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Conclusión

102. Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, «el Niño nacido para nosotros» (cf. Is 9, 5), para contemplar en El «la Vida» que «se manifestó» (1 Jn 1, 2). En el misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su muerte vencerá la muerte y será para la humanidad entera principio de vida nueva.

Quien acogió «la Vida» en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el Evangelio de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la muerte definitiva y eterna.

Por esto María, «como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que debían vivir por ella».[138]

Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más profunda para comprender la experiencia de María como modelo incomparable de acogida y cuidado de la vida.

Notas

[138] Bto. Guerrico D'Igny, In Assumptione B. Mariae, sermo I, 2: PL, 185, 188.

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