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La potencia adúltera

¡Ah! Nosotros con exceso de los años de la tierra, hemos tomado, para reinar, su potencia adúltera; he aquí, de nuestros males, el fatal origen.

ALPHONSE DE LAMARTINE[101]

Ninguna profesión está tan desprestigiada como la de periodista. Ninguna es más adulada.

ROBERT DE JOUVENEL [102]

Sería sin duda excesivo e injusto escribir que la información está prohibida en medio mundo y falseada en el otro medio. Porque está prohibida en mucho más de la mitad del mundo.

Si se pueden contar, en efecto, medio centenar de países en los que la libertad de información no existe, y una treintena en que sí existe, esta diferencia aumenta cuando se toma en consideración menos el número de países que el de hombres, pues, entre las naciones privadas de información, figuran algunas de las más pobladas del planeta.

Entre los dos grupos, por otra parte fluctuantes, se pueden contar, con generosidad, otros treinta regímenes políticos bajo los cuales la prensa goza de una semilibertad. Paradójicamente esta situación mixta conlleva más peligros personales para los periodistas que el sistema de la censura completa. Muchos de ellos son cada año víctimas de represalias que pueden llegar hasta el asesinato, en razón de la misma imprecisión de los límites tácitamente impuestos a su curiosidad. Finalmente, debido al hecho de que en la mayor parte del mundo la información está prohibida, o fuertemente censurada, o perseguida o aun inaccesible, peligrosa de recoger y de transmitir, se hace a nuestros ojos tan preciosa y tan intangible que llegamos a suponerla exenta de todo defecto y al abrigo de todo error en los raros países donde reina la libertad. En esos países, criticar a la prensa constituye una especie de sacrilegio, sin duda cometido con frecuencia, pero que, en principio, no por ello es menos censurado. Sin embargo, incluso en las sociedades que se apoyan en una larga tradición democrática y observan un gran respeto por la libertad de expresión, sólo una pequeña fracción de los periódicos y otros medios de comunicación son concebidos y utilizados con el objetivo de proporcionar al público una información exacta y unos comentarios serios, en la medida de las posibilidades humanas, por supuesto: no me refiero aquí más que a la intención.

Además, la ley, en democracia, garantiza a los ciudadanos la libertad de expresión; no les garantiza ni la infalibilidad, ni el talento, ni la competencia, ni la probidad, ni la inteligencia, ni la comprobación de los hechos, que están a cargo del periodista y no del legislador. Pero cuando un periodista es criticado porque falta a la exactitud o la honradez, la profesión ruge fingiendo creer que se ataca al principio mismo de la libertad de expresión y que se pretende «amordazar a la prensa». El colega no ha ejercido, se oye decir, más que «oficio de informador». ¿Qué se diría de un dueño de restaurante que, sirviendo alimentos en malas condiciones, exclamara, para rechazar la crítica: «¡Oh!, por favor, dejadme cumplir mi misión alimenticia, ese deber sagrado. ¿Acaso sois partidarios del hambre?» En realidad, la mayoría de las gentes que crean periódicos u otros medios de comunicación lo hacen para imponer un punto de vista y no para buscar la verdad. Lo que ocurre es que vale más parecer buscar la verdad cuando se quiere imponer un punto de vista. Igual que entre los millones de libros que se imprimen sólo una ínfima proporción está consagrada a la literatura como arte o a la comunicación de conocimientos, sólo una minoría de empresas de prensa y de comunicación son fundadas y dirigidas con el principal objetivo de informar. Esta preocupación engendra un tipo de periódicos que ocupan un minúsculo espacio en la gigantesca masa de la prensa puramente comercial o proselitista.

La confusión entre la libertad de expresión, que debe ser reconocida incluso a los embusteros y a los locos, y el oficio de informar, que conlleva sus propias obligaciones, se sitúa en los mismos orígenes de la civilización liberal. Antes de la segunda mitad del siglo XIX, es decir, antes del nacimiento de las agencias de prensa, de los reporteros, del telégrafo eléctrico, todas las consideraciones sobre la libertad de la prensa, desde Milton[103] hasta Tocqueville, pasando por Voltaire, se refieren exclusivamente a la libertad de opinión. A medida que se elabora la democracia moderna, aparece como evidente que uno de sus componentes consiste en la libertad de cada uno, como dice Voltaire, de «pensar por escrito». Debemos defender, nos dice, el derecho de cada uno a hacer conocer al público su punto de vista, incluso si tal punto de vista nos horroriza, y nosotros mismos no debemos combatirlo más que con la palabra y la argumentación, jamás con la fuerza o con la calumnia: así surge entonces el principio de la tolerancia. Pero ese derecho de razonar o de disparatar a su guisa no tiene nada que ver con el derecho a imprimir informaciones falsas, lo que es muy diferente. En los orígenes de la democracia, el debate sobre la prensa no se instaura en el contexto del derecho a informar o ser informado: no se refiere más que a la tolerancia y a la diversidad de opiniones. Así es como la famosa primera enmienda de la Constitución estadounidense, que funda el derecho de la prensa en los Estados Unidos, trata en la misma frase, y esto es significativo, simultáneamente, de la libertad religiosa, de la libertad de expresión, de la libertad de reunión y de la libertad de petición.[104] Pero la prohibición hecha por esta enmienda de «restringir la libertad de palabra o de la prensa», colocada en el mismo plano que la prohibición de restringir la libertad para cada uno de escoger su culto, no implica en ninguna manera, por ejemplo, que la Administración estadounidense haya violado la Constitución, como se ha dicho, cuando prohibió que los reporteros estuvieran presentes al lado de las tropas durante las primeras horas del desembarco en Granada, en 1983. La primera enmienda no implica tampoco que un periódico tenga derecho a publicar un documento de Estado confidencial fraudulentamente hurtado.

Puede considerarse reconocer este derecho o el de la prensa de ser obligatoriamente tenida al corriente, anticipadamente, de todas las operaciones militares; pero, en cualquier caso, no derivan, ni el uno ni el otro, de la primera enmienda, por la excelente razón de que tal enmienda no trata en absoluto de la información. También en Francia, después de la caída del primer Imperio, bajo la Restauración y bajo la monarquía de Julio, todas las discusiones sobre la prensa y sobre las leyes, eventualmente deseables o no para reglamentarla o no, giran alrededor de la noción de opinión únicamente. Todos los pensadores liberales, Benjamín Constant en sus Principios de política, en 1815, Royer-Collard en su discurso sobre la libertad de prensa en la cámara de diputados, en 1817, empiezan por plantear (cito aquí a Royer-Collard) que «la libre publicación de opiniones individuales por la prensa no es sólo la condición de la libertad política, sino que es el principio necesario de esa libertad, puesto que sólo ella puede formar en el seno de una nación una opinión general sobre sus asuntos y sus intereses».[105] A continuación, la cuestión que plantea la reflexión de estos pensadores políticos es saber cómo castigar los abusos de la libertad de expresión, las opiniones lesivas para el honor, la dignidad o la seguridad ajenas y la paz civil. ¿Pueden impedirse estos abusos sin atentar contra esa misma libertad? En general, concluyen que más vale aceptar los inconvenientes que intentar remediarlos mediante la legislación, pues el buen juicio público, fruto de la experiencia de la libertad y de la costumbre de confrontar las tesis, ya se encargará de desacreditar a los difamadores y a los facciosos. Benjamín Constant pone en el mismo saco a los «frenéticos que, en nuestros días, querían demostrar la necesidad de abatir un cierto número de cabezas que ellos designaban, y se justificaban luego diciendo que ellos no hacían más que emitir su opinión», y a los «inquisidores que querrían ponerse una medalla con ese delirio, para someter la manifestación de cualquier opinión a la jurisdicción de la autoridad». Como se puede ver, no se trata más que de la opinión, del derecho a la expresión del punto de vista personal; nunca de lo que entendemos hoy corrientemente por «los problemas de la información y de los medios de comunicación».[106]

Para Tocqueville, los periódicos desempeñan el papel que en nuestros días corresponde a la prensa regional o a la televisión por cable en una comunidad local: sirven de cemento y de lazo entre los habitantes. Sin la prensa, los ciudadanos podrían confinarse en el individualismo a que nos impulsa la democracia igualitaria. «Cuando los hombres ya no están unidos entre ellos de una manera sólida y permanente (sobreentendido: como en las sociedades aristocráticas), no se podría conseguir de un gran número que actuara en común... Esto sólo puede hacerse habitual y cómodamente con la ayuda de un periódico; sólo un periódico puede venir a depositar, al mismo tiempo, el mismo pensamiento en mil espíritus.» En esa perspectiva, la exuberancia de la prensa en los Estados Unidos se deriva, según Tocqueville, de la de las asociaciones, es decir, de la democracia local, en la que como se sabe se aprecia con razón el rasgo fundamental y la fuente de la autenticidad de la democracia norteamericana. El texto de De la democracia en América que acabo de citar está, por otra parte, entresacado del capítulo titulado «De la relación de las asociaciones con los periódicos». La prensa tiene, pues, en esta concepción, una función movilizadora. Sirve para acercar a los ciudadanos unos a otros alrededor de un proyecto común, lo que es bueno, prosigue Tocqueville, incluso si el proyecto no vale nada, porque por lo menos los desgaja del individualismo. «No negaré que, en los países democráticos, los periódicos no inciten a menudo a los ciudadanos a llevar a cabo en común empresas insensatas; pero si no hubiera periódicos, no habría casi acción en común. El mal que ellos causan es, pues, mucho menor que el que curan.» Tocqueville persiste, así, en no considerar en la prensa más que la función movilizadora, que previene la caída en el sopor solitario, consecuencia de la atomización democrática.

Uno se queda desconcertado al comprobar que uno de los más grandes teorizantes modernos de la democracia, uno de sus observadores más intuitivos, no se ha apercibido de la importancia de la otra función que hace a la prensa indispensable en el sistema democrático: la función de información. Pero, si la democracia es el régimen en el cual los ciudadanos deciden las orientaciones generales de la política interior y exterior, escogiendo con su voto entre los diversos programas que los candidatos que ellos designan para gobernarlos, ese régimen no tiene sentido ni puede funcionar en el interés de sus miembros más que si los electores están correctamente informados de los asuntos tanto mundiales como nacionales. Ésta es la razón por la cual la mentira es tan grave en democracia, régimen que sólo es viable en la verdad y lleva a la catástrofe si los ciudadanos deciden según informaciones falsas. En los regímenes totalitarios, los dirigentes y la prensa del Estado engañan a la sociedad, pero los gobiernos no conducen su política según sus propias mentiras. Guardan para sí otros informes. En las democracias, cuando el poder engaña a la opinión, se ve obligado a hacer concordar sus actos con los errores que ha inculcado, puesto que es la opinión quien designa a los dirigentes o los aparta. ¿No es para impedir ese riesgo mortal que la prensa interviene, o debiera intervenir, no es eso lo que la hace indisociable de la misma democracia?

Pero a este respecto, por desgracia, la confusión original entre la función de opinión y la función de información, o, más exactamente, la anterioridad de la función de opinión sobre la otra, y su preponderancia, han dado lugar a un equívoco que se perpetúa en nuestros días. Por una parte, todo el mundo está de acuerdo en ello, la democracia es un sistema en el cual todas las opiniones deben poder expresarse, a condición de que se haga pacíficamente. Es también, por otra parte, un sistema que sólo puede funcionar si los ciudadanos disponen de un mínimo de informaciones exactas. Sin embargo, esta segunda función, dígase lo que se quiera, nunca se ha distinguido de la primera ni ha sido plenamente comprendida. Y, sobre todo, ha sido siempre obstinadamente subestimada.

Esto se deduce de diversos lugares comunes con que se nos fatigan los oídos en todos los coloquios y debates sobre la prensa. La prensa -se repite hasta la saciedad- debe ser pluralista. Sin embargo, lo que debe ser pluralista es la opinión, no la información. Según su misma naturaleza, la información puede ser falsa o verdadera, no pluralista. Comprendo bien que toda información no posee ese grado ideal de certeza comprobable que no deja lugar a dudas ni a controversias y pone un término a toda discusión. Así, el «pluralismo» no le concierne más que en la medida en que pueda ser dudosa. Puede decirse, en cierto modo, que cuanto más pluralista es una información, menos información es... Por esencia, debe tender, en todo caso, a la certidumbre, y, además, existen muchas más informaciones que pueden alcanzarla de lo que se dice en general, con la intención de dispensarse de tenerla en cuenta. El tópico de la objetividad imposible no es,'a menudo, más que pereza... o picardía. En todo caso, cuando se trata de resolver una situación de hecho, la objetividad no consiste, como se dice en virtud de una aberración, en oponer opiniones contrarias en el curso de un debate. Si ambas opiniones reposan sobre informaciones falsas, ¿cuál es el interés del debate? Ese interés puede, sin ninguna duda, reflejar el humor y la diversidad de las familias en un país. Pero la misión de la prensa no puede detenerse ahí. La confrontación de la incompetencia no ha sustituido nunca al conocimiento de los hechos. El deber de la prensa consiste en adquirir ese conocimiento y transmitirlo. El pluralismo recobra sus derechos y vuelve a encontrar su necesidad cuando llega el momento de deducir enseñanzas de los hechos establecidos, de proponer remedios, de sugerir medidas. Desgraciadamente, en la práctica, el «pluralismo» se ejerce, casi siempre, antes de esa fase; selecciona las informaciones, les cierra el paso, las deja pasar en silencio, las niega, las amputa o las amplifica, incluso las inventa, con objeto de adulterar en su fase embrionaria el proceso de formación de la opinión. Cuando se invoca el «pluralismo», se refiere, sin vergüenza, a un pretendido derecho para cada periódico de presentar las informaciones a su manera. Esto se admite hasta tal punto que, por ejemplo, se oía a menudo, en el curso de las innumerables crisis del diario socialista Le Matin, que terminó por hundirse, garantizar por cada nuevo director el «anclaje a la izquierda» de ese periódico. No obstante, quien verdaderamente cree en su propia tesis política no necesita «anclarse». Está o debería estar persuadido de que la rectitud de su tesis resultará de la misma exactitud de la información. Si experimenta la necesidad de anunciar que presentará la información bajo una luz favorable a su teoría, ello significa que ya no está tan convencido de la validez de esta última y admite que la imparcialidad sería fatal para su postura. Otra tontería, ritual, consiste en definir a la prensa como un «contrapoder» . Es cierto que el papel de la prensa es decir la verdad y que al poder no le gusta mucho la verdad cuando le es desfavorable. La prensa no tiene, pues, que ser, en virtud de un automatismo, por otra parte selectivo, y en todas las coyunturas, un contrapoder. Esta noción es además absurda y si correspondiera a la realidad, si el poder mereciera invariablemente que se estuviera contra él, habría para desesperar de la democracia, porque querría decir que un gobierno democráticamente elegido se equivoca siempre, es decir, que el pueblo que le elige sufre de una congénita e incurable idiotez. Pero esa idea de que un buen gobierno es el que combate siempre al poder no deja de tener consecuencias, en vista de la imposibilidad práctica, para los medios de comunicación de los países libres, de hacer reportajes serios en los países comunistas y, a decir verdad, de su muy escaso deseo de hacerlos. De ello resulta, por decantación, que las nueve décimas partes de sus informaciones consisten en requisitorias contra las mismas democracias. Éstas son puestas en acusación, sobre todo, a través de sus aliados menos democráticos, particularmente expuestos a las acusaciones por ser, en general, a la vez menos permeables a la información y sujetos a condenas morales. Se comprende, pues, en virtud de qué concatenaciones el sistema de información democrático sigue así la fácil pendiente de un proceso permanente instruido contra la misma democracia, y cómo, inventado para defenderla, contribuye a destruirla.

Ciertamente la libertad de información es indispensable para la civilización democrática. Es, incluso, un elemento constitutivo de la misma. Pero desgraciadamente ante un sistema militarista-totalitario cuyo objetivo es aniquilarla, la democracia transforma, sin quererlo, su propia sangre en veneno y fabrica argumentos que servirán para demostrar que no merece existir.

Por consiguiente, ella justifica la agresión de que es objeto por parte del totalitarismo, que vale mucho menos, por imperfecta que ella sea. Se responderá que podría sustraerse fácilmente a los inconvenientes de este equívoco convirtiéndose en perfecta y absteniéndose de recurrir al apoyo estratégico de todo régimen que no fuera irreprochable. Esto equivale a plantear el principio de que la democracia no tiene más opción que entre la santidad y la muerte.

Lejos de mí la chifladura de prescribir algún conformismo sagrado para salvar a la democracia. No pido para ella más que la verdad, pero la verdad completa. Una vez más, lo que importa es delimitar la función informativa de los medios de comunicación, dadas las consecuencias desastrosas que una mala información de la opinión pública acarrean a la democracia, más que a cualquier otro sistema político.

El papel de guardián, de juez y de inquisidor del poder que se atribuye la prensa, siendo saludable y necesario, consistiría, según ella, en una especie de magistratura. Entonces, como todas las magistraturas, debe estar rodeada de garantías de competencia y de imparcialidad.

De todos modos, el «cuarto poder» o el «contrapoder» no es más que un poder de hecho. No posee más sustancia constitucional que la que se deriva del derecho de todo ciudadano a decir y escribir lo que él quiere. Mientras que los otros contrapoderes, el judicial y el legislativo, son, ellos mismos, poderes, reclutan a sus miembros según criterios de representatividad o de competencia y de moralidad definidos por la Constitución, por las leyes o por los reglamentos, nada de eso condiciona el reclutamiento de los periodistas. Los diplomas profesionales que conceden las escuelas de periodismo sólo tienen un valor indicativo. Aparte de que no garantizan gran cosa, son facultativos, contrariamente a los títulos que la ley exige a los médicos, a los abogados o a los profesores para que puedan ejercer. Además, y a consecuencia de ello, el cuerpo periodístico es juez único de las capacidades y la honestidad de sus miembros, de la calidad de su trabajo, juntamente, por supuesto, con el público, pero éste no dispone casi nunca de los elementos con los cuales cotejar la información que se le da, ya que la mayor parte de los elementos de información que puede tener proceden precisamente del periódico que él lee, de la televisión que mira y de la radio que escucha. Cuando, por azar, posee una fuente de información exterior a esos órganos, cuando, por ejemplo, su periódico o su televisión tratan de un problema que él conoce, de su oficio, de su región, de un país extranjero en el que ha vivido, de acontecimientos a los cuales ha estado mezclado, el ciudadano medio juzga la manera en que informa la prensa de un modo casi siempre severo, e incluso, a veces, escandalizado. Éste es un síntoma inquietante, y del cual cada uno de nosotros ha podido ser testigo. La prensa es tanto más duramente juzgada cuando el lector o el telespectador conocen mejor el tema de que habla. Cuando un periodista invoca el «derecho a informar», el «derecho a la información», se refiere a su propio derecho de presentar los hechos como a él le guste, casi nunca al derecho del público a ser informado con exactitud y sinceridad. Cuando los medios de comunicación cometen errores, a veces graves y groseros, de consecuencias nefastas, tales errores no pueden ser denunciados, para que la denuncia tenga un eco y un efecto, más que por la misma prensa, cosa rara y mal vista en la corporación, sobre todo en Francia. Los ataques desconsiderados contra otros periódicos sólo los lanzan, de ordinario, publicaciones extremistas, y entonces el público los atribuye sólo a la pasión política. Atañen más al prejuicio que al profesionalismo. No obstante, sólo en el terreno del profesionalismo y de un control de la calidad del servicio social de la información podría legitimarse el «cuarto poder» y la pretensión de asumir la misión de «contrapoder». De hecho, esa «misión» se metamorfosea como por arte de magia en la de «propoder» para ciertos periódicos, cuando resulta que el poder cae, o vuelve a caer, en manos del partido que tiene su preferencia.

Para precaverse de este reproche, los periodistas se atrincheran tras la pretendida distinción entre la opinión y la información, otro tópico de las grandes declaraciones vacías. La distinción no se observa casi nunca. Toda la controversia inherente a la prensa moderna viene precisamente del derecho, que fue el primero reconocido, de expresar todas las opiniones, incluidas las más extravagantes, las más odiosas, el derecho a equivocarse, a mentir, a decir tonterías sobre la misión de la información, aparecido más tarde, y que no puede, sin destruirse a sí mismo, reivindicar el derecho a la arbitrariedad. Siempre queda algo de los orígenes. Si hoy, basándose en pruebas, se trata a un periodista de falsificador o de ignorante sobre un punto de información preciso, se es inmediatamente acusado de entregarse a la «caza de brujas», de atacar a la libertad de prensa y de rehusar el «pluralismo».

Según una máxima ilustre, «el comentario es libre, la información es sagrada». Confieso que a menudo tengo la impresión de que es a la inversa: que la información es libre y el comentario, sagrado. Pero el mal más pernicioso es la opinión disfrazada de información. Los periodistas norteamericanos se burlan a menudo de sus colegas europeos, sobre todo franceses o italianos, que -según ellos- mezclan en un mismo artículo los hechos y los comentarios, interpolando juicios de valor en las noticias que dan, las declaraciones y los actos de los políticos que ellos deberían citar de una manera neutra. Es cierto que muchos periodistas tienen tanta prisa en dar a conocer lo mal que piensan de tal hombre político o lo bien de tal otro, por miedo a que se les crea cómplices del primero y adversarios del segundo, que pierden la inspiración desde las primeras líneas de su artículo y exponen muy mal los hechos. Es también verdad que el periodismo norteamericano se distingue por una disciplina rigurosa en su manera de redactar los artículos de información pura, limitándose a un estilo voluntariamente impersonal, pero sin la obligada sequedad del estilo de una agencia. Evita proceder por alusión y recuerda cada vez todos los hechos necesarios para la comprensión de la noticia, como si el lector no hubiera leído nada sobre el tema hasta entonces. Las news, las stories, los news analysis y los columns constituyen categorías de artículos claramente separadas en la concepción y en la presentación, lo mismo que los editoriales no firmados, los cuales traducen solamente la opinión de la dirección del periódico. Pero el peligro más grave para la objetividad de la información no procede de la confusión de los géneros que, por supuesto, sería muy útil poder impedir, sin que tal precaución baste. Con todo, el mal redactor, que manifiestamente carga con la responsabilidad de las observaciones subjetivas, salpica su artículo de incisos que no se derivan de los hechos pero los sazonan con la salsa sectaria, no es el más peligroso. Porque el lector se da en seguida cuenta del torpe juego de manos que se realiza ante sus ojos. El verdadero peligro viene de la posibilidad, a la que recurren frecuentemente los mejores periódicos del mundo, de presentar en un tono de impasible neutralidad informaciones falsas, trucadas o adulteradas. Es fácil presentar un juicio parcial como un hecho debidamente comprobado, sin que ello se note al principio, como está al alcance de todos hacer pasar una interpretación por una información. Y los periodistas norteamericanos de la prensa y de los medios de comunicación se prestan a ello tanto como sus colegas europeos, aunque -convengo en ello- ordinariamente de manera menos visible y grosera.

Una muestra del estilo europeo, cogida al azar, se encuentra en el diario español El País, del 10 de febrero de 1988, a propósito de un acontecimiento relativamente anodino: el resultado de las elecciones primarias efectuadas por los caucus (reuniones deliberantes privadas; caucuses, en plural, en inglés) en el estado de Iowa, a comienzos de la campaña para la selección de candidatos a la candidatura presidencial. El artículo se titula: «La victoria del fanatismo.» ¿De qué fanatismo se trata? Del de Pat Robertson, predicador evangelista y estrella de la televisión, virtuoso de la «religión electrónica», que ha superado en Iowa al vicepresidente George Bush. «Victoria lograda mediante una movilización sin precedentes de cristianos fanáticos, utilizando las iglesias evangélicas, que quieren acabar con el derecho al aborto, con la "tiranía" soviética, y restablecer el rezo en las escuelas públicas.» El lector llega así a la mitad del artículo sin haberse enterado gran cosa de lo que le interesa, a saber: los porcentajes obtenidos por los diversos candidatos de los dos partidos. En cambio, es ampliamente informado sobre las emociones personales del enviado especial del periódico en Des Moines (capital de Iowa), emociones por las cuales experimento tan respetuosa consideración como profunda indiferencia. Yo no me he gastado 60 pesetas para informarme de las vibraciones provocadas por el reverendo Robertson en el alma de ese corresponsal español. En lugar de hacer una investigación, afirma primero ingenuamente que nunca se ha visto antes en la historia en ningún lugar otro alzamiento en masa comparable al de esos «cristianos fanáticos», lo que implica en él una dosis alarmante de crasa ignorancia y, además, no se interroga sobre las causas de la capacidad de movilización de la Iglesia evangélica, sobre las raíces sociales populares de su éxito, único sujeto interesante, y sobre el cual nos gustaría obtener información y aclaración. El enviado especial quiere hacernos saber, ante todo, que él desprecia a Robertson. Y que, por consiguiente, el periodista merece toda nuestra estima. Sin experimentar más simpatía por la «mayoría moral» y por Pat Robertson que nuestro redactor, debo recordar que en la democracia no se tiene derecho a tratar a un ciudadano de «fanático», incluso si se detestan sus ideas, cuando ese ciudadano se limita a expresar libremente unas opiniones (¡ese derecho sagrado!) en el marco de una campaña electoral. Habiendo sido autorizado el aborto en virtud de una ley, ¿no tiene un hombre derecho a tratar de hacer votar una ley contraria mediante una llamada a los electores? Del mismo modo, ¿y si desea hacer obligatorio el rezo en las escuelas? Los que no estén de acuerdo no tienen más que hacer campaña, a su vez, contra él, mediante la persuasión y la argumentación. El fanatismo no se define por el contenido de las opiniones que se profesan, sino por la manera en que pretende imponerlas. Si no es por la violencia, ni la intolerancia, ni la persecución, ni el terror, no se falta a la democracia. El corresponsal de El País no parece percibir bien esta distinción, base de la posibilidad misma del pluralismo, puesto que experimenta el deseo de poner entre comillas la frase «tiranía soviética», mostrando así, a la vez, su reprobación por tan mala voluntad -¡llamar .tiranía al totalitarismo comunista!- y su concepción de lo que es la verdadera tolerancia. He citado El País. Pero en esta época pueden encontrarse en muchas publicaciones europeas de idéntica orientación, sobre todo periódicos italianos y franceses de izquierda, la misma ampliación delirante del insignificante y provisional intermedio Robertson.

La minúscula muestra que acabo de analizar se reproduce cotidianamente bajo mil aspectos diversos en la prensa libre: en lugar de hacer una investigación, el periodista pronuncia un sermón. De un grado superior de refinamiento es la opinión, no ya sustituyendo a la información, sino presentada como una información, bajo la forma y el estilo de una información. Tomemos el discurso de Gorbachov dirigido al Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética a finales del mes de octubre de 1987. El 3 de noviembre de 1987, el New York Times y el Wall Street Journal consagran uno y otro su primera página a esa arenga, y la titulan, el primero: «Gorbachov pronuncia una severa requisitoria contra los crímenes de Stalin y elogia a Jruschov», y el segundo: «Gorbachov retrocede ante los duros atenuando su ataque contra Stalin.»[107] Podía enfocarse el discurso del secretario general de una u otra manera. Pero se trataba de interpretaciones, no de información. A decir verdad, Gorbachov criticó duramente a Stalin, pero la opinión internacional quedó decepcionada porque esperaba verle ir más lejos aún. Sin embargo, llegó mucho menos lejos en el camino de la severidad que Jruschov en 1956. Alabó la «resolución» y el «talento de organizador» de Stalin durante la guerra, cuando Jruschov, al contrario, nos había revelado su incapacidad, su abulia y su incuria durante las primeras semanas de la invasión alemana de junio de 1941. Gorbachov, además, no rehabilita a Bujarin, fusilado en el curso de los procesos de Moscú de la anteguerra, aunque esa rehabilitación llegará en febrero de 1988. Ataca a Trotski, cuya absolución muchos daban por descontada. Digamos, pues, que, en general, el título del Wall Street Journal parece, en esa fecha, más acorde con la realidad del discurso que el del New York Times, pero la cuestión no es ésa: los dos títulos constituyen juicios de valor y no reseñas, reflejan deseos secretos de los redactores, conjeturas implícitas sobre las luchas de clanes que podrían dividir al Politburó o sobre la determinación de Gorbachov sobre sus intenciones futuras y su sinceridad. Ahora bien, como ha escrito Karl Marx con sensatez, «la discusión sobre la realidad o la irrealidad del pensamiento aísla de la práctica; es puramente escolástica.»

Se observará que sólo me he referido a dos periódicos excelentes y también a periódicos independientes. A este respecto, añadiré a mi lista de ideas preconcebidas y superficiales sobre la prensa y los medios de comunicación, la que atribuye la virtud de la objetividad a la independencia, como algo evidente. Cuando se ha dicho «el gran diario independiente de la mañana» o «de la noche», se cree haberlo dicho todo para justificar la confianza del público, y los periódicos gustan de calificarse a sí mismos de ese modo. Sin embargo, así como la libertad no garantiza la infalibilidad, la independencia no garantiza la imparcialidad. Le es propicia, pero no la sustituye. Se puede muy bien ser independiente y deshonesto. Yo puedo, si tengo o encuentro el dinero necesario, y si, además, soy leído por una parte suficiente de público, cuyas pasiones y prejuicios satisfago, crear un periódico con el objetivo deliberado de presentar con toda independencia una versión falsa de la actualidad y una descripción innoble de personas que no comparten mis puntos de vista. No es indispensable para ello que yo esté afiliado a un partido político, a intereses financieros o a un gobierno. El hombre no necesita que se le obligue a ser intelectualmente deshonesto para llegar a serlo. Lo consigue muy bien él solo. Tampoco necesita que una fuerza externa le coaccione para ser incompetente, tan grande es su capacidad de lograrlo solo y con toda espontaneidad. Porque, así como no garantiza la imparcialidad, la independencia no garantiza la competencia o el discernimiento. Tantos periodistas incompetentes hacen estragos en las cadenas de televisión privadas, americanas y europeas, como en las cadenas públicas. Como el pluralismo, la independencia constituye una de las condiciones que hacen posible una información honrada y exacta, pero que no la convierten en cierta.

Las condiciones favorables no bastan: además hacen falta hombres capaces y deseosos de utilizarlas para producir una buena información. Ésta no puede darse por supuesta de manera espontánea, en virtud de algún determinismo natural, del mismo modo que la libertad de creación no basta para hacer surgir permanentemente escritores, pintores y compositores de talento. Esto explica que ciertos periódicos entre los más universalmente reputados y estimados, orgullo de las civilizaciones democráticas más desarrolladas, que ciertas compañías audiovisuales de las más venerables, hayan podido y puedan, a veces, equivocarse y hacer que se equivoquen sus contemporáneos sobre puntos fundamentales, en una medida realmente sorprendente si se piensa en la amplitud de sus medios de información y de comprobación. Durante el decenio anterior a la segunda guerra mundial, el Times de Londres adoptó, como se sabe, una postura favorable, no ciertamente al régimen hitleriano, sino a la conciliación y al desarme como medios mejores para calmar a Hitler y perpetuar la paz. Como apuesta seductora e hipótesis de trabajo diplomático, la disminución de la tensión ante los sistemas totalitarios se pone periódicamente de moda en las democracias. Todos tienen derecho a pedir, ciertamente, que se pruebe, y la dirección del Times tenía derecho a recomendarlo, si su conciencia le dictaba esa opción. La prevaricación, vista desde el ángulo del «oficio de informar», comenzó cuando el Times empezó a silenciar informaciones tendentes a mostrar que el espíritu de conciliación de los gobiernos democráticos no moderaba en absoluto las ambiciones belicosas de Hitler. En particular, el Times disimuló la amplitud del rearme alemán, clandestino primero, en violación de los tratados y acuerdos en vigor, luego de manera cada vez más ostensible. Aquí, puede comprobarse una vez más, la información se acomoda la opinión del periódico y no a la inversa. Todas las indicaciones convergían hacia un desenlace que no podía lógicamente ser más que una agresión hitleriana, pero el Times las ignoraba deliberadamente o negaba que tuvieran ese significado. Las memorias de un diplomático francés destinado en Londres en esa época[108] aclaran con precisión y en detalle a partir de este ejemplo los mecanismos por los cuales los gobiernos rechazan las informaciones incompatibles con su encasillado de interpretaciones y aquellos por los cuales la prensa, mediante la misma selección, insinúa en la opinión pública una visión deformada de las amenazas. El engaño es poco visible y difícil de descubrir porque se sitúa en el terreno de la información, que intercepta, y no del comentario. Teniendo en cuenta la enorme influencia del Times, antes de la guerra, sobre la opinión británica y en particular sobre el Foreign Office, y teniendo en cuenta también el papel hegemónico del gabinete inglés en la conducción de la política extranjera de los países democráticos, pues París no tenía entonces ni la autoridad ni los medios de contradecir a Londres, se puede considerar al gran diario «independiente» como parcialmente responsable de haber hecho adoptar a los dirigentes y aceptar a la opinión pública la dócil política de Neville Chamberlain, que impulsó a Hitler a desencadenar la guerra.

El New York Times no es menos leído, temido y admirado hoy que su homónimo londinense en 1938, aún más, tal vez, dada la difusión mundial de la prensa norteamericana, sobre todo a través del repetidor que es el International Herald Tribune. Aunque uno de los periódicos más completos y mejor informados del planeta, sean cuales sean por otra parte sus preferencias políticas, muy variables y variadas, el New York Times no ha sido privado por la naturaleza de uno de los dones más distintivos del Homo sapiens: el de no ver lo que existe y ver lo que no existe.

Ese don había sido impartido con prodigalidad al corresponsal permanente del New York Times en Moscú, durante los años veinte y treinta: el célebre Walter Duranty. La descripción que ese periodista, durante la carestía gigantesca y luego durante el Gran Terror, hace de la Unión Soviética en el diario más influyente de la más poderosa democracia del mundo, patria, además, del reportaje riguroso e «investigador», no se distingue en nada de los artículos más servilmente estalinianos de los periódicos comunistas de entonces, occidentales o soviéticos. Visitando Ucrania en 1933, Duranty anuncia alegremente a sus lectores de más allá del Atlántico que ha visto lo suficiente para poder afirmar categóricamente que todos los rumores sobre el hambre en aquella región son ridículos. Cuatro años más tarde, en el momento de los procesos de Moscú, el ilustre corresponsal permanente, otra vez en tono categórico, dispensa a los norteamericanos otra afirmación, según la cual es impensable que Stalin, Vorochilov, Budenny y el Tribunal militar hayan podido condenar a muerte a sus amigos sin pruebas abrumadoras de su culpabilidad. Duranty trataba, recordémoslo bien, de situarse en el terreno no del análisis o de la interpretación, sino en el de la comprobación de los hechos. Imaginad que un periodista europeo, encontrándose en los Estados Unidos hacia 1860, hubiera escrito en su periódico que, después de haberse desplazado al lugar de los hechos, «los rumores de guerra civil son ridículos» y que es «impensable» que se dispare un solo tiro en toda la extensión del territorio de la Unión. ¿Qué idea se haría del nivel del periodismo del siglo XIX un historiador norteamericano que leyera hoy ese «reportaje»? Las gentes de la prensa, poco proclives a criticarse a sí mismas, no estudian suficientemente los errores de sus predecesores. Por eso, a su vez, cometen otros parecidos. ¿Quién ha extraído lecciones de la incalificable y deshonrosa prevaricación de Duranty? También en el New York Times, Harrison Salisbury, otra estrella del reportaje contemporáneo, escribe, durante la guerra del Vietnam, que la aviación norteamericana bombardea en el norte objetivos no militares: información falsa, cuya única fuente es Hanoi, donde Salisbury pasa quince días en 1967, sin precisar que su «información» procede únicamente de los servicios de propaganda comunistas. El Time Magazine, a su pesar, lo hizo aún mejor, puesto que su principal corresponsal en Saigón durante la guerra, un vietnamita anglófono, Phan Xuan An, no un simple colaborador ocasional (stringer), sino miembro de pleno derecho de la redacción (staff reporter), resultó ser, después de la invasión del Sur por los ejércitos comunistas en 1975, un agente comunista desde hacía mucho tiempo. Se le vio pavonearse poco después en una tribuna al lado de Phan Van Dong, con todo el Politburó de Hanoi, en el curso de un desfile militar. En cuanto a Sydney Schanberg, del New York Times, ha visto, con sus propios ojos, después de la caída de Saigón y de Phnom Penh en 1975, un ascenso súbito y sustancial del nivel general de vida de la población, tanto en la Camboya de los khmers rojos como en el Vietnam de los campos de concentración y de las ejecuciones en masa. Su artículo de abril de 1975, titulado: «Indochina sin americanos: para la mayoría, una vida mejor» («Indochina without Americans: For Most, a Better Life») merecería ser analizado en todas las escuelas de periodismo. Dudo que tal sea su ocupación favorita, como tampoco, supongo, el análisis de un artículo de un enviado especial del New York Times en Angola, James Brooke (3 de enero de 1985), según el cual «los escritores angoleños florecen por doquier en un clima de independencia» («Angolan writers bloom in independent climate»). Yo confieso haber intentado documentarme, en vano, sobre este frondoso renacimiento de las letras angoleñas aparecido, según Brooke, bajo la égida de esta academia platónica de una especie inesperada como es el Politburó de Luanda. No he encontrado nada. Pero como no hay que desesperar nunca de las capacidades de adaptación del espíritu humano, gocemos con la noticia de que «el clima de independencia» de que habla Brooke, clima que se caracteriza, en esa época, por la presencia, en el sector angoleño controlado por Luanda, de 50 000 soldados cubanos, 2 000 «consejeros» soviéticos (entre ellos un general) y un millar de norcoreanos, haya podido estimular la creación artística hasta el punto de transformar la zona comunista de Angola en una nueva Florencia de los Médicis.

No estoy ensañándome -podéis creerme- con el New York Times. Me gusta mucho ese periódico. Intento leer solamente buenos periódicos. Pero es en los buenos periódicos, donde no se espera encontrarlas, donde las aberraciones sorprenden y escandalizan. El pasajero hundimiento de la reputación de Le Monde, durante los años setenta, se produjo porque los ataques a la verdad y la manipulación de la información en función de prejuicios ideológicos chocaban más en este periódico que en otros, cuya mediocre ética profesional ya era conocida. No nos sorprendemos cuando leemos en el New York Times, por ejemplo, el excelente reportaje de Richard Bernstein sobre Mozambique (3 de septiembre de 1987). Cuando el señor Brooke cae en éxtasis ante los estetas angoleños del MPLA es cuando nos quedamos estupefactos.

¿Es legítimo, entonces, defender el derecho al error? Se puede, se debe conceder ampliamente ese derecho en los artículos de reflexión, y de opinión, de análisis, de previsión. Pero el derecho al error sólo es admisible en la información si se puede establecer, ante todo, que el periodista ha hecho cuanto ha podido para descubrir la verdad, para informarse, reunir todos los elementos accesibles; que no ha omitido nada de lo que sabía ni inventado nada de lo que no sabía. Es inútil evocar aquí la imposibilidad de llegar jamás a una información exhaustiva. Esto es evidente, y se puede indicar muy bien, y muy claramente, en un artículo, el límite hasta dónde se ha podido obtener una información sólida y más allá del cual comienzan la incertidumbre y la conjetura. Pero el atento estudio de la prensa y de los medios de comunicación nos enseña, por desgracia, que los errores y omisiones, dejando aparte una porción considerable debida a la incompetencia pura, son a menudo errores y omisiones voluntarios. Cuando Walter Duranty niega la existencia del hambre de 1933 en Ucrania no es, en absoluto, porque le sea imposible informarse sobre esa plaga. Además, él no lo dice: él dice, al contrario, que ha podido informarse de manera concienzuda, y que, por consiguiente, se encuentra en posición de afirmar que no hay la menor carestía en Ucrania. ¿Por qué? Él ha visto claramente que se trata de un hambre provocada, de un genocidio por la carestía. Y como, sin duda, no quiere escribirlo así, prefiere negar el hecho mismo. Pero, ¿por qué? Incluso sin ser comunista, Duranty estima probablemente que más vale que la Unión Soviética goce de una buena reputación en Occidente. A partir de ello, trata la información, no ya como un objetivo, según el criterio de la exactitud, sino como un medio del efecto que ello puede producir. Lo triste es que, en la misma parte del mundo moderno, ya muy restringida, en que la prensa y los medios de comunicación son libres, se trata frecuentemente la información con ese mismo espíritu. No todo el tiempo ni en todas partes, ciertamente, ni en todos los periódicos, ni en todos los medios de comunicación todos los días, pero, en todo caso, lo suficiente para perjudicar el buen funcionamiento de la democracia. En vez de informar a sus semejantes, los periodistas quieren, demasiado a menudo, gobernarlos. ¿Qué es, en efecto, una democracia? Un sistema en el cual los ciudadanos se gobiernan a sí mismos. ¿Para qué sirven la prensa y los medios de comunicación en ese sistema? Para poner a disposición de los ciudadanos las informaciones sin las cuales no pueden gobernarse a sí mismos adecuadamente, o, por lo menos, designar y juzgar con conocimiento de causa a los que les van a gobernar. Es este lazo orgánico entre el self-government y la información, sin el cual la opción del ciudadano sería ciega, lo que justifica e incluso hace necesaria la libertad de prensa en una democracia. Cuando las informaciones que la prensa proporciona a la opinión son falsas, el mismo proceso de decisión democrática es falseado. Y aún más si se tiene en cuenta que los medios de comunicación ejercen igualmente una influencia sobre los dirigentes, primero directamente, luego por el cauce de las corrientes que hacen nacer en la opinión y que a su vez influirán en los dirigentes.

Es difícil no atribuir un papel a la prensa de los Estados Unidos, y sobre todo a algunos de sus diarios más leídos, en la formación de ciertos conceptos con los cuales los dirigentes norteamericanos, y en primer lugar el presidente Roosevelt, abordaron las conferencias de Teherán y de Yalta, durante la segunda guerra mundial. Esos conceptos inspiraron a la delegación norteamericana un espíritu de conciliación y de concesión que está en el origen de la mayor parte de las ulteriores dificultades de Occidente. Si la prensa norteamericana de los años treinta hubiera hecho conocer mejor a sus lectores los textos de Lenin sobre la irreversibilidad de las conquistas comunistas, los dirigentes occidentales no habrían tal vez entregado tan fácilmente a Stalin Europa Central y Corea del Norte, contentándose con la promesa de que la Unión Soviética evacuaría tales territorios después de haber procedido a unas elecciones libres o tras la firma de un tratado de paz. Los mismos que habían rehusado tomar al pie de la letra el programa expuesto por Hitler con gran claridad en Mein Kampf, se basaban, para construir la posguerra, en una visión idílica de la Unión Soviética. Ignoraban, negaban o consideraban accidentes del sistema las carestías debidas a la colectivización forzosa, el terror masivo, los métodos sanguinarios de represión. La mayoría de los corresponsales en Moscú de periódicos aparentemente serios e imparciales les habían escondido estos hechos, mencionados sobre todo por los periódicos de extrema derecha, sospechosos de pasión sectaria. No es, pues, sorprendente que los negociadores de Yalta hayan creído poder reconstruir el mundo en la posguerra con la buena fe de Stalin y su respeto por la palabra dada por único cimiento. Roosevelt insiste mucho sobre la importancia de este factor en las confidencias que hace a sus colaboradores, especialmente al almirante Leahy, entonces jefe de estado mayor de la Casa Blanca. Otra de las fantasías favoritas de la prensa, en el transcurso de los años treinta, consiste en diagnosticar una conversión inminente, ya entonces en curso, de la Unión Soviética a la democracia. Esa elucubración, a decir verdad, aparece en Occidente a partir de 1922 y reaparecerá periódicamente a continuación. Así es como, por ejemplo, se podía leer en 1936, en el Herald Tribune:[109] «Rufus Woods, empresario de la prensa americana, declara, al pasar por París el 12 de mayo después de dos meses de prospección por Alemania y Rusia: "Rusia está en camino de descubrirse a sí misma en virtud de un proceso de evolución que la aleja del comunismo y la acerca al socialismo, con la adopción de los métodos de producción del capitalismo. El tabú de la igualdad de los salarios ha sido abandonado en favor de una escala graduada como existe en los países capitalistas. En segundo lugar, la remuneración de los trabajadores se hace sobre la base del salario a destajo, y sólo por mercancías efectivamente producidas; lo que ha provocado un salto hacia adelante de la producción. En tercer lugar, la Unión Soviética ha dejado de intentar controlar toda la distribución y autoriza ahora los mercados libres que hacen la competencia a los mercados del Estado. Todo esto está poniendo a Rusia en pie con una solidez que no se habría podido imaginar ni en sueños."»[110] Se notará que al lado de observaciones exactas pero mal interpretadas (¡el salario a destajo, medio de una durísima represión económica, presentado como una medida liberal!), Rufus Woods menciona como informaciones seguras, como hechos debidamente comprobados por él, la libertad de comercio, puramente imaginaria, o el aumento de la producción que él no pudo, ¡por supuesto!, observar. No parece, además, experimentar duda alguna, igual que generaciones de colegas antes y después de él, sobre los límites de la observación de la realidad en un país totalitario. Está tan convencido de haber podido observarlo todo a su guisa, como si acabara de regresar de un viaje de información en la Confederación Helvética. ¡Cuántos periodistas occidentales se cubrirán de ridículo, treinta o cincuenta años más tarde, sin perder prestigio, por otra parte, y engañarán a sus lectores y a sus telespectadores, trayendo impresiones análogas de la China Popular, de Cuba o de Nicaragua!

No exageremos la influencia de la prensa, pero tampoco la subestimemos, en la génesis de conceptos que adquieren los dirigentes. El senador Tom Connally[112] afirma, por ejemplo, en 1943, que Stalin está procediendo a un desmantelamiento de la economía comunista, abandonando el socialismo y dirigiéndose hacia él socialismo democrático. Excelente razón, por consiguiente, ¿no es cierto?, para confiar en él en las negociaciones diplomáticas que se van a abrir, puesto que en definitiva piensa como Roosevelt, y la Unión Soviética es para él un país como los Estados Unidos. Parecería que habíamos entrado ya en otra edad de oro de la inteligencia occidental: el de la teoría llamada «de la convergencia de los sistemas», durante los años sesenta. En 1988 Valéry Giscard d'Estaing escribe que, gracias a Gorbachov, la Constitución soviética se hace «análoga» a la Constitución americana.[112] Tengamos en cuenta que el senador Tom Connally no es ni desdeñable ni estúpido. Es una de las personalidades claves del Congreso en materia de política extranjera, y será uno de los constructores, por parte americana, de la Alianza Atlántica. Pero durante los decisivos años de Teherán y de Yalta contribuyó, junto a otros muchos, a insertar en la doctrina diplomática del Occidente de entonces el postulado falso y fatal de una Unión Soviética en vías de democratización y aligerada de todo espíritu de conquista. ¿Por ventura no acababa de demostrar, al disolver el Komintern, que abandonaba sus ambiciones imperialistas? Otro engaño, celada en la cual los dirigentes occidentales cayeron sin remisión. La Unión Soviética ha demostrado sobradamente, desde 1945, que no necesita del Komintern para ser expansionista y que la Internacional Comunista puede continuar siendo una temible realidad sin disponer de una estructura oficial y visible.

No se puede, lo repito, hacer responsable a la prensa de los errores de análisis de los dirigentes políticos. Pero tampoco se la puede declarar enteramente inocente. La opinión pública se forma en una democracia sobre la base de las informaciones que le suministra la prensa, y los dirigentes no pueden ir impunemente contra la opinión. Quienquiera que intentaba, a fines de 1987, en Washington, en el momento de la cumbre entre Gorbachov y Reagan, suscitar un elemental sentimiento de prudencia con respecto al acuerdo sobre las fuerzas nucleares intermedias, se veía inmediatamente marginado por la opinión general y aislado en el ghetto del último reducto llamado de los ultraconservadores, confinamiento poco envidiable para un político. Además, la política activa en la democracia no deja mucho tiempo para informarse y pocos deseos de hacerlo. Nos sorprendemos a menudo de la ignorancia o de las lagunas que ciertos grandes dirigentes muestran en conversaciones privadas, o incluso en manifestaciones públicas, porque la deformación profesional, los excesos de trabajo, el tiempo creciente devorado por los medios de comunicación los llevan a interesarse cada vez menos por el contenido de los informes y cada vez más por lo que piensa la opinión, es decir, por lo que dice la prensa. Las polémicas y manifestaciones que hicieron fracasar la reforma universitaria en Francia, a finales de 1986, no versaron en modo alguno sobre el contenido del proyecto de ley, que la mayoría ignoraba. Fue un fenómeno de pura interacción triangular entre los temores de los alumnos, la amplificación de esos temores por los medios de comunicación y su explotación por ciertos partidos políticos. Del fondo del problema, nada de nada. Asimismo, después de todo, Roosevelt tenía en Moscú, antes de la guerra, un observador muy perspicaz: su embajador William Bullitt, que lo previo todo, incluido el pacto Hitler-Stalin. Pero Roosevelt, al parecer, prefirió creer a Walter Duranty.[113]

Desde el momento en que los periodistas, fingiendo dedicarse a la información pura -que además practican, afortunadamente, en una gran parte de su actividad-, estiman, por otra parte, que tienen derecho a presentar la actualidad de manera que oriente la opinión en un sentido que ellos consideran saludable, la democracia es amputada de una de sus condiciones. Tanto y tan perniciosamente como podría serlo por una justicia corrompida o por el fraude electoral. No olvidemos jamás el principio elemental de que el totalitarismo no puede vivir más que gracias a la mentira y la democracia sobrevivir más que gracias a la verdad. Los periodistas consideran demasiado a menudo este principio como secundario. La libertad de expresión les parece incluir la de preparar la puesta en escena de la información según sus preferencias y según la orientación que desean imprimir a la opinión pública. Esto es hasta tal punto verdad que, en ciertas redacciones, los sindicatos de periodistas exigen que se proceda a una mezcolanza, a un «equilibrio» de las obediencias políticas, no entre los editorialistas, sino entre los servicios de información, como si los criterios ideológicos pudieran servir de criterios profesionales, como si una redacción pudiera convertirse en una especie de parlamento, como si estuviera consagrada a reflejar el abanico de partidos políticos del país, y como si la información, en su versión final, pudiera resultar de un compromiso entre diversas falsificaciones sectarias.

Esta perversión de la noción de objetividad, calcada del modelo del pluralismo de opiniones, presupone que la verdadera información puede nacer de la olla podrida de las ideas preconcebidas. Ha inspirado, por ejemplo, en Italia, desde los años setenta, ese monstruo que ha sido denominado la lottizzazione (parcelación). Esta operación, en el reclutamiento de un equipo de redacción, consiste en repartir «parcelas» de plazas reservadas: tantas plazas para periodistas comunistas, tantas para los democratacristianos, tantas para los socialistas, etcétera. Un director del Corriere della Sera, nombrado en 1986, me confesaba que le era imposible desprenderse de ciertos colaboradores incapaces, porque su partida haría caer por debajo del contingente prescrito los adscritos a tal o cual partido político.

¿Cómo podrían los periodistas confesar más ingenuamente, con tales precauciones, cuan débil es su confianza en su propia integridad de puros informadores? Volvemos, así, al mismo sempiterno contrasentido de base, en todas las controversias sobre la prensa: ¿es un contrapoder?, ¿tiene demasiado poder?, ¿tiene demasiado poco?, ¿está su libertad cada día más amenazada?, ¿es demasiado arrogante o cumple, por el bien de los ciudadanos, una misión investigadora? Entre estos interrogantes rituales hay uno que casi siempre falta: en las informaciones que la prensa y los medios de información han dado sobre tal asunto, ¿qué era lo verdadero y qué lo falso? Me parece, a pesar de todo el interés de los otros interrogantes, que éste es el punto fundamental para la buena salud de la democracia. No obstante, es del que menos se habla.

En enero de 1987, el director general de la BBC, Alasdair Milne, debía dimitir después de cinco años de conflictos diversos con el gobierno conservador, y también con el Consejo de Dirección de la Corporación, ya a causa de errores de gestión, ya debido a protestas de los periodistas. Éstos, algunos días antes, habían pedido la dimisión de Milne, afirmando que había perdido la confianza de su equipo.[114] No obstante, en la prensa británica y extranjera se presentó, en general, el asunto únicamente bajo el ángulo del ataque a la legendaria independencia de la BBC. Le Monde [115] titula así un editorial en primera página: «BBC: el fin de un mito.» El «mito» es su independencia ante el poder político, naturalmente. En ningún momento se le ocurre al comentarista que pueda ser también el de su objetividad. Pero la independencia, en un servicio público o ante un propietario privado, sólo es defendible en nombre de la objetividad, que presupone a la vez la competencia y la probidad. Parece abusivo reivindicarla en nombre del derecho a mentir o a equivocarse. En las pugnas que oponen a las redacciones con propietarios públicos o privados, es una cuestión que no se plantea nunca, como si se hubiera demostrado de una vez por todas que los miembros de la profesión periodística ejecutan siempre su trabajo de una manera perfecta, sin error ni villanía.

Una redacción debe defender su independencia ante el poder político y ante los accionistas, pero no para hacer cualquier uso de ella. ¿Acaso el periodismo puede pretender ser el único grupo social del mundo que goza de un privilegio de independencia que no está limitado por ninguna regla técnica, profesional o deontológica, salvo la que le dicta al periodista su propia conciencia y de la que él sería el único juez? Denunciar como un atentado a los derechos del hombre y a las libertades públicas toda discusión crítica sobre esa inmunidad sobrenatural constituye una postura insostenible. ¿Qué dirían los periodistas si se les pidiera conceder el mismo privilegio a los políticos, a los dirigentes de empresa, a los grandes responsables económicos y financieros, a los dirigentes sindicales, a los intelectuales, a la policía, a los funcionarios, a los diputados, en una palabra, a todos los que ellos se dedican a zaherir continuamente? El periodista no existe más que como producto de una civilización en la que existe la libertad de crítica. No se puede, sin hipocresía, pretender ser víctima de una profanación cuando esa libertad de crítica, de la que él vive, se aplica a él mismo.

Después de la dimisión forzosa del director general de la BBC, leí atentamente la prensa inglesa y una parte de la prensa continental. Vi muchos editoriales sobre cuestiones de principio, sobre el atentado contra la independencia de la BBC y sobre los problemas de las relaciones entre una televisión de Estado y el poder. Tales opiniones, naturalmente, divertían, pero todas se circunscribían al terreno de las generalidades. En ningún lugar pude ver, o por lo menos no encontré ningún artículo que empezara con estas simples palabras: «Me he hecho proyectar las emisiones en litigio, acompañado, cada vez, por un especialista de los asuntos tratados. He aquí los hechos y los argumentos que pueden permitir sostener que la BBC ha fallado o no fallado en su misión.»

El primer reportaje que desencadenó un conflicto grave entre la BBC y los conservadores estaba dedicado, en la primavera de 1982, a la guerra de las Malvinas. Era favorable a los argentinos. Sin afirmar que Inglaterra se haya conducido siempre bien en ese episodio, se puede, no obstante, comprender una cierta indignación en el electorado conservador, e incluso laborista, ante un reportaje que echaba todas las culpas a la parte británica. Los autores del reportaje contraatacaron en nombre de la libertad de informar y de la moral profesional. Fueron confraternalmente apoyados por la prensa escrita, hasta el momento en que uno de los autores del reportaje reveló que él mismo había quedado asqueado por la manera en que éste había sido «cocinado»: el productor había cortado, en el montaje, todos los hechos, entrevistas y puntos de vista favorables a la tesis británica.

Notas

[101] Aux chrétiens dans les temps d'épreuves, Harmonie, 1,6.

[102] La République des camarades, 1914. (Robert de Jouvenel era tío de Bertrand de Jouvenel.)

[103] John Milton escribió sin duda el más antiguo folleto en favor de la libertad de la prensa (en el sentido literal de «prensa»): el Discurso por la libertad de imprimir sin autorización ni censura (1644).

[104] «Congress shall make no law respecting an establishment of religión, or prohibiting the free exercise thereof; or abridging the freedom of speech, or of the press; or the right of the people peacebly to assemble, and to petition the Government for a redress of grievances.»

[105] Pierre-Paul Royer-Collard (1763-1845), filósofo, escritor, político, formó parte con Francois Guizot, Prosper de Barante y Charles de Rémusat, del grupo liberal llamado «los doctrinarios».

[106] Chateaubriand, al cual se atribuyen a menudo, equivocadamente, ideas reaccionarias, defendió también, con entusiasmo, la libertad de prensa, bajo la Restauración, contra toda forma de censura y aceptando el riesgo del abuso. Pero se observará que él considera también la prensa, igual que los demás autores que he citado, únicamente como portadora de opinión, no de información, cuando escribe, por ejemplo, en 1824 (Diario de debates, 21 de junio): «Sin duda los periódicos no son nada en comparación con el poder social, con el trono, con la tribuna. No son, siquiera, cosas comparables; son de dos órdenes diferentes. Nadie ha pensado nunca en considerar un periódico como un poder político; es un escrito que expresa una opinión; y si esa opinión reúne en ella la pluralidad de hombres ilustrados y considerados, puede convertirse en un gran poder. Es el poder de la verdad; no hay nada tan elevado en el orden moral, no hay nada que no desaparezca ante esa fuerza eterna.» Chateaubriand cae aquí en el pecadillo de los periodistas de todos los tiempos al confundir, algo apresuradamente, libertad de opinión y expresión de una verdad eterna, como si tener licencia para imprimir lo que se quiera y tener siempre razón fueran una sola e idéntica cosa. Pero resulta ser sorprendentemente moderno al esbozar los contornos del «cuarto poder» y cuando plantea, en otro pasaje, la cuestión del «gobierno por los medios de comunicación». «Pero -se dice- si los ministros deben retirarse ante los clamores de cinco o seis periódicos, ¿Francia está, pues, gobernada por los periódicos?
»La misma Inglaterra, ¿está, acaso, gobernada por los periódicos, por cierto mucho más libres que en Francia? Y, no obstante, los ministros ingleses se retiran cuando las hojas públicas de diversos principios políticos se ponen de acuerdo sobre la incapacidad ministerial. El vicio radical de este eterno razonamiento de los enemigos de la libertad de prensa, consiste en tomar a los periódicos por la causa de la opinión, cuando no son más que el efecto de la misma. Tened ministros hábiles, monárquicos y nacionales, y veréis si los periódicos consiguen hacerlos impopulares: muy al contrario, tales periódicos se volverían ellos mismos impopulares al atacar a hombres que el público había tomado bajo su protección.»
Dejando a un lado la querella sin base jurídica de la responsabilidad ante los periódicos de un gobierno elegido, convengamos en que Chateaubriand vio a la perfección el circuito democrático de la opinión, yendo de la expresada por la prensa a la opinión pública e inversamente; alimentándose mutuamente la una a la otra para hacer presión las dos juntas o por separado sobre los dirigentes. No obstante, continúa tratándose únicamente de opinión, nunca de información, en esta vibrante descripción del naciente papel y de la fuerza futura de la prensa, a la vez espejo y poder.

[107] «Gorbachev Assails Crimes of Stalin, Lauds Khrushchev», New York Times. «Gorbachev Bends to Hard-Diners by Hedging his Attack on Stalin», Wall Street Journal.

[108] Girard de Charbonnières, La Plus evitable de toutes les guerres, París, Éditions Albatros, 1985.

[109] Entonces llamado New York Herald Tribune y no todavía International Herald Tribune.

[110] Reproducido en el International Herald Tribune del 12 de mayo de 1986, en la rúbrica «75 and 50 year ago». «1936: Russia Progresses. PARÍS. Rufus Woods, American newspaper publisher, passed through París (on May 12) after two months of scouting in Germany and Russia. "Russia is finding itself," he said "by a process of evolution away from Communism toward Socialism, with the adoption of the production methods of capitalism. The fetish of equal wages has been given up in favor of a graduated scale such as exists in capitalistic countries. Secondly, payment to laborers is made on a piece basis for goods actually produced; this has boomed production. Thirdly, the Soviet Union has given up its attempt to control all distribution and now sanctions public markets in competition with government markets. All this is putting Russia on its feet with a solidity never dreamed of."» ¡Hay para creerse en plena perestroika de Gorbachov!

[111] No se debe confundir con John Connally, futuro gobernador de Texas y secretario del Tesoro con el presidente Nixon. El citado comentario del senador Tom Connally, apareció en el New York Times del 25 de mayo de 1943.

[112] Paris-Match, 15 de julio.

[113] Bullitt fue embajador en la Unión Soviética de 1933 a 1936, y luego en Francia, de 1936 a 1940, entre otros cargos.

[114] The Times, 30 de enero de 1987.

[115] 31 de enero de 1987.

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