conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo

XIV.- El Reino de Dios (I)

28. Cuando se pretende escribir la historia de Jesucristo, hacer obra de historiador sobre ese hombre, la honestidad está en no añadir nada, en no cortar nada de lo esencial, en separar lo esencial de lo accidental, y dar al conjunto una iluminación que, aunque varíe de un escritor a otro, no traicione al tema.

Por mi parte, veo esta historia como un "cantar de gesta": todo está en ella, la grandeza épica del héroe, los combates singulares, la guerra, el amor, la sangre, la traición, la gloria, el cielo que se abre y toma partido en la lucha, el infierno que se estremece, se moviliza y se lamenta. Se me dirá que así abandono explícitamente mi propósito histórico; que, en el "cantar de gesta", la interpretación poética suele devorar la historia y la verdad. Yo responderé que aquí el tema es tan grande, la historia es tan vasta, englobando realmente el cielo y la tierra, y los infiernos, que la verdad, la verdad desnuda, es épica, propiamente sobrenatural. Las dimensiones de este personaje, Jesucristo, son, con todo y objetivamente, diversas de las de los héroes de Balzac y de Proust. No lo puedo remediar. Lamento, para servir a mi tema, no tener el talento de Balzac o de Proust, pero por lo menos me guardaré de disminuir mi tema a mis dimensiones personales.

Cristo vuelve del desierto, ahora las cosas están claras. El enemigo está perfectamente definido. Como más adelante un joven será armado caballero, el cielo se ha abierto encima de Jesucristo y ha recibido la investidura de hijo de Dios. En el desierto, luego ha hecho sus primeras armas. Ya está la guerra declarada entre Cristo y Satanás, y durará hasta el fin del mundo. Ahora es la llamada a las armas, para la reconquista del reino, se piensa en el Cid Campeador.

Marcos es quien mejor ha expresado el encadenamiento y la rapidez de esas peripecias. El primer capítulo de su Evangelio tiene la frialdad, la brevedad, el rigor oficial de un comunicado de guerra: "En esos días ocurrió que salió de Galilea Jesús de Nazaret, y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y apenas salía del agua, vio que se abrían los cielos y bajaba a él el Espíritu como una paloma; y salió una voz de los cielos: -Tú eres mi Hijo Querido, en quien me he complacido-. Luego el Espíritu le impulsó al desierto; estuvo en el desierto cuarenta días, tentado por Satanás, y andaba entre las fieras, y los ángeles le servían. Después que Juan fue entregado, Jesús marchó a Galilea, a predicar la Buena Noticia de Dios, y decía: -Se ha cumplido el tiempo y se acerca el Reino de Dios: convertios y creed en la Buena Noticia-".

Yo he visto eso con mis propios ojos, muy niño, el 2 de agosto de 1914, en un día radiante. La campana tocaba a rebato en todo el país llamando a los hombres a la guerra. Vi a los hombres, en el campo de Auvernia, dejar allí sus bueyes, sus carros, sus horcas en los campos, y correr a responder a esa llamada que llenaba el cielo. Lo vi; tenía siete años, y no lo olvidaré. Cuando Jesús apareció en las orillas del mar de Tiberíades, eso es exactamente lo que pasó. Su voz tocaba a rebato.

Marcos prosigue: "Al costear el lago de Galilea, vio a Simón y Andrés, echando redes al mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: -Venid detrás de mí, y os haré que lleguéis a ser pescadores de hombres-. Ellos, en seguida, dejaron las redes y le siguieron. Y un poco más allá vio a Santiago, el de Zebedeo, y a Juan su hermano, también en su barca, arreglando las redes. Entonces les llamó, y ellos se fueron detrás de él, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los pescadores a jornal".

Cierto que la guerra ya no se lleva, el lenguaje de guerra ya no está de moda. La guerra ya no tiene encajes, ya no es un deporte, ni siquiera es una defensa: es un suicidio colectivo. Los medios de la guerra han devorado a la guerra y la rumian en su vientre monstruoso. Respetemos esa inquietante rumia. Claro que el plano en que se ponía Cristo era muy diverso del de nuestras guerras carnales, pero, en definitiva, se trataba de guerra, y de una guerra capaz de provocar el entusiasmo de todo un pueblo. Entonces ¿cómo se quiere que se explique lo que pasó si no hablo de lo que vi en 1914, o de lo que nos cuentan los cronistas de la Revolución francesa, o bien de los primeros capítulos de Lo que el viento se llevó, que nos dan el ambiente del Sur en los primeros días de la guerra de Sucesión, o bien del admirable guerra y paz de Tolstoi?

La costumbre es lo que nos pierde. La revelación angélica debería darnos almas de fuego y la costumbre nos crea almas de autómatas. Las palabras de la religión están gastadas como cantos rodados, ya no hacen mella, no hieren, resbalan sobre el agua. Cuando Marcos escribe que Jesús "predicaba la Buena Noticia del Reino de Dios", me cuesta creer que su palabra resonará como el toque de rebato. Yo siempre me he dormido en el sermón; nunca al toque de rebato. Imagino muy bien el inmenso movimiento de jóvenes hacia las fronteras, al canto de la Marsellesa, cuando se proclamó a la patria en peligro. Imagino mal o nada que, cuando Cristo decía: "-Se ha cumplido el tiempo y se acerca el Reino de Dios-", en el contexto social de la época, esas palabras conmovían violentamente los corazones, tanto como la "patria en peligro" en la Francia del Año N. Y sin embargo eso es exactamente lo que pasó.

Se me dirá que la predicación de Jesús no dejó en la historia los rastros de esas grandes movilizaciones que evoco. Ante todo, eso no es enteramente justo, puesto que la religión cristiana ha acabado por tomar las dimensiones de la historia mayor. Pero ahí estamos en su comienzo. Galilea era un país muy pequeño que no interesaba apenas a la gran historia. Jesús, por lo demás, desde el comienzo de su ministerio, se negó a toda acción política, y más aún militar: en ese plano, su empresa fue una tempestad en un vaso de agua, y, finalmente, un fracaso completo. Pero hay algo más que ese plano, y el propio pueblo de Israel estaba habituado a considerar las cosas desde un poco más alto.

* * *

29. ¿Cuál era la naturaleza de ese Reino de Dios cuya proximidad proclamaba Jesús, y para el cual comenzaba a reclutar una banda de hombres fieles, su banda? Ahí es, sobre todo, donde la lectura y la meditación del Antiguo Testamento iluminan el Nuevo. En realidad, no se puede comprender el uno fuera del otro. Toda la historia de Israel es el intento, con suerte diversa pero en una resolución constante, de establecer en tierra el Reino de Dios. No hay oración más absoluta y típicamente judía que la segunda petición del Padrenuestro: Adveniat Regnum tuum! ¡Venga a nosotros tu reino! Cuando la pronunciamos, quedamos profundamente incorporados a todo el pueblo cristiano, pasado, presente y futuro, pero también a todo el pueblo de Israel desde Abraham. "¡Dios! ¿A qué esperas? ¡Que llegue tu Reino, por fin...!"

Este Reino de Dios no estaba en el aire. Había habido conatos terrestres, comienzos de realización. Habían sido los grandes días de Israel, el Reino de David y de Salomón había sido verdaderamente el Reino de Dios, porque los reyes no habían sido más que los lugartenientes de Dios, y el gobierno del rey sólo era verdaderamente legítimo en la medida en que se ejercía en los límites y las directivas de la voluntad de Dios. Pero los reyes de Israel, incluso Salomón, muchas veces habían traicionado a Dios y a su misión, el Reino se había desgarrado, destruido, dispersado. Los judíos veían en la ruina y la humillación de su nación el efecto de un castigo divino merecido por sus pecados, pero, pese a todo, aun dentro de ese castigo, sentían sobre ellos la solicitud de Dios soberanamente fiel a sus promesas. Eran y seguían siendo para siempre el pueblo elegido, el pueblo seleccionado entre todos, al que Dios había dado su Palabra, y con el que había hecho una alianza indestructible. Esperaban de esa alianza divina la liberación de su pueblo, la restauración del Reino de Dios en que estarían en su casa.

Ellos esperaron esa liberación y esa restauración como la resistencia europea a los nazis esperaba el avance de las tropas rusas o el desembarco de las tropas aliadas en nuestras costas. Sabíamos que Inglaterra, y luego Rusia, y luego América, estaban en guerra con nuestros enemigos; la radio de Londres nos lo repetía todas las noches. Recuérdenlo los que vivieron esa época negra, y los que no la vivieron traten de imaginar esa mezcla explosiva de angustia y de esperanza que precedió a la liberación del país.

Los judíos también sabían que Dios, su Dios, estaba en guerra a su lado contra el mismo enemigo, y creyeron y esperaron en Dios, mucho más que nosotros, desde el fondo de nuestras prisiones, esperamos en Inglaterra, en Rusia, en América. Tenían también su B.B.C. para mantenerles y reanimarles en esa esperanza; eran sus libros santos y sus profetas. ¡Qué gran nación religiosa, toda ella suspendida en torno a esa Palabra, como nosotros, exactamente como nosotros, cuando, silenciosos e inclinados sobre nuestros receptores en sordina, con las ventanas bien cerradas, escuchábamos, a través de las interferencias, la voz que nos llegaba desde el otro lado de los mares: "Aquí Londres, ¡Honor y Patria! ¡Los franceses hablan a los franceses!" Los judíos escuchaban a sus profetas: "¡Carro de Israel y sus jinetes! ¡Aquí, Dios, vuestro Dios, es quien os habla!" Nunca tan alta y noble esperanza ha elevado a una nación terrestre...

En toda la historia de la humanidad, nunca ha habido gran descubrimiento sin una esperanza antecedente. Pero también es muy raro que se descubra exactamente lo que se esperaba. A veces el descubrimiento es decepcionador; a veces ocurre que supera infinitamente a la esperanza. Cristóbal Colón, ¿qué buscaba? Convencido de que la tierra era redonda, buscaba por el Oeste una ruta hacia las Indias, y descubrió América: el descubrimiento superó a la esperanza. Entra en el estilo de Dios hacerse esperar, desear violentamente, pero su descubrimiento supera por fuerza la esperanza y el deseo. Los judíos, pues, esperaban el Reino de Dios.

Y de repente, como, después de tantas semanas en el mar, el vigía de la Santa María gritó de súbito "¡Tierra!" Así tras de tantos siglos de espera escrutando el horizonte de la historia, Jesús llega y dice: "El Reino de Dios está ahí, cerca de vosotros, en vosotros, ¡en medio de vosotros! ¡En pie! ¿Cuántos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros, y murieron sin verlo? La reina de Saba llegó desde los confines del mundo para escuchar la sabiduría de Salomón; aquí, en medio de vosotros, hay uno mayor que Salomón".

No se puede hablar de Reino de Dios sin definir de cierta manera al soberano de ese Reino, es decir, Dios, el Dios de Israel en relación con su pueblo. Cada judío sabía que su Dios era el único Dios, que todos los demás eran ídolos, que ese Dios era el creador del cielo y de la tierra, que su Reino, por derecho, no tenía más fronteras que las de la tierra y el cielo, que era el único, el Santo, el Transcendente, o el Totalmente-Otro, que era el Señor de la vida y de la muerte, de la existencia y de la nada, que contaba las estrellas del cielo y que escrutaba las entrañas y los corazones.

He hablado de los conatos terrestres de ese Reino, de sus realizaciones históricas incompletas. Esas realizaciones habían comenzado con guerras espantosas, cuando Yahvé dio a su pueblo la tierra de Canaán, guerras cuyo relato nos espanta y nos subleva. Esa primera conquista se había hecho con un terror racista absoluto. La ciudad de Jericó, a las puertas del Desierto, había sido anatematizada: "Se aplicó el anatema a todo lo que había en la ciudad: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, hasta los bueyes, rebaños, asnos, todo fue pasado a filo de espada". Toda la historia primitiva de Israel está llena de hechos semejantes. Un gran profeta como Elías, tan profundamente en intimidad con Dios, degolló con su mano a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal en el torrente al pie del Carmelo. El Dios de Israel aplicó, más que cualquier otro, la ley de guerra de esa época terrible: ¡Ay de los vencidos!

Nosotros no nos reconocemos en esas costumbres salvajes, pero hay mucha hipocresía en nuestra indignación. Nuestras guerras ¿son mejores que esas viejas guerras; matan menos, torturan menos, traicionan menos la dignidad humana, mienten menos? En realidad, en el caso particular, el escándalo no está tanto en esa crueldad cuanto en el hecho de que Dios mismo ordenara esas matanzas y velara para castigar con severidad extremada a los que no cumplían sus órdenes. Nuestra querida Simone Weil nunca se pudo hacer a la idea. A decir verdad, yo tampoco. Es muy posible que los judíos, contemporáneos de Cristo, tampoco se hicieran a la idea. Pues el comportamiento de Dios, las reglas de su Reino, habían cambiado mucho entre la época de Josué y la época de Jesucristo.

No obstante, sea cual sea la barbarie de esos anatemas, tienen un fundamento inconmoviblemente verdadero: la majestad devoradora de Dios, su santidad, su pureza absoluta, es el fuego; es preciso que queme y consuma; su honor es incompatible con toda idolatría, le es imposible compartir su soberanía, su majestad es incomunicable. Tales verdades no han cambiado ni pueden cambiar. Mientras haya una chispa de verdadera religión en este mundo, de culto al verdadero Dios, habrá anatemas.

El maniqueísmo es una doctrina infantil que hemos superado mucho, en realidad, la hemos superado tanto que hemos caído en el exceso simétrico. Evidentemente, sabemos que Dios no es a la vez el principio causal del bien y del mal, pero, en definitiva, aunque no sea el principio del mal, al menos lo soporta; si no capitula con él, al menos cierra los ojos. Por otra parte, ¿el mal es tan malo? El error, la injusticia, la malicia, ciertamente, todo eso existe, pero su evaluación depende mucho del punto de vista en que se sitúe uno. Entonces, desde el punto de vista del buen Dios, que se confunde con el de Sirio, todo eso no tiene tanta importancia. Dios ¿no es nuestro padre, que es como decir un buen papá? Cristo ¿no es nuestro hermano mayor, que es como decir, sino un cómplice, al menos un compañero complaciente? Entonces ¿cómo no pensar que todo no se arreglará bien entre nosotros? Falta muy poco, en nuestras mentalidades religiosas bastardeadas, para que el problema del mal no se resuelva con el axioma infinitamente tranquilizador de que los trapos sucios se lavan en casa.

¿Qué irían a hacer ahí los anatemas? Esta religión cobarde y demagógica no puede ser la verdadera religión. Es aún más ofensiva para Dios que el maniqueísmo, que le daba un dios rival. Prácticamente, se hace cargar a Dios con la responsabilidad del mal como del bien, en una confusión sentimental tan borrosa como un agua de fregar. Hay ahí una forma de idolatría de las más groseras: el hombre acaba por amarse demasiado a sí mismo, acaba por creer que Dios mismo debe estar infaliblemente seducido por la cualidad o el estilo de lo que él hace, que no puede dejar de estar muy bien, ya que es él, el hombre, quien lo hace. Un minuto de reflexión basta para deshinchar esa superchería.

Ya sé que se me acusará de tener de Dios una concepción a lo Antiguo Testamento, de poner el acento en "el Rey de los espantos", de que habla el libro de Job. Es verdad; estoy de acuerdo, pero también creo que esa concepción pasó al Nuevo Testamento porque es verdadera. Es san Pablo quien dice que Dios es un fuego devorador y que es espantoso caer en manos del Dios vivo. En una visión, Cristo dijo a santa Catalina de Siena: "Yo soy el que soy, y tú eres la que no eres". Y un exegeta moderno, el P. Louis Bouyer, nos recuerda oportunamente "la constante fundamental de toda religión digna de ese nombre. Es, ante todo, el sentido de una soberanía absoluta de Dios sobre el hombre, que hace de éste como una nada ante él... Démonos cuenta bien de que, si se borra ese sentimiento, el Dios justo ya sólo será una figura, velando mal un simple moralismo a-religioso, y el Dios de amor, un ídolo en que el hombre sólo se amará a sí mismo y su mundo propio". Y añade: "Un Dios en que uno no se interesa por él mismo, sino sólo por sus dones, vuelve a bajar automáticamente al nivel de los Baalím cananeos".

La idolatría ¿es menos idolatría si su ídolo está en nuestro interior, en nuestro viciado juicio sobre los valores, en nuestro egoísmo sentimental, en nuestra megalomanía? Ya no es una Jericó terrestre con sus murallas, sus almenas, y sus puertas, sobre la que hay que lanzar el anatema, es la fortaleza intima de nuestra idolatría la que hay que derribar, quemar, arrasar, esterilizar con sal, para que podamos esperar que se establezca en nosotros ese Reino de Dios cuya llegada anunciaba Jesús. Estemos seguros de ello; Dios siempre está dispuesto a perdonar los pecados: nos ha dado la seguridad definitiva de ello en Jesús, pero, igual que en la época de Josué, sigue estando celoso de su única gloria y le horroriza la idolatría. Vale bien la pena escrutar nuestro corazón y examinar la cualidad de nuestra religión personal.

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