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III.- Exposicion de los Hechos

1. La Revolución francesa sacudió y dio un vuelco al mundo, un acontecimiento decisivo, incluso en el ámbito estrecho de la historia de la Iglesia, y en un doble sentido: como conclusión de procesos ya pasados y como base de nuevas posibilidades. La Revolución francesa es ambas cosas -catástrofe y crisis-, y ambas cosas por la simple destrucción de los modos medievales de vida, sintetizados en la estructuración feudal de la sociedad y su división en estamentos dotados de derechos diferentes.

Para la historia de la Iglesia, lo más importante de todo se produjo el año 1789 con la unión entre la Iglesia y el Estado, unión cimentada en los siguientes puntos: 1) existencia y coexistencia de las dos «sociedades perfectas», con sus correspondientes instituciones jurídico-políticas y político-eclesiásticas (por ejemplo, el Concordato de 1516, con el reconocimiento práctico de las libertades galicanas por parte de la Iglesia); 2) la concreción visible de esta unión aparecía en las posesiones territoriales de la Iglesia francesa, en concreto del alto clero, con los cuantiosos ingresos procedentes de las elevadas prebendas (obispados, abadías, canonjías). La evolución en este sentido había comenzado ya en los primeros tiempos de la Edad Media, con la enfeudación de bienes de los reyes o príncipes a las sedes episcopales. Tanto el ascenso de la Iglesia hacia el poder como el retroceso que supuso el nacionalismo eclesiástico, iniciado con Felipe IV (y apoyado por el clero), tuvieron por ambas partes el mismo resultado: una estrecha, más aún, estrechísima unión efectiva entre la Iglesia y el Estado, es decir, una vinculación de la Iglesia al Estado y sumisión a él. La Iglesia poseía tierras y dinero y también poder político. El alto clero del ancien régime era, lo mismo que la nobleza, un estamento privilegiado: gozaba de más libertad y más derechos económicos y políticos y tenía menos cargas. Y, viceversa, el Estado tenía considerables derechos sobre la Iglesia (nombramiento de obispos, impuestos eclesiáticos, colación de beneficios).

2. La Revolución francesa, llevando hasta sus últimas consecuencias las ideas de la Iglesia estatal, del galicanismo y de la Ilustración, acabó con este sistema. La Revolución proclama la igualdad de todos los hombres y, por tanto, también la igualdad fundamental de sus derechos. El Estado vuelve a hacerse, sin excepción, con todas las disposiciones relativas a la estructuración de la vida pública. La Iglesia ya no es una realidad con existencia paralela y menos aún el estrato más elevado de la sociedad, pues la única sociedad perfecta que existe es el Estado. Con ello la Revolución crea una situación totalmente nueva y coloca a la Iglesia en unas condiciones de vida y acción desconocidas hasta entonces.

Las consecuencias fueron de diverso tipo. Por una parte, el espíritu «ilustrado», hostil a la revelación, sigue conservando el predominio y llega paulatinamente a las decisiones revolucionarias más radicales, convirtiendo la Edad Moderna en un período de constantes ataques contra la Iglesia[2]. Pero surge, por otro lado, una reacción que conduce, por necesidad interna, desde la sobrevaloración de la razón a la actitud religiosa. Y, sobre todo, la separación del poder político y el poder eclesiástico en el ministerio episcopal y la extinción de los viejos y atractivos privilegios hacen desaparecer de un golpe los peligros que, desde principios de la Edad Media, encerraba el entrelazamiento de la Iglesia y el Estado, del ministerio político-eclesiástico y del dominio secular. La Revolución francesa llevó a cabo la única destrucción posible de las iglesias nacionales y, con ello, de las graves amenazas que éstas constituían para la unidad de la Iglesia. Es verdad que en el siglo XIX la omnipotencia del Estado no se redujo, sino que acrecentó sus poderes y, por tanto, los intentos de injerirse dentro de la Iglesia. Pero esto carecía de interés para cualquier obispo, pues sabía bien que lo que le esperaba era pérdida de independencia. La aceptación natural de las ideas democráticas terminó con los «privilegios» de la nobleza para acceder a las sedes episcopales. También en este campo las fuerzas quedaron en mayor libertad de oposición. Al desaparecer el atractivo de los privilegios, se disipó la avaricia de tantas gentes sin vocación, como ocurría antes. Por ambos lados se habían conseguido dos cosas, ambas muy importantes para la buena marcha de la Iglesia: 1) una noción más profunda y una mayor estima de lo religioso, esencialmente diferenciado de lo político y con efectiva separación de ello; 2) la tendencia lógica de los obispos a buscar en la unión con Roma su natural punto de apoyo y su centro. Con su labor destructora, la misma Revolución francesa creó las condiciones que permitieron superar el particularismo eclesiástico y robustecieron la conciencia de la unidad de la Iglesia. Su realización fue la gran tarea histórica reservada al siglo XIX.

En otras palabras: con el aniquilamiento total de los últimos restos de la realidad específicamente medieval en la política eclesiástica, la Revolución francesa hizo que el siglo XIX fuese un siglo desligado en gran manera de la tradición (cf. § 112). Esta ruptura con el pasado, aparentemente el más fuerte adversario externo de la Iglesia, resultó la base y presupuesto de su reconstrucción. La Iglesia nada había perdido en su patrimonio más íntimo.

3. El choque de la Revolución francesa con la Iglesia no fue sólo consecuencia de un movimiento social contra el sistema feudal. Lo mismo que ocurrió ya con los movimientos sectarios de la baja Edad Media (§ 51), se entrecruzaron aquí tendencias político-sociales y religiosas, con frecuencia anticlericales. El nombre común a esas dos corrientes se llama ahora «Ilustración». La Revolución francesa es el resultado lógico de las ideas «ilustradas», tal como se habían desarrollado en Francia desde 1750 con Voltaire, Diderot y Rousseau (1712-1778). Basados en el derecho natural, se aspiraba a la «igualdad» general, pero esto iba unido a un odio declarado contra la religión revelada y contra toda Iglesia jerárquica.

4. De estas ideas surgió poco a poco un movimiento dirigido directamente contra la Iglesia, que significó para ésta nada menos que un peligro mortal, una metódica persecución contra su propio nervio vital: el clero organizado en las diócesis y en la más amplia Iglesia pontificia. La persecución de los cristianos fue, sin embargo, la salvación de la Iglesia, pues hizo surgir mártires. Una vez más se manifestó el carácter agónico de la Iglesia del Crucificado, el sufrimiento que salva. Una fuerza oculta estalló en la Iglesia en ese momento en el que, tras un largo período de descomposición, se planteó el problema decisivo. El valor de los confesores y la sangre de los mártires fueron nuevamente semilla de un nuevo cristianismo.

El peligro no estaba en la supresión de los privilegios del clero (1789) ni en la incautación de copiosos bienes eclesiásticos, pues ya hemos dicho que el clero bajo y una parte del alto se inclinó tarde o temprano ante la necesidad. Tampoco radicó en la inaudita opresión de las Ordenes que no se dedicaban al cuidado de enfermos o a la enseñanza. Vino después la Constitución Civil del clero (12 de julio de 1790), que exigía la completa desvinculación de la iglesia francesa del pontífice de Roma y su servicio al Estado (ilustrado). Se trataba realmente de un intento destinado a la total supresión de la Iglesia católica en Francia. La Iglesia instaurada por la Constitución era, en efecto, plenamente cismática. En ella se llevaban hasta sus últimas consecuencias las ideas galicanas, a las que se refería expresamente. En esta forma significaba de destrucción de la jerarquía católica, sucesora de los apóstoles y, en último término, del sacerdocio sacramental.

La idea básica de la «Constitución Civil» es de hecho la misma idea fundamental de la Ilustración -la identidad de todas las religiones-, pero desarrollada desde una perspectiva más radical. Los sacerdotes y obispos, como meros funcionarios del Estado, no sólo habían de ser elegidos, lo mismo que los diputados, sino que todos los ciudadanos, judíos o protestantes, deberán tener derecho a participar en esa elección. Esto era algo que iba completamente contra el cristianismo, pues negaba la verdad única, la autoridad del episcopado, proveniente de la misión apostólica, y, por tanto, la del sacerdocio sacramental.

5. La Edad Media, al crear una tradición cristiana, había creado también una vida cristiana. Con la articulación eclesiástico-religiosa del día (misa, ángelus), de la semana (el domingo) y del año litúrgico (días de fiesta y de ayuno, tiempos festivos), la Iglesia consiguió que la vida girase en torno al campanario y llenó permanentemente esta vida de un espíritu eclesiástico. Esta tradición, ensanchada a través de los siglos en profundidad y extensión, era la más poderosa valla defensiva de la vida religiosa y eclesiástica. Con el seguro instinto de que se trataba de una función vital, la Revolución francesa intentó acabar con ella por la fuerza. También esto constituyó un peligro para la vida de la Iglesia, pues la Revolución había hecho que esta descomposición interna escapase a la conciencia del pueblo cristiano, consiguiendo adormecer su resistencia.

a) La misma supresión de las antiguas diócesis, que tenían un pasado muy importante tanto en lo eclesiástico como en lo nacional, y la introducción terriblemente burocrática y esquemática de las nuevas diócesis (una diócesis por departamento), fue ya algo demoledor en este aspecto.

b) Pero, a partir de 1792, el radicalismo sobrepasó todos los límites. La supresión del calendario gregoriano fue mucho más que un simple cambio de nombre en el modo de contar el tiempo civil y que una vanidosa manifestación sin importancia. La supresión del calendario gregoriano representaba el intento, nacido de un odio auténtico y tenaz, de borrar la historia cristiana y, con ella, el cristianismo. Los siglos pasados habían sido siglos de cristianismo y de dominio del clero. Por tanto, hay que hacerlos desaparecer, y con ellos, su historia. La era que da comienzo es tan fundamentalmente nueva, que es necesario iniciar el cómputo de los años a partir de ella. La que lleva el nombre de Jesucristo, creada por la Iglesia y santificada por ella, no existe ya.

c) Desaparece la semana, que gira en torno al domingo, día dedicado al templo y al culto cristiano, para dejar paso a la década. Con ello desaparece igualmente la estructura del año eclesiástico, que se centra en torno al domingo de Pascua y a las demás festividades cristianas. En su lugar se introducen de modo artificioso festividades de la nueva república. En noviembre de 1793 se rinde culto a la Razón en la catedral de Notre Dame, hecho al que no se llegó por un ridículo capricho, sino como consecuencia lógica de todo un sistema.

d) De todos modos, Notre Dame estaba allí, con todo su gótico esplendor, refutando del modo más imponente las afirmaciones de los «ilustrados» sobre la «sombría Edad Media». Un gran número de iglesias, sin embargo, junto con sus tesoros artísticos, fueron puestas a subasta y destinadas a fines profanos. Fue una manifestación de barbarie y un vandalismo de proporciones gigantescas, sin que se obtuviese con ello el apoyo financiero a las guerras de la República, que era, al parecer, el objetivo perseguido.

¿Hasta qué punto esta hostilidad contra la Iglesia era algo más que el resultado de una coacción externa de los jacobinos radicalizados sobre el pueblo? Nos da la respuesta la reacción suscitada: en 1801, el nuncio Consalvi juzgaba especialmente vergonzoso[3] el hecho de que «nadie» hubiera puesto reparos a la adquisición de los bienes de la Iglesia.

6. Era normal que esta gigantesca destrucción del patrimonio de la tradición se convirtiese muy pronto en persecución activa contra los custodios de esta tradición. El «terror» se impuso de tal manera que los catorce meses transcurridos de junio de 1793 a julio de 1794 son conocidos justamente con este nombre. Más de la mitad de los eclesiásticos se habían negado a prestar el juramento a la Constitución Civil o lo habían revocado más tarde al ser condenada por el papa (1791). A muchos de ellos no se les concedió el plazo previsto en la ley de destierro voluntario. Se formaron largas columnas de sacerdotes, escoltadas por soldados y seguidas por el escarnio del populacho, que eran conducidas a los puertos. La mayoría fueron amontonados como el ganado. Varios centenares fueron enviados a Cayenne, cuyo clima era mortal, y otros sencillamente asesinados, como había ocurrido en 1792, siendo Danton ministro de Justicia, con los tristemente célebres «asesinatos de septiembre» (cf. § 106, I). Todo aquel que real o supuestamente estaba en contra de la Revolución era rápidamente asesinado, y a veces con crueldad, bien en las cárceles o en las propias iglesias, como las terribles escenas del Carmelo.

En todo caso, el pueblo opuso al principio en muchos lugares una fuerte resistencia a esta lucha antirreligiosa, sobre todo en el período de las «dos iglesias», durante el cual en muchas localidades coexistían el ministro establecido por la Asamblea Nacional y el párroco clandestino que habíase negado al juramento. Los intentos de los clérigos constitucionales de apoderarse de las iglesias que les habían asignado provocaron luchas sangrientas, la primera de ellas en 1791 por la iglesia de los teatinos de París, que terminó con la profanación y saqueo de la misma. Por razones semejantes surgió en Nîmes una nueva guerra de los hugonotes. Los calvinistas asaltaron las iglesias católicas, tras violentos combates callejeros.

Con todo, dos años más tarde, bajo el imperio del «terror», apenas existía resistencia pública. Con motivo de la «fiesta de la Razón» (10 de noviembre de 1793) fueron cerradas todas las iglesias de París. Los prefectos de cada uno de los distritos llevaron a las cajas del Estado los tesoros de las iglesias (cálices, sagrarios y ornamentos que no habían sido entregados todavía). El 23 del mismo mes y año se promulgó un edicto que ordenaba el cierre y despojo de todas las iglesias de Francia. El propio Robespierre reconoció la inviabilidad de semejante medida, pero en realidad la misa dejó de ser celebrada por sacerdotes fieles a la Iglesia. Sólo en lugares ocultos, y con peligro de la vida, era posible celebrarla. Una parte del clero francés poseía esta valentía y la puso al servicio de la pastoral, dando glorioso testimonio de la formación recibida, bajo la dirección de san Vicente de Paúl en el espíritu de san Carlos Borromeo.

7. No tardó en iniciarse cierta reacción. La abolición del culto a la Razón, al ser reconocida la existencia de un «Ser Supremo» (deísmo) bajo el gobierno de Robespierre, el 8 de mayo de 1794, fue un hecho que no careció de contenido religioso[4], pero que tuvo importancia ante todo como signo de un apartamiento del ateísmo radical del Estado. El paso decisivo hacia la mejora de relaciones lo constituyó la separación, en 1795, del Estado de la iglesia constitucional y la libertad de culto. Pero el odio a la religión se había convertido en tónica de la vida pública y no desapareció. A partir de 1797, debido a la guerra contra los Estados pontificios[5] y el secuestro de Pío VI en Valence, hubo dos años de persecución violentísima (1.400 deportados a Cayenne). Pero tanto el clero emigrado como la parte del clero que había sobrevivido volvieron a sus parroquias a partir de 1801, y con ello se inició un fatigoso trabajo de reconstrucción de la pastoral.

8. La importancia de la Revolución francesa para el posterior desarrollo de la Iglesia fue, como ya hemos dicho, mucho más allá de los hechos aislados. Por ella se había creado un nuevo «ámbito espiritual» y la Iglesia se vio obligada a trabajar bajo las condiciones que imponía esa nueva situación. Su característica básica estaba constituida por la idea y la realidad de una democracia secularizada e individualista. Como núcleo del derecho natural estoico-ilustrado, se convirtió también en el ideal central de la Revolución francesa. El principio de la igualdad de todos los hombres había sido ya anunciado a menudo, en una u otra forma, por filósofos, sectarios y reformadores. Pero ahora por vez primera y definitiva salía del ámbito de la teoría y se convertía en el fundamento de la vida moderna. Sus consecuencias han sido inmensas y su valor irrenunciable.

9. La libertad fue proclamada delirantemente en su triple forma de «libertad, igualdad, fraternidad». Sin embargo, este trinomio se convirtió en letra muerta: la fraternidad, es decir, el amor como delimitación e iluminación positiva de los otros dos valores, avanzó escasamente. De esta manera, y por su lógica interna (basada en el individualismo egoísta), este hecho, llevado a cabo por la Revolución francesa y tan importante para la historia universal -a saber: la proclamación de la libertad igualitaria de todos los hombres y de su igualdad ante la ley-, fue gravísimamente violado, conduciendo a resultados diametralmente opuestos. Las tendencias anticristianas, en relación íntima desde el Humanismo con el desarrollo del individualismo, habían llegado a su última consecuencia: el hombre era la única medida y el único señor de todas las cosas. Los derechos de Dios eran despreciados. La Revolución francesa es, de este modo, el fruto maduro y la última consecuencia del individualismo autónomo que se había desarrollado en la sociedad del ancien régime. Pero, en realidad, el gran ejemplo que sirvió de modelo a la Revolución francesa fue sin duda -pues el Humanismo había permanecido más bien en el terreno de la teoría- el ataque radical de los Reformadores contra la Iglesia de Roma y su autoridad. Esto es así, aun cuando la postura de los Reformadores pretendiera no ser más que una reconstrucción del cristianismo partiendo de su propia esencia, aun cuando fuera mucho más que una mera revolución y aunque sea ilegítimo denominar revolución sangrienta e incrédula a la Reforma, nacida de la fe. Pero fue en el siglo XVI cuando por vez primera fueron negados, destruidos o transformados los fundamentos de la tradición occidental en una medida capaz de modificar la vida misma. La revolución religiosa del XVI y su demoledora negación de obediencia manifestaba ante la humanidad occidental la posibilidad de un levantamiento revolucionario, coronado, por otra parte, de éxito. La Reforma no había sido un suceso reducido sólo al ámbito intra-eclesial o intrateológico. A la larga se había convertido en un elemento de ruptura de todo el pensamiento de los pueblos occidentales. A pesar de las hondas vinculaciones que la Reforma mantiene con lo divino, que considera intocable, la experiencia revolucionaria que significaba la Reforma no dejó de tener sus repercusiones. La Revolución francesa no tenía por qué referirse a las razones religiosas que impulsaron la Reforma, pero lo cierto es que realizó un nuevo levantamiento contra la Iglesia, y esta vez en forma secularizada.

10. Las causas materiales e inmediatas de la Revolución francesa hay que buscarlas en determinados procesos y desarrollos de la historia francesa que ya nos son conocidos desde la baja Edad Media. De una u otra forma tendríamos que pasar la cuenta a la vinculación, demasiado estrecha, entre la Iglesia y el Estado: al caer el trono, cayó casi automáticamente el altar.

a) El galicanismo anterior a la Reforma (sintetizado, por ejemplo, en la Pragmática de Bourges, § 96) era ya un ataque muy peligroso a la autoridad de la Iglesia y a su unidad. Este ataque había tenido su culminación lógica en el galicanismo del siglo XVII con sus «cuatro artículos».

b) La enorme falta de credibilidad interna de la política de Richelieu y Mazarino, política irreligiosa, anticatólica en muchos aspectos, antipontificia en otros, era otro factor que había abierto el camino a una revolución general con tendencia anticlerical. La importancia de este factor es todavía mayor si tenemos en cuenta que, en los hechos mencionados, la estrecha unión de la Iglesia oficial con el Estado feudal y absolutista llevaba consigo efectos económicos y fiscales importantes. Al debilitamiento de la autoridad habían contribuido también la relajación moral de la nobleza, que no solamente había sido tolerada por la corte, sino que parecía legitimada por el mal ejemplo de ésta.

c) En el terreno intelectual, una rama del humanismo francés, que aparece en las ideas acristianas de Jean Bodin, fue la iniciadora de un proceso que lógicamente había de desembocar en Diderot y otros enciclopedistas. El terror de la Revolución nos obliga a reconocer con decepción y vergüenza cómo el sentimiento puramente humanitario puede degenerar en inhumanidad si pierde la fuerza moral de lo sobrenatural.

Se produjeron actuaciones inhumanas que los filósofos de la Ilustración atribuían a la Edad Media, presentando la era de la Razón muy por encima de ellas. Estas actuaciones inhumanas crecerían de modo casi inconcebible en el siglo XX bajo caracteres inequívocamente ateos, después de una serie de episodios preparatorios acaecidos durante el XIX, como la guerra del opio o la persecución de los armenios.

11. Pero la Revolución francesa fue, por otra parte, el escalón del moderno Estado constitucional, y, sin ella, tal como se han ido desarrollando las cosas, no habría surgido éste[6]. Y en un Estado así, como muestra la experiencia, a pesar de terribles reacciones, como las que ocurrieron en Francia en 1905, los derechos de la Iglesia y la predicación cristiana están protegidos a la larga con más seguridad que bajo un régimen absolutista.

Más aún: la labor destructora de la Revolución francesa creó unas condiciones de gran trascendencia para el crecimiento de la realidad eclesial, crecimiento que es característico del siglo XIX, con la unidad sin precedentes de la Iglesia con el pontificado: desaparecía la poderosa autonomía del episcopado francés y alemán, llenos hasta entonces de privilegios o dotados incluso de poderes soberanos, quedando así destruida la organización secular de las iglesias más poderosas del continente, creándose de este modo una situación de vacío en la que podía entrar Roma. Al mismo tiempo era también completamente lógico que decayera el poder eclesiástico de los obispos en beneficio del prestigio y la influencia del pontificado.

Notas

[2] Por estas razones no puede decirse que con la Revolución francesa comience para la historia de la Iglesia (a diferencia de lo que ocurre en la historia profana) una época nueva. En la historia eclesiástica, los siglos XVIII y XIX forman una unidad.

[3] En el informe que envía a Pío VII al firmar el Concordato con Napoleón.

[4] Se trata más bien de un intento serio -aunque evidentemente anticristiano y movido por la incredulidad- de celebrar la humanidad como elemento unitario de la nueva Francia, sirviéndose de las formas de la liturgia católica (Steinmetz-Mathiez).

[5] Los Estados pontificios fueron reducidos en virtud del tratado de Tolentino (1797) y suprimidos en 1798. Nació entonces la «República romana». El mismo año, el papa Pío VI, que, a raíz de la pérdida de Aviñón y Venaissin, se había aliado con la primera coalición antirrevolucionaria, fue llevado cautivo a Valence, donde falleció el año 1799.

[6] Las declaraciones de la Cámara de los Comunes en 1689 contienen -es cierto- elementos fundamentales de una Constitución estatal controlada exclusivamente por el Parlamento popular, y su ejemplo tuvo una importancia histórica notable. Pero no admite seriamente un paralelo con la valentía revolucionaria de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y sus consecuencias.

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