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«No habrá ya muerte» (Ap 21, 4): esplendor de la resurrección

105. La anunciación del ángel a María se encuentra entre estas confortadoras palabras: «No temas, María» y «Ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 30.37). En verdad, toda la existencia de la Virgen Madre está marcada por la certeza de que Dios está a su lado y la acompaña con su providencia benévola. Esta es también la existencia de la Iglesia, que encuentra «un lugar» (Ap 12, 6) en el desierto, lugar de la prueba, pero también de la manifestación del amor de Dios hacia su pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de consuelo para la Iglesia en su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en El: «Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta».[141]

El Cordero inmolado vive con las señales de la pasión en el esplendor de la resurrección. Sólo El domina todos los acontecimientos de la historia: desata sus «sellos» (cf. Ap 5, 1–10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo, el poder de la vida sobre la muerte. En la «nueva Jerusalén», es decir, en el mundo nuevo, hacia el que tiende la historia de los hombres, «no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4).

Y mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos confiados hacia «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1), dirigimos la mirada a aquélla que es para nosotros «señal de esperanza cierta y de consuelo».[142]

Oh María,

aurora del mundo nuevo,

Madre de los vivientes,

a Ti confiamos la causa de la vida:

mira, Madre, el número inmenso

de niños a quienes se impide nacer,

de pobres a quienes se hace difícil vivir,

de hombres y mujeres víctimas

de violencia inhumana,

de ancianos y enfermos muertos

a causa de la indiferencia

o de una presunta piedad.

Haz que quienes creen en tu Hijo

sepan anunciar con firmeza y amor

a los hombres de nuestro tiempo

el Evangelio de la vida.

Alcánzales la gracia de acogerlo

como don siempre nuevo,

la alegría de celebrarlo con gratitud

durante toda su existencia

y la valentía de testimoniarlo

con solícita constancia, para construir,

junto con todos los hombres de buena voluntad,

la civilización de la verdad y del amor,

para alabanza y gloria de Dios Creador

y amante de la vida.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.

Notas

[141] Misal romano, Secuencia del domingo de Pascua de Resurrección.

[142] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 68.

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