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II.- La Iglesia y la Cuestion Social

1. Miseria material y moral de las masas, en una sociedad industrializada y sin fe: tal era el «problema social» moderno brutalmente planteado. El problema imponía, sin duda, a la Iglesia unas tareas de importancia vital. Junto a la determinación fecunda de las relaciones entre fe y ciencia, entre «la Iglesia y los intelectuales», será ahora la conquista o pérdida de las masas trabajadoras organizadas la que decidirá sobre la importancia o la insignificancia de la Iglesia en la nueva época. En ambos casos se trata de la acomodación necesaria y posible para la Iglesia y su mensaje a las situaciones radicalmente cambiadas del mundo que ha de ser ganado para Cristo. El supuesto previo de la solución era y sigue siendo la idea de que la tradición no se reduce a conservar, y mucho menos se agota en la actitud restauracionista.

Desgraciadamente, no podemos decir que los sectores influyentes de la Iglesia advirtieran pronto y claramente el alcance del problema ni que cedieran en su actitud defensiva en aras de una penetración valiente de la nueva realidad social. Hemos de decir más bien que, en caso de que los católicos hubiesen sacado las consecuencias necesarias del análisis del problema social, tal como lo exponían a mediados del siglo XIX los no creyentes y los propios católicos, la situación global de la Iglesia y del cristianismo sería hoy, en la segunda mitad del siglo XX, sustancialmente mejor. Esta insuficiencia es tan evidente que nunca nos excederemos en la energía empleada para que llegue a la conciencia de todos. Hemos de decir y repetir que este hecho constituye un condicionante decisivo de toda la situación.

Pero tales deficiencias no deben hacernos olvidar las realizaciones positivas, que fueron importantes, aunque no suficientes. La Iglesia católica intentó resolver el problema social por dos caminos complementarios: a) por la práctica activa de la caridad (actividad caritativa de las Ordenes religiosas y de los seglares: Federico Ozanam († 1853) y las Conferencias de San Vicente de Paúl; el Dr. Carl Sonnenschein († 1929); b) desarrollando la labor teórica y organizativa.

2. A esta última pertenece la obra ingente de Adolf Kolping († 1865) y sus asociaciones, dotadas de profundo espíritu religioso, así como la predicación del obispo de Maguncia, Emmanuel von Ketteler († 1877), a quien corresponde la gloria de haber sido el primer católico que se dio cuenta de la nueva situación en toda su profundidad pasando de una crítica negativa a su positiva superación. El discurso de Ketteler, siendo diputado por Francfort, en memoria de los caídos en el levantamiento de septiembre (1848), y mejor todavía sus comunicados y exhortaciones en el Katholikentag de Maguncia, en octubre del mismo año, anunciaban ya al que sería denominado «obispo social», que había de tratar el problema de los obreros en una perspectiva cristianamente progresista.

Su caridad viva fue algo decisivo para su éxito. Es verdad que, como sacerdote, su labor principal se centró en las dificultades morales, pero exigió al mismo tiempo enérgicamente, en nombre de la justicia, la supresión de toda aspereza y de toda indignidad en el trato de los trabajadores y un salario equitativo. La labor más importante, con todo, realizada por parte católica para la solución del problema social fue llevada a cabo por el papado, como veremos.

3. Como resultado de los esfuerzos que acabamos de mencionar surgió en Alemania un importante movimiento obrero católico, que tuvo que soportar, ya de antemano, cierta tensión interna. Como movimiento de trabajadores, luchaba por un mejor salario y, por tanto, tenía exigencias de carácter económico; como movimiento católico, estaba ligado al reconocimiento de la estructura social de la humanidad y a una autoridad eclesiástica inviolable. Las dificultades aumentaron a partir de 1900 con motivo de las discusiones sindicales, que dividieron internamente a los católicos y que tanto daño causaron a la vida cristiana y religiosa de Alemania, con repercusiones que llegan hasta nuestros días.

Lo que en la disputa sindical se discutía era algo mucho más importante que el problema de las formas de organización de los trabajadores cristianos. El fondo de la discusión radicaba en los problemas de las relaciones entre la religión, o, más concretamente, la Iglesia, y las realidades seculares. Se trataba de la progresiva secularización de la vida y de su irrupción en las masas de trabajadores católicos y cristianos. Ante el enorme cambio cuantitativo y cualitativo efectuado en la estructura social, como hemos apuntado, el problema constituía una novedad tan sorprendente, que para resolverlo se necesitaba una actitud radicalmente audaz y libre de toda traba.

El problema que ahora se planteaba era si la cuestión obrera era una cuestión de «poder» económico, en cuyo caso debía resolverse en sentido puramente económico, dentro de lo que llamaríamos economía liberal, o si tenía también carácter religioso y moral y exigía ser tratada de acuerdo con este carácter. Como consecuencia, era preciso resolver si, en los conflictos laborales, podía el cristiano creyente utilizar o no la fuerza de la huelga, al igual que los socialistas, de actitud irreligiosa y, por tanto, materialista, y sus «sindicatos libres». Se planteó igualmente el problema de si era preferible organizar sindicatos exclusivamente católicos o interconfesionales (cristianos). En Francia y Bélgica había prohibido Roma las uniones socialdemócratas por la insuficiencia de su vinculación confesional. Pero en Francia y en Bélgica se trataba principalmente de asociaciones culturales. En el movimiento obrero, con una orientación primordialmente económica, la situación era distinta. De acuerdo con las enseñanzas de León XIII, Roma reconocía que estaba justificada cierta autonomía en la lucha cuyos objetivos fueran preferentemente económicos, y se advertía la necesidad de crear un poderoso frente cristiano para detener la creciente «marea roja». El mismo Pío X, para nada político, consintió a ruego de «algunos obispos alemanes» que, por razón de las complicadas circunstancias económicas y confesionales del país, ingresaran los trabajadores católicos en los «sindicatos cristianos» interconfesionales (1912), a condición de que, al mismo tiempo, estuvieran afiliados a las asociaciones de trabajadores católicos.

Tanto León XIII (en su famosa encíclica Rerum novarum, de 1891, y, apoyándose en ella, todo el episcopado prusiano en 1900) como Pío X y más tarde Pío XI (Quadragesimo anno, de 1931) subrayaron constantemente y en primer plano que la economía y sus problemas no se podían separar de su valoración religiosa[2] y, sobre todo, que el problema salarial no podía ser considerado unilateralmente como una exigencia económica, sino como un problema profundamente religioso y moral. El objetivo más importante era siempre «la armonía entre empresarios y trabajadores en lo referente a los derechos y deberes» (León XIII). «Apenas parece posible conseguir un arreglo radical de la lucha de intereses y de la tensión que eso provoca en las 'clases' sociales... Podía intentarse formando organismos que se incrustasen en la sociedad a los que pertenecieran los obreros, pero no como un partido más, sino en orden a su función social» (Pío XI).

Por otra parte, los dirigentes de los sindicatos católicos de entonces no comprendieron ni cumplieron suficientemente el grandioso programa de León XIII. Los defensores del integralismo carecían de suficiente apertura para las asperezas de la realidad confesional, sin orientación económica y sin suficiente disposición para la libertad cristiana y la valentía exigida por el cristianismo, exageraron la fidelidad a los principios católicos y cayeron en una estéril rigidez. Apenas se enteraron del núcleo verdadero de las declaraciones de la Iglesia en materia social. Eso sí, contaban en su actitud con el apoyo del episcopado.

4. Hemos de constatar, por su repercusión histórica, el hecho de que los sindicatos se denominaban cristianos, pero, al mismo tiempo, se confesaban religiosamente neutrales. Con ello quedaba abierto el camino a la terrible confusión en el empleo del concepto «cristiano», que posteriormente desempeñaría un papel destructor en el llamado «cristianismo positivo» del nacionalsocialismo.

Para la continuidad en la historia de la Iglesia de esta cuestión es de gran valor el hecho de que el gran programa de León XIII fuera asumido por Pío XI (Quadragesimo anno) y últimamente por Juan XXIII (Mater et magistra, 1961), con lo que se ha ido desarrollando de un modo orgánico.

Notas

[2] Este aspecto fue subrayado cada vez más intensamente por la ética social protestante a partir del predicador cortesano Adolf Stöcker.

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