conoZe.com » bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias

La peor sociedad que haya existido jamás

La condena pronunciada contra los Estados Unidos principalmente en Europa, donde Francia blande, a ese respecto, el altavoz más sonoro, no se refiere sólo a su «unilateralismo» de hiperpotencia... reproche curiosamente combinado, por lo demás, cuando resulta necesario, con la queja sobre su aislacionismo. La sentencia infama también a la sociedad americana en cuanto tal, en su funcionamiento interno. Según sus considerandos, se trata supuestamente de la peor reunión de seres humanos que la Historia haya conocido jamás.

¿Qué panorama de la sociedad americana se puede grabar en la mente del europeo medio? Sobre todo si es francés, apenas puede elegir, en vista de lo que lee u oye todos los días en la prensa y los medios de comunicación, obra de los intelectuales, y en los discursos de los dirigentes políticos.

En primer lugar, es una sociedad enteramente regida por el dinero. Ningún otro valor, ni moral, ni cultural, ni humano, ni familiar, ni cívico, ni religioso, ni profesional o deontológico, ni intelectual tiene vigencia por y para ella. Todos esos valores remiten al dinero. Todas las cosas son mercancías: se las ve y se las utiliza exclusivamente como mercancías. Sólo se estima a una persona por su cuenta en el banco. Todos los presidentes de los Estados Unidos están vendidos a los petroleros o a los traficantes de armas o al grupo de presión agrícola o a los especuladores de Wall Street. América es la «jungla» por excelencia del liberalismo y del capitalismo «salvajes» (naturalmente). Además, y como consecuencia en cierto modo, los ricos en ese país son cada vez más ricos y cada vez menos numerosos, mientras que los pobres, cuya multitud no cesa, en cambio, de aumentar, son cada vez más pobres. La pobreza es la plaga dominante en los Estados Unidos. Por todas partes se ven en ese país hordas de miserables hambrientos, entre los cuales circulan lujosas «chauffered limousines» con cristales opacos de multimillonarios. Esa pobreza y esas desigualdades horrorizan legítimamente al europeo, tanto más cuanto que en América no existen —se sabe de buena fuente— ni seguridad social ni subsidios de desempleo ni jubilaciones ni ayuda a los más necesitados ni la menor solidaridad. Los americanos —cree firmemente el europeo, porque sus minorías selectas se lo repiten todos los días— no gozan de protección social alguna. Sólo los ricos pueden recibir tratamiento de enfermedad, ya que allí, tanto para los médicos como para todos los demás americanos, el beneficio es lo único sagrado. Los ricos son también los únicos que pueden hacer estudios prolongados ya que las universidades son de pago. A eso se debe el bajísimo nivel de conocimientos en los Estados Unidos, tanto más consternador cuanto que las enseñanzas elemental y secundaria son de una notoria nulidad.

Otro vicio típico: la violencia. Reina por doquier en América, tanto en forma de una delincuencia y una criminalidad incomparables en el mundo como en la fiebre casi insurreccional que agita permanentemente a los «guetos». Esta última es la consecuencia inevitable del racismo, arraigado en el corazón de la sociedad americana, donde enfrenta, por una parte, a las «comunidades» étnicas unas con otras y, por otra, al conjunto de las etnias minoritarias con la mayoría de sus opresores blancos. La imperdonable cobardía —combinada seguramente con venalidad— que inhibe desde siempre a los dirigentes políticos a la hora de prohibir la venta libre de armas de fuego propicia periódicamente ese horror de que los adolescentes no vayan a la escuela sino para abrir fuego en ella contra sus profesores y sus condiscípulos.

Otra convicción universalmente propalada: hay tantas menos posibilidades de curar todos esos males cuanto que los americanos tienen a gala elegir como presidentes a simples retrasados mentales. Desde el «vendedor de corbatas de Missouri» Truman hasta el cretino congénito de Texas George W. Bush, pasando por el «vendedor de cacahuetes» Carter y el «actor de serie B» Reagan, contemplamos en la Casa Blanca una auténtica galería de retrasados mentales profundos. Sólo, a nuestro juicio, sobresalió un poco de entre ese lastimoso rebaño John F. Kennedy, probablemente porque tenía el mérito de estar casado con una mujer de origen francés. Esa unión lo alzaba, naturalmente, hasta un nivel intelectual —digamos— medio, pero seguramente demasiado elevado aún para sus conciudadanos, que no se lo perdonaron, puesto que lo asesinaron.

De todos modos los Estados Unidos son —todo el mundo lo sabe— una democracia sólo en apariencia. El sistema político americano reveló su verdadero rostro con el maccarthysmo, entre 1950 y 1954. Poco importa que McCarthy fuera desaprobado por los propios conservadores americanos y que en diciembre de 1954 el Senado lo censurara por 67 votos contra 22, lo que lo apartó definitivamente de la vida política. Aun así, sigue siendo la quintaesencia del régimen creado por la Constitución de 1787.[68] Por otra parte, no se quiere saber que la Comisión de Actividades Antiamericanas de la Cámara fue creada en 1937 para luchar también contra el Ku Klux Klan, considerado una organización antiamericana, porque también el Klan rechazaba el contrato constitucional, que es el corazón del sistema americano.[69] O también la cantinela, machaconamente repetida en nuestras ondas y que se burlaba del «serial hollywoodiano» de la elección de noviembre de 2000, presuponía que Hollywood nunca había producido sino tostones, de lo cual se encontrará confirmación en toda la historia seria del cine.

Semejantes barbaridades reflejan más los problemas sociológicos de quienes las profieren que los defectos de la sociedad a la que se imaginan procesar. Pese a la difusión cada vez mayor de la información y al costo cada vez menor de los viajes desde 1970, no se han corregido los absurdos reinantes en los juicios tópicos sobre los Estados Unidos y difieren muy poco de aquellos cuyo catálogo confeccioné en Ni Marx ni Jesús.

No nos cansaremos de repetirlo: todas las sociedades tienen, desde luego, sus defectos, sus ignominias incluso. Es lícito que cualquier observador los describa y los condene, pero hace falta que sean ciertos. Ahora bien, la requisitoria habitual contra los Estados Unidos arrastra una pequeña partida de lugares comunes casi invariables, que denota sobre todo un desconocimiento del asunto que, de tan grosero como es, esperamos que sea voluntario y resultaría fácil de corregir. Así, al replicar a un artículo de Jacques Julliard, aparecido en Liberation,[70] cierto Jean-Marc Adolphe le reprocha, en el mismo periódico,[71] considerar a América una democracia, cuando resulta de todo punto evidente que no lo es, ya que «reserva el derecho de la atención médica idónea y del envejecimiento con dignidad a los más afortunados». Ahora bien, si bien la mayoría de los americanos están cubiertos por un sistema de seguros cuyas primas, repartidas entre empleadores y empleados, no son, por lo demás, superiores a nuestras cotizaciones sociales obligatorias, igualmente cierto es que, además, los gastos públicos de salud representan en los Estados Unidos un porcentaje del producto interior bruto prácticamente igual al porcentaje francés. En cuanto a los más pobres, están notoriamente cubiertos por un programa bien conocido, llamado Medicaid, y las personas ancianas por otro llamado Medicare, financiados los dos con dinero público. Cierto es que el sistema americano tiene lagunas, pero, si el nuestro no las tuviera, ¿acaso habría obligado el gobierno de Jospin a crear la CMU (seguro de enfermedad universal), en relación con el cual nos enteramos de que seis millones de franceses —es decir, ¡el diez por ciento de la población!— no tenían hasta entonces acceso a la atención sanitaria? Cuando el señor Adolphe escribe que en los Estados Unidos no se puede «envejecer dignamente», si no se tiene una fortuna, probablemente se refiera a que en ese país no existen las jubilaciones pagadas con cargo al dinero público. Pues bien esa jubilación, llamada allí social security, fue instituida ya en el decenio de 1930 por F.D. Roosevelt.

Se trata de un simple ejemplo que al menos tiene el mérito de versar sobre un punto preciso. El señor Adolphe, que prefiere los terrenos imprecisos, afirma que América no puede ser una democracia, porque es, según dice, un país «en el que todo se compra y se vende». ¡Audaz generalización! De todos modos, nos gustaría saber si América es un país en el que el poder de los jueces es excesivo, como se le reprocha con frecuencia, o bien un país en el que no existe ningún Estado de derecho. Encontramos en ella un derecho sin duda, prosigue el señor Adolphe, pero es «el derecho de los productores, que prevalece sobre el de los autores». ¿Qué puede significar eso? ¿Qué no hay en los Estados Unidos contratos de edición? ¿Qué no está protegida en ese país la propiedad literaria y artística? ¿Qué la historia de la literatura americana, como la del cine, es un desierto, vacío de todo gran creador, de todo talento original, pues éstos han sido constantemente refrenados por los «productores»?

Los hombres de letras europeos no son los únicos que desprecian una literatura americana a la que, sin embargo, deben tantos temas renovadores y técnicas narrativas revolucionarias. El diario Asahi Shimbun, al preguntar a escritores y filósofos japoneses después del 11 de septiembre, registra entre ellos no sólo preferencias políticas que se inclinan más del lado de los terroristas islámicos que del de sus víctimas, sino también juicios literarios cargados de condescendencia y del sentimiento de su propia superioridad.[72] El filósofo Yujiro Nakamura escribe, por ejemplo:

«La cultura americana siempre ha glorificado la salud física y mental y ha desdeñado lo que se disimula en la sombra de la naturaleza humana; las debilidades y las carencias. ( ...) No tiene en cuenta a las personas por el hecho de ser débiles, pues se trata de una dimensión humana que no sirve a la productividad ni a la eficacia. Semejante civilización transmite una visión unidimensional del mundo que evacua la sensibilidad a los abismos de sombra que otros hombres llevan dentro de sí».

Resulta evidente que el señor Nakamura no ha leído ni a Melville ni a Poe ni a Hawthorne ni a Henry James ni a Faulkner ni a Tennessee Williams ni La grieta de Scott Fitzgerald, por citar sólo a algunos autores.

En la esfera política, la mayoría de los intelectuales consultados no dejan, naturalmente, de denunciar la «arrogancia» de América y añaden que su propia riqueza la inhabilita para hablar en nombre de los derechos humanos. Japón siempre ha sido —y todo el mundo lo sabe— en su historia profundamente respetuoso de estos últimos, como pudieron comprobar los coreanos, los chinos y los filipinos, antes de la segunda guerra mundial y durante ella, hasta el punto de que, más de sesenta años después de los hechos, los manuales escolares japoneses siguen silenciando patrióticamente las atrocidades cometidas en esos países por el ejército japonés. Ésa es la forma particular que tienen los historiadores japoneses de servir a la verdad y a su disciplina, con esa modestia que siempre ha caracterizado a Japón, país que nunca ha dado muestras —lo sabemos— de «arrogancia» ni ha exaltado ni empleado la fuerza.

Además, los escritores americanos son mucho más críticos de su sociedad de lo que proclaman los papagayos del antiamericanismo, japoneses, franceses o de otra índole. En particular, de 1865 a 1914, el período que separa el fin de la guerra de Secesión del comienzo de la primera guerra mundial, denominado Gilded Age, que podríamos traducir familiarmente por «la era del parné», vio surgir a varios novelistas que describen su sociedad como corrompida, vulgar, inculta, materialista e hipócritamente puritana. Pensamos en Frank Norris, Theodore Dreiser, Upton Sinclair o Sinclair Lewis, cuyas novelas son requisitorias tan exageradamente abrumadoras para la sociedad americana como las más negras novelas de Zola pueden serlo para la sociedad francesa prácticamente de la misma época. Esos autores toman con frecuencia sus temas

de las indagaciones de un periodismo de investigación escrupuloso a la hora de averiguar los hechos y sin miramientos a la hora de formular las enseñanzas que de ellos se desprenden... y eso también es una creación de la sociedad americana. Entonces se llamaba a esos periodistas muckrackers (literalmente, «removedores de lodo»), pero esa vena novelesca no se agotó en 1914 —basta con mencionar entre las dos guerras la obra de John Dos Passos—[73] y se prolonga después de la segunda guerra mundial, como atestiguan las novelas de John Updike o de Tom Wolfe.

Asimismo, las películas y los telefilmes americanos abordan de frente «asuntos de sociedad» espinosos o asuntos políticos candentes (el caso Watergate, por ejemplo) con mucha mayor frecuencia y crudeza que la producción europea. La idea de que en América la literatura y el cine están, supuestamente, consagrados por entero a la autosatisfacción del sueño americano y de la excelencia americana es propia del delirio... o de la ignorancia, que, como casi siempre en el caso de los Estados Unidos, es voluntaria; dicho de otro modo: se desprende de la mala fe.

Por lo demás, no se ve —dice riendo, burlón, el europeo medio— cómo podrían tener una cultura los Estados Unidos, cuando se trata de una sociedad que vive aún en estado salvaje, una sociedad regida por la violencia y devastada por la criminalidad.

Un primer contrasentido, respecto de la violencia en los Estados Unidos, se debe con frecuencia a que en inglés la palabra crime designa todas las clases de infracciones y delitos, hasta los menores, y no sólo, como la palabra francesa «crime», los asesinatos.

La traducción en inglés de esta última es murder, que se califica como de primero o de segundo «grado», según que haya habido o no premeditación. Cuando un europeo lee con espanto mezclado con secreta satisfacción las estadísticas de la delincuencia en los Estados Unidos, ignora, a no ser que se trate de un especialista, que «criminalidad» abarca allí los delitos menores, como el robo por el procedimiento del tirón, los cheques sin fondos, la venta de un canuto de marihuana en la esquina de una calle, la apropiación de un galón de gasolina del coche de un vecino tanto como el homicidio voluntario.

Una vez hechas esas precisiones, no por ello deja de ser cierto que la sociedad americana ha sido siempre una sociedad violenta, se trata de una realidad que reconocen desde hace tiempo los propios americanos, pero es también un azote que se esfuerzan por extirpar. No niegan su existencia, como lo hacen con demasiada frecuencia los europeos ante sus propias dificultades sociales. Los franceses, en particular, se han tapado los ojos durante mucho tiempo ante el aumento galopante de la inseguridad en su país.

El resultado es que, durante los quince últimos años del siglo xx, la delincuencia y la criminalidad han disminuido progresivamente en los Estados Unidos, mientras que subían por las nubes en Europa.[74] La hazaña americana más célebre a ese respecto es el «milagro de Nueva York», ciudad en la que Rudolph Giuliani, elegido alcalde en 1993, hizo disminuir en más de la mitad la delincuencia y la criminalidad en cinco años. En 1998 los asesinatos anuales, en particular, pasaron de 2.245 en 1990 a 633. (Nueva York cuenta con unos ochos millones de habitantes y durante la jornada laboral su población aumenta a doce millones de personas).

Giuliani, del que en los periódicos franceses empezaron a burlarse apodándolo con agudeza «Giussolini» por sus orígenes italianos, dejó después pasmados a los dirigentes de tantas grandes ciudades que han llegado a ser inhabitables por la inseguridad y que nada lograban con sus remedios de tipo placebo: en el resto de los Estados Unidos, en primer lugar, y, poco después, en el mundo entero. Giuliani nunca ha propugnado, al contrario que Mussolini, una política represiva brutal, pese a uno o dos atropellos graves, pero que en todos los países son el patrimonio imbécil o accidental de todas las policías, incluso y sobre todo de las más ineficaces. Su táctica, basada en el principio que llama «tolerancia cero», consistió en castigar todas las infracciones, por mínimas que fueran —robos de bicicletas, fraudes en el metro, tirones de bolsos—, sin pasar por alto nada. Si no se ahoga la delincuencia en el huevo, sostenía, se extiende ineluctablemente y da origen a esas «zonas sin ley» que constelan el territorio francés. Otra fórmula «giulianiana» es la imagen del «cristal roto». La expresión procede de un artículo de James Q. Wilson y George L. Kelling, «Broken Windows»[75] («Ventanas rotas»). Según su análisis, si en un barrio unos gamberros rompen un cristal y no es inmediatamente reparado y no se los detiene y sanciona inmediatamente, todo el inmueble y poco después todo el barrio será saqueado y caerá en manos de bandas que la policía ya no podrá controlar y que, con inversión de los papeles, perseguirán a la policía, cosa que ha llegado a ser, a partir de 1980, aproximadamente, el panorama «ciudadano» en Francia.

Después de haberse negado durante dos decenios a reconocer ni siquiera la existencia en Francia de un problema de inseguridad y después de haber accedido al fin a advertirlo, la izquierda se lanzó primero a una política denominada exclusivamente de prevención, que nada en absoluto previno. Así, pues, la izquierda francesa acabó cambiando de chaqueta bruscamente en 2001. Para calibrar la amplitud del vuelco, basta con recorrer los titulares del número de Le Monde del 4 de diciembre de 2001. «La izquierda no da preferencia a las explicaciones sociales de la delincuencia» (pág. 13), se leía en él. Y un titular abarcaba toda esa página: «La tolerancia cero, nueva referencia de las posiciones sobre la seguridad», con el subtítulo siguiente: «Ahora numerosos representan tes democráticos citan como ejemplo esa política de represión sistemática de la pequeña delincuencia, aplicada en Nueva York durante los mandatos de Rudolph Giuliani. Influye en la reflexión sobre el tratamiento de la violencia de los menores». Un recuadro en plena página destacaba la doctrina del «cristal roto».

Así, pues, incluso entre los socialistas, que confesaban así —y cito— su demasiado largo «angelismo», la mansedumbre para con los «comportamientos antisociales» había dejado de ser admisible. El Primer Ministro socialista, Lionel Jospin, declaraba en consecuencia: «Todo acto no respetuoso de la norma debe recibir su justa sanción». Salir del error después de veinte años tiene aún más mérito. Sin embargo, la ministra de Justicia, señora Lebranchou, procuró eludir las «amalgamas»: «El Gobierno no quiere reproducir el modelo americano». Cada cual con su horror y su honor, ¡qué caramba!

Nadie dejará de admirar la perfección contradictoria de ese razonamiento. Nadie discute ya, ni siquiera en Francia, que entre 1990 y 2000 los Estados Unidos lograron reducir sensiblemente su inseguridad, mientras que durante el mismo período la inseguridad francesa no cesaba, por su parte, de agravarse, igual que la inseguridad en toda Europa. En 2001, como nadie puede escurrir el bulto eternamente ante la evidencia, las autoridades francesas, desbordadas por su permanente fracaso ante ese azote, no pudieron por menos de reconocer que hacía mucho que su interpretación de las causas del mal era equivocada y sus remedios, basados en una supuesta prevención, eran ineficaces. Incluso la izquierda francesa, al instante seguida por su perrito faldero que es la derecha, se vio obligada a reconocer que no todo era malo en el método Giuliani... imitado, por los demás, en los Estados Unidos, con los mismos resultados convincentes, en muchas otras ciudades, además de Nueva York. Pero, aunque se adhiriera a ese método, por la presión de los hechos, Francia, o al menos su clase política, tuvo a bien proclamar que no por ello se convertía al «modelo americano». ¿Qué «modelo»? Se trata de un nombre muy pomposo para bautizar medidas de elemental sentido común, dictadas por la experiencia. Por citar otra esfera en la que Francia cuenta con una marca desastrosa, imaginemos que reduzca el número de sus muertos en carretera haciendo respetar efectivamente las limitaciones de velocidad gracias a una policía de tráfico que estuviera presente en otros sitios, además de en la televisión. ¿Sería eso seguir servilmente el «modelo americano» y, por tanto, un comportamiento condenable? ¿No sería más bien, por parte de un Gobierno, cumplir simplemente con su deber?

Así, vemos que en numerosos países el antiamericanismo sirve de excusa para las carencias gubernamentales, el subdesarrollo ideológico y el engaño delictivo. En cuanto se rechaza el «modelo americano», se ha optado por la buena opción, aunque se naufrague.

Esa mueca de desdén para con el «modelo americano», en materia de seguridad como de muchas otras dificultades sociales o económicas, por parte de numerosos países que hacen las cosas mucho peor que los Estados Unidos, con frecuencia raya no sólo en la inepcia, sino también en el ridículo, pues en materia de seguridad en particular la cuestión no es tanto si Francia, por ejemplo, debe seguir el modelo americano cuanto si es capaz de hacerlo. Asimismo, el 4 de enero de 2002, una periodista que entrevistaba en la RTL al alcalde de Amiens, una de las ciudades más afectadas por la guerra de las calles, le advirtió caritativamente contra el riesgo de transformarse en «alcalde sheriff a la americana». Seis meses antes, el Primer Ministro, Lionel Jospin, había empleado ya con desdén esa comparación del alcalde con el sheriff para negarse a devolver a los alcaldes franceses las competencias en materia de policía que tenían antes de 1939 y de las que los privó el régimen de Vichy. Además de que resultaba sorprendente oír a un Primer Ministro socialista defender un hipercentralismo policial introducido en Francia por una dictadura, la asimilación del alcalde de allende el Atlántico con el sheriff denota una singular, pero no excepcional, ignorancia de las instituciones americanas. En los Estados Unidos el sheriff (palabra procedente del derecho inglés) es un oficial de la administración elegido democráticamente, encargado de mantener el orden y hacer respetar las decisiones de la justicia en un condado. Nada tiene que ver con el alcalde, cuyas misiones, poderes y cometidos, en el marco de un municipio, son mucho mayores y se extienden a esferas múltiples y mucho más variadas. Es como si se confundiera en Francia a un alcalde de una gran ciudad con un capitán de la gendarmería.

Cierto es que resulta lícito observar que el sistema Giuliani, en Nueva York y en otros sitios, de 1990 a 2001, entraña zonas de sombra y que no es un éxito total. Lo malo es que, por proceder de nosotros, esa crítica no es legítima precisamente, en la medida en que nuestra política durante el mismo decenio ha sido un fracaso total. Mientras la delincuencia y la criminalidad retrocedían en América, las nuestras se duplicaban de 1985 a 1998.[76] Han galopado aún más rápidamente después. Chispa de lucidez: un habitante de Vitro-sur-Seine, al deplorar el aumento vertiginoso de los incendios de automóviles en su barrio, exclama; «¡Esto es peor que América!» En efecto. América ya ni siquiera puede servir de referencia, de tanto como nos hemos alejado de ella. Durante el año 2000, los ataques a mano armada aumentaron un 60 por ciento tan sólo en el departamento de Val-de-Marne. Y eso que no se registran la mayoría de los crímenes y delitos. Es lo que en el ministerio del Interior llaman la «cifra negra». Lo más inquietante es que ese aumento, al pasar del «incivismo» venial, como era de buen tono bautizarlo púdicamente, a la gran delincuencia y después a la criminalidad, indica la entrada en escena de actores cada vez más jóvenes y distintos del «hampa» tradicional. Un educador de Vitro-sur-Seine declara en Le Point[77] «Han salido de la escuela sin título y con un nivel escolar cercano a cero. Desde la edad de diez años, se han instalado en la economía paralela. No saben hacer otra cosa. Los asaltos a mano armada son un resultado lógico».

Esa explicación de un testigo privilegiado revela otro fracaso monumental del Estado francés: la educación nacional. Invirtiendo el rumbo de lo que habían hecho con cierto éxito y durante tres mil años los teóricos de la educación y los pedagogos,[78] unos totalitarios virtuosos hicieron prohibir, a partir de 1970, dos «abusos» considerados por ellos insoportables: la enseñanza y la disciplina. En efecto, la violencia en los establecimientos escolares, el bandidismo —digámoslo francamente— es uno de los aspectos más siniestros de nuestra incuria pedagógica. Durante mucho tiempo, esa violencia sólo afectaba a los institutos y los colegios, cosa comprensible, ya que se supone que para comenzar a manejar el puñal y la pistola, se deben contar al menos doce o trece años. A eso se deben las repetidas protestas de profesores exasperados por verse agredidos en clase y de ver a algunos de sus adolescentes tratados con brutalidad —asesinados a veces— por otros. Pero resulta que en 2001 se advirtió que la violencia descendía hasta los centros de enseñanza elemental y hacía estragos entre niños de menos de ocho años, que se atacaban los unos a los otros, además de a sus maestros. A finales de noviembre de 2001, en el vigésimo distrito de París y en L' Hay-les-Roses (Val-de-Marne), dos chavales de siete a ocho años molieron a palos y abofetearon a sus respectivas maestras.[79] Naturalmente, se trata de un asunto tabú, el ministerio lo «relativizó»; la administración disuadió en nombre de una sana moral «solidaria», «ciudadana» y «convivencial» a los padres que querían presentar una denuncia.

Como, por desgracia, esa hipocresía no tiene capacidad para reprimir una violencia ya dueña del terreno, los profesores utilizan cada vez más el único medio de que disponen para sacudir la inercia de los poderes públicos: la huelga. Una huelga que ha llegado a ser, por la imposibilidad en aumento de enseñar, casi permanente. Los profesores del colegio Victor-Hugo, en Noisy-le-Grand (Seine-Saint-Denis) —y se trata de un simple ejemplo elegido al azar en la prensa—,[80] heridos por «el hostigamiento cotidiano» de los alumnos, comprueban que «las dos terceras partes de las clases son incorregibles». Escriben al Primer Ministro y piden audiencia al Presidente de la República para exigir «el abandono de la política educativa aplicada desde hace veinte años en Francia». ¡Tema nuevo, capital y tanto más significativo cuanto que uno de los objetos de la burla francesa de los Estados Unidos es precisamente el supuesto estado lamentable de su enseñanza! Pero es en Francia sin duda alguna, también en Noisy-le-Grand, donde la madre de un alumno, tras deplorar las consecuencias de la huelga para los estudios de su hijo, recibe esta respuesta de una profesora: «Demos o no clase, de todas formas no aprenden gran cosa». Por lo demás, si un alumno quiere trabajar, siempre hay en la clase un bestia que lo hace entrar en razón infligiéndole una corrección. Así, en un colegio del extrarradio, un alumno, sentado en la primera fila y deseoso de seguir la clase, se vuelve hacia sus compañeros para pedirles que dejen de armar jaleo. Al instante recibe una tunda y le rompen una silla en la cabeza: puntos de sutura y diez días sin poder asistir a clase.[81] Un profesor de Geografía e Historia de veintinueve años observa amargamente: «La ley dice que un alumno puede llamarnos "cerdos" y "fascistas" y que no se debe castigarlo». Todos esos profesores revelan, así, la relación de causalidad mutua entre la ideología antieducativa y la ideología antiseguridad que en veinte años han sumido a Francia, mediante su acción combinada, en la anarquía en la que se convulsiona.

Los europeos tienen razón al censurar la libertad de venta de armas de fuego que subsiste en los Estados Unidos, pero esas vituperaciones serían más convincentes, si no resultara igualmente fácil procurarse armas en Europa, donde son objeto de un floreciente mercado negro. Aunque no sean de venta libre, el resultado es el mismo, si no peor. El tráfico de armas es «fenomenal» en Seine Saint-Denis, declaraba en noviembre de 2001 un dirigente del sindicato Force Ouvriere de la policía en la emisora de radio Europe 1. «En el departamento de Seine-Saint-Denis —decía— se han encontrado armas de guerra, en La Courneuve, hace dos semanas, y en Épinay».[82] Por lamentable que sea, la venta oficial de armas a los particulares en América permite al menos —o, mejor dicho, obliga a— registrar el nombre del comprador, que debe pagar también una licencia y dejar sus huellas dactilares. A Europa es a la que invade la jungla en el tráfico de armas, una jungla en la que todo el mundo puede procurárselas sin que se sepa quién las posee.

En el momento en que a finales de 2001 Francia, aun concediendo que su propia política de seguridad merecía una revisión, no por ello dejaba de despreciar ese pobre «modelo americano», se veía desfilar y protestar en todo el territorio nacional a policías y gendarmes, hartos de encontrarse cada vez más desprovistos de los medios necesarios para luchar contra la violencia, mientras una ley nueva (por fortuna, modificada más adelante) sobre la presunción de inocencia obligaba a la magistratura a liberar todos los días a criminales, aun cuando los hubieran detenido en flagrante delito. Un panorama tan desolador debería —nos parece— incitar a Francia a dar muestras de más humildad y moverla a aprovechar las enseñanzas que se desprenden de las experiencias menos desastrosas de otro país, en lugar de darle lecciones.

Pues en Francia la inseguridad, como la descomposición de la enseñanza, se debe a errores intelectuales muy franceses y no de la «hiperpotencia» y del «unilateralismo» americanos, que nada tiene, la verdad, que ver con ellos. ¿Cómo y por qué van a respetar la ley los delincuentes y los criminales, escolares o no, si la incitación a violarla procede de nuestra propia clase política?

Así, el jefe de la Confederación Campesina, el ilustre José Bové, estrella que reluce en el firmamento de la inteligencia nacional, vio volar en su ayuda a algunas primeras figuras políticas y de los medios de comunicación franceses cuando, el 20 de diciembre de 2001, fue condenado, tras su apelación, a seis meses de reclusión firme por haber destrozado, con la ayuda de sus matones un campo de arroz transgénico en junio de 1999. Noel Mamère, diputado y candidato oficial de los Verdes a la presidencia de la República, se declaró «indignado» y añadió: «Es una decisión política: los verdaderos vándalos y gamberros son Monsanto, Aventis y todos los grupos multinacionales que, en nombre de su interés privado y de la rentabilidad, quieren imponer riesgos al medio ambiente y a la salud de las personas, contra su voluntad. Denuncio a este tribunal político, esta sumisión de la justicia a los grupos de presión económicos y a la mundialización liberal».[83] Mamère se vio, evidentemente, secundado en su elogio de la delincuencia por los comunistas, cuyo portavoz se declaró «escandalizado» y, como experto, se atrevió a afirmar que Bové reñía «una lucha de ideas».

Paso por alto la indigencia intelectual de esos tópicos malolientes, extraídos del «basurero de la historia», la monumental incompetencia científica de esos charlatanes de plaza pública y una falsificación, habitual en ellos, de la información, ya que el campo de plantas transgénicas de que se trata no era cultivado por multinacionales, sino con carácter experimental por el Centro Nacional de Investigaciones Científicas.

Insisto sólo en esta «excepción francesa», y no americana, de que representantes del pueblo, legisladores, posibles candidatos a la magistratura suprema, garante, a su vez, de las instituciones republicanas, pongan en entredicho una decisión de la justicia acusando al tribunal de estar políticamente manipulado, afirmando en alto y en público que actos delictivos o criminales, castigados por el Código Penal, son una forma legítima del «debate de ideas», en una democracia, un Estado de derecho. Nuestros colegiales, adoctrinados por maestros de civismo de esa laya, carecen ya de razón para dudar de que infrinjan la ley cuando rompen una silla en la cabeza de uno de sus condiscípulos, chantajean a otros o plantan un cuchillo en la garganta a uno de sus profesores.

Otro fracaso francés explica en parte el aumento de la violencia urbana (y, por lo demás, rural también, ya que el elevado número de vehículos robados permite la ubicuidad de la delincuencia). Es el fracaso de la integración. Por lo demás, esa vergüenza tiene su origen en parte en la errónea concepción de la enseñanza que ha prevalecido durante los treinta últimos años del siglo xx y que podríamos llamar los años del último espasmo ideológico. Los perjuicios de esa concepción resultaron agravados aún más por el miedo que tenían los encargados de la educación de pasar por racistas al disponer clases especiales para los alumnos inmigrantes o hijos de inmigrantes, cuya lengua materna o instrumento de transmisión más corriente no era el francés, al menos al comienzo de los estudios, con lo que se organizaba y se instalaba para siempre esa discriminación precisamente temida. Se condenaba a los alumnos magrebíes y africanos a un fracaso escolar ineluctable y casi permanente, por falta de bases sólidas. En la instrucción, es decisivo tener una buen arranque. El fracaso escolar, provocado por las autoridades «pedagógicas» y políticas, proporcionaba y sigue proporcionando sus neófitos a las bandas de delincuentes de los «barrios» y al respecto vemos —segunda hipocresía— la negativa a reconocer lo que todas las investigaciones serias determinan: la llamada violencia «de los jóvenes» emana sobre todo de adolescentes cuyos padres emigraron del Magreb o del África negra y cuya integración impidió una política educativa estúpida. El miedo a ser calificados de racistas movió a los dirigentes políticos a escamotear el origen étnico de esa guerra de las calles.

Es lo que muestra ya Christian Jelen, precisamente en su Guerre des rues[84] [Guerra de las calles]. Pero, en aquella fecha, decir las cosas tal como eran aún escandalizaba. Requería un valor del que Jelen fue uno de los pocos en dar prueba, por razones enteramente opuestas a las de los extremistas de derecha, ya que él mismo era hijo de inmigrantes judíos polacos. Tres años después, con la extensión de un fenómeno cada vez más embarazoso, el tabú decaía, por lo demás, entre la izquierda.

Le Monde (4 de diciembre de 2001) publicaba en una página entera una entrevista con el padre Christian Delorme, sacerdote encargado de las relaciones con los musulmanes en la diócesis de Lyón y que durante veinte años había propugnado la política encaminada a respetar e incluso fortalecer la especificidad arabigomusulmana a fin de evitar cualquier sospecha de anexionismo cultural francés. El padre Delorme, con una intención cuya generosidad es indiscutible, había creado incluso asociaciones de jóvenes orientadas hacia la autonomía étnica. En 2001, el padre reconocía haberse equivocado y deploraba una «inquietante etnicización de las relaciones sociales». Y añadía: «En Francia no conseguimos decir ciertas cosas, a veces por razones encomiables. Así ocurre con la superdelincuencia de los jóvenes procedentes de la inmigración,[85] que durante mucho tiempo se ha negado... Y los políticos siguen sin saber cómo hablar de ella». Pero —y a eso es lo que quería yo llegar— ese sacerdote, pese a su honradez intelectual, no puede por menos de proyectar ese mal francés en los Estados Unidos: «Hay que denunciar el drama de las cárceles étnicas que pasan a ser, como en los Estados Unidos, los lugares de elaboración de una resistencia al modelo social dominante».

Notas

[68] Sobre el maccarthysmo, véase el capítulo primero, pág. 18.

[69] Véase el capítulo segundo, págs. 39 y siguientes.

[70] 14 de noviembre de 2001.

[71] 15 de noviembre de 2001.

[72] Véase Le Monde, 11 de diciembre de 2001. «Des intellectuels japonais s'interrogent sur la guerre en Afghanistan» [Intelectuales japoneses se preguntan por la guerra en Afganistán].

[73] Sobre todo su célebre trilogía USA (1919, Paralelo 42, Un dineral).

[74] Se pueden consultar las cifras al respecto en particular en Alain Bauer y Émile Pérez, L'Amérique, la violence, le crime, les réalités et les mythes [América, la violencia, el delito, las realidades y los mitos 1, PUF, 2000.

[75] 1994. Traducido en francés en Les Cahiers de la sécurité intérieure [Cuadernos de la Seguridad Interior], nº 15, primer trimestre de 1994.

[76] Véase Alain Bauer y Xavier Raufer, Violence et insécurité urbaine [Violencia e inseguridad urbana], PUF, «Que Sais-je?», 1998, y Christian Jelen, La Guerre des rues, la violence et les «jeunes» [La guerra de las calles, la violencia y los «jóvenes»], Plon, 1998.

[77] Le Point, 21 de diciembre de 2001, «Les braqueurs nouvelle vague».

[78] Véase la obra clásica de Henri-Irénée Marrou, Historia de la educación en la antigüedad, Akal, Madrid, 1985.

[79] Le Parisien-Aujourd'hui, 12 de diciembre de 2001: «La violence s'insinue dans les écoles primaires» [La violencia se insinúa en las escuelas primarias].

[80] Le Monde, 22 de diciembre de 2001.

[81] Libération, 22 de diciembre de 2001.

[82] Citado por Désinformation-hebdo, 21 de noviembre de 2001.

[83] Citado por Les Echos, 21 de diciembre de 2001.

[84] Op. cit.

[85] Esta parte de la frase subrayada por mí fue la que Le Monde eligió para que sirviera de título a toda la entrevista.

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