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La necesidad de ideología (y III)

«La historia sería una cosa excelente, si fuera verdadera.» Esta ocurrencia de Tolstói es más profunda de lo que parece. Ciertamente, soñar en una historia totalmente verdadera constituye una sinrazón epistemológica. Los filósofos de la historia, en particular Max Weber y, tras él, Raymond Aron, lo han demostrado claramente: el punto de vista del historiador es relativo. Esto deriva del hecho de que él mismo opera a partir de un momento de la historia, de la que forma parte integrante, en la que está inmerso, para observar otro momento de la historia. Pero yo no me refiero aquí a estas consideraciones filosóficas, o, más bien, las doy por sabidas y evidentes. Me refiero a las transgresiones brutales de la verdad, a las que el historiador tiene medios de evitar perfectamente. La cuestión no estriba en saber si el historiador puede alcanzar la verdad absoluta, sino en -si se esfuerza en ello- saber si el historiador puede conocer todos los hechos, si tiene en cuenta todos los hechos que conoce o si trata verdaderamente de conocer todos los que son cognoscibles. Pero no es así, o, por lo menos, es la excepción. En el interior de la relatividad inherente a la posición del observador, simple perogrullada epistemológica, existe o debiera siempre existir una mezcla de objetividad metodológica y de probidad personal que se llama la imparcialidad. Para aproximarse a ese rigor, el conjunto de cualidades requeridas en el historiador parece casi imposible de reunir y se encuentra, en efecto, muy raramente reunido. Ciertos viejos historiadores lo poseen, incluso aunque su documentación esté «pasada de moda», y muchos historiadores actuales están desprovistos de él, aun cuando tengan a su disposición mejores medios de investigación.

El procedimiento que comprobamos demasiado a menudo, incluso en historiadores de alto nivel científico (no hablo de libros de pura propaganda embustera, en los que la falsificación no respeta siquiera las apariencias de la imparcialidad), se basa en la selección de pruebas, que trata los hechos como una colección de ejemplos de entre los que se toman los que convienen para la ilustración de una teoría escondiendo lo mejor posible a los demás. Dejando aparte la que han practicado, cada uno con los recursos de su época, una minoría de espíritus ansiosos de conocer, la historia es casi siempre utilizada como el instrumento de un combate ideológico, sea político, religioso, nacionalista, incluso humanitario y hasta... científico, es decir, condicionado por la defensa de las teorías y prejuicios de una escuela histórica particular.

Puede explicarse fácilmente ese peso de la ideología, y es casi excusable, cuando el historiador toma por objeto un fenómeno aún en curso: por ejemplo, el comunismo, la Unión Soviética, el socialismo, el totalitarismo, el Tercer Mundo. Puede explicarse, aun cuando, precisamente, lo que tendríamos derecho a esperar del investigador científico sería que nos permitiera escapar un poco de los extravíos de la polémica cotidiana, en vez de añadir todavía más. No obstante, concedámoslo, la indiferencia se logra ahí con menos facilidad que cuando se trata de un lejano pasado. Los trastornos incesantes de la actualidad, las revelaciones importunas o inoportunas interfieren entonces, sin cesar, con la construcción del modelo explicativo en el cual trabaja el historiador. Son, a menudo, los mismos sucesores de los dirigentes soviéticos o chinos quienes rompen los modelos de los sovietólogos o de los sinólogos occidentales. ¡Qué amargura debe punzar el corazón de un Moshe Lewin, de un Stephen Cohen, cuando leen en la Literatournaya Gazeta del 30 de septiembre de 1987 que el número de las víctimas del hambre y del terror durante los años treinta y durante la guerra superan con mucho, según los demógrafos soviéticos, súbitamente locuaces, las más despiadadas evaluaciones de la historiografía anticomunista. En 1940, la población de la Unión Soviética era de 194,1 millones de habitantes y se reducía hasta 167 millones en 1946. Como la guerra costó la vida a veinte millones de soviéticos, la diferencia, siete millones, se debe, pues, a la represión. Peor aún: esta diferencia se amplía todavía más si se toma como base de cálculo no una población estática, puro absurdo demográfico, sino la población de 1940 aumentada en su crecimiento previsible durante los seis años siguientes. Prolongando la tasa de crecimiento de los años treinta, ya particularmente baja en razón de la anormal mortalidad debida al hambre y al terror, se llega a la cifra de 213 millones de habitantes que hubiera debido ser la de la Unión Soviética en 1946. Son pues 46 millones los ciudadanos que han desaparecido, o sea 26 millones de muertos de hambre o de la represión.[88] Una cifra tal invita a pensar que muchas cosas insospechables se nos escapan todavía en la historia del comunismo. Pero, ¿cómo iban nuestros historiadores occidentales a hacer el esfuerzo de tratar de descubrir el misterio, cuando apenas si tienen en cuenta las cosas fáciles de conocer? Pensemos que antes de la deflagración en Occidente del Archipiélago Gulag, que despertó muy provisionalmente a nuestros sovietólogos de su sueño dogmático, más de sesenta libros sobre los campos soviéticos habían sido publicados solamente en Francia, todos catalogados en los ficheros de la Biblioteca Nacional, entre 1920 y 1974.[89] Muchos historiadores esperan, para levantar acta de las atrocidades comunistas, que sean los mismos dirigentes comunistas quienes las denuncien... pero siempre las de sus predecesores, por supuesto.

Estos reconocimientos oficiales dan lugar, por otra parte, a una divertida y ágil recuperación: se descubre en ellos la prueba de que el régimen está bien de salud y continúa su camino, puesto que su franqueza le muestra consciente de sus errores y aún más alerta en su camino hacia el progreso. Así es cómo los regímenes comunistas no son jamás en Occidente objeto de un culto más ferviente que cuando proclaman que todos sus súbditos vegetan o se volatilizan. Cuando Gorbachov clama, el 17 de octubre de 1987, que en la Unión Soviética «el problema de la alimentación aún no está resuelto, sobre todo en las zonas rurales», recoge en Occidente una ovación entusiasta. En la Unión Soviética, en China, en Polonia, en Vietnam, reconocer los errores y los crímenes parece un título suplementario para ejercer el poder. Imaginemos las siguientes cinco columnas en la primera plana de un periódico francés en agosto de 1944: «Las evoluciones positivas del régimen. Una revolución ideológica: el gobierno de Vichy reconoce las aberraciones de la colaboración. Su posición sale reforzada.» ¡Cuántos historiadores y comentaristas cuando adoptan, coaccionados y forzados, posiciones que antes combatieron, se las arreglan para que no parezca que cambian de opinión!

Todas estas turbulencias intelectuales se explican fácilmente, como decía, por el hecho de que, en el ejemplo escogido, el pasado y la actualidad, el debate histórico y el debate político se entremezclan y se influencian. ¿Acaso tal historiador del comunismo no es, al mismo tiempo, un editorialista político al cual la gran prensa pide periódicamente que diagnostique el sentido de los últimos acontecimientos acaecidos y recomiende una línea de conducta? El compromiso directo con el presente aumenta inevitablemente la dificultad de ser imparcial en el pasado. En cambio, cuando el pasado está resuelto, la serenidad debería predominar. Pero, sin embargo, tampoco es así. Nada lo demuestra mejor que la historiografía de la Revolución francesa. Los especialistas han aprovechado a menudo el alejamiento de una inaccesible Unión Soviética para describirla, no tal como era, sino tal como debiera haber sido. Creaban así, como con la China maoísta, un ideal ficticio, una diversión ideológica. Pero junto a la diversión en el espacio existe la diversión en el tiempo.

La incurable controversia sobre la Revolución francesa nos interesa aquí menos por las divergencias de interpretación entre historiadores que ella revela, manifestaciones normales de una investigación viva, que por las prohibiciones ajenas a la ciencia que la atraviesan y la hacen recobrar actualidad. Esas prohibiciones conciernen, por otra parte, y en primer lugar, a los hechos, antes de concernir a las interpretaciones. Los seguidores del jacobinismo odian más a un investigador que desentierra o confirma hechos desagradables para la versión jacobina que a los contrarrevolucionarios de principios, un Edmund Burke, un Joseph de Maistre, un Charles Maurras, que constituyen, por así decirlo, sus propios contrapesos ideológicos, en un consanguíneo y cómplice antagonismo. Entre doctrinarios opuestos se deleitan en las batallas sostenidas a golpes de afirmaciones, y se temen mucho más los nuevos conocimientos que cortan los corvejones de los mismos caballos de batalla. Ésta es la razón por la cual la historiografía de la Revolución, especialmente la historiografía universitaria y escolar nacida bajo la Tercera República, ha consistido más en seleccionar las pruebas que en buscarlas, y en proteger las tesis que en establecerlas. El imperativo ideológico, político, militante, domina la exigencia científica, de manera tanto más pérfida cuanto que adopta a menudo las apariencias de la ciencia, servido por grandes nombres de la historia universitaria, Albert Mathiez o Alphonse Aulard, y por los manuales escolares de Ernest Lavisse o de Malet e Isaac. La falta de curiosidad por las fuentes comienza muy pronto. Michelet, en primer lugar, se preocupa, a mediados del siglo XIX, de examinar los archivos, seguido por Tocqueville que incluso examina los archivos provinciales. No es un azar que esos dos grandes espíritus sean precisamente de los que no se creen capaces de extraer la verdad histórica del pozo único de su pensamiento. Antes de ellos, el conservador Adolphe Thiers y el socialista Louis Blanc, ambos autores de una Historia de la Revolución, o Lamartine en su Historia de los girondinos, de un sentimentalismo revolucionario muy conformista, trabajan de segunda mano, contentándose con documentos y memorias ya publicados y con la tradición oral. Ha habido que esperar casi dos siglos, 1986, para que se esbozara una evaluación seria de las víctimas de la represión en Vendée, merced a investigaciones en los archivos de los pueblos, o un inventario del número de indigentes bajo la Revolución, comparado con el de los necesitados bajo el Antiguo Régimen, o un balance económico global del nuevo régimen. Y aun estas apreciaciones numéricas fueron acogidas con indecibles convulsiones por los detentores del «catecismo revolucionario».

La dureza de este catecismo intriga sobre todo a los espíritus razonables, incluso a François Guizot, cuyo padre había sido guillotinado en el período del Terror, los cuales juzgaron irreversibles las experiencias políticas y sociales de la Revolución. Además, el sectarismo de los «catecismos» aumenta con el tiempo y se aguza a medida de que el peligro de una restauración del Antiguo Régimen o incluso de una monarquía constitucional moderna se sumerge cada vez más en la nada de los fantasmas irrealizables. La momificación de una imagen mítica de la Revolución respondía, pues, en los republicanos, a una necesidad que no era contrarrestar una amenaza política que cada día era menos plausible. Si los monárquicos, con la Acción Francesa, ocupaban todavía en Francia, antes de 1939, un lugar innegable en el debate público francés, nunca creyeron en su propio éxito. La democracia ha debido, ciertamente, en el siglo XX, defenderse tanto a su derecha como a su izquierda, pero contra ataques desencadenados por los totalitarismos modernos, frutos de una escuela de pensamiento muy diferente de la de esos tradicionalistas. Por otra parte, precisamente, el secreto de la vigilancia puntillosa y del miedo a los hechos propios a los sumos sacerdotes del culto revolucionario ¿no reside, acaso, en el equívoco primordial de la Revolución, esa Revolución madre, a la vez, de la democracia y de los adversarios de la democracia? La desconfiada susceptibilidad y el insaciable apetito de censura de los catequistas, calmados por un tiempo por la oficialización de una enseñanza universitaria acorde con sus deseos, ¿no proceden, acaso, de la profunda ambigüedad de su tarea? Deben proteger el primitivo núcleo jacobino del que surge enteramente la innovación política capital de nuestro tiempo; la propagación de la servidumbre resguardada tras la defensa de la libertad. De los dos enemigos mortales, de los dos sistemas irreconciliables, nacidos el uno y el otro de la Revolución, el liberalismo y el totalitarismo, o, en términos más actuales, la democracia y el comunismo, los herederos puros del jacobinismo trabajan para promover el segundo, mientras se pretenden guardianes del primero. De ahí su exhortación: debéis aceptar el Terror en nombre de la libertad. Porque «la Revolución es un bloque» y «no se hacen tortillas sin romper huevos». Resulta que reescribir la historia de la Revolución francesa, rectificarla, expurgarla, idealizarla, sacralizarla, absorberla, recomenzarla se deriva, a doscientos años de distancia, de la misma necesidad ideológica que las constantes alteraciones y disimulaciones de la historia reciente y contemporánea por la Unión Soviética. Pero lo que hace más interesante la longevidad del catecismo revolucionario es que florece en nombre de la ciencia, en una cultura libre, sin coacción política directa, sin amenaza para la seguridad de las personas, sino para su carrera. El envite es la justificación o el rechace de lo que se llamará en el siglo XX la dictadura totalitaria, y no sólo de la Revolución, sustituyendo al Antiguo Régimen en tanto que democracia. Este debate -insisto en ello- se produce entre autores que aprueban, todos, en lo esencial la Revolución, pero unos consideran que tenía el derecho, e incluso el deber, para sobrevivir, de recurrir al Terror, mientras que otros mantienen que se traicionó y se destruyó a sí misma al practicarlo. La escuela admiradora del Terror comprende, en el siglo XIX a Adolphe Thiers, hombre de derechas por excelencia, el que aplastará sangrientamente la Comuna de París en 1871; Lamartine, el oportunista, y los historiadores socialistas. Comprende, notablemente, en el siglo XX a Alphonse Aulard, Albert Mathiez y Albert Soboul. Ya en 1796, Gracchus Babeuf había proporcionado a esta escuela su divisa: «El robespierrismo es la democracia.» La escuela liberal, que ve, por el contrario, en el Terror el signo del fracaso de la democracia y lo juzga tan injustificado como inaceptable, cuenta con los nombres de Michelet, Tocqueville, Edgar Quinet, Taine. A pesar de la enorme superioridad de sus talentos literarios y de su consciencia científica, esta segunda escuela, la de la democracia liberal, ha sido siempre batida por la primera. Doy fe de que pude, un poco antes de la mitad de nuestro siglo, preparar el bachillerato, luego el concurso de entrada en la Escuela Normal Superior, teniendo, para ambos, la Revolución en el programa, sin que, jamás, mis profesores, por cierto excelentes, mencionaran ni una sola vez en sus cursos El Antiguo Régimen y La Revolución de Alexis de Tocqueville. En cambio, los tres pequeños tomos de La Revolución Francesa de Albert Mathiez debían saberse prácticamente de memoria. El retorno a Tocqueville en la enseñanza universitaria sólo se esbozó hacia 1960. Si la izquierda siempre ha incluido a Michelet en su patrimonio, no presta mucha atención a su severidad hacia el Terror. La polémica suscitada por La Revolución de Edgar Quinet, en 1865, traza el bosquejo del melodrama ideológico reemprendido y puesto en escena hasta la saciedad luego, incluso en la superproducción de las conmemoraciones de 1989. Según un escenario que no cesará de repetirse, y no solamente a propósito, de la Revolución, no se trata en absoluto en esta discusión de saber si lo que el autor ha dicho es verdadero o falso, sino para qué sirve y a quién sirve o perjudica.

Los detractores más violentos de Quinet, y en primer término Louis Blanc, le acusan de debilitar al movimiento democrático y de traicionarlo. No olvidemos que el «traidor», en ese caso, escogió el exilio para no vivir bajo el régimen de Napoleón III, igual que su fiscal, por cierto. Así, ya, una parte de la izquierda quiere imponer a la otra el deber de mentir sobre el pasado con el pretexto de salvaguardar la cohesión del presente.

¿Qué pasado? Quinet parte de una realidad desesperante, escondida por la izquierda con una vigilancia tan minuciosa como clamorosa: la Revolución ha sido un fracaso. Comenzada para establecer la libertad política, condujo en primer lugar al Terror y luego a la dictadura militar de Napoleón I. Sus reformas sociales no se pueden discutir. Pero, como ya había dicho Tocqueville, desde ese punto de vista la Revolución ya se hallaba en curso, si no incluso hecha en sus tres cuartas partes, cuando empezó. Su verdadero éxito habría sido implantar en Francia un sistema duradero y pacífico de libertad política. Pero lo que consiguió sobre todo fue abrir paso a formas agravadas de tiranía. Mucho peor: la «reconquista» de 1848, también ella, engendró una República incapaz de gobernar, para terminar de nuevo con un golpe de Estado y con una segunda confiscación de la soberanía por un régimen autoritario.

¡Qué serie de fracasos! Cualquier otra familia política no necesitaría tantos para que la izquierda francesa se interrogara sobre la validez de sus ideas. Y la primera idea a cuestionar, dice Edgar Quinet, es la de la legitimidad del Terror. En una página de pasmosa modernidad, Quinet desmenuza lo que se convertirá en un gran sofisma del siglo XX: «Igualdad sin libertad -escribe- fuera de la libertad, tal es, pues, la quimera suprema que nuestros teorizantes nos hacen perseguir en el curso de toda nuestra historia: es el cebo que nos tiene en vilo... Aplazo la búsqueda de las garantías políticas hasta el tiempo en que el nivel social habrá sido alcanzado... Supongamos que la quimera sea alcanzada... ¿Quién juzgará que lo ha sido, en efecto?... He aquí la libertad nuevamente aplazada; hubiera sido mejor decir desde el principio que se aplazaría eternamente.»

En cuanto a Jules Michelet, sus reservas acerca de Quinet se refieren menos al mismo Terror, condenado con idéntica severidad por los dos historiadores, que a la manera de explicarlo. Mientras Quinet ve en 1793 una simple recaída en el absolutismo antiguo, Michelet capta muy bien que el fenómeno constituye una especie de primera representación histórica, un inédito mental. François Furet[90] llama la atención sobre un aspecto desconocido (o tal vez voluntariamente descuidado) del análisis del jacobinismo en Michelet. Para el autor de la Historia de la Revolución Francesa, las 3 000 sociedades y los 40 000 comités del club de los jacobinos someten a Francia, anticipadamente, al régimen del partido único y del «centralismo democrático», como se dice en nuestros días.

De esta técnica de dominio del club, nosotros, en el siglo XX, conocemos bien los ingredientes. Furet, traduciendo a Michelet a nuestro vocabulario, los detalla así: «Manejo de una ortodoxia ideológica, disciplina de un aparato militante centralizado, depuración sistemática de los adversarios y de los amigos, manipulaciones autoritarias de las instituciones elegidas.» Michelet tenía razón: esta nueva técnica de poder era de una «naturaleza» diferente que la del Antiguo Régimen.

En 1869, Michelet enriquece su Historia con un amargo prólogo, titulado «El Tirano»: «Bajo su forma tan turbia -dice él sobre el Terror-, ese tiempo fue una dictadura.» Esa dictadura condujo más tarde a la de Bonaparte. «El tirano charlatán, jacobino, ocasiona al militar. Y el tirano militar ocasiona al jacobino.» Michelet nos enseña aquí que dictadura y democracia constituyen realidades primarias, originales, que se encuentran en cualquier condición socioeconómica. Compartimos su sorpresa, cuando pregunta: «¿En virtud de qué obstinación una cosa tan clara se pone siempre en duda?»

Se observará que las consideraciones de Michelet sobre el encasillamiento y el control de Francia por las secciones de los clubs (hoy diríamos las células del partido) prefiguran los análisis de Augustin Cochin, ese historiador muerto en el frente durante la primera guerra mundial antes de haber acabado su obra y ser redescubierto cincuenta años más tarde por François Furet. La originalidad de Cochin consiste en haber, identificado en el jacobinismo el fenómeno totalitario en estado puro, fenómeno autónomo, especie de dictadura de la palabra embustera, que no tiene nada que ver con los autoritarismos antiguos, ni con los dominios de clase ni con el cesarismo populista. Publicados, sobre todo, después de su muerte, los trabajos de Cochin fueron destrozados por el eterno Alphonse Aulard, con esa dulce deshonestidad que consiste en criticar un libro sin decir ni una palabra de lo que contiene, e incluso atribuyéndole lo que no contiene. Así, en ese caso, Aulard pretende que Cochin se limitó a resucitar la vieja tesis del abate Barruel, según la cual la Revolución habría surgido de las logias masónicas. Pero esto no aparece en Cochin, y en cambio se pueden leer muchas otras cosas, omitidas por Aulard en su crítica. Ese método disuasivo no dejó de producir sus frutos: Cochin volvió a caer en el olvido. Por haberle sacado de él, Furet se atrajo severas reprimendas episcopales de los inquisidores del catecismo jacobino, siempre activos. Su moral es clara: la cuestión no estriba en saber si se deben estudiar o no los textos de Cochin para refutarlos eventualmente; lo mejor es que no existan, que permanezcan en el olvido, imposibles de encontrar.[91] Hacer desaparecer, tal es el argumento soberano de su pensamiento.

Esto es, justamente, lo que la escuela del Terror había conseguido hacer en el caso de Taine, innoblemente ejecutado por el incansable Aulard a principios de siglo y, coincidencia extraña, Taine había sido defendido con brío y pertinencia por Augustin Cochin en 1908 en su Crise de l'histoire révolutionnaire.

Cuando Taine publicó las partes de sus Orígenes de la Francia contemporánea consagrados a la Revolución, a la conquista jacobina del poder y al Terror, los «republicanos» se movilizaron con el fin de organizar una contraofensiva. Charles Seignobos y Alphonse Aulard (titular de la cátedra de historia de la Revolución francesa creada en la Sorbona expresamente para él) se esforzaron en demostrar que Taine no era competente como historiador. Aulard examina minuciosamente a Taine tratando de encontrar errores de referencia. Tras la muerte de Taine, Augustin Cochin contraataca; establece que, sobre una muestra de 140 páginas,, comprendiendo 550 referencias, el porcentaje de errores de Taine era del orden del 3 %, mientras que el de los errores de Aulard criticando a Taine era del 38 %. Sin embargo, Taine, el gran espíritu, fue el vencido a título póstumo de una batalla en la que Aulard, el mediocre, fue el vencedor. Después de haber conocido un gran éxito de librería a finales del siglo XIX, los Orígenes dejaron, poco a poco, de ser reeditados.

¿Por qué? El ensayo de Taine había sido tachado con el estatuto infame de máquina de guerra contrarrevolucionaria. Pero esto era, me parece, un error, por una doble razón. La primera: si es cierto que el alegato antijacobino de Taine es de una gran violencia de tono, y a veces incluso de una exageración desagradable, no es más abrumador que los juicios vertidos antes que él sobre el Terror por varios historiadores homologados en la izquierda, como lo era el mismo Taine antes de los Orígenes. La segunda: los Orígenes de la Francia contemporánea, como su título indica, no se refieren únicamente a la Revolución. Antes de ella, el Antiguo Régimen agonizante, después de ella, lo que Taine llama el «Régimen moderno», desde el principio del sistema napoleónico hasta 1880, ocupan un amplio espacio.

Además, no se puede calificar a Taine de reaccionario en el sentido de que abogara por una Restauración o siquiera por una rehabilitación del Antiguo Régimen. Su descripción de las últimas décadas de la vieja Francia, que comprende, por otra parte, algunas de las páginas más cautivadoras del libro, es mucho más severa que la de los historiadores del siglo XIX más favorables que él a la Revolución. Según él, el Antiguo Régimen ya no era viable ni reformable. La miseria era demasiado grande, las clases dirigentes, incapaces; el sistema político en un estado de putrefacción y de parálisis incurable. El trabajo de Taine no tiene, pues, nada que ver con la causa que defenderá más tarde la historiografía de derechas, con un Pierre Gaxotte, por ejemplo.

Mientras fingía defender la democracia, cuando de hecho todos sus enemigos son partidarios de la democracia, la escuela admiradora del Terror busca en la Revolución la argumentación justificativa del totalitarismo. Esto se ve con toda claridad después del golpe de Estado bolchevique de 1917, cuando las vedettes de la historiografía revolucionaria se hacen abogados de la dictadura leninista en nombre del 93 y del Comité de Salvación Pública. En una Investigación sobre la situación en Rusia publicada en 1919 por la Liga de los Derechos del Hombre, se puede leer esto:[92] «La Revolución francesa también fue llevada a cabo por una minoría dictatorial -sostiene el profesor Aulard -. No ha consistido en las hazañas de vuestra duma en Versalles, sino que se ha desarrollado bajo la forma de los soviets. Los comités municipales de 1789, y luego los comités revolucionarios, en ambos países emplearon procedimientos que convirtieron en bandidos a los franceses a los ojos de Europa y del mundo entero. Vencimos de este modo. Todas las revoluciones son la obra de una minoría.»

Y Aulard dice estas palabras: «Cuando me dicen que una minoría está aterrorizando Rusia, lo que yo comprendo es lo siguiente: Rusia está en plena revolución.» ¡Alentadora definición de la revolución!

«No sé lo que sucede -añade Aulard-, pero me asombra que durante nuestra Revolución francesa tuviéramos que combatir, como vosotros, una intervención armada y que, como vosotros, tuviéramos emigrantes. Me pregunto entonces si estas circunstancias no otorgaron a nuestra Revolución el carácter violento que revistió. Si, por aquel entonces, la reacción no hubiese intervenido de la forma que todos conocéis, tal vez no hubiésemos derramado tanta sangre. La Revolución francesa lo destruyó todo, porque algunos quisieron impedir su desarrollo.»

Ahí se reconoce el sistema de excusas que servirá de pasaporte a tantos sistemas totalitarios del siglo XX, a poco que se reclamen del socialismo, incluso los más sanguinarios y los más opresores. Después de una estancia en Etiopía, en los peores momentos de la represión llevada a cabo por el régimen comunista, en 1977, el notable dirigente comunista italiano Giancarlo Pajetta declaró que el clima social de Addis-Abeba recordaba, en el fondo, el de París durante la Revolución francesa. «Igual que en París en 1792 y 1793, uno puede enterarse al mediodía -bromeaba Pajetta- de que el hombre con quien cenó la noche anterior acaba de ser ejecutado.» Estos imprevistos forman parte, según Pajetta, del encanto de esa clase de situación, al cual la evocación de la vida parisiense bajo Robespierre aporta, a la vez, una respetabilidad histórica y la poesía del folklore. Si «el robespierrismo es la democracia», entonces poco importan las matanzas, el hambre, los campos de concentración y los boat-people. Khmers rojos y sandinistas, Fidel Castro y los amos de Hanoi tienen la razón histórica y la moral socialista con ellos. Ya no se les puede objetar ni sus violaciones de los derechos humanos ni su incapacidad para alimentar al pueblo. Eso son críticas superficiales, lamentaciones de primer grado, vulgarmente empíricas, cuando toda revolución se inscribe en una dialéctica a largo plazo o, más precisamente, cuyo último plazo no llegará jamás. Las circunstancias en que vive un régimen revolucionario son siempre excepcionales y desfavorables, lo que impide juzgarlo por sus actos, al mismo tiempo que se aprueban éstos.

Esta fórmula mágica, que permite rehusar perpetuamente el control de la realidad, es el servicio rendido a la izquierda por la escuela jacobina. Albert Mathiez, mucho más inteligente que Aulard, piensa, sin embargo, en los mismos términos que él, porque la ideología nivela a los intelectuales: «Jacobinismo y bolchevismo son, al mismo título, dos dictaduras nacidas de la guerra civil y de la guerra extranjera, dos dictaduras de clase, operando con los mismos medios, el Terror, las requisas y los impuestos, y proponiéndose, en última instancia, un objetivo parecido, la transformación de la sociedad, y no solamente de la sociedad rusa o de la sociedad francesa, sino de la sociedad universal.»[93] En ese paralelo, Mathiez no se limita a describir, debo precisarlo: él lo aprueba.

Pero, ¡curioso y contradictorio comportamiento!, la ciencia histórica así extraviada, mientras glorifica el Terror como camino único hacia la «transformación de la sociedad universal», se empeña en disimular cuanto puede sus elevadas realizaciones. ¿Por qué? Si el Terror es un instrumento de salvación para la humanidad, lo que debiera recomendarse sería su extensión. ¿Qué objetivo tiene disminuir la escala en que se practicó por los grandes antepasados, para nuestro bienestar colectivo? ¿Por qué clase de timidez, disimular, por ejemplo, la amplitud de las matanzas de la guerra de la Vendée, si eran indispensables al bien de la patria y de la humanidad? Y, sin embargo, ¡qué escándalo cuando apareció, firmado por un nuevo gladiador predestinado a la guillotina ideológica, en 1986, un libro portador de documentos inéditos y adornado por un título del que no discutiré su carácter provocador: Le génocide franco-français (El genocidio franco-francés).[94]

Es algo muy francés que esta tesis de Estado, golpe maestro de un historiador de treinta años, haya suscitado ante todo una querella de vocabulario. ¿Lo primero que se hizo fue evaluar el interés de los archivos descubiertos tras dos siglos de desván? ¿Medir la amplitud de las nuevas informaciones recibidas? ¿Evaluar el progreso realizado en la comprensión de los hechos? ¡No! Abandonando todo lo demás, los doctores se pelearon por la cuestión de saber si el autor tenía derecho a usar en su título el término «genocidio».

Forjado en el siglo XX, se objeta, el vocablo es anacrónico en el contexto de 1793. ¿Y por qué? Se tiene derecho, me parece, a recurrir a la noción de genocidio en presencia de circunstancias y en función de criterios que no tienen nada de vago, a saber:

  • cuando la violencia ejercida contra los enemigos o rebeldes tiende, de manera patente y a veces proclamada, no sólo a someterlos, sino a exterminarlos;
  • cuando este exterminio se extiende a toda la población, combatiente o no, de todo sexo y edad, según un plan premeditado, más allá de las operaciones militares;
  • cuando, con esa misma intención, son destruidos sistemáticamente los medios de existencia y de subsistencia de la población civil, sus domicilios, sus campos, talleres, herramientas, ganado, de manera deliberada, y no sólo a consecuencia de las rapiñas incontroladas de la soldadesca;
  • cuando las matanzas organizadas, imputables a un plan y no a la anarquía, continúan después del restablecimiento del orden y con el adversario reducido a la impotencia.

Es incontestable que estos cuatro aspectos se encuentran a menudo reunidos en la guerra de Vendée, y lo están bajo el impulso de una política decidida en el más alto nivel. La Convención, directamente o a través de sus representantes en el terreno, proclama en diversas ocasiones su firme propósito de «exterminar a los tunantes de la Vendée», de «purgar enteramente el suelo de la libertad de esta raza maldita», de «despoblar la Vendée». Las matanzas de prisioneros, de mujeres, incluso encintas, de niños y de ancianos cumplen ese programa al pie de la letra. La destrucción de bienes lo completa: «No se ha incendiado bastante en la Vendée; es preciso que durante un año, ningún hombre, ningún animal, encuentre subsistencia en ese suelo», escribe la Convención al Comité de Salvación Pública. Quiere borrar de la memoria de los hombres hasta el nombre de Vendée, y un convencional proponer sustituirlo, en la lista de departamentos, por «Vengé». El «departamento vengado» (de ahí el subtítulo del libro de Secher).

En cuanto a la continuación de las matanzas más allá de los objetivos del mantenimiento del orden, desbordamiento que hace palpable la intención de acabar con esa población rebelde, indignaba ya a un historiador tan poco monárquico como Edgar Quinet, que escribe, en 1865: «Los grandes ahogamientos de Nantes son de diciembre de 1793. ¿Cómo iban los ahogamientos a salvar a Nantes, ya salvada en junio, es decir, cinco meses antes? Carrier continúa los exterminios después de la derrota de los vendeanos en Le Manes. ¿Fue Carrier o Marceau quien decidió ese desastre? Así es cómo el Gran Terror actuó, casi en todas partes, después de las victorias.»

Los puristas del léxico de la sangría arguyen, sin embargo, contra Secher que genocidio «sólo es aplicable a asesinatos que afectan a una población extranjera». En ese caso, ¿lo que hemos visto en Camboya en tiempos de Pol Pot no sería, pues, un genocidio? ¿La «dekulakización» de los años treinta en la Unión Soviética no sería un genocidio? ¿Los 200 000 ugandeses muertos, desde 1982 hasta 1985, por los soldados del presidente Obote tampoco sería un genocidio? ¿Acaso los armenios asesinados en 1915 no eran ciudadanos turcos? ¿Los hombres de la Comuna fusilados en masa después de su completa derrota no eran franceses? Verdaderamente, el distingo es débil. En cuanto al criterio cuantitativo, ¿cómo precisarlo? Ciertos historiadores se permiten un mohín ante las matanzas vendeanas, encontrando el botín algo limitado. Siempre se puede mejorar, ciertamente: pero entonces habría que fijar el grado a partir del cual la depuración en masa merece el grado de genocidio.

Que la represión en Vendée superó de manera desagradable los límites de lo que la situación requería, es tan cierto que la enseñanza republicana, tanto a nivel de manuales escolares como al de historia universitaria, ha escamoteado ruinmente, desde hace un siglo, su amplitud y sus atroces detalles. La Vendée ha sido recluida en las catacumbas de los manuales de historia de inspiración monárquica y clerical. Pero véase la paradoja: es Reynald Secher, relegado por la simple elección de su tema a la «perrera» de los contrarrevolucionarios, quién rectifica, a causa de la seriedad de su investigación, la información en un sentido en que ningún historiador republicano habría nunca soñado. Establece con imparcialidad que las pérdidas de Vendée son, en definitiva, muy inferiores a lo que siempre se había creído.

Hoche, que durante algún tiempo mandaba, sobre el terreno, el ejército republicano, estimaba en 600 000 el número de muertos, Luego, hasta nuestros días, incluso los historiadores que juzgan esta cifra excesiva no bajan nunca de los 300 000. Sin embargo, Secher concluye, según fuentes minuciosamente consultadas que, de los 815 029 habitantes con que contaba en 1792 la Vendée, 117 257 murieron en los combates o en las matanzas, es decir, el 15 % de la población. Lo que es menos de lo que se creía, pero que es, por supuesto, mucho. Pensemos que relacionado con la población francesa actual ese porcentaje equivaldría a siete millones y medio de víctimas. Los exterminios y las destrucciones están evidentemente repartidas de desigual manera según las comunas. Algunas pierden hasta la mitad de sus habitantes y de sus casas; otras, menos del 5 %.

Ciertamente, el poder central no podía tolerar la insurrección vendeana, sobre todo en el momento en que se recrudecía la guerra extranjera. Pero la transformación de la represión en genocidio es de fuente ideológica y no estratégica. Otros actos de salvajismo lo verifican, además, en otros puntos del territorio nacional, donde no latía ninguna guerra civil. Así, el minúsculo pueblecito de Bédoin, en Vaucluse, es castigado por haber permitido que se talara, una noche, su árbol de la libertad. Como el delegado de la Convención no logra descubrir al culpable, aplica el castigo colectivo: 63 habitantes son guillotinados o fusilados, los demás expulsados, el pueblo es enteramente quemado: «No existe en esta comuna ni una chispa de civismo», comenta con virtuosa placidez en su informe el delegado para esa misión.

Igual que todos los poderes que basan su legitimidad en una ideología, el Comité de Salvación Pública parece incapaz de preguntarse por qué le resiste el pueblo, activa o pasivamente. A sus ojos, el pueblo auténtico es él mismo. Pueblo absoluto, abstracto, monolítico, no puede ni tomar en consideración que el pueblo concreto, viviente, tornadizo y diverso tenga motivos sinceros y reales de descontento. Lo más curioso es que las regiones del Oeste, antes de la Revolución, eran de izquierdas, como se diría hoy. Ha hecho falta el sectarismo jacobino para impulsarlas a la derecha, donde han permanecido de manera permanente en la historia electoral francesa.

El hombre de espíritu que era Clemenceau profirió la asnada de su vida el día en que lanzó el famoso: «¡La Revolución es un bloque!» No. Nada de lo que es humano es un bloque. Son los tiranos quienes razonan en términos de bloque. Uno puede sentirse heredero de la Francia de 1789 sin por ello considerar un deber el justificar la Vendée, Bédoin y el Terror.

Toda la investigación científica se inscribe en un marco trazado por su época, un «paradigma», para utilizar el término de Thomas Kuhn en su Estructura de las revoluciones científicas. Obras como el Almagesto de Tolomeo, los Principios de Newton, la Química de Lavoisier, la Teoría general de Keynes han fijado, durante una década, un siglo o un milenio los términos en los cuales se planteaban los problemas en un terreno determinado de la investigación. En este sentido, todo pensamiento está condicionado por un segundo plano ideológico. Pero sería vano sacar de ello un argumento, como han podido hacer un Michel Foucault o un Louis Althusser, para tratar de negar toda diferencia entre conocimiento e ideología y de afirmar que la única realidad intelectual es, de hecho, la ideología. Esta posición conduce al escepticismo, al hacer del conocimiento una simple sucesión de interpretaciones ideológicas, o, más bien, engendra, al contrario, un dogmatismo de la ideología considerada como el único conocimiento verdadero. En ambos casos, la tesis peca por la confusión de dos fenómenos bien distintos. El paradigma, en el sentido de Kuhn, posee tal vez los caracteres y las propiedades de un lienzo de fondo general que, sin saberlo el investigador, predetermina su actividad. Pero se trata de una representación científica, interior y debida a la ciencia, no de una ideología sino, muy exactamente, de lo que se llama una teoría, proyección coherente de un momento del conocimiento, y en el seno de la cual el investigador trabaja según unos criterios que continúan siendo científicos. De muy diferente naturaleza es la penetración, de la que ya he dado varios ejemplos, de una ideología no científica en el mismo corazón de la ciencia; o, para ser más precisos, la falsificación, la corrupción, la mutilación de la ciencia en beneficio de una ideología. Sin ninguna duda, este engaño es cada vez más difícil a medida que los dominios en que quisiera actuar ganan en rigor. Pero en muchas disciplinas flota aún la suficiente incertidumbre para infiltrar en ellas tendenciosas manipulaciones, tendentes a influenciar menos a los ambientes científicos que a un público desprovisto de medios de control y muy dispuesto a creer bajo palabra a sabios de renombre. El investigador que opera en el interior del paradigma kuhniano lo hace con una honradez total. No es consciente de que sufre el condicionamiento del sustrato epistemológico de su tiempo, a partir del cual respeta la objetividad. Tal no es el caso cuando un sovietólogo norteamericano «revisionista», como por ejemplo un cierto Getty, afirma, en un coloquio, en Boston, en 1987, que el número de víctimas de la colectivización y de las purgas estalinistas en los años treinta no sobrepasó los... 35 000.[95] Cifra manifiestamente ridícula, incluso relacionándola con las más bajas hipótesis de los soviéticos, y que no refleja más que la torpeza del propagandista. Pero que el señor Getty lo haya podido decir en una reunión universitaria de alto nivel sin que se le intime a abandonar en el acto sus funciones, demuestra cuan escasa es, a menudo, la preocupación por los hechos en la pretendida «investigación».

En lo que concierne a la Revolución francesa, nos encontramos más bien ante una lucha entre dos paradigmas, para no mencionar más que los autores que la suponen benéfica. Según el primero, sirvió de transición entre la monarquía absoluta y la democracia liberal, fue acompañada por algunas «torpezas» lamentables, habría probablemente podido llevarse a cabo a un menor costo económico y humano, pero, en fin, realizó o selló el paso inevitable del antiguo mundo a la sociedad política moderna, fundada sobre la igualdad de las condiciones, la ley idéntica para todos, la elección popular de los dirigentes, la libertad de cultura y de información, la inviolabilidad de los derechos individuales. Según el segundo paradigma, la Revolución francesa prefigura y santifica anticipadamente la sociedad socialista sin clases, la dictadura del proletariado, el régimen del partido único, el Estado omnipotente. A partir de entonces, las «torpezas» dejan de serlo. Lejos de constituir desfallecimientos o perversas recaídas, eran necesarias para desenmascarar los complots contrarrevolucionarios, interiores y exteriores. Pero lo que es sorprendente, es que los defensores de esta versión, igual que los abogados contemporáneos de los sistemas totalitarios, proclaman la necesidad, la legitimidad de un Terror cuya extensión y crueldad niegan y camuflan, al mismo tiempo, tanto como pueden. El hambre y la represión, el fracaso económico, dentro de lo posible, igualmente disimulados, edulcorados, en todo caso disociados de la responsabilidad de los gobernantes. También oiremos en el siglo XX a Stalin imputar el hambre a los kulaks, a Hanoi echar la culpa a la «burguesía "compradore"» o al régimen de Kabul explicar la resistencia popular únicamente por las «injerencias imperialistas». Negar y justificar los hechos a la vez procede, pues, de una razón vital: evitar el abandono del paradigma. Todos los partidarios de este paradigma no defienden a todos los regímenes totalitarios actuales; simplemente hacen una elección entre ellos. Algunos se servirán del modelo jacobino, más o menos conscientemente, para alabar a los sandinistas pero no a los khmers rojos, que han exagerado un poco. Sobre la realidad del régimen sandinista cerrarán los ojos, la vieja dialéctica entrará en juego, la abstracción prescindirá de los casos concretos que van en contra de la tesis global. Ante otros regímenes, esto no sucederá del mismo modo. A menudo se incrustan en nosotros, como capas geológicas, lo que Léon Brunschvicg llamaba «edades de la inteligencia». Las más arcaicas de esas edades no recobran actividad más que a intermitencias. En otros momentos se callan y dejan hablar a las edades más curiosas de conocimientos auténticos, o de un conocimiento sólo a medias cortado de amor a la ignorancia.

Corte indispensable, por otra parte, ya que el paradigma jacobino, como toda ideología totalitaria, vocea y esconde a la vez su secreto. A saber: que toda revolución llevada a cabo según el modelo jacobino, en nombre de la libertad, acrecienta de hecho el poder del Estado y destruye la libertad de la sociedad civil. Antes incluso que Lenin a Mao, Mirabeau lo había visto muy bien, apoyándose en esta constatación para tratar de «vender» la Revolución que empezaba a Luis XVI, a quien escribe, en uno de sus memorándums confidenciales: «Comparad el nuevo estado de cosas con el Antiguo Régimen; es ahí donde nacen los consuelos y las esperanzas. Una parte de las actas de la asamblea nacional, y la más considerable, es evidentemente favorable al gobierno monárquico. ¿Acaso no es nada estar sin parlamento, sin país de estados, sin cuerpo del clero, de privilegiados, de nobleza? La idea de no formar más que una sola clase de ciudadanos habría gustado a Richelieu: esa superficie igual facilita el ejercicio del poder. Varios reinados de un gobierno absoluto no habrían hecho tanto como este único año de revolución por la autoridad real.»[96] Este pasaje constituye uno de los más antiguos análisis sobre lo esencial de la famosa distinción entre régimen autoritario y régimen totalitario, que los totalitarios rechazan porque apunta a la más significativa de las líneas de demarcación entre los regímenes políticos. Al rey que se aferra al viejo tipo autoritario, Mirabeau opone, alabándolos, los méritos muy superiores, desde el punto de vista del Estado, de la «modernidad» totalitaria.

Se comprueba así, en la historiografía de la Revolución, con una agudeza muy particular la exactitud del aforismo, o más bien digamos la perogrullada de Benedetto Croce, según el cual «la historia es, siempre, historia contemporánea»[97] en el sentido de que forma parte de la cultura del momento. Pero ese relativismo involuntario de la visión no debe ser confundido con la voluntariedad de la falsificación. El primero no excluye en absoluto la probidad científica; el segundo se excluye a sí mismo de la ciencia.

Se trate de historia o de cuestiones contemporáneas, daré después otros ejemplos de falsificaciones o de extrapolaciones aberrantes de datos: por ejemplo, sobre la «explosión» demográfica del Tercer Mundo, sobre la igualdad de oportunidades en las sociedades democráticas, sobre la relación entre desarrollo y subdesarrollo. Pero la subordinación del conocimiento a la ideología procede de causas diversas. En lo cotidiano, el descaro con los hechos y con los argumentos se arrastra, a menudo, a un nivel muy bajo. Un rudimentario oportunismo sirve de pensamiento, bastante corrientemente, a los que se califica, eufemísticamente, de «responsables» políticos. Así, después de haber tocado a rebato contra el «peligro fascista» en Francia, el Partido Comunista se dedica súbitamente a explicarnos[98] que «sería erróneo hacer creer que nos encontramos ante una amenaza fascista en este país». ¿Por qué este cambio? Muy simple: la tradición de la izquierda requiere que en caso de peligro fascista, el Partido Comunista se alíe con los socialistas y otros «republicanos» contra el peligro supremo. En 1934, pasa de la táctica «clase contra clase» y «fuego contra la social democracia» al Comité de Intelectuales Antifascistas y al Frente Popular. Sin embargo, en 1987, el PCF ha escogido la táctica de la hostilidad al Partido Socialista, el «agente de la derecha en la política de austeridad». No conviene, pues, que haya entendimiento con los socialistas, ergo que haya «peligro fascista». Ni en 1984 ni en 1987 la realidad política del Frente Nacional de Le Pen por sí misma y en sí misma. En 1984, convenía exagerar el «peligro fascista» para poder acusar a los liberales de haberlo hecho nacer. En 1987 convenía que desapareciera para poder acabar de desembarazarse de la Unión de la Izquierda.

Durante las dictaduras militares, en Argentina y en Uruguay, los comunistas, en cambio, pedían la unión de todos los demócratas contra el fascismo. ¿Había que deducir de ello que después del retorno de la democracia en sus países aceptarían por fin el pluralismo y defenderían el «socialismo de rostro humano» en los países comunistas? Creerlo habría sido ignorar lo que es el auténtico oportunismo ideológico o, si se prefiere, la imperturbable fijación ideológica.

En Uruguay, para mencionar un solo episodio preciso y bien concreto, durante el proceso de restauración de la democracia tiene lugar, el domingo 27 de noviembre de 1983, por la tarde, una multitudinaria reunión popular en un parque de Montevideo. Se ha colocado el estrado al pie del obelisco erigido en homenaje a los constituyentes de 1830 (fecha de la primera constitución uruguaya). Se hallan presentes representantes, militantes y simpatizantes de todas las corrientes políticas del país. La multitud es inmensa. Es la mayor manifestación que ha tenido lugar en Uruguay desde hace mucho tiempo. Ante el estrado, a la derecha, las primeras filas de público están compuestas, como por azar, de apretadas hileras de militantes del muy minoritario partido comunista. La reunión es abierta con la lectura solemne, en la tribuna, de innumerables mensajes de felicitación, de simpatía, de apoyo y de aliento llegados del mundo entero para festejar el renacimiento de la democracia en Uruguay. Cada mensaje es ritualmente acogido con aclamaciones, ovaciones y vítores. Llega el momento en que el lector de los mensajes, cogiéndolos, uno tras otro, de un cesto que tiene ante sí, coge uno y se pone a leer el telegrama de amistad que, en nombre de Solidarnosc, envía Lech Walesa al pueblo uruguayo «liberado del fascismo». Inmediatamente, las primeras filas del público empiezan a gritar, a silbar, a patalear, a abuchear contra Solidarnosc aullando: «¡Abajo Walesa! ¡Abajo el imperialismo americano!»

A un grado superior, encontramos el prejuicio involuntario, en general prejuicio de toda una época, cruzado solamente por una fracción de mala fe personal. Jules Ferry, el hombre que luchó contra el Segundo Imperio y proclamó la República en París el 4 de septiembre de 1870, que fue el padre fundador de la izquierda republicana, el ministro a quien Francia debe las grandes leyes democráticas sobre la libertad de prensa, el derecho de reunión, la enseñanza primaria gratuita, laica y obligatoria, exclamaba, el 28 de julio de 1885, en la tribuna de la Cámara de Diputados: «¡Señores, hay que hablar más alto y proclamar la verdad! ¡Hay que decir abiertamente que las razas superiores tienen un derecho ante las razas inferiores! Repito que hay un derecho para las razas superiores, porque hay un deber para ellas. Tienen el deber de civilizar a las razas inferiores.» Hoy se cree que el racismo proviene sólo de la derecha. Se olvida que en el siglo XIX la desigualdad de las razas humanas parecía una evidencia tanto a la derecha como a la izquierda. En 1890, dos años antes de su fallecimiento, en su prólogo a L'Avenir de la Science («El porvenir de la ciencia»), considerando el balance de este libro escrito cincuenta años antes, E. Renán se reprocha cuanto sigue: «En aquella época, no tenía una idea suficientemente clara de la desigualdad de las razas.» Puede verse cómo una de las mentes más críticas del siglo puede tener tranquilamente por demostrada una tesis que no lo está en absoluto, y cómo un humanista tolerante puede adherirse a un postulado lleno de temibles consecuencias para los derechos del hombre y la tolerancia. La palabra «raza», por otra parte, era a menudo tomada en una acepción por lo menos tan cultural como biológica. El error de los hombres del siglo XIX consistía en atribuir a la «raza» comportamientos económicos, sociales o políticos que ellos juzgaban con severidad. El nuestro consiste en absolver, en las culturas que no son occidentales -por miedo de incurrir en la acusación de racismo-, actitudes condenables, incluyendo actitudes racistas. Cuando en las islas Fidji, en mayo de 1987, el coronel Sitiveni Rabuka derriba un gobierno regularmente elegido porque es de predominio indio y el coronel quiere reservar el poder a los melanesios, entonces, en Occidente, son muy escasas las voces que critican la creación de ese nuevo régimen fundado en un principio explícitamente racista. Sin embargo, una mayoría de ciudadanos de origen indio, pero nacidos en las islas Fidji, así como varios miembros de otras etnias, se ven privados de sus derechos políticos en razón de su raza. Sin duda el régimen de Rabuka fue excluido de la Commonwealth, pero las protestas contra este nuevo apartheid se apagaron muy pronto y no turbaron mucho al planeta. Después de haber procedido a un segundo golpe de Estado, el 25 de septiembre de 1987, y haberse autoascendido a general, Rabuka debió entregar el poder a los civiles el 5 de diciembre. Un gobierno provisional, dirigido por el primer ministro en funciones antes de las elecciones de abril de 1987, es decir, rechazando de todas maneras el resultado de tales elecciones, asumió la misión de preparar una nueva constitución y nuevas elecciones.[99] Cuando, a principios de septiembre, el coronel Jean-Baptiste Bagaza, jefe de Burundi -por aquel entonces invitado en la cumbre de la Francofonía en Montreal, a pesar del régimen de dominación netamente racista de su país-, resulta derrocado por el capitán Pierre Buyoya, el Vaticano se congratula de que este último anuncie la interrupción de las vejaciones de su predecesor contra la Iglesia. Pero Roma no exige la modificación de las relaciones étnicas que perpetúan el poder de los tutsis sobre los hutus, de que he hablado antes, y que habían provocado las matanzas que sabemos en 1972. El capitán-presidente, en efecto, ha querido precisar que no modificaría nada del statu quo, es decir, que la discriminación tribal, el apartheid negro se mantendría, con la bendición de las autoridades religiosas y de la comunidad internacional. Cuando el 15 de octubre de ese mismo año de 1987, en Burkina-Fasso (antiguo Alto-Volta), el capitán Blaise Compaoré procede a la alternancia gubernamental asesinando, para ocupar su lugar, al capitán Thomas Sankara y a algunas decenas de colaboradores suyos, los defensores de los derechos del hombre y de la democracia en Occidente no se ponen más nerviosos que cuando en 1983, en la isla de Granada, la oficina política del partido marxista-leninista New-JEWEL (¡miembro, por otra parte, de la Internacional Socialista!) consideró que debía matar, entre otras 150 personas, a su jefe Maurice Bishop, que, por su parte, había también tomado el poder mediante un golpe de Estado en 1979. Era un clan aún más prosoviético que el que había liquidado a este último, pero los «liberales» norteamericanos habían guardado sus reservas de indignación para el desembarco norteamericano en Granada, un poco más tarde.

Ante estas curiosas costumbres políticas, aunque sólo fuera por el número increíblemente elevado de militares que gobiernan en esos países (pues una dictadura militar no parece constituir una infracción a la democracia más que si el dictador se llama Pinochet o Stroessner), el mutismo de los occidentales se explica por la simple inversión del filtro ideológico cuyo efecto, cien años antes, habría sido hacer atribuir estos extravíos a la incapacidad de las «razas inferiores» para gobernarse. En un caso es el prejuicio racista, en otro es el tabú antirracista los que impiden analizar estos fenómenos como se merecen, es decir, como un conjunto de hechos políticos, sociales, económicos, religiosos y culturales que deben ser estudiados, como cualquier otro hecho del mismo género, y de las mismas eventuales apreciaciones morales. Cuando el líder comunista italiano Giancarlo Pajetta evoca, bromeando, lo pintoresco que hace muy «París 1793» de Addis-Abeba en 1977, se declara conquistado por el encanto de la capital etíope, en momentos en que alberga a más de 100 000 presos políticos y se fusilan incluso niños menores de doce años. (Por encima de esa edad, uno es fusilable en Etiopía, gracias a Dios, pero ya no se es un niño para el registro civil.) Es preciso, pues, para que pueda existir tal reacción, que la ideología y el culto revolucionarios cubran a Pajetta con una sólida campana de protección.

Contemplemos, pues, nuevamente, la cuádruple función de la ideología: es un instrumento de poder; un mecanismo de defensa contra la información; un pretexto para sustraerse a la moral haciendo el mal o aprobándolo con una buena conciencia; y también es un medio para prescindir del criterio de la experiencia, es decir, de eliminar completamente o de aplazar indefinidamente los criterios de éxito o de fracaso.

El centinela que hace guardia ante esa fortaleza psíquica efectúa la selección de informaciones únicamente en función de su capacidad para reforzar o debilitar la ideología. Un antiguo corresponsal permanente de Newsweek en Moscú, Andrew Nagorski, en un libro de memorias, por otra parte edificante desde todos los puntos de vista, Reluctant Farewell (Despedidas involuntarias, Nueva York, 1985), describe las reacciones que encuentra, en Occidente, cuando vuelve de vacaciones, en el momento más encarnizado de la llamada querella de los «euromisiles», hacia 1982. La cuestión estribaba en saber si se había que desplegar, o no, los Pershing II y los misiles de crucero en Europa occidental, para compensar los cohetes SS-20 soviéticos. «Durante mi breve viaje a Occidente -escribe Nagorski- descubrí que, por regla general, las opiniones sobre tales problemas ya estaban petrificadas. Las gentes que apoyaban la decisión de la OTAN de desplegar los nuevos misiles acogían favorablemente mis observaciones sobre las concepciones del Kremlin, como confirmación de lo que ellos pensaban. Las gentes que eran hostiles al despliegue rechazaban lo que yo decía sobre la manera en que los soviéticos concebían a Occidente, considerándolo como desprovisto de interés para el caso. Fue para mí una fuente de intenso malestar el comprobar que en toda discusión sobre esa materia yo era inmediatamente clasificado. Lo que estaba en juego era escoger un campo en un debate de política interior. Cuáles eran realmente, en todo este asunto, las intenciones de los soviéticos parecía no tener más que una importancia absolutamente secundaria.»[100]

¿Será el hombre un ser inteligente que no es dirigido por la inteligencia? Sin prejuzgar de sus otras propiedades, la inteligencia sirve para economizar una experiencia desagradable, permitiéndonos, cada vez que sea posible, analizar los componentes de una situación para prever, o por lo menos conjeturar, las consecuencias de una acción. En suma, es una facultad de anticipación y de simulación de la acción, gracias a la cual podemos guiarnos sin tener que poner necesariamente en práctica, para ver qué dan de sí, ensayos demasiado peligrosos. No obstante, no sólo utilizamos raramente esta facultad, sino que, colocados en una situación idéntica, reproducimos a menudo comportamientos que ya fracasaron.

Notas

[88] El texto de la Literaturnaya Gazeta, un debate entre un historiador y un filósofo, ha sido resumido por Le Monde del 2 de octubre de 1987.

[89] Inventarío hecho por Christian Jelen y Thierry Wolton en L'Occident des dissidents, París, Stock, 1979.

[90] La Gauche et la Révolution francaise au milieu du XIXe siécle, Hachette, 1986.

[91] Pero lo trágico, para los inquisidores, es que tras el estudio que les consagró Furet, fueron reeditados. Augustin Cochin, L'Esprit du jacobinisme, París, PUF, 1979, prefacio de Jean Baechler.

[92] Citado por Christian Jelen, L'Aveuglement, les socialistes et la naissance du mythe Soviétique, París, Flammarion, 1984, p. 56. Edición española: La ceguera voluntaria. Los socialistas y el nacimiento del mito soviético, Barcelona, Planeta, 1985, p. 50.

[93] Le Bolchevisme et le Jacobinisme, París, Librería de «L'Humanité», 1920.

[94] Reynald Secher, Le Génocide franco-frangais, la Vendée «vengé», París, PUF, 1986.

[95] Esta anécdota es referida por uno de los participantes en el coloquio, Jacques Rupnik, «Glasnost: Gorbatchev's Profs; a New Generation of American Academics is Re-writing Soviet History», The New Republic, 7 de diciembre de 1987.

[96] Citado por Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, libro I, capítulo II.

[97] En La Storia come pensiero e come azione, 1938 (La Historia como pensamiento y como acción).

[98] L'Humanité, 10 de septiembre de 1987.

[99] Los fidjianos étnicos representaban el 43 % de la población. En la fecha en que repaso mi texto (junio de 1988), todavía no se han celebrado elecciones.

[100] «On my short excursión to the West, I found that, as a rule minds were already made up on these issues. People who endorsed the NATO decisión to deploy new missiles welcomed my observations about Kremlin thinking as ammunition for their team, while opponents dismissed what I had to say about Soviet perceptions ofthe West as irrelevant: I felt distinctly uneasy with how quickly I was categorized in any discussion of this subject. It was a matter of choosing up sides in a domestic political debate, and what relation all this bore to Soviet intentions hardly seemed to matter.»

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