefecto se puso a disposición del entrevistador, sin que mediara acuerdo previo alguno, con la única condición de revisar los textos antes de su publicación. No hubo, pues, contacto alguno precedente, ni tampoco contacto o intervención de ninguna clase después, sino plena confianza y libertad (en el marco de una obvia fidelidad) para el redactor de las conversaciones.

Entre los que abrigan suspicacias de un demasiado poco están quienes acaso nos echan en cara no hacer estado con Joseph Ratzinger suficientemente «polémicos», «críticos»; más aún, «maliciosos». Pero tales objeciones provienen de quienes dan lugar a eso que a nosotros nos parece, sin más, un pésimo periodismo: aquel en el que el interlocutor no es más que un pretexto para que el cronista pueda entrevistarse a sí mismo, exhibirse, poniendo de relieve su modo de ver las cosas.

Nosotros, en cambio, entendemos que el verdadero servicio de quienes nos consideramos «Informadores» consiste precisamente en informar a los lectores del punto de vista del entrevistado, dejando a los lectores que juzguen. Animar al interlocutor a que se explique, darle la oportunidad de que diga lo que tiene que decir: esto es lo que, como con cualquier otro, hemos tratado de hacer también con el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Pero, eso sí, sin ocultar (quede claro para evitar hipócritas aspavientos sobre una imposible «neutralidad») nuestro propio compromiso con la aventura de la Iglesia en la encrucijada actual de su historia; y sin esconder que hemos aprovechado la ocasión para tratar de comprender qué es lo que está ocurriendo en una dimensión eclesial que no por ser seglares deja de afectarnos personalmente. Por lo tanto, las preguntas al cardenal, aunque propuestas en nombre de los lectores, eran también nuestras preguntas y obedecían también a nuestra necesidad de comprender. Es un deber, nos parece, de quien se dice creyente, de quien se reconoce miembro de la Iglesia católica.

Teólogo y pastor

No cabe duda que, al nombrar a Joseph Ratzinger responsable del ex Santo Oficio, Juan Pablo II se propuso realizar una elección de «prestigio». Desde 1977, promovido por Pablo VI, era cardenal arzobispo de una diócesis de tan ilustre pasado ,y tan importante presente como Munich. Pero aquel sacerdote llamado por sorpresa a aquella sede episcopal era ya uno de los más famosos pensadores católicos, con un puesto muy claro en cualquier historia de la teología contemporánea.

Nacido en 1927 en Marktl-am Inn, diócesis bávara de Passau; ordenado en 1951, doctorado con una tesis sobre San Agustín y posteriormente profesor de Teología dogmática en las más célebres universidades alemanas (Münster, Tübingen, Regensburg), Ratzinger había alternado publicaciones científicas con ensayos de alta divulgación convertidos en best-selleren muchos países. La crítica puso de relieve que sus obras no se movían por eruditos intereses meramente sectoriales, sino por la investigación global de lo que los alemanes llaman das Wessen, la esencia misma de la fe y su posibilidad de confrontación con el mundo moderno. En este sentido es típica su Einführung in das Christentum,introducción al cristianismo, una especie de clásico incesantemente reeditado, con el que se ha formado toda una generación de clérigos y seglares, atraídos por un pensamiento totalmente «católico» y a la vez totalmente «abierto» al clima nuevo del Vaticano II. En el Concilio, el joven teólogo Ratzinger participó como experto del episcopado alemán, conquistándose el aprecio y solidaridad de quienes en aquellas históricas sesiones veían una ocasión preciosa de adecuar a los tiempos la praxis y la pastoral de la Iglesia.

Un «progresista» equilibrado, en una palabra, si se quiere usar el esquema desorientador de que hemos hablado. En todo caso, y confirmando su reputación de estudioso «abierto», en 1964 el profesor Ratzinger aparece entre los fundadores de aquella revista internacional Concilium que agrupa a la llamada «ala progresista» de la teología, un grupo impresionante, cuyo cerebro dirigente está en la «Fundación Concilium», en Nimega (Holanda), y que puede disponer de medio millar de colaboradores internacionales, que anualmente producen unas dos mil páginas traducidas a todas las lenguas. Hace veinte años, Joseph Ratzinger estaba allí, entre los fundadores y directivos de una publicación-institución que habría de convertirse en interlocutor crítico de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

¿Qué supuso tal colaboración para quien iba a ser, con el tiempo, Prefecto del ex Santo Oficio? ¿Una desgracia? ¿Un pecado de juventud? Y entretanto, ¿qué ha ocurrido? ¿Un viraje en su pensamiento? ¿Un «arrepentimiento»?

Se lo preguntaré como bromeando, pero su respuesta será rápida y seria: «No soy yo el que ha cambiado, han cambiado ellos. Desde las primeras reuniones presenté a mis colegas estas dos exigencias. Primera: nuestro grupo no debía ser sectario ni arrogante, como si nosotros fuéramos la nueva y verdadera Iglesia, un magisterio alternativo que lleva en el bolsillo la verdad del cristianismo. Segunda: teníamos que ponernos ante la realidad del Vaticano II, ante la letra y el espíritu auténticos del auténtico Concilio, y no ante un imaginario Vaticano II, sin dar lugar, por tanto, a escapadas en solitario hacia adelante. Estas exigencias, con el tiempo, fueron teniéndose cada vez menos presentes, hasta que se produjo un viraje —situable en torno a 1973— cuando alguien empezó a decir que los textos del Vaticano III no podrían ser ya el punto de referencia de la teología católica. Se decía, en efecto, que el Concilio pertenecía todavía al «momento tradicional, clerical» de la Iglesia, y que, por tanto, había que superarlo; no era, en suma, más que un simple punto de partida. Para entonces yo ya me había desvinculado tanto del grupo de dirección como del de los colaboradores. He tratado siempre de permanecer fiel al Vaticano II, este hoy de la Iglesia, sin nostalgias de un ayer irremediablemente pasado y sin impaciencias por un mañana que no es nuestro».

Y, pasando de la abstracción teórica a la concreción de la experiencia personal, prosigue: «Me gustaba mi trabajo docente de investigación. Ciertamente no aspiré a estar al frente de la archidiócesis de Munich, primero, y de la Congregación para la Doctrina de la Fe, después. Se trata de un servicio muy duro, pero que me ha permitido comprender, estudiando diariamente los informes que llegan a mi mesa desde todo el mundo, en que consiste la preocupación por la Iglesia universal Desde mi silla, bien incómoda (pero que al menos me permite ver el cuadro general), me he dado cuenta de que determinada «contestación» de ciertos teólogos lleva el sello de las mentalidades típicas de la burguesía opulenta de Occidente. La realidad de la Iglesia concreta, del humilde pueblo de Dios, es bien diferente de como se la imaginan en esos laboratorios donde se destila la utopía».

La sombra del Santo Oficio

Se juzgue como se juzgue, es, pues, un hecho objetivo: el llamado «gendarme de la fe» no es en realidad un hombre de la Nomenklatura, un funcionario que sólo entiende de curias y estructuras; es un hombre de estudio con experiencia pastoral concreta.

Por otro lado, tampoco la Congregación que ha sido llamado a presidir es ya aquel Santo Oficio en torno al cual (en virtud de efectivas responsabilidades históricas, pero también por influencia de la propaganda antieclesiástica desde el setecientos europeo hasta hoy) se había creado una tenebrosa «leyenda negra». En nuestros días, la propia investigación histórica a cargo de seglares reconoce que el Santo Oficio real se ha comportado con más ecuanimidad, moderación y cautela de lo que pretende cierto mito tenaz alojado en la imaginación del hombre de la calle.

Los estudiosos recomiendan además distinguir entre «Inquisición española» e «Inquisición Romana y Universal». Esta última fue creada en 1542 por Paulo III, el papa que buscaba por todos los medios convocar el Concilio que iba a pasar a la historia con el nombre de Trento. Como primera medida para la reforma católica y para detener la herejía que desde Alemania y Suiza amenazaba Con extenderse por doquier, Paulo III instituyó un organismo especial integrado por seis cardenales, con potestad para intervenir allí donde se creyera necesario. Esta nueva institución no tenía al principio carácter permanente ni siquiera un nombre oficial; solamente después fue llamada Santo Oficio o Congregación de la Inquisición Romana y Universal. Nunca sufrió injerencias del poder secular y adoptó un sistema procesal preciso, dotado de ciertas garantías, al menos con relación a la situación jurídica de los tiempos y a las asperezas de las luchas. Cosa que no sucedió, en cambio, con la Inquisición española, que fue algo bien distinto: fue de hecho un tribunal del rey de España, un instrumento del absolutismo estatal que (surgido en su origen contra judíos y musulmanes sospechosos de «conversión ficticia» a un catolicismo entendido por la Corona también como instrumento político) actuó frecuentemente en contraste con Roma, desde donde los Papas no dejaron de hacer admoniciones y protestas.

Sea lo que fuere, hoy ya, incluso en lo que se refiere a la Inquisición romana o ex Santo Oficio, todo esto —empezando por el nombre— no es más que un recuerdo. Como decíamos, esta Congregación fue la primera que reformó Pablo V , mediante un motu proprio del 7 de diciembre de 1965, último día del Concilio. La reforma, pese a las modificaciones procesales introducidas, la ratificó en su tarea de velar por la rectitud de la fe, pero le asignó también un papel positivo: de estímulo, de propuesta y orientación.

Cuando pregunté a Ratzinger si le costó mucho pasar de ser teólogo (al que Roma, por cierto, no perdía de vista) a convertirse en controlador de la labor de los teólogos, no vaciló en responderme: «jamás habría aceptado prestar este servicio eclesial si mi cometido hubiera sido, ante todo, el de ejercer un control. Con la reforma, nuestra Congregación ha conservado, sí, unas tareas de decisión e intervención, pero el motu proprio de Pablo VI le asigna como objetivo prioritario el papel constructivo de «promover la sana doctrina a fin de brindar nuevas energías a los mensajeros del Evangelio». Naturalmente, estamos llamados como antes a vigilar, a «corregir los errores y a conducir al recto camino a los equivocados», como señala el propio documento, pero esta protección de la fe debe ir acompañada de la promoción».

¿Un servicio incomprendido?

Sin embargo, a pesar de todas las reformas, hay, incluso entre los católicos, muchos que no logran entender ya el sentido de servicio prestado a la Iglesia por esta Congregación, que, arrastrada al banquillo de los acusados, tiene también derecho a hacer que se oigan sus razones, que mas o menos suenan así, si hemos. entendido bien cuanto se encuentra en documentos y publicaciones y cuanto nos han dicho teólogos que defienden su función, considerándola hoy «más que nunca esencial».

Dicen éstos:

«Punto irrenunciable de partida, es, ahora y siempre, una prospectiva religiosa, fuera de la cual cuanto es servicio aparecería como. intolerancia y cuanto es obligada solicitud podría parecer dogmatismo. Si se entra, pues, en una dimensión religiosa, se comprende que la fe es el bien más alto y precioso. Y, en consecuencia, el que vela para que no se corrompa debería ser considerado —al menos por parte de los creyentes— todavía más benemérito que el que se ocupa de la salud del cuerpo. El Evangelio nos recomienda «no temer a quienes matan el cuerpo», sino «más bien a los que, junto con el cuerpo, pueden matar también el alma» (Mt 10,28). Y el propio Evangelio, —recogiendo palabras del Antiguo Testamento, recuerda que el hombre no vive «sólo de pan», sino ante todo de la «Palabra de Dios» (Mt 4,4). Ahora bien, esa Palabra, más indispensable que el alimento, debe ser acogida en su autenticidad y conservada al abrigo de contaminaciones. La pérdida del verdadero concepto de Iglesia y la reducción de la esperanza únicamente al horizonte de la historia (donde lo que sobre todo cuenta es el cuerpo», el «pan», y no «el alma», la «Palabra de Dios») son los responsables de que aparezca como irrelevante, cuando no anacrónico o, peor aún, nocivo, el servicio de una Congregación como la de la Doctrina de la Fe».

Siguen hablando los defensores de la Congregación de la que Joseph Ratzinger es el Prefecto: «Circulan por ahí slogans facilones. A tenor de uno de ellos, lo que cuenta hoy sería solamente la ortopraxis, es decir, el «comportarse bien», «amar al prójimo». En cambio, tendría valor secundario, cuando no alienante, la preocupación por la ortodoxia,es decir, el «creer de modo recto», según el sentido verdadero de la Escritura leída dentro de la Tradición de la Iglesia. Fácil sloganéste, por su superficialidad, porque (en todo tiempo, pero hoy sobremanera) ¿acaso no cambian radicalmente los contenidos de la ortopraxis, del amor al prójimo, según se entienda de un modo u otro la ortodoxia? Para poner un ejemplo de actualidad en el tema candente del tercer Mundo y América Latina: ¿Cuál es la praxis justa para socorrer a los pobres de forma verdaderamente cristiana y por tanto eficaz? ¿La opción por una acción correcta no presupone acaso un pensamiento correcto?, ¿no remite a la búsqueda de una ortodoxia?».

Estas son, pues, algunas de las razones sobre las que se nos invita a pronunciarnos.

Hablando con él de estas cuestiones preliminares, indispensables para entrar en el mello de la cuestión, el propio Ratzinger me dijo: «En medio de un mundo donde, en el fondo, el escepticismo ha contagiado también a muchos creyentes, es un verdadero escándalo la convicción de la Iglesia de que hay una Verdad con mayúscula y que esta Verdad es reconocible, expresable y, dentro de ciertos límites, definible también con precisión. Es un escándalo que comparten también católicos que han perdido de vista la esencia de la Iglesia, que no es una organización únicamente humana, y debe defender un depósito que no es suyo, cuya proclamación y transmisión tiene que garantizar a través de u n Magisterio que lo reproponga de modo adecuado a los hombres de todas las épocas».

Pero sobre el tema de la Iglesia, puntualiza enseguida, volverá más adelante; porque, para él, en este punto estaría una de las raíces de la crisis actual.

«Todavía hay herejías»

Pese al nuevo papel también positivo asumido por la Congregación —me permito observar—, ésta sigue manteniendo la facultad de intervenir allí donde sospeche que anidan «herejías» que amenacen la autenticidad de la fe. Términos como «herejía» o «herético» suenan, a nuestros oídos modernos, como algo tan raro que nos vemos precisados a ponerlos entre comillas. Al pronunciarlos o escribirlos nos sentimos arrastrados a épocas que parecen remotas. Eminencia, pregunto, ¿quedan de verdad «herejes»?, ¿sigue habiendo «herejías»?

«No soy yo quien responde —replica el cardenal—; lo hace el nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado en 1983 tras veinticuatro años de trabajo que lo han rehecho de arriba abajo y lo han puesto perfectamente en línea con la renovación conciliar. En el canon (es decir, artículo) 751 se dice: «Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma». Por lo que se refiere a las sanciones, el canon 1.364 establece que el hereje —a la par que el apóstata y el cismático— incurre en la excomunión latae sententiae. Y esto, que es válido para todos los fieles, agrava las medidas contra el hereje que además sea sacerdote. Vemos, por tanto, que, también para la Iglesia posconciliar (y valga esta expresión que no acepto y explicaré por qué), herejes y herejías —rubricadas por el nuevo Código como «delitos contra la religión y la unidad de la Iglesia»— existen y está previsto el modo de defender de ellas a la comunidad».

Y prosigue: «La palabra de la Escritura es actual para la Iglesia de todos los tiempos. Por lo tanto, tiene hoy también actualidad la admonición de la segunda carta de Pedro a que nos guardemos «de los falsos profetas y de los falsos maestros que inculcarán perniciosas herejías» (2,1). El error no es complementario de la verdad. No olvidemos que, para la Iglesia, la fe es un «bien común», una riqueza que pertenece a todos, empezando por los pobres y los más indefensos frente a las tergiversaciones; así que defender la ortodoxia es para la Iglesia una obra social en favor de todos los creyentes. En esta perspectiva, cuando se está ante el error, no hay que olvidar que se deben tutelar los derechos individuales de cada teólogo, pero también los derechos de la comunidad. Naturalmente, visto todo a la luz del alto aviso evangélico: «verdad en la caridad». También por esto, aquella excomunión en la que hoy sigue incurriendo el hereje es considerada como «sanción medicinal», en el sentido de una pena que no busca tanto el castigo como la corrección y curación. Quien, convicto de su error, lo reconoce, es siempre acogido con los brazos abiertos, como un hijo especialmente querido, en la plena comunión de la Iglesia».

Sin embargo —observo—, todo esto parece, ¿cómo diríamos?, demasiado simple y transparente como para estar en consonancia con la realidad de nuestro tiempo, tan poco susceptible de esquemas prefijados.

«Eso es verdad —responde—. Las cosas, en concreto, no son tan claras como las define (no podría proceder de otra forma) el nuevo Código. Esa «negación» y esa «duda pertinaz» de que se habla no las encontramos hoy día casi nunca. Y no porque no existan, sino porque no quieren aparecer como tales. Casi siempre las propias hipótesis teológicas se opondrán al Magisterio diciendo que éste no expresa la fe de la Iglesia, sino sólo «la arcaica teología romana». Dirán que no es la Congregación, sino ellos, los «herejes», los que están en posesión del sentido «auténtico» de la fe transmitida. A diario admiro la habilidad de los teólogos que logran sostener exactamente lo contrario de lo que con toda claridad está escrito en los documentos del Magisterio. Y, sin embargo, tal vuelco se presenta, mediante hábiles artificios dialécticos, como el «verdadero» significado del documento que se discute».

Notas

[1] Das Neue Volk Gottes, p. 150 y ss.

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