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¿Por qué tanto odio?...¡Y tantos errores! (y II)

Lo mismo ocurre con el terrorismo. El otro error que cometen quienes afirman la culpabilidad americana en los atentados de septiembre consiste en creer que se pueden cortar las raíces del terrorismo con una política de desarrollo y modernización, que de todos modos existe. El terrorismo vasco no se debió a que el País Vasco fuese más pobre que el resto de España. Era, al contrario, una de sus regiones más prósperas. El mundo musulmán, origen del hiperterrorismo actual, cuenta con algunos de los países más ricos del planeta, empezando por Arabia Saudí, que financia las redes de Osama ben Laden y a muchos otros integristas, en Argelia o en Europa. El terrorismo islámico en general es hijo de una idea fija religiosa, no de un análisis de las causas de la pobreza. No puede propiciar mejora alguna de la suerte de las sociedades atrasadas. Al contrario, rechaza como incompatibles con el Corán todos los remedios que podrían contribuir a dicha mejora: la democracia, la laicidad, la libertad intelectual, la igualdad del hombre y la mujer, la apertura a otras culturas, el pluralismo crítico.

Mucho peor aún: el hiperterrorismo inaugurado en Nueva York ha sido la causa indirecta de un retroceso de los países más pobres. La crisis económica que ha provocado o agravado en los países industrializados ha acarreado una reducción de sus importaciones procedentes de las regiones menos avanzadas, una regresión del turismo dirigido a esas mismas regiones y una disminución de las inversiones privadas en las regiones en vías de desarrollo. Según el Banco Mundial, las inversiones al respecto disminuyeron de 240.000 millones de dólares en 2000 a 160.000 millones en 2001. Según el presidente de ese mismo banco, diez millones de personas en el Tercer Mundo han vuelto a quedar, por esa razón, por debajo del nivel de un dólar al día de renta; decenas de miles de niños más corrían peligro de morir de hambre, se han destruido centenares de millones de puestos de trabajo. A cada nueva oleada de terrorismo —y no han sido escasas, desde hace treinta años, en todos los continentes—, vemos reaparecer el mismo razonamiento o la misma pregunta: ¿qué criterio objetivo permite distinguir a un terrorista de un resistente? El mismo individuo es un terrorista, a juicio de unos, y un combatiente de la libertad, a juicio de otros. ¿Acaso no llamaba la Gestapo terroristas a quienes los patriotas franceses llamaban resistentes durante los años de ocupación? Así, pues, abstengámonos de clasificar dentro del terrorismo toda acción violenta que nos desagrade.

Ese relativismo no ha cesado de resurgir después del 11 de septiembre. La agencia británica Reuters dio incluso, al final de septiembre, la orden a sus periodistas de prescindir del empleo del término «terrorista» para calificar los atentados de Nueva York y Washington o para designar a sus autores. Esos escrúpulos honran a quienes los sienten, pero parecen excesivos, porque se abstienen de hacer un análisis más preciso. Para distinguir a un terrorista de un auténtico luchador por la libertad, existen criterios menos subjetivos que el de nuestro punto de vista personal, según el bando al que pertenezcamos o por el que sintamos simpatía. ¿Cuáles? Se puede considerar legítima la violencia, si es efectivamente el único medio para intentar recobrar la libertad. Así es en caso de que se sufra una dictadura que suprima los derechos humanos, sobre todo si es totalitaria y, más en particular, si es obra de un ejército de ocupación extranjero. Ahora bien, casi ninguno de los movimientos terroristas que han hecho —o hacen aún— estragos desde hace treinta años no constituye una respuesta a esa situación, Las Brigadas Rojas en Italia, la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, Acción Directa en Francia, ETA en el País Vasco español desde 1977, los nacionalistas corsos, el IRA en Irlanda del Norte, Sendero Luminoso en Perú desde 1980 se entregaban o se entregan a la violencia en países democráticos, en los que la libertad está garantizada por las instituciones, en los que los ciudadanos pueden expresarse libremente, pueden crear periódicos y partidos politicos, votar, presentarse a las elecciones, manifestarse. Como los manifestantes de esos movimientos habían sido siempre muy minoritarios en las urnas, mataban o siguen matando, a falta de poder convencer. Su enemigo no es la tiranía, sino la democracia precisamente. En el caso del resistente, es lo contrario exactamente. Ahí tenemos —podemos pensar— un criterio sencillo y claro que permite definir el terrorismo. Lejos de liberar, esclaviza. La otra característica del terrorismo es la de que afecta principalmente a ciudadanos comunes y corrientes y sin defensa. Colocar bombas en los almacenes o en los trenes, hacer saltar en las calles coches cargados de explosivos, golpear a personas al azar, en tiempo de paz, es, literalmente, «aterrorizar» a toda una población. En Argelia, país no democrático, de 1990 a 2000 el GIA (Grupo Islámico Armado) mató a cien mil personas: no a miembros de la organización militar que ejerce la dictadura, sino sobre todo a aldeanos que no tenían el menor poder político. Las víctimas de esas matanzas son tanto más ejemplares cuanto más inofensivas son y sirven así a los terroristas para reforzar el clima general de inseguridad. Los atentados del 11 de septiembre corresponden sin lugar a dudas a esa descripción.

Por último, lo propio del terrorismo, es tener fines imprecisos e indefinidamente ampliables, sin que se pueda, por lo demás, establecer un vínculo racional entre dichos fines y los actos cometidos con vistas a alcanzarlos. Si los terroristas de la banda de Baader en Alemania o de las Brigadas Rojas se imaginaban que podían derribar el capitalismo asesinando a algunos ministros y diseminando explosivos, se hacían ilusiones falsas, con lo que revelaban hasta qué punto habían perdido el sentido de la eficacia y el contacto con la realidad. ¿En qué sentido podía servir a la causa palestina, cuando la segunda Intifada, la matanza de varias decenas de adolescentes en una discoteca? ¿Era su objetivo el de consolidar un Estado palestino que coexistiese con un Estado israelí, devuelto a sus fronteras, o no era más bien el de destruir pura y simplemente a Israel, lo que entonces equivalía a rechazar los acuerdos concertados e instaurar una guerra interminable? Ese equívoco es constante.

En cambio, no hay ningún equívoco en el fin perseguido por los fundamentalistas de Al Qaeda, la organización mundial creada por Ben Laden: quieren convertir a la Humanidad por la fuerza al Islam. El único enunciado de esa ambición expone a las claras su naturaleza a la vez irracional e irrealizable. Por eso, las explicaciones de ese nuevo terrorismo mediante factores concretos, como las desigualdades entre las naciones, no eran pertinentes. Lo que los integristas reprochan a los occidentales, y ante todo a los americanos, no es que sean ricos, es que no sean musulmanes. Cierto es que les atribuyen también la responsabilidad de sus propios fracasos, en lugar de preguntarse por qué las sociedades musulmanas no han logrado entrar en la modernidad, pero lo esencial no es eso: su terrorismo está justificado, a su juicio, porque afecta a infieles que se niegan a abrazar el Islam.

No sólo Ben Laden o sus émulos y sucesores ven en los Estados Unidos un «enemigo del Islam al que se debe destruir», sino que también musulmanes americanos, sin ir tan lejos, creen que pueden proponerse convertir a todos sus conciudadanos. Uno de sus portavoces, Siraj Wahaj, que tuvo el honor de ser el primer musulmán invitado a pronunciar la oración diaria en la Cámara de Representantes, declaraba recientemente: «Incumbe a los musulmanes americanos substituir el gobierno constitucional actual por un califato y elegir a un emir».[54]

Se engañan quienes aconsejan que se recurra a la negociación y a «soluciones políticas» para calmar a los fanáticos de Al Qaeda. Para ello, sería necesario que sus motivaciones fueran lógicas. Pero un abismo los separa de cualquier procedimiento racional y el terrorismo es precisamente la parodia de acción que sirve para colmar dicho abismo.

Los dos meses que siguieron al inicio de la guerra terrorista islámica contra la democracia en general y los Estados Unidos en particular fueron un banco de pruebas muy interesante y revelador, ya que durante ese período se vio la exacerbación de las fobias y las mentiras del antiamericanismo tradicional y del neototalitarismo.

La más grosera de esas mentiras por parte de los musulmanes consiste en justificar el terrorismo islámico atribuyendo a América una hostilidad antigua y general para con ellos. Ahora bien, en el pasado lejano o cercano, los Estados Unidos han perjudicado, sin comparación posible, mucho menos a los países musulmanes que el Reino Unido, Francia o Rusia. Esas potencias europeas con frecuencia los han conquistado, ocupado o incluso oprimido durante decenas de años y a veces más de un siglo. En cambio, los americanos nunca han colonizado a un país musulmán. No son más hostiles al Islam, en cuanto tal, en la actualidad. Muy al contrario, sus intervenciones en Somalia, en Bosnia, en Kosovo, como también sus presiones al Gobierno macedonio fueron —y van— encaminadas a defender a minorías islámicas. Antes he recordado que tampoco son la causa histórica del surgimiento de Israel, debido al antisemitismo de los europeos. La coalición de veintiocho países contra el ejército iraquí en 1991 no ponía la mira en Sadam Husein en cuanto musulmán, sino en cuanto agresor. Por lo demás, aquella coalición se formó a solicitud de Arabia Saudí, inquieta por la amenaza que el dictador de Bagdad representaba para ella y para todos los emiratos. Así, pues, podemos señalar que en aquel caso los Estados Unidos y sus aliados defendieron, también entonces, a un pequeño país musulmán, Kuwait, contra un tirano que era, por su parte, muy poco musulmán, ya que Iraq es en teoría laico y Sadam no tiene reparos en hacer matanzas con armas químicas de chiítas del sur de su país y kurdos del norte, también musulmanes. Así, pues, resulta curioso que los musulmanes americanófobos no vean ningún inconveniente en que Iraq, cuya población es mayoritariamente musulmana, ataque a otros musulmanes, a Irán primero en 1980 y después a Kuwait en 1990, según los procedimientos del imperialismo belicista más primitivo. También en Argelia, desde 1990, son musulmanes los que cometen matanzas de otros musulmanes. ¡Qué extraño resulta que los supuestos defensores de los pueblos musulmanes no se escandalicen de ello lo más mínimo!

Los musulmanes podrían recordar también que en 1956 fueron los Estados Unidos los que detuvieron la ofensiva militar anglo—franco—israelí contra Egipto, llamada «expedición de Suez».

Después del 11 de septiembre se cultivó otra mentira: el mito de un Islam tolerante y moderado. Dicho mito tiene dos componentes. El primero corresponde a la historia de las religiones y la exégesis de los textos sagrados. Es la afirmación según la cual el Corán enseña supuestamente la tolerancia y no contiene ningún versículo que autorice el uso de la violencia contra los no musulmanes o contra los apóstatas. Lamentablemente, esa leyenda edulcorante no resiste el más somero examen del Libro santo del Islam, en el que abundan, al contrario, pasajes que obligan a los creyentes a exterminar a los infieles. En los debates a ese respecto, reavivados cada vez más después de los atentados, numerosos comentaristas recordaron esa verdad, citando bastantes versículos que la ilustran y la demuestran sin discusión posible. Citaré, entre otros, el libro de Jacques Rollet, Religión et Politique [Religión y política][55] o el artículo de Ibn Warraq, «L'Islam, une idéologie totalitaire»[56] [El Islam, ideología totalitaria]. Ibn Warraq es un indopaquistaní, autor de un libro clamoroso titulado Pourquoi je ne suis pas musulman [Razones por las que no soy musulmán].[57] Desde la publicación de su libro, tiene que vivir escondido (como, desde 1989, Salman Rushdie, el autor de los Versículos satánicos o la bangladeshí Taslima Nasreen, que se atrevió a protestar, en 1993, contra la condición de las mujeres en los países islámicos). Si Ibn Warraq fuera descubierto, sus correligionarios, infinitamente tolerantes, se lo cargarían. Transcribe una edificante sarta de suras coránicas; por ejemplo, ésta (sura IV, versículo 76): «Matad a los idólatras dondequiera que los encontréis». Se trata, por lo demás, del piadoso deber que no dejaron de cumplir los buenos musulmanes barbudos que, el domingo 28 de octubre de 2001, en Bahawalpur, en Pakistán, irrumpieron con ametralladoras en un templo protestante en el que se celebraba un oficio, mataron al pastor y a dieciséis fieles (cuatro niños, siete mujeres y cinco hombres), a los que se sumaron varias decenas de heridos graves, entre ellos una niña de dos años. Ahogados entre ciento cuarenta millones de musulmanes, hay unos dos millones de cristianos paquistaníes, católicos o protestantes, que, evidentemente, no pueden ser, ni mucho ni poco, culpables de las malas acciones que los locos de Alá imputan a Occidente. Así, pues, únicamente en calidad de infieles fueron asesinadas esas víctimas inocentes. Por lo demás, Ben Laden acababa de lanzar la consigna: «¡Matad a los cristianos! » Y fue oída. Poco después, volvió su pupila asesina contra Kofi Annan, Secretario General de las Naciones Unidas, calificado por él de «criminal». A propósito de «víctimas inocentes», no tengo entendido que la izquierda europea vertiera muchas lágrimas por aquellos cristianos paquistaníes.

Lo que dicta la visión del mundo de los musulmanes es que toda la Humanidad debe respetar los imperativos de su religión, mientras que ellos, a su vez, no deben respeto alguno a las religiones de los demás, ya que entonces pasarían a ser renegados que merecerían la ejecución inmediata. La «tolerancia» musulmana tiene sentido único. Es la que los musulmanes exigen para ellos solos y que nunca demuestran a los demás. El Papa, deseoso de mostrarse tolerante, autorizó, alentó incluso, la edificación de una mezquita en Roma, ciudad en la que está enterrado San Pedro, pero no se puede ni pensar en la construcción de una iglesia en La Meca ni en parte alguna de Arabia Saudí, so pena de profanar la tierra de Mahoma. En octubre de 2001, voces islámicas, pero también occidentales, no cesaron de pedir al Gobierno americano que suspendiera las operaciones militares en Afganistán durante el mes del Ramadán, que iba a comenzar a mediados de noviembre. Con guerra o sin ella, la decencia impone —decían los bien intencionados— ciertas consideraciones para con las fiestas religiosas de todos. Hermosa máxima, salvo que los musulmanes se consideran los únicos exentos de cumplirla. En 1973, Egipto no vaciló en atacar a Israel el día mismo de Kipur, la fiesta religiosa judía más importante, guerra que pasó a la Historia precisamente con la denominación de «guerra de Kipur».

El segundo componente del mito del Islam tolerante consiste en sostener abiertamente que el grueso de las poblaciones musulmanas —y en primera fila la inmensa mayoría de los musulmanes residentes o ciudadanos de los países democráticos de Europa o América— desaprueba el terrorismo. Los muftis o rectores de las principales mezquitas en Occidente se han especializado en ofrecer esas garantías melifluas. Después de cada oleada de atentados asesinos —por ejemplo, en Francia en 1986 y en 1995, o después de la fatwa que ordenaba matar a Salman Rushdie en 1989 o a Taslima Nasreen en 1993 por «blasfemia»— nadie les supera en garantizar que las comunidades cuya custodia espiritual les corresponde son profundamente moderadas. En los medios políticos y de la comunicación, amordazados como estamos por el miedo a parecer racistas al hacer constar simplemente los hechos, los omitimos. Como dice también Ibn Warraq, «la cobardía de los occidentales me espanta tanto como los islamistas».[58]

Así, el diario Le Parisien Aujourd'hui, en su número del 12 de septiembre de 2001, publicó un reportaje sobre la atmósfera de alborozo que reinó durante todo la velada del día anterior en el distrito XVIII de París, en el que vive una importante comunidad musulmana. «¡Ben Laden se los va a follar a todos! Hemos empezado con América, después vendrá el turno de Francia». Ése era el tipo de declaraciones «moderadas» dirigidas a los transeúntes cuya fisonomía parecía indicar que no eran magrebíes. O también: «Voy a festejarlo esta noche, pues no veo esos actos [los atentados de Nueva York y de Washington] como una empresa criminal. Es un acto heroico. Va a servir de lección a los Estados Unidos. A vosotros, los franceses, os vamos a hacer saltar a todos».

Aquel reportaje de Le Parisien no tuvo equivalente en ningún otro órgano de la prensa escrita y fue silenciado por casi todos los medios de comunicación. En todo caso, como oyente asiduo que soy, todas las mañanas, de diversas revistas de prensa radiofónicas, no oí mencionarlo en ninguna de ellas, salvo error, aquel 12 de septiembre.

Pese a la imprecisión de las estadísticas, se considera que la población musulmana que vive en Francia está formada por entre cuatro y cinco millones de personas. Es la comunidad musulmana más numerosa de Europa, seguida, muy atrás, por las de Alemania y Gran Bretaña. Si «la inmensa mayoría» de esos musulmanes fuera moderada, como afirman los muftis y sus seguidores políticos y de los medios de comunicación, me parece que se vería un poco más. Por ejemplo, después de las bombas de 1986 y de 1995, en París, que mataron a varias decenas de franceses e hirieron a muchos más, podría haber habido, entre los cuatro millones y medio de musulmanes, algunos millares de «moderados» para organizar una manifestación y desfilar de la République a la Bastilla o por la Canebiére. Nadie vio siquiera su sombra.

En España, hubo con frecuencia en 2001 manifestaciones que agruparon hasta cien mil personas para denunciar a los asesinos de la ETA militar. Las hubo no sólo en todo el país, sino también en el propio País Vasco, donde los manifestantes podían temer represalias, aunque los partidarios de los terroristas fueran efectivamente muy minoritarios en ese país, como lo demostraron una vez más las elecciones regionales de noviembre de 2000.

Y al revés: si los musulmanes moderados de Francia se atreven tan poco a manifestarse, ¿no será porque saben que son ellos los minoritarios dentro de su comunidad y no los extremistas? Ésa es la razón por la que son moderados... con moderación. Lo mismo ocurre en Gran Bretaña, donde en 1989 se vio a los musulmanes, la mayoría de origen paquistaní, desgañitarse gritando en pro de la muerte de Salman Rushdie, pero no se vio a ninguno de ellos pro testar contra esos gritos bárbaros. Después del 11 de septiembre, un portavoz autorizado de los musulmanes británicos, El Misri, calificó los atentados contra el World Trade Center de actos de «legítima defensa». Otro, Omar Bakri Mohammed, lanzó una fatwa en la que ordenaba matar al Presidente de Pakistán, culpable de haberse manifestado a favor de George Bush y contra Ben Laden[59]. De nada sirvió aguzar los oídos, nadie oyó a la menor multitud islámica británica protestar en las calles contra esas incitaciones al asesinato, porque no existe, como tampoco hay una multitud «moderada» islámica francesa. La idea de que «la inmensa mayoría» de los musulmanes instalados en Europa es supuestamente moderada resulta ser un simple sueño, como se reveló espectacularmente durante los dos meses que siguieron a los atentados contra los Estados Unidos.

El Presidente Bush hizo bien, cuando proclamó solemnemente, el día siguiente al de los atentados, que estaba seguro del patriotismo de los ciudadanos americanos de confesión musulmana, y estuvo acertado al trasladarse a mezquitas para demostrar esa confianza por su parte. Se trataba de evitar que, por efecto de la furia provocada por la amplitud del crimen, los arabigoamericanos fueran objeto de represalias indignas. Así, George Bush se ajustó a la mejor moral democrática y varios Jefes de Estado o de Gobierno europeos actuaron del mismo y prudente modo. Ese escrúpulo democrático honra a los americanos y a los europeos, pero no debe volverlos ciegos ante el odio a Occidente de la mayoría de los musulmanes que viven entre nosotros.

Después del 11 de septiembre de 2001, los dirigentes democráticos procuraron subrayar cuidadosamente que la de los occidentales contra el terrorismo no era una lucha contra el Islam. Pero los islamistas no tuvieron, por su parte, inconveniente en proclamar que su lucha terrorista era una lucha contra los occidentales. Su objetivo es el fruto de un delirio, seguramente, pero es sin lugar a dudas el de destruir la civilización occidental en cuanto impía e impura. Por eso, todas las explicaciones del hiperterrorismo mediante la hiperpotencia americana y la mundialización capitalista, mediante causas económicas y políticas —en una palabra— analizables racionalmente, carecen en este caso de pertinencia. Lo que los integristas reprochan a nuestra civilización no es lo que hace, sino lo que es, no aquello en lo que falla, sino lo que logra. Por eso, todas las cantinelas sobre la necesidad de buscar una «solución política» al terrorismo islámico se basan en la falsa ilusión de que semejante solución puede existir en un universo mental hasta tal punto separado de la realidad.

Un manual distribuido a los aprendices de terroristas en los campamentos de entrenamiento de Ben Laden y que circula también en Gran Bretaña en traducción inglesa especifica inequívocamente los principios y los fines de la guerra santa. Las referencias filosóficas que contiene muestran que sus autores no son unos ignaros iluminados de aldea y seguramente han frecuentado las universidades occidentales. Así, pues, se pronuncian con todo conocimiento de causa. Podemos leer en él: «La confrontación con los regímenes apóstatas que pedimos pasa por alto los debates socráticos, los ideales platónicos y la diplomacia aristotélica. En cambio, conoce los ideales del asesinato, las bombas, la destrucción, así como la diplomacia del cañón y la ametralladora. Misiones asignadas: la principal misión de que se ocupa nuestra organización militar consiste en derrocar los regímenes sin Dios y substituirlos por un régimen islámico». Ese opúsculo es una simple muestra en medio de un torrente de exhortaciones del mismo estilo. He subrayado las expresiones que prescriben la aniquilación de nuestras civilizaciones y sus pensadores. En modo alguno se trata, en la intención de los terroristas, de ordenar la mundialización o aumentar la ayuda a los países en ascenso, se trata de extirpar el Mal de todo el planeta y substituirlo por el Bien, es decir, el Islam.

Por lo demás, los enemigos de la democracia en nuestros propios países no se equivocan. Jóvenes de extrema derecha, adeptos de Jean-Marie Le Pen, celebraron con champán, en un local del Frente Nacional, mientras contemplaban las imágenes televisadas de las Twin Towers desplomándose entre las llamas, el 11 de septiembre. En el otro extremo del espectro político, los delegados de la Confederación General del Trabajo, el sindicato comunista, en la fiesta de L'Humanité, el 16 de septiembre, acogieron con silbidos el discurso con el que el propio secretario general del Partido Comunista, Robert Hue, pedía tres minutos de silencio en memoria de las víctimas americanas de los atentados. La misma hostilidad para con la civilización democrática es la que movió a miles de espectadores, franceses de origen magrebí, a silbar a la Marsellesa, el 6 de octubre, antes del comienzo del partido de fútbol FranciaArgelia.

A esos júbilos y vociferaciones se sumaron en medios políticos e intelectuales de izquierda ciertas reacciones más matizadas, pero no por ello no dejaban de insinuar que los atentados perpetrados contra los Estados Unidos no estaban moralmente injustificados. Conviene observar que todos esos puntos de vista antiamericanos empezaron a circular y a propagarse sin moderación antes del 7 de octubre de 2001, es decir, antes del comienzo de los bombardeos contra los talibanes de Kabul. Después de esa fecha, los bombardeos pasaron a ser el motivo con más frecuencia invocado para pronunciarse en contra de los americanos, pero fue un simple elemento suplementario en una requisitoria que quitaba la razón desde el principio a América en cuanto modelo del capitalismo democrático y la civilización «materialista». Todo el mundo sabe que en los países de África o Asia, en particular en los musulmanes, reina el desinterés más puro y que la corrupción universal que los arruina y los asola es la expresión de una profunda espiritualidad.

Muchas personas sensatas, aun sin caer en una furia tan patológica, sobreentienden un sistema explicativo que estaba ligeramente emparentado con ella.

El propio Primer Ministro francés, Lionel Jospin, no dejó de subscribir discretamente esa interpretación cuando preguntó: «¿Qué lección van a sacar los americanos de lo que acaba de ocurrir?» Esa lección —indicó nuestro anterior Primer Ministro— deberá consistir en que los Estados Unidos moderen su «unilateralismo». Tal vez sean los Estados Unidos culpables de «unilateralismo», pero la cuestión que se planteaba en aquella ocasión era la de si la respuesta apropiada a ella era la destrucción terrorista de ciudades americanas. Así, pues, al tiempo que confirmaba la solidaridad francoamericana en la lucha contra el terrorismo, el señor Jospin no descartaba del todo la idea de que el castigo terrorista infligido a América el 11 de septiembre no era del todo inmerecido. Un portavoz de Atrae fue más lejos y citó el adagio: «Quien siembra vientos recoge tempestades». Esa opinión, muy difundida, según las diversas declaraciones que transmitieron los medios de comunicación, era compartida, evidentemente, por los musulmanes llamados «moderados» de Francia, Gran Bretaña u otros sitios, aun cuando, según los sondeos, condenaban, al parecer, el principio del terrorismo. Pero, ¿condenaban su práctica? Aparentemente, no.

En todo caso, si bien la mundialización es reprobada por las minorías de izquierda, cuando es liberal, es adoptada sin la menor falsa vergüenza por los musulmanes integristas, cuando pasa a ser islámica. «Islam will dominate the world», («el Islam dominará el mundo»): ésa es la divisa que figuraba, por ejemplo, en las pancartas blandidas por manifestantes islámicos de nacionalidad británica, que desfilaban en octubre de 2001 en Luton (55 kilómetros al norte de Londres). Cuando los bienpensantes occidentales se declaran convencidos de la tolerancia fundamental del mundo islámico, toman sus sueños por realidades... o a sus oyentes por imbéciles. Podríamos haber imaginado que musulmanes bastante numerosos, al tiempo que hicieran, con razón o sin ella, responsables a los occidentales de las dificultades y los retrasos del mundo islámico, señalaran que el terrorismo era un absurdo criminal que en modo alguno resolvería el problema. Si existen, apenas se los oyó. Los dirigentes políticos musulmanes que, por razones diplomáticas y estratégicas, en Pakistán o en Arabia Saudí, condenaron los atentados, lo hicieron pagando esa audacia con su popularidad en sus respectivos países.

De modo que la evolución global de una gran parte de las opiniones públicas, los «expertos» y los medios de comunicación, durante los dos meses que siguieron al 11 de septiembre de 2001, los movió a sacar esa conclusión o, al menos, esta interpretación constantemente sobreentendida: la única agresión real no había sido el ataque de los hiperterroristas islámicos, sino la réplica de los Estados Unidos contra los talibanes y Ben Laden. Naturalmente, esa versión de los hechos fue la de la mayoría de los musulmanes desde el principio. Pero el fenómeno interesante es el de que después se propagó bastante ampliamente por Occidente. Los críticos más moderados reconocían vagamente que América había sido atacada, pero sostenían que el riesgo supremo era el de causar víctimas civiles en Afganistán. Peor aún: el de provocar una «catástrofe en materia humanitaria». Cierto es que ese riesgo era —trágicamente— demasiado real. Resultaba más que evidente que había que hacer todo lo posible para dispensar a las poblaciones de las consecuencias y socorrer a los refugiados. Pero hacía falta una importante dosis de «unilateralismo» para imputar la responsabilidad de aquella situación a América exclusivamente. La desgraciada población afgana sufría desde hacía más de veinte años los efectos de los crímenes cometidos primero por el Ejército Rojo y después por los fanáticos talibanes. Desde 1980 hordas de afganos hambrientos no habían cesado de huir de su país para buscar refugio allende una u otra de sus fronteras, pero para muchos los horrores no comenzaron hasta 2001, por culpa de los americanos, cuando éstos lanzaron una operación contra los talibanes y los terroristas. La conclusión que se debía sacar de aquellas consideraciones era muy clara. Según los bienpensantes occidentales, los Estados Unidos son la única nación que no tiene derecho a defenderse, cuando un enemigo la agrede. Una de las objeciones más indecentes opuestas al derecho de legítima defensa de los americanos consiste en decir que utilizaron a Ben Laden en la guerra contra la URSS durante el decenio de 1980 e incluso que la CIA (¡horror!) lo inició en la lucha. (¡Sabido es que los Estados Unidos son el único país del mundo que tiene servicios secretos!) Pero, ¿qué tenía de anormal o reprensible que Ronald Reagan aceptara los servicios de los que querían oponer resistencia a la URSS, aunque fuera en nombre del Islam? ¿Acaso había que esperar, para rechazar al Ejército Rojo, a que todos los afganos y todos los saudíes hubieran leído a Montesquieu o se hubiesen convertido al cristianismo? ¿Se imagina alguien lo que habría representado para la India, Pakistán, los países del Golfo, para todos nosotros, un dominio definitivo de los soviéticos en Afganistán? Nunca habría surgido un Gorbachov. Esa crítica sobre las posibles relaciones entre la CIA y Ben Laden, procedente de los europeos, que en aquella época babeaban de cobardía y sólo se preguntaban si había que ir o no a los Juegos Olímpicos de Moscú (gracias a Georges Marchais, Francia se precipitó a asistir), resulta en cierto modo... subdesarrollada.

Por último, entre las reacciones occidentales a la guerra hiperterrorista que golpeó a los Estados Unidos en septiembre de 2001, se inscribe la recuperación del hiperterrorismo por los antimundialistas. Naturalmente, éstos se quedaron al principio estupefactos por la amplitud de los crímenes cometidos y reducidos al silencio por la oleada de solidaridad con los americanos resultante. Durante unos días el antiamericanismo tuvo mala prensa, pero sólo durante unos días. Muy pronto apareció la idea de que «Ben Laden se suma a la lucha de los antimundialistas».[60] Para el cardenal Karl Lehmann, Presidente de la Conferencia Episcopal alemana, la enseñanza que se desprende del terrorismo es la siguiente: «Occidente no debe intentar dominar al resto del mundo».[61] Y para Ulrich Beck, profesor de Sociología en la Universidad de Múnich, los atentados señalan «el fin del neoliberalismo».[62] Aunque ninguno de los textos en los que los terroristas islámicos exponen los móviles de su acción menciona la lucha contra el liberalismo, según numerosos representantes de la izquierda occidental, los perjuicios causados por éste explican supuestamente los atentados.

Con una persistente hipocresía, los antimundialistas han atribuido cada vez más la pobreza de los países en vías de desarrollo a la libertad de comercio, cuando resulta que esos mismos países no cesan de quejarse de los obstáculos que impiden o limitan la exportación de sus productos agrícolas y sus textiles a los países ricos.

La Unión Europea en particular, cuyos agricultores obtienen la mitad de sus ingresos de subvenciones, encabeza ese proteccionismo, que, por lo demás, incita a una producción excesiva y que cuesta muy cara a los contribuyentes de la Unión. Así, los antimundialistas europeos y americanos son totalmente incoherentes, pues pretenden luchar a favor de los países pobres, ¡al tiempo que rechazan la libertad de los intercambios que esos países pobres reclaman! Es lo que quieren los países del llamado grupo de Cairns (creado en 1986 en Cairns, en Australia). Dicho grupo comprende, entre otros, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Filipinas, Indonesia o Tailandia, para los cuales las exportaciones agrícolas son vitales. Por eso, el Grupo de Cairns luchó para lograr que se incluyera en el programa de la cumbre de la Organización Mundial del Comercio en Al-Dawa (Doha), en Qatar, en noviembre de 2001, al menos una supresión gradual de las subvenciones y las protecciones con que se engorda la agricultura de los países más ricos. Una vez más, la Unión Europea examinó ese asunto de mala gana, al tiempo que atribuía, de forma clásica, la responsabilidad del proteccionismo a los Estados Unidos. ¡No faltaba más! El ministro francés de Economía, Laurent Fabius, al comentar los imperativos de la cumbre de Al-Dawa, se entregó al extraño análisis siguiente: «Hay que actuar sobre los desequilibrios que alimentan a los terroristas, es decir, gobernar la mundialización», con lo que se ve que un hombre inteligente y que dista de ser un extremista subscribe, en primer lugar, la tesis antimundialista según la cual la libertad de los intercambios es supuestamente el origen del hiperterrorismo islámico y, en segundo lugar, el programa según el cual convendría, por tanto, reducirla, cuando resulta que los países en ascenso a los que se finge ayudar piden, al contrario, que se amplíe. Así, pues, incluso para mentalidades sensatas, la enseñanza que se desprendía de la irrupción hiperterrorista era la de que se debía yugular el liberalismo... Por lo demás, si el grupo Attac[63] consideraba que América había sido el único agresor de verdad, es porque «la guerra [en Afganistán] es la línea del frente de la futura liberalización del mundo» y, por tanto, hay que oponerse a ella.

De todos modos, los antimundialistas deberían haber estado encantados de los resultados del terrorismo, ya que los atentados de septiembre provocaron, como ya he dicho más arriba, un hundimiento del comercio mundial. Por desgracia, como hemos visto, lo que también provocaron, como consecuencia, fue la disminución vertiginosa de las exportaciones de los países pobres, lo que entrañó la desaparición de decenas de millones de puestos de trabajo, la agravación de la miseria y la extensión del hambre.[64] Se trataba de un pequeño inconveniente del retroceso de la mundialización liberal que los antimundialistas no parecían notar.

Asimismo, si bien la cuestión israelí y la nueva degradación de las relaciones palestino-israelíes desde el año 2000 avivaron indiscutiblemente el odio antiisraelí de una gran parte del mundo árabe, no parecen ocupar un lugar de primer plano en la ideología de los combatientes hiperterroristas de Ben Laden. Sus textos «teóricos» atestiguan mucho más su odio contra los judíos en general que contra Israel. Además, dadas la complejidad y la multiplicidad de los medios aplicados, parece evidente que los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron concebidos y puestos en marcha mucho antes del comienzo de la segunda Intifada y la llegada de Ariel Sharon al poder. Además, como se ha observado atinadamente, el primer atentado contra el World Trade Center en 1993 (un coche-bomba había explotado en el subsuelo), que se debió, como ya está demostrado, a la red de Ben Laden, se produjo en el preciso momento en el que acababa de iniciarse en Oslo el proceso de paz. Los islamistas de la escuela de Ben Laden se burlan de los compromisos y apuntan a algo que es mucho más que Israel: toda la civilización moderna es su verdadero blanco.

En efecto, dicha civilización es, a su juicio, intrínseca y, por decirlo así, metafísicamente incompatible con la civilización islámica. El delirio paranoico según el cual los americanos «atacan por todas partes a los musulmanes»,[65] como dijo Ben Laden y han repetido sus discípulos, no consistía en inventarse pretextos empíricos para justificar a posteriori una voluntad de exterminación de origen transcendente. «Los verdaderos blancos de los atentados eran los iconos de los poderes militar y económico americanos», precisa Ben Laden. Al periodista que le objeta que en el desplome de las torres perecieron también centenares de musulmanes, responde: «Según la sharia islámica, los musulmanes no deben vivir en el país de los infieles durante un largo período».[66] Así, pues, las víctimas musulmanas de los atentados recibieron pura y simplemente su merecido. Como se ve, la crítica del neoliberalismo no figura precisamente entre las prioridades de los «neoislamistas».

Si bien el resurgimiento de ese neoislamismo debe mover a las democracias a revisar su visión del mundo, no hay razón alguna para que el antiliberalismo sea el motor principal de dicha revisión. Pues no se puede negar la extensión y el alcance de los cambios provocados por la «nueva guerra»[67] declarada a las democracias —y a varios otros Estados que no lo son, pero han cometido el delito de aliarse con las democracias— en septiembre de 2001. Esa agresión sin precedentes, tanto por la forma como por la amplitud, seguramente modificó de manera duradera la idea que los Estados Unidos tienen de sí mismos y de sus relaciones con el resto del mundo. Entrañó una transformación tan rápida como profunda de las relaciones internacionales y, naturalmente, un cambio radical de las concepciones estratégicas, frente a amenazas inéditas y en gran medida imprevistas, si no imprevisibles.

Habrá que evaluar dichos cambios, caracterizarlos y apreciarlos con el tiempo, pero tienen poco que ver con los sueños pasadistas de los antimundialistas, anticapitalistas y antiliberales.

Notas

[54] Véase Daniel Pipes, «Militant Islam in America» [El Islam militante en América], Commentary, noviembre de 2001.

[55] Grasset, 2001. Véanse las declaraciones de este autor en Le Point del 21 de septiembre de 2001, n°1.514.

[56] Marianne, 24 de septiembre de 2001.

[57] L'Age d'homme, 1999.

[58] Le Figaro Magazine, 6 de octubre de 2001. Permítaseme remitir a este respecto a mi libro El renacimiento democrático, op. cit., cap. XII: Démocratie islamice ou islam-terrorisme? [«¿Democracia islámica o terrorismo islámico?.

[59] Véase «Londres, les forcenés de l'Islam» [Londres, los furiosos del Islam], Le Point, 2 de noviembre de 2001, n° 1.520.

[60] Es la expresión empleada por el semanario Jeune Afrique-L'Intelligent del 23 de octubre de 2001, pág. 7.

[61] Le Figaro, 3 de noviembre de 2001.

[62] Le Monde, 10 de noviembre de 2001.

[63] La frase que sigue está extraída de un boletín del grupo Attac citado en el International Herald Tribune del 2 de noviembre de 2001, artículo de John Vinocur: «War transforms the Anti-Globalization crowd» [La guerra transforma a la muchedumbre antimundialización].

[64] Banco Mundial. Comunicado 2002/093/5, de 1 de octubre de 2001: «La pobreza en aumento a raíz de los atentados terroristas en los Estados Unidos. Más millones de seres humanos condenados a la pobreza en 2002».

[65] Entrevista concedida por Ben Laden a dos diarios paquistaníes el 9 de noviembre de 2001. Reproducida en Le Monde de los días 11 y 12 de noviembre.

[66] Ibídem.

[67] Véase François Heisbourg y la Fundación para la Investigación Estratégica, Hyperterrorisme: la nouvelle guerre [Hiperterrorismo: la nueva guerra, Editions Odile Jacob, 2001.

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