conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Dominum et vivificantem » Parte III.- El Espíritu que da la Vida

2. Motivo del Jubileo: se ha manifestado la gracia

52. La obra del Espíritu «que da la vida» alcanza su culmen en el misterio de la Encarnación. No es posible dar la vida, que está en Dios de modo pleno, sino es haciendo de ella la vida de un Hombre, como lo es Cristo en su humanidad personalizada por el Verbo en la unión hipostática. Y. al mismo tiempo, con el misterio de la Encarnación se abre de un modo nuevo la fuente de esta vida divina en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. EL Verbo, «Primogénito de toda la creación», se convierte en «el primogénito entre muchos hermanos»[210] y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, que nacerá en la Cruz y se manifestará el día de Pentecostés; y es en la Iglesia la cabeza de la humanidad: de los hombres de toda nación, raza, región y cultura, lengua y continente, que han sido llamados a la salvación. «La Palabra se hizo carne; (aquella Palabra en la que) estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres ... A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios».[211] Pero todo esto se realizó y sigue realizándose incesantemente «por obra del Espíritu Santo».

«Hijos de Dios» son, en efecto, como enseña el Apóstol, «los que son guiados por el Espíritu de Dios».[212] La filiación de la adopción divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la Encarnación, o sea, gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre «ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo».[213] Entonces, realmente «recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: «¡Abbá, Padre!».[214] Por tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo. «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo».[215] La gracia santificante es en el hombre el principio y la fuente de la nueva vida: vida divina y sobrenatural.

El don de esta nueva vida es como una respuesta definitiva de Dios a las palabras del Salmista en las que, en cierto modo, resuena la voz de todas las criaturas: «Envías tu soplo y son creadas, y renuevas la faz de la tierra».[216] Aquél que en el misterio de la creación da al hombre y al cosmos la vida en sus múltiples formas visibles e invisibles, la renueva mediante el misterio de la Encarnación. De esta manera, la creación es completada con la Encarnación e impregnada desde entonces por las fuerzas de la redención que abarcan la humanidad y todo lo creado. Nos lo dice San Pablo, cuya visión cósmico-teológica parece evocar la voz del antiguo Salmo: «la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios»,[217] esto es, de aquellos que Dios, habiéndoles «conocido desde siempre», «los predestinó a reproducir «la imagen de su Hijo».[218] Se da así una «adopción sobrenatural» de los hombres, de la que es origen el Espíritu Santo, amor y don. Como tal es dado a los hombres. Y en la sobreabundancia del don increado, por medio del cual los hombres «se hacen partícipes de la naturaleza divina».[219] Así la vida humana es penetrada por la participación de la vida divina y recibe también una dimensión divina y sobrenatural. Se tiene así la nueva vida en la que, como partícipes del misterio de la Encarnación, «con el Espíritu Santo pueden los hombres llegar hasta el Padre».[220] Hay, por tanto, una íntima dependencia causal entre el Espíritu que da la vida, la gracia santificante y aquella múltiple vitalidad sobrenatural que surge en el hombre: entre el Espíritu increado y el espíritu humano creado.

53. Puede decirse que todo esto se enmarca en el ámbito del gran Jubileo mencionado antes. En efecto, es necesario ir mas allá de la dimensión histórica del hecho, considerado exteriormente. Es necesario insertar, en el mismo contenido cristológico del hecho, la dimensión pneumatológica, abarcando con la mirada de la fe los dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad, el cual, a través de los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando a los hombres la nueva vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir con San Pablo: «hemos recibido el Espíritu que viene de Dios».[221] Pero siguiendo el tema del Jubileo, no es posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo. Hay que mirar atrás, comprender toda la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y, especialmente, en la economía de la Antigua Alianza. En efecto, esta acción en todo lugar y tiempo, más aún, en cada hombre, se ha desarrollado según el plan eterno de salvación, por el cual está íntimamente unida al misterio de la Encarnación y de la Redención, que a su vez ejerció su influjo en los creyentes en Cristo que había de venir. Esto lo atestigua de modo particular la Carta a los Efesios.[222] por tanto, la gracia lleva consigo una característica cristológica y a la vez pneumatológica que se verifica sobre todo en quienes explícitamente se adhieren a Cristo: «En él (en Cristo) ... fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia para redención del Pueblo de su posesión».[223]

Pero siempre en la perspectiva del gran Jubileo, debemos mirar más abiertamente y caminar «hacia el mar abierto», conscientes de que «el viento sopla donde quiere», según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con Nicodemo.[224] El Concilio Vaticano II, centrado sobre todo en el tema de la Iglesia, nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso «fuera» del cuerpo visible de la Iglesia. Nos habla justamente de «todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual».[225]

54. «Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad». [226] Estas palabras las pronunció Jesús en otro de sus coloquios: aquél con la Samaritana. El gran Jubileo, que se celebrará al final de este milenio y al comienzo del que viene, ha de constituir una fuerte llamada dirigida a todos los que «adoran a Dios en espíritu y verdad». Ha de ser para todos una ocasión especial para meditar el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es completamente trascendente respecto al mundo, especialmente el mundo visible. En efecto, es Espíritu absoluto: «Dios es espíritu»; [227] y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: «es más íntimo de mi intimidad».[228] Estas palabras nos ayudan a entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: «Dios es espíritu». Solamente el Espíritu puede ser «más íntimo de mi intimidad» tanto en el ser como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia

Pero la presencia divina en el mundo y en el hombre se ha manifestado de modo nuevo y de forma visible en Jesucristo. Verdaderamente en él «se ha manifestado la gracia».[229] El amor de Dios Padre, don, gracia infinita, principio de vida, se ha hecho visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho «parte» del universo, del género humano y de la historia. La «manifestación de la gracia en la historia del hombre, mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del Espíritu Santo, que es el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo: es el «Dios oculto» [230] que como amor y don «llena la tierra».[231] Toda la vida de la Iglesia, como se manifestará en el gran Jubileo, significa ir al encuentro de Dios oculto, al encuentro del Espíritu que da la vida.

Notas

[210] Rom 8, 29.

[211] Cf. Jn 1, 14. 4. 12 s.

[212] Cf. Rom 8, 14.

[213] Cf. Gál 4, 6; Rom 5, 5; 2 Cor 1, 22.

[214] Rom 8, 15.

[215] Rom 8, 16 s.

[216] Cfr. Sal 104 (103), 30.

[217] Rom 8, 19.

[218] Rom 8, 29.

[219] Cf. 2 Pe 1, 4.

[220] Cf. Ef 2, 18; Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.

[221] Cf. 1 Cor 2, 12.

[222] Cf. Ef 1, 3-14.

[223] Ef 1, 13 s.

[224] Cf. Jn 3, 8.

[225] Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22; cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.

[226] Jn 4, 24.

[227] Ibid.

[228] Cf. S. Agustín, Confess. III, 6, 11: CCL 27, 33.

[229] Cf. Tit 2, 11.

[230] Cf. Is 45, 15.

[231] Cf. Sab 1, 7.

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