conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Periodo tercero.- El Siglo de la Iglesia Galicana. Apogeo y Decadencia » §96.- Las Iglesias Nacionales

I.- En España y Francia

1. Las Iglesias nacionales anteriores a la Reforma (§ 78) habían contribuido a relajar también los vínculos eclesiásticos que unían a la Europa cristiana, sobre la que los papas podían ejercer un dominio universal, y con ello favorecido la formación de particularismos. Hemos visto cómo después estas mismas Iglesias católicas nacionales o territo riales intervinieron en toda la lucha de los papas contra la innovación protestante y en fases importantes de la lucha por la implantación de la reforma católica. Por una parte, estas Iglesias fueron imprescindibles para el papado; por otra, coartaron de muchas maneras su libertad de movimientos. Esto se debió también, es cierto, al pernicioso lastre que gravitaba sobre los intereses religiosos y eclesiásticos por causa de las pretensiones e intenciones de los papas, señores de los Estados de la Iglesia. El robustecimiento general del nacionalismo a lo largo del siglo XVI agudizó notablemente los viejos problemas. Desde finales del siglo XVI y durante el siglo XVII, esta confrontación fue creciendo hasta convertirse en una auténtica prueba de fuerza. Los Estados llegaron a intervenir gravemente en la esfera eclesiástica.

Al enjuiciar estas intervenciones debemos tener también muy en cuenta el ejemplo tentador de los protestantes con su actitud de negativa a la obediencia. Pero el motivo principal fue aún más profundo. El apetito nacional creció en la misma medida en que la concepción del Estado propendió a la autonomía y sus soberanos aspiraron al absolutismo. Como resultado hubo un incremento importante -enorme en algunas cortes concretas- del poder de decisión de los soberanos sobre todos los ámbitos de la vida y, lógicamente, aumentaron también sus posibilidades (como si fuese la cosa más natural del mundo) de intervenir en la esfera eclesiástica.

2. Todo esto se hizo realidad por vez primera en el cesaropapismo de Felipe II, rey de España (1556-1598), que, por su parte, tuvo una profunda fe personal. Pero él fue, por ejemplo, quien añadió una cláusula de reserva a los decretos del Concilio de Trento. En los cónclaves que se celebraron tras la muerte de Sixto V hizo que sus embajadores interpusieran su veto, incluso presentaran unas listas de los únicos cinco o siete cardenales que eran para él aceptables. El ejemplo de Felipe II, que de una u otra forma ya tenía múltiples precedentes en la historia de la Iglesia desde la Antigüedad, en Oriente como en Occidente, fue imitado repetidas veces en épocas posteriores./En España, de todos modos, el interés por la Iglesia como guardiana de la verdad y de la única religión siempre, desde hacía siglos, había sido primordial. Se trataba de una actitud verdaderamente eclesiástico-religiosa, cuya importancia se equiparaba a la del servicio al Estado.

3. El caso de Francia fue distinto. Desde finales del siglo XVI (con Enrique IV) el nacionalismo eclesiástico brotó con redoblada fuerza bajo la dominación de los Borbones, con todas las taras y con todas las pretensiones del primer «galicanismo» de los tiempos de Felipe IV y de la era conciliarista. La Iglesia nacional francesa constituyó para la unidad de la Iglesia un peligro mucho más agudo que la Iglesia nacional española, cuyo planteamiento eclesiástico es más correcto. En efecto, la idea del Estado, que en Francia propendía al absolutismo y que de hecho pasó a ser realidad con los cardenales Richelieu (1585-1642) y Mazarino (1602-1661) (¡ambos mucho más franceses que eclesiásticos!) y con Luis XIV (1643-1715), tenía ya una cierta orientación autónoma desde aquellos primeros legistas de Felipe IV. ¡Lo religioso y eclesiástico no tenían el mismo valor que lo estatal, sino que estaban subordinados a los intereses del Estado! Este Estado francés, no obstante su fiel profesión de fe católica, fue para sí mismo la norma de sus propios intereses, incluso en los asuntos eclesiásticos. En esto consiste el galicanismo.

4. Armand Jean du Plessis, cardenal Richelieu, católico fiel, sacerdote, obispo, cardenal y autor de escritos ascéticos, sólo tuvo una meta: una Francia plenamente centralizada en la monarquía. Lo consiguió venciendo la postura descentralizadora de los barones y aniquilando radicalmente el poder político de los hugonotes. Su enorme riqueza la logró a costa de perjudicar directamente los intereses religiosos y eclesiásticos. Pero esto no pasó de ser una cuestión secundaria, en comparación de los problemas internos que su pensamiento y su acción plantearon a la concepción cristiana. Cuando se trataba de la razón de Estado, para Richelieu no existían obstáculos. Apoyó a Gustavo Adolfo, alentó (¿o más bien provocó?) su ataque a Alemania y antes y después ayudó a los protestantes alemanes durante la Guerra de los Treinta Años. Por lo demás, se sintió cardenal más por la gracia del rey que por la gracia del papa.

5. En aquella época, junto con los jesuitas, los capuchinos ejercían gran influjo en la política. Muchos nobles franceses ingresaron en esta orden. Uno de ellos, el barón P. Joseph Le Clerc (1577-1638) fue consejero íntimo y colaborador de Richelieu, la «eminencia gris». En la persona del padre Joseph podemos advertir aún con mayor claridad las tensiones internas que, desde el punto de vista eclesiástico y cristiano, caracterizaron la vida y la obra del sacerdote católico Richelieu. El monje Le Clerc fue una personalidad verdaderamente enigmática.

Hombre de profunda y seria piedad, enteramente fuera de lo corriente, Le Clerc fue además escritor místico, predicador incansable y renombrado, director de ejercicios de la rigurosa congregación de monjas por él reformada, así como organizador de las misiones capuchinas en el Próximo Oriente, en África y en Canadá. Empleó sus dotes de predicador en ganarse nuevamente a los hugonotes y en promover por toda Europa una cruzada contra el Islam. Que esta piedad fue auténtica se demostró, además, en su rigurosa ascética personal.

Pero al mismo tiempo se vio implicado en todas las intrigas de la poco escrupulosa política de Richelieu, fue su colaborador y hasta su inspirador. A él correspondió gran parte de culpa en la destrucción de la fortaleza de La Rochelle y en el exterminio de los hugonotes, sus habitantes (la ciudad quedó convertida en un inmenso cementerio).

6. El cardenal Julio Mazarino, nacido en Italia y desde 1643 sucesor de Richelieu en la dirección suprema de la política francesa, probablemente sin haber recibido las órdenes mayores, fue, sin embargo, titular del obispado de Metz y de veintisiete abadías. Para proteger a los parientes de Urbano VIII, a quienes Inocencio X exigía cuentas por malversación de fondos, no tuvo reparo en amenazar al papa con la guerra. La gran animosidad contra él (los 15 tomos de las «mazarinadas») anunció ya la peligrosa explosión revolucionaria que sobrevendría a fines del siglo XVIII.

7. Los peligros latentes en el galicanismo del siglo XVII -como puede advertirse- fueron sumamente graves para la vida religiosa y eclesiástica. Basta con ver su conexión con las enormes deficiencias religiosas y morales de amplios círculos de la alta sociedad, que eran precisamente los defensores y colaboradores del galicanismo. El comercio de cortesanas y favoritas vigente en la corte del rey cristianísimo, que iba a misa y comulgaba, era un verdadero escarnio de los mandamientos cristianos y debía a menudo hacer aparecer la profesión de fe eclesiástica como una hipocresía. Fuera de este círculo, la vida eclesiástica y moral en general se caracterizó frecuentemente por su impotencia y fracaso, llegando a alcanzar niveles tremendamente bajos. El fin supremo era el placer. El cumplimiento de las leyes se evitaba siempre que era posible. Se obraba «católicamente», pero la venganza, el odio, los incendios intencionados y los asesinatos más horribles estaban a la orden del día. Un falso concepto del honor había hecho del duelo una forma natural de galantería. Muchos cargos estaban oficialmente a la venta. En todo ello faltaba, pues, y en una peligrosísima medida, esa síntesis católica que exige que profesión de fe y vida vayan estrechamente unidas.

Las causas son notorias y ya las conocemos. Al crecer desmesuradamente el derecho de la corona a disponer de las prebendas eclesiásticas, la riqueza de la Iglesia de Francia pasó a ser usufructo de la nobleza, que (con órdenes sagradas o sin ellas) gozaba de notables privilegios. Y a esta nobleza no se oponía sino un clero desprestigiado, inculto y socialmente bajo, un clero integrado por vicarios y sustitutos (cf. los tiempos finales de la Edad Media, § 64, 7). Como factor hondamente determinante de toda esta situación debemos mencionar el trasfondo de galicanismo, que ya de suyo significaba un cierto larvado separatismo eclesial y, por lo mismo, un debilitamiento de la unidad de la Iglesia. Se admitía, naturalmente, el papado, pero la vinculación efectiva con Roma era muy escasa y la veneración hacia la silla de Pedro tenía unos límites claramente marcados y conscientemente mantenidos, que se resumían en la conciencia de la propia superioridad política y político-eclesiástica.

Los jesuitas (aunque no todos, naturalmente) fueron los representantes de una eclesialidad más cercana al papa y también, en parte, a la romanidad oficial. Pero precisamente los jesuitas no estuvieron del todo dentro del gran movimiento positivo entonces en marcha.

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