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Científicos, cretinos y cristianos libres

El panfleto del matemático Piergiorgio Odifreddi Porqué no podemos ser cristianos (y mucho menos católicos) publicado con grandes toques de trompeta por la editorial Longanesi, es un libro que nace viejo y moribundo, más o menos como el gobierno Prodi reanimado recientemente por el Parlamento. Sostiene que toda religión es necesariamente enemiga de la ciencia, la democracia y el progreso económico. El matemático asegura que «el mismo término de 'cretino' deriva de cristiano» y que el cristianismo «siendo una religión para cretinos literales no se adapta a los que, quizá para ellos por fortuna, han sido condenados a no serlo», algo que da explicación también a su fortuna, porque «más de la mitad de la población mundial tiene una inteligencia inferior a la media». Sin embargo admite que esa crítica puede resultar poco convincente a muchos —alguno, quien sabe, puede hasta sentirse ofendido— y propone cavar más profundo para descubrir que el texto contrario a la razón y al progreso es la Biblia hebrea, en la que encontramos tal carga de violencia que nos permite explicarnos por qué el actual estado de Israel (por otro lado fundado por socialistas bastante laicos) es un «estado fascista» que persigue a musulmanes palestinos. Es cierto que a Odifreddi no le gusta tampoco el Islam, que también es una religión, pero ellos le merecen más indulgencia en cuanto «víctimas de la Cruzada» y hoy de la «rapiña de sus pozos de petróleo».

Antes que nada, algunos retazos de historiografía y de sociología recientes. A Odifreddi no habría más que aconsejarle, por limitarse a una sola referencia, la lectura de la obra del mayor sociólogo de las religiones con vida, Rodney Stark, que no es católico y se declara «creyente a su manera», probablemente no sea un cretino, o al menos eso consideran sus colegas de todo el mundo (la mayoría no creyentes) y que lo han elegido repetidamente presidente de la Sociedad para el estudio Científico de la Religión y de la Asociación de Sociología de las Religiones.

Como Stark explica en el magnífico best-seller La victoria de la razón el Dios de la Biblia, en lo que a este respecto se refiere, ha creado el mundo como razón, lo que implica que las leyes del universo pueden ser descubiertas y comprendidas por la razón humana. El descubrimiento progresivo de las leyes con las que funciona el universo es a lo que acostumbramos a llamar ciencia. La ciencia no nace en China o en la India —donde falta la noción de un Dios personal y cognoscible de algún modo, que ha puesto en orden el mundo— y tampoco (aunque muchos se obstinan en pensar lo contrario) en el mundo islámico, cuya idea de Dios es la de un soberano que puede cambiar las leyes del universo cuando y como quiere. Los grandes descubrimientos empíricos y desarrollos tecnológicos en sectores específicos no han llevado a la civilización musulmana a la formulación de auténticas y propias teorías científicas. El cristianismo, sin embargo, no se contenta únicamente con inventar la ciencia. Inventa también la noción de persona humana, dotada de libertad y responsabilidad. Las leyes del universo no pertenecen en exclusiva al ámbito científico positivo, también tienen naturaleza moral. Nace así la idea de persona, dotada de derechos que implican del mismo modo la libertad política —conjugada de modo diverso según el tiempo y el lugar— y la tutela de la propiedad privada.

Ciencia, libertad de la persona y propiedad privada son las tres bases del progreso y de la economía moderna. Un mundo forjado por creyentes: cristianos como Newton o los banqueros florentinos del tardomedievo o judíos como Einstein. ¿Todos cretinos?

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