conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período primero.- El Siglo Xviii: la Ilustracion » Capitulo primero.- Origen y Naturaleza de la Nueva Ideologia

§102.- Las Raices

1. A fines del Barroco no nos queda más remedio que constatar un agotamiento muy extendido de las energías eclesiásticas y hasta cristianas en Europa, junto con una posición cada vez más rígida de los frentes. Las guerras religiosas habían consumido muchísimas energías. Las disputas entre teólogos llevaron a la pérdida del interés por la teología, tan generalizado poco antes. Este fenómeno era comprensible, pues aquellas discusiones tan frecuentes subrayaban casi siempre aspectos secundarios o los llevaban a adoptar formas polémicas. El resultado de todo ello fue el deslizamiento fatigoso hacia el racionalismo craso y hacia el indiferentismo. Las disputas religiosas condujeron al apartamiento de la religión.

Es verdad que en muchos territorios se había mantenido con éxito la Contrarreforma. Ahora bien, en los países en los que la Contrarreforma se había servido excesivamente de los medios del Estado y de la política, ¿no cabía el peligro de que la «conversión» hubiera sido demasiado superficial? ¿No es cierto que en muchos sitios los jesuitas habían utilizado excesivamente los poderes del Estado, con el fin de imponer en cierto modo el carácter «católico» de la vida pública? La política educativa de los jesuitas, ¿había tenido suficientemente en cuenta el crecimiento espiritual de Europa? ¿No es verdad que la confianza dada a la libertad del espíritu, dentro de la fidelidad a la Iglesia, había sido muy escasa? Los sectores confiados a esta labor educativa, ¿fueron suficientemente educados para la autonomía?

2. En el entorno de estas cuestiones adquiere una significación central la descripción y valoración de las universidades católicas, espe cialmente por lo que respecta a la teología que en ellas se impartía. Es verdad que no habían muerto del todo las empresas espirituales de alto rango. Encontramos, por ejemplo, las importantes aportaciones de los maurinos y de algunos otros religiosos en el campo de la teología histórica, que tanta importancia había de tener para el futuro. Creció también el interés por el estudio de la Sagrada Escritura. Pero estos fenómenos no son los que caracterizan la situación. Al contrario, hemos de contentarnos con afirmar que la gran envergadura que en otro tiempo adquirió la Escolástica se había convertido en escolasticismo formalista y estéril. Con frecuencia las universidades católicas no estuvieron a la altura del espíritu que iba creciendo, e intentaron cerrarle las puertas mediante el encierro de sus oyentes. En este punto el monopolio ejercido por los jesuitas tuvo consecuencias muy perjudiciales. Se echaba de menos una competencia fructífera. Cuando, en el transcurso del siglo XVIII, se vio obligada la Compañía de Jesús a tomar otro rumbo, por una parte ya era demasiado tarde y, por otra, los jesuitas no fueron capaces de aceptar positivamente el reto, como servidores de la causa común.

Los seminarios formaban un clero generalmente bueno en el aspecto eclesiástico. Pero su formación científica era en ellos a menudo muy deficiente.

Por esta razón, tanto la pastoral como la instrucción primaria tenía en las zonas campesinas un aspecto realmente deprimente. Es verdad que hubo múltiples intentos de reforma, pero muchas cosas se quedaron como estaban. Las prácticas e ideas supersticiosas (relacionadas, por ejemplo, con la brujería) perjudicaban enormemente la relación entre la Iglesia y los medios de cultura un poco elevada. El culto de los santos había adquirido formas grotescas y estaba sometido a veces a la influencia de una exteriorización pagana. Las hermandades y peregrinaciones dejaban mucho que desear en su realización concreta y práctica.

En los púlpitos se escuchaban sermones conflictivos, de polémica religiosa, sin verdadero espíritu cristiano. Las disputas académicas se acentuaban en exceso y pasaban al propio púlpito. Sabemos, por las quejas de católicos llenos de buen sentido, el escaso éxito que tenía este tipo de «predicación».

Podemos muy bien decir que los cristianos aparecían dominados por un poderoso sentimiento de insatisfacción. Precisamente los sectores laicos más cultos y políticamente dirigentes pensaban, y tal vez con razón, que en los terrenos de la Iglesia se caminaba con trabas excesivas.

Por otra parte, debemos afirmar también que la mala fama de que gozaban bastantes monasterios estaba desgraciadamente justificada. La vida de oración y la recepción de los sacramentos no correspondía en muchos sitios al ideal de la regla.

3. Para valorar todo el peso de lo que decimos no hay más remedio que ver en todo este contexto el despertar contemporáneo de un nuevo espíritu en los pueblos de Europa. Este espíritu constituye ciertamente una reacción contra los fenómenos mencionados, pero, por otra parte, es un principio positivamente nuevo de gran fuerza expansiva. Surge una nueva concepción de mundo, sintetizada en lo que denominamos Ilustración.

Su tendencia fundamental es, como ya hemos indicado, antieclesiástica. Una de sus grandes palabras es la «libertad». Pero tal vez para conocer a fondo su naturaleza y su función en la historia de la Iglesia sea decisivo señalar al mismo tiempo que ese impulso hacia lo nuevo se dio también en formas legítimamente católicas.

El afán de la Ilustración de sustraerse al magisterio de la Iglesia significa un punto de partida lamentable que lleva a la destrucción. Pero en la medida en que este impulso se dirige contra la inercia y la mediocridad, la supresión de no pocas cosas tiene una función positiva. Los Estados ilustrados adoptaron, por ejemplo, algunas medidas que muy bien podían haber sido de utilidad para la Iglesia, bien porque daban vía libre a la reforma de los estudios o bien porque el apoyo público salía al paso de las deficiencias de los seminarios y conventos.

En general hemos de afirmar sencillamente un hecho que es elemental. En este siglo hubo también muchos sabios, obispos y sacerdotes positivamente creyentes y de gran fidelidad hacia la Iglesia. Señalar el antisobrenaturalismo como la esencia de la Ilustración constituiría una injusticia manifiesta. Hubo obispos con visión amplia que emprendieron reformas «ilustradas», pues esperaban justamente de ellas efectos benéficos en lo humano y en lo religioso. Estos obispos promovieron, por ejemplo, mejoras metodológicas y de contenido en la enseñanza de la religión y en la liturgia, esperando de ellas una elevación de la moralidad.

4. De todas formas, sigue siendo cierto que la fe en la revelación no constituye la característica más notoria del nuevo espíritu. Al contrario, fueron adquiriendo una importancia cada vez mayor un racionalismo superficial y una sobrevaloración de la naturaleza. A la larga, los conflictos fundamentales entre esa ideología y la revelación, con sus destructoras consecuencias, tenían que ser forzosamente inevitables. Ni la fuerte animosidad de los cristianos fieles a su confesión católica o evangélica ni las burlas indulgentes (Matthias Claudius: «La razón es el artículo de moda de este año») fueron capaces de impedir esta evolución.

El ideal de la Ilustración -ya lo hemos dicho antes-, su verdadero «Dios», es la naturaleza, lo natural. Lo verdadero no es más que lo que es reconocido por la razón autosuficiente y hasta independiente (autónoma): religión natural, derecho natural, estado natural. Esta razón se encuentra en íntima contradicción con lo sobrenatural, con la revelación, con el Dios de los profetas. Si existe Dios, evidentemente no interviene en el curso de la naturaleza, no se preocupa de ella (deísmo). Todo se desarrolla conforme a leyes prefijadas e inmutables, puede ser medido y contado y no deja resquicio alguno para la excepción, el milagro.

La exaltación más grande y más unilateral (y, en el fondo, increíblemente ingenua) de la razón y de la ciencia termina en la «religión» de la Razón de la Revolución francesa (§ 106). Esta postura va transformando también paulatinamente en amplios sectores la esperanza cristiana en una escatología histórico-salvífica, reduciéndola a una fe en el progreso, anticristiana, secularizada y terrestre. Las fuerzas naturales son capaces de eliminar del mundo la injusticia y el sufrimiento mediante el conocimiento y dominio de las leyes naturales. Reducida al absurdo esta fe en el progreso a consecuencia de las dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945), pasa en la actualidad por un resurgimiento pseudorreligioso. Sugiere esta idea fenómenos como el desarrollo del comunismo, hijo del siglo XIX, con su esperanza mesiánica de una sociedad sin clases, perfecta, y también la posibilidad ilimitada de elevación del nivel de vida (§ 125).

5. De todas formas, si nos limitásemos a lo dicho, el cuadro volvería a quedar una vez más excesivamente simplificado. A pesar de cuanto llevamos dicho -que sigue siendo fundamentalmente cierto-, hemos de advertir que gran parte de los sistemas de pensamiento y de las creaciones culturales del siglo XVIII se basan en ideas cristianas o, al menos, acusan su influencia. En J. J. Rousseau, Lessing e incluso en Voltaire, la fe en un Dios personal es todavía algo natural y a veces muy intenso. Es verdad que en otras ocasiones esa fe entra en una gran contradicción interna al alejarse radicalmente de la concepción cristiana (Lessing). A veces se desvanece en la confusión del panteísmo, al menos en algunos ámbitos (J. J. Rousseau).

La Ilustración es una consecuencia lógica del individualismo (tanto del filosófico como del religioso protestante) y de la desvinculación con el pasado histórico. En conjunto ha recibido la calificación de antisobrenaturalista (Troeltsch). En este aspecto sus raíces en el pasado son dilatadas y su explicación puede hallarse volviendo al nominalismo (relajación de la armonía existente entre fe y ciencia, momento previo a la emancipación de la razón). Como raíces materiales podemos mencionar: I. El protestantismo, en cuanto implica una rendición ante el proceso de debilitamiento dogmático; II. El Humanismo; III. El desarrollo autónomo de la filosofía individualista (que adopta una postura crítica ante la tradición y se basa en los nuevos planteamientos de la matemática y de las ciencias experimentales y sus descubrimientos).

No es necesario advertir que este breve esquema no agota, ni mucho menos, el conjunto de fenómenos que entraron en juego. Sería necesario completar el cuadro con no pocas causas intermedias.

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