conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período primero.- (1450-1517) los Fundamentos: Renacimiento y Humanismo

§78.- Fuerzas Politico-Eclesiasticas: las Iglesias Nacionales

1. El germen más importante de la nueva época, germen del que nació la orientación principal del futuro desarrollo, fue el sentido nacional. No fue otra cosa que el egoísmo colectivo de los pueblos en la configuración de su vida moderna, un egoísmo que encerraba enormes posibilidades creadoras, pero también tendencias trágicamente destructoras y rastreras. Ya lo hemos echado de ver en diversas manifestaciones iniciales. Ahora bien, hasta después del «despertar de los pueblos» en la baja Edad Media no puede hablarse de un concepto de lo «nacional» en sentido propio. Desde entonces ya lo hubo, aunque por mucho tiempo no llevó todavía esa carga de división que en los siglos de la Edad Moderna lo ha hecho tantas veces maldito.

El Estado fue haciéndose autónomo y formándose su propia idea. La estrecha unión entre la Iglesia y el Estado durante la Edad Media y especialmente los ricos recursos financieros de las iglesias (o, mejor dicho, el deseo de impedir la explotación de estos recursos por Roma para utilizarlos autónomamente) hicieron que, desde finales del siglo XIII, los soberanos pretendiesen, aparte de su dominio político, tener también a su disposición las iglesias de sus territorios con todas sus posesiones.

Las Iglesias regionales (o también nacionales) fueron a partir de entonces, y hasta el siglo XIX, uno de los mayores rivales del papado. El papado se vio obligado a defender radicalmente el núcleo de su programa -tendente a la mayor concentración posible de pueblos en torno a Roma- en constante lucha con este adversario. Dado que las Iglesias nacionales tuvieron una importancia decisiva para el triunfo de la Reforma, así como para la realización de la Contrarreforma, para comprender la historia de la Iglesia durante la Edad Moderna es imprescindible conocer tanto su nacimiento como sus peculiaridades.

2. Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, las Iglesias nacionales constituyeron un movimiento regresivo frente a la labor centralizadora del papado durante la alta Edad Media y fueron expresión del ocaso del universalismo, del surgimiento del particularismo, del robustecimiento del laicado y de la incipiente y cada vez más desarrollada dependencia del papado respecto a los nuevos Estados.

a) Esta dependencia se fue incrementando, llegando a veces a ser muy perjudicial. Lo trágico fue que el propio papado, con su lucha contra los emperadores y, después, contra las ideas democráticas de la época conciliarista, contribuyó a la formación de las Iglesias nacionales: primero mediante los concordatos con los príncipes, más tarde mediante la repetida concesión de privilegios de los más diversos tipos a los señores territoriales. Los movimientos de las Iglesias nacionales tuvieron por lo general sus antecedentes en situaciones establecidas ya en la temprana Edad Media (§ 35; 38), situaciones incluso de intervención masiva en los asuntos eclesiásticos. Pero desde entonces se había modificado la función de tales situaciones. Lo que en un principio había sido simplemente una tendencia a liberarse de Roma, adquirió luego un carácter antirromano. Lo que antes poco a poco había ido integrándose, al menos en cierto sentido, en la visión universalista de los soberanos, manifestó ahora una tendencia expresamente centrífuga. Y el papado se vio obligado a defender la visión universalista frente a las tendencias particularistas de los príncipes laicos (y también eclesiásticos).

b) La fuerza rectora de la evolución durante esta época no se halló, lógicamente, en manos de la totalidad del pueblo, sino de los señores territoriales o, mejor dicho, de sus «modernos» funcionarios. La antigua idea del Estado, reavivada por la nueva recepción del derecho romano (§ 51) y por el Renacimiento, se constituyó en fundamento teórico y fuerza impulsora del proceso. El Renacimiento en general había brotado de un impulso «nacional». Igualmente, su extensión a los países no italianos a partir del siglo XV despertó en ellos la tendencia a desarrollar lo genuinamente nacional y a concentrar todas las fuerzas del país en la unidad estatal, es decir, a consumarla frente a las fuerzas exteriores. El descontento popular contra la explotación financiera ejercida por Roma y el despertar de la conciencia nacional, incluso en las mismas filas del clero, fueron magníficos aliados de esta causa. La reforma pendiente o, mejor dicho, las circunstancias de la época, que clamaban por la reforma (por ejemplo, en los conventos, que se resistían a todo tipo de reforma[32]), ofrecieron al poder mundano no sólo la ocasión, sino también la justificación para intervenir en los asuntos eclesiásticos, llegando muchas veces incluso a hacer necesaria tal intervención.

c) Nombremos aquí algunos de los medios concretos que contribuyeron a la concentración de las distintas «fuerzas», incluso las eclesiásticas, en manos de los señores territoriales: su influencia en la provisión de cargos eclesiásticos (sobre todo las prebendas «elevadas», concretamente las diócesis y las abadías) y, más tarde, hasta la personal concesión de los mismos y la imposición de contribuciones a las iglesias, los conventos y el clero. Al servicio directo de esta tendencia se crearon dos medios legales en España y en Francia, respectivamente: 1) el placet, que controlaba o impedía la entrada en vigor en un país de las disposiciones pontificias en materia de pagos y provisión de cargos, y 2) el appel comme d'abus, apelación contra la decisión de un tribunal eclesiástico ante un tribunal secular (en lo que se advierte palpablemente la transformación, más aún, la inversión de fuerzas que se estaba efectuando). Etapas especialmente importantes para este proceso fueron el Cisma de Occidente y la época del conciliarismo.

3. El peculiar aislamiento de España y su permanente y obligada lucha contra los moros (hasta la liberación de Granada en 1492) hicieron que en este país surgiera tempranamente un frente común político-eclesiástico, que configuró profundamente la conciencia nacional. Como consecuencia lógica, el poder eclesiástico pasó muy pronto a depender del poder estatal, de cuyo brazo armado directamente precisaba. La situación fue materialmente la misma que en Francia en la primera Edad Media, en la época de san Bonifacio (§ 38), con una diferencia: que la disposición de esas fuerzas auxiliares se organizó más minuciosamente. El giro decisivo en este sentido tuvo lugar bajo el reinado de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, activos promotores de la reforma, gracias a cuyo matrimonio surgió la unidad política de España (1469). Auxiliares suyos fueron los predicadores de penitencia y el cardenal Ximénez de Cisneros (§ 76, IV). El Concordato de 1482 concedió a los soberanos un gran poder decisivo en la provisión de los altos cargos eclesiásticos. Mediante la Inquisición permanente, institución eclesiástico-estatal, fuertemente centralizada, dirigida especialmente contra los judíos y moros conversos reincidentes (marranos, § 72), los reyes se crearon ese instrumento terrible, que facilitó la realización de sus anhelos de reforma tanto política como eclesiástica[33].

Este medio, la Inquisición, era absolutamente rechazable (§ 56, III), pero el resultado global de sus esfuerzos fue muy notable y de máxima importancia: bajo la dirección de los Reyes Católicos se realizó una verdadera reforma científica, eclesiástica y estatal. En sus efectos, por desgracia, se echaron de ver claramente las limitaciones propias del pensamiento de la época y de la tradición nacional. Con todo, esta labor preparó el terreno del cual surgieron las más vigorosas fuerzas auxiliares de la Reforma católica y de la Contrarreforma: la Compañía de Jesús, Teresa de Avila y los reinados españoles de Carlos V y Felipe II.

4. En Francia, el desarrollo que aquí estudiamos se remonta a Felipe IV y sus legistas (S 63) y se encuentra esencialmente ligado a la idea conciliarista, que en Francia estuvo claramente al servicio del galicanismo (y así se mantuvo hasta el siglo XIX). Su base legal fue la Pragmática Sanción de Bourges de 1438 (cuyo substrato fue, a su vez, el decreto del Concilio de Basilea) y, tras su abolición (teórica), el Concordato de 1516, que concedió al rey una influencia prácticamente ilimitada en la provisión de las diócesis y abadías, así como el dominio sobre los tribunales eclesiásticos.

5. En Inglaterra imperó también un sistema de iglesia nacional inglesa, semejante al galicanismo francés (al que tomó como fuente de inspiración y modelo).

6. En Alemania fue imposible un desarrollo unitario análogo al mencionado a causa de la diversidad de principados independientes. De aquí que fueran las Iglesias territoriales las que determinaran allí los acontecimientos[34]. Algo similar ocurrió en las ciudades imperiales libres. Se puede decir que en general, en la baja Edad Media, el consejo municipal de las ciudades intentó agotar todas las posibilidades para constituirse lo más posible en señor y dueño de los asuntos eclesiásticos de la ciudad. La ocasión se presentó sumamente favorable y fue consiguientemente aprovechada en aquella época de máximo debilitamiento del poder pontificio, la época del Cisma de Occidente, durante y después de los concilios reformadores. El programa consistió en retener en el país los dineros eclesiásticos, apoderarse de las fuerzas de la Iglesia y disminuir la influencia de los visitadores eclesiásticos extranjeros y sus atribuciones judiciales.

Un ejemplo clásico nos lo ofrece el desarrollo del poder eclesiástico del duque de Kleve. El papa le otorgó privilegios de tal naturaleza, que dieron origen a esta frase, que más tarde se convirtió en principio general del derecho: «El duque de Kleve es el papa de su territorio».

En significativa relación con este desarrollo se registró un incremento de las fuerzas eclesiásticas y religiosas dentro del propio país: por ejemplo, el aumento y la organización de las peregrinaciones. Este incremento, funesto desde el punto de vista cristiano, obedeció primordialmente (aunque no exclusivamente) a motivos políticos. El peligro de esta evolución quedó plenamente demostrado al tiempo de la Reforma.

7. Ya conocemos cómo se asentaron los fundamentos eclesiásticos, políticos y espirituales de la Edad Moderna. Estos fundamentos ya habían empezado a influir en la historia en el siglo XIII. El resultado fue un complejo enormemente variado de tendencias, una época de fuertes contrastes, que por todas partes, dada su situación y su continuo roce, provocaron no sólo una extraordinaria excitabilidad en todo el organismo, sino hasta irritaciones enfermizas. La época estuvo llena de posibilidades. Pero, a pesar del renacimiento jubilosamente saludado y en parte realizado, fue una época que estuvo muy lejos de sentirse tranquila y segura de sí. Más bien pareció estar visiblemente a la espera de un acontecimiento, de un empujón que la condujera a la realización de su destino. Lo dicho no es una interpretación a posteriori, ilegítima: prescindiendo de los acontecimientos mencionados y por mencionar, prescindiendo de las ideas, planes y exigencias indicadas, así como de las creaciones políticas, artísticas, religiosas, eclesiásticas y científicas, esta misma idea ya se manifestó expresamente tanto antes como después del 1517.

8. Como prueba fehaciente de esto tenemos dos documentos, uno del principio de este tiempo de cambio y otro del fin (o sea, del tiempo inmediatamente anterior a la irrupción de la Reforma), cada uno de los cuales se presenta en sí mismo precisamente como un programa global de la necesaria reforma de la cabeza de la Iglesia, con declaraciones, peticiones y propuestas que contienen lo que el Concilio de Trento habría de realizar en el campo de la reforma eclesiástica.

Estamos aludiendo tanto a los proyectos de reforma del cardenal Domenico Capranica (nacido en Capranica, cerca de Palestrina, y cuya actividad se desarrolló preferentemente en Roma), elaborados en 1450, como a los presentados por Tomaso Giustiniani y Vincenzo Quirini en 1513.

El polifacético cardenal Capranica fue un santo varón que, tras haber sido por dos veces candidato al pontificado, falleció poco antes de su elección como papa en el cónclave de 1458. Fue ésta una de las horas trágicas de la historia pontificia, junto con la temprana muerte de Adriano VI y de Marcelo II en el siguiente siglo. Por su parte, Giustiniani, tenido por venerabilis, procedente de la mejor sociedad de Venecia, fue una figura especialmente atractiva del círculo reformador de Venecia, integrado en su mayoría por laicos (a este círculo pertenecieron también Quirini, que había sido legado de la República, y el gran Gasparro Contarini). Giustiniani fue un humanista de gran erudición, ermitaño en Camáldoli y, más tarde, reformador de esta congregación. También a él se le puede considerar como un santo varón. En su piedad humanístico-mística mostró hasta el final de su vida una gran naturalidad. Su amigo Quirini le siguió a la Camáldula. El proyecto de reforma que ambos ermitaños enviaron a León X para el quinto Concilio de Letrán fue «el proyecto de reforma más amplio y radical de la era conciliar» (Jedin). En este programa, como en el del cardenal Capranica, encontramos una concepción sumamente religiosa y pastoral del quehacer reformador[35]. Ambos programas, yendo más allá de la simple supresión de los males externos en los «negocios» de la curia (la concesión de prebendas y la venta de dispensas con miras fiscales, en las que se encerraban gérmenes de descomposición religiosa), llegaban incluso a plantear la responsabilidad pastoral del papa, a quien corresponde la cura de almas de los pecadores.

Es verdad que estos dos proyectos, del principio y del final de esta etapa, tuvieron tan poco éxito como cualquiera de los otros que hubo entre medias. Pero a mediados del siglo XV no se pudo hacer caso omiso de todo ello. Desgraciadamente, las gigantescas fuerzas alertadas no guardaron una correcta relación entre sí. Los signos del tiempo, desde el punto de vista eclesiástico y religioso y, en último término, también espiritual, lejos de apuntar hacia una reconstrucción, presagiaban la tormenta. Y la tormenta llegó: fue la Reforma de Lutero.

Notas

[32] Bien por insuficiente celo de sus residentes, bien como consecuencia de los privilegios de Roma.

[33] Es importante advertir que Isabel y Fernando obtuvieron del pontífice su renuncia expresa al derecho de veto. La jurisdicción pontificia estuvo algunas veces en contra del rigorismo español.

[34] Entre sus raíces hay que recordar especialmente el régimen de las iglesias privadas o propias, que tantas tragedias habían de ocasionar (§ 34).

[35] Entre las muchas propuestas para garantizar definitivamente un clero pastoral sólido (y bien probado) se encontraba también la siguiente: nadie debía recibir ninguna de las órdenes mayores sin haber leído antes toda la Biblia. Para los laicos (!), la Biblia debía traducirse a la lengua vernácula. Giustiniani, amante del griego, se manifestó decididamente a favor del uso de la lengua vulgar. El disgusto de los conventuales relajados le presionó tanto, que él propuso que se les debería hacer desaparecer.

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