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XIV.- El Reino de Dios (II)

30. La imagen que se nos suele presentar de los judíos contemporáneos de

Jesús es extravagante, e incluso incoherente. Nos lo pintan como un pueblo grosero, fanáticamente apegados a los bienes de la tierra, a un ideal político y militar quimérico, sedientos de venganza y de sangre de sus enemigos, hipócritas, falsos en su religión como en sus relaciones humanas, sin ninguna comprensión de lo que les rodeaba, materialistas y sin embargo capaces de sacrificarse en masa por las tradiciones de su nación, como lo mostraron sin ambigüedad con la elocuencia de la sangre vertida. Uno se pregunta cómo, en tal medio, pudieron nacer y vivir figuras tan nobles como María, la madre de Jesús, el mismo Jesús, Juan Bautista, san Pablo e incluso un Gamaliel. En realidad, el cuadro es demasiado uniforme, demasiado sumario, demasiado completamente negro para ser verdadero. La verdad humana, aun la de las naciones, más bien está mezclada de bien y de mal.

La verdad de la historia sobre el pueblo judío contemporáneo de Jesús es que, en conjunto, era un pueblo inteligente, que mantenía relaciones comerciales y culturales con todas las grandes ciudades de la cuenca mediterránea muy crítico pero muy abierto también al hervor de las diversas civilizaciones; Que había perdido, como todos los pueblos mediterráneos, su independencia política en beneficio de Roma, sin duda lamentándola un poco más que los demás, orgulloso de su tradición nacional y de su glorioso pasado militar, y sintiendo vivamente la humillación de someterse a una nación grosera y que no lo valía, pero sabiendo sin duda, después del exilio y del breve intermedio de los Macabeos, que su independencia política era irrecuperable, a la vez que protegiendo celosamente su fe monoteísta en medio de un mundo idólatra, su Templo, su culto y su esperanza en Yahvé.

Cierto que esa esperanza en Yahvé siempre se refería a la restauración del Reino de Israel, considerado como el propio Reino de Dios. Pero ¿cuál sería esa restauración? Si en su origen el Reino de Yahvé había seguido la imagen de los reinos de la tierra, con sus fronteras y su territorio, un ejército y su jefe, impuestos, el Templo de Dios y el palacio del rey su lugarteniente, en la época de Jesús todo eso ya no era más que esplendores pasados, quizá esplendores caídos en la misma alma de los israelitas, y cuya esperanza se había abandonado sin duda, al menos entre los judíos más piadosos. Desde hacía siglos, los profetas se habían dedicado a poner a Israel en guardia contra esperanzas demasiado groseras y todas de una pieza.

Una cosa permanecía segura: la restauración del Reino se inauguraría con un juicio solemne, el gran día de Yahvé, en que los buenos serían separados de los malos, y en que Dios sabría reconocer muy bien a los suyos. Amós, que vivía en el siglo VIII antes de Jesucristo, ya había dicho que, en la conducta de Dios, gracia y castigo eran complementarios.

¡Ay de los que ansían el día del Señor!:

¿De qué os servirá el día del Señor?

Es día tenebroso y no de luz.

Como cuando huye uno del león, y topa con el oso;

o entra en casa, apoya la mano en la pared, y la muerde la culebra.

Es difícil pensar que el piadoso israelita que leyera ese texto se imaginaría que la llegada del Reino de Dios sería un día de felicidad para todos. Y en los profetas, hay otros muchos textos igualmente ambiguos... En realidad, aun en el interior de Israel, ese advenimiento debía ser triunfo para unos, los que hubieran guardado su fe y su esperanza en Yahvé y le hubieran servido con corazón puro; catástrofe para los infieles y los impuros. Por lo demás, ese mismo triunfo del israelita fiel no está forzosamente exento de pruebas, de sufrimientos y de tribulaciones. Desde el Libro de Job, se sabía muy bien que los amigos de Dios son sometidos a prueba por el Diablo. En el fondo, los judíos sabían muy bien-y un libro como El último justo prueba que no lo han olvidado nunca-que el triunfo de los triunfos no estaba en conquistar los bienes de la tierra, sino en guardar la amistad de Dios. La idea que un israelita, acostumbrado a la lectura de profetas, se hacía del advenimiento del Reino de Dios era la de un acercamiento amoroso y terrible de Dios, santo entre los santos, puro entre los puros, fiel entre los fieles, a través de una prueba decisiva semejante al fuego, y en que por fin el Espíritu de Dios lo sería todo en todos.

Si, entre los mejores israelitas, los más religiosos, la noción del Reino de Dios había evolucionado desde un imperio puramente temporal hasta una soberanía principalmente espiritual de Dios sobre los corazones, la misma concepción del instaurador y del jefe de ese Reino había evolucionado paralelamente. La imagen del Mesías, general afortunado, se había enriquecido con aspectos mucho más desconcertantes, y en apariencia contradictorios. El Mesías sería Señor, pero también seria Servidor, el Servidor de Yahvé por excelencia, que sufriría como tantos profetas habían sufrido antes de él, y cuyas llagas nos curarían. De un corazón de piedra, podría hacer un corazón de carne. Vendría, con toda dulzura, a reunir a su pueblo.

El reciente y maravilloso descubrimiento de los manuscritos del mar Muerto nos prueba hasta qué punto se habían comprendido esas enseñanzas. El desciframiento completo de esos manuscritos nos enseñará muchas cosas sorprendentes, que tenemos afán de saber. El retrato del Maestro de doctrina perseguido y sufriendo prueba hasta qué punto las almas más fervientes de Israel estaban dispuestas a recibir una enseñanza y un ejemplo que iban a ser precisamente los de Jesús.

Uno no puede menos de imaginar cuál hubiera sido el destino de Israel si la secta mística de los esenios hubiera superado en influencia a la secta jurídica de los fariseos. ¿Y cuál hubiera sido el destino de Francia si, en el siglo XIV, el espíritu de Juana de Arco hubiera dominado al espíritu de los juristas de Felipe el Hermoso, que engendraron ese monstruo, el Estado moderno?

Sin embargo, no se había abandonado nada de la historia de Israel y de sus profecías. Se sabía muy bien que Dios no miente y que es fiel en sus promesas, que el Mesías sería a la vez humillado y glorificado; servidor y jefe de guerra. Pero todo judío devoto sabía que la guerra de las guerras es la que se hace contra Satán, que toda dominación extranjera, la de Asiria, y ahora la de Roma, era sólo la imagen y la manifestación de la dominación universal del Diablo sobre el mundo de que es príncipe. Lo que los judíos esperaban ante todo de su Mesías era una victoria decisiva sobre Satán. Todo lo demás vendría luego, pero el advenimiento del Reino de Dios sólo podría empezar por ahí. Por eso el relato de la tentación de Cristo en los Sinópticos tiene una significación propiamente augural.

Es notable que la tradición judeocristiana haya marcado tan fuertemente nuestros espíritus, que es imposible explicar profundamente nuestra civilización, hasta en sus aberraciones, sin aludir a esa tradición. Por ejemplo, me parece imposible comprender la realidad casi mística de la Revolución francesa o de las revoluciones comunistas, sin enlazarla con lo que los judíos llamaban Apocalipsis.

Ya se sabe que la palabra griega "Apocalipsis" se traduce por "revelación", revelación de un misterio escondido en Dios, pero esta revelación lleva consigo una fuerza tan explosiva de madurez, de conflicto y de explosión, que Apocalipsis también podría traducirse por "revolución". Cuando se piensa en la carga de esperanza contenida en esa extraña expresión de las Internacionales, "la Gran Noche", hay que pensar en lo que las, profecías apocalípticas llamaban "el Gran Día de Yahvé". Por Apocalipsis, los judíos, en efecto, entendían el fin de un mundo, de una época de un ciclo, y al mismo tiempo, el advenimiento doloroso de un orden, de un mundo, de una época, de un ciclo enteramente nuevo. Era un vuelco violento y guerrero del reino del Diablo y la instalación triunfal del reino de Dios. Los misioneros cristianos perdieron siglos intentando convertir a China; el Apocalipsis comunista la ha conquistado en unos años. Eso prueba quizá que el Apocalipsis judeocristiano, aun desviado y transpuesto al orden natural, no ha perdido nada de su virulencia revolucionaria, pero, al mismo tiempo, que los misioneros cristianos ya no comprendían el Apocalipsis. Si no, quizá hubieran sido ellos los que hubieran convertido a los chinos. Hay que rehacerlo todo.

No lo puedo remediar; nadie lo puede remediar: la religión cristiana es esencialmente guerrera y revolucionaria, que es lo mismo. La revolución, como la guerra, es un arte sencillo, y todo él de ejecución. La predicación de Jesús, es decir, el anuncio por él del advenimiento del Reino de Dios, fue también de un arte sencillo y todo de ejecución. Todo su ministerio público es llevado como una campaña de gran capitán, o mejor, como una actividad de resistencia y revolucionaria, una de esas empresas tan modernas de que hablaba Valéry, "de unos pocos hombres elegidos, actuando en equipos, que producen en unos instantes, a una hora y en un lugar imprevisto, acontecimientos aplastantes". Los exorcismos de Cristo, sus milagros, sus revelaciones, sus declaraciones, aun sus apariciones y desapariciones, suelen tener ese carácter súbito de acontecimientos fulminantes, que abruman al adversario, le dejan inerme, y llevan consigo la alegría de una liberación.

Si el Reino cuya llegada anunciaba Jesús hubiera sido de orden puramente temporal, entonces la empresa habría fracasado; Jesús no consiguió el trono y perdió la vida en la aventura. Pero toda su acción y todas sus palabras tendían a despojar a la esperanza de Israel de toda carga terrestre, y a transferir la conquista del Reino más allá del mundo y de la muerte, con una victoria, no contra ejércitos terrestres, ni aun contra los romanos, sino contra los demonios y su jefe, Satanás. El alcance de la acción de Jesús y de sus palabras es definitivamente más largo que el de sus conquistadores. Su estrategia y su táctica, aunque no fueran muy diferentes en el estilo, tienen un objetivo muy diverso. Es verdad que la acción guerrera de Cristo es esencialmente subversiva; atraviesa las fronteras como por encanto, y actúa desde el interior para derribar las fortalezas. Sin embargo, no pretende ejercerse completamente fuera del tiempo, sino que acribilla el tiempo y la historia con agujeros que descubren perspectivas infinitas hacia la eternidad.

Durante la vida presente, nos pasa como a unos peces metidos en una red aún sumergida por completo en el mar, en el momento en que los pescadores empiezan a arrastrar la red fuera del agua. Los peces todavía están en el mar, pero capturados en un movimiento que acabará sin falta por sacarlos de él. La literatura moderna tiene, con gran viveza, la sensación de esa captura y de esa red que nos aprisiona; sólo rehúsa sentir ese lento movimiento que nos arrastra a todos juntos hacia las playas de luz, o, si lo siente, lo siente como un "viaje al fin de la noche". Es lo que Juan llama preferir las tinieblas a la luz. Comprendo muy bien que los peces sientan angustia de tener que salir definitivamente del agua. Salir del agua representa para ellos la muerte absoluta. Entonces prefieren todavía la angustia de la red en el mar, a la angustia de la luz y de una liberación para ellos ilusoria.

Pero el Evangelio nos afirma que, a través de la muerte y de la angustia de la luz, nos espera una nueva vida, divina y también más humana. "En efecto, igual que todos mueren en Adán, todos revivirán también el Cristo... Luego será el fin, cuando entregue la realeza a Dios Padre, tras haber destruido todo principado, dominación y potestad, pues es preciso que reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies... Y cuando todas las cosas le estén sometidas, entonces el mismo Hijo se someterá a Aquel que se lo ha sometido todo, para que Dios esté todo en todos."

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