conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » §73.- Caracteres Generales de la Edad Moderna

IV.- Resultados Concretos de la Actividad Eclesial

1. Desde la perspectiva de la historia de la Iglesia, como ya hemos visto, el Occidente se caracteriza entre otras cosas por su preocupación por los problemas religiosos prácticos. Buena prueba de ello dio, por ejemplo, al final de la Antigüedad san Agustín o, más concretamente, su doctrina de la gracia y su lucha contra el maniqueísmo, el pelagianismo y el donatismo (§ 30, 5). También en la Edad Media los problemas discutidos surgieron ante todo en el ámbito de lo inmediatamente práctico-religioso. Las fuentes nos hablan de los esfuerzos hechos para establecer la constitución de la Iglesia desde el tiempo de las primitivas iglesias territoriales, pasando por el de las luchas por el poder supremo del pontificado, hasta el de las luchas por la constitución eclesiástica en la baja Edad Media. Como ilustración directa de esta tesis sirven, por ejemplo, san Bernardo (§ 50), san Francisco (S 53), los valdenses (§ 56), la controversia de la pobreza (§ 57), las sectas de la baja Edad Media. La Edad Moderna continuó en la misma línea. La intención principal de todos los reformadores estuvo siempre inserta en el marco del proceso salvífico. Todas sus preocupaciones se reducen al problema de cómo se debe entender correctamente la relación de Dios y el hombre en la obra de la salvación. Y el problema se divide en tres grupos de cuestiones: a) gracia y voluntad humana; b) concepto de Iglesia y constitución jerárquica; c) fe y saber.

2. La solución que el protestantismo aportó en todas las cuestiones radicó en una selección unilateral (herética). En cualquier caso, no tuvo suficientemente en cuenta la totalidad de la revelación: uno de los dos elementos, pese a estar ambos en íntima relación, fue eliminado o realizado insuficientemente. Lo sobrenatural fue entendido como algo aislado, sin ninguna relación esencial con la realidad humana, sea ésta la voluntad cooperante del hombre, el sacerdocio mediador (especialmente el pontificado) o los fundamentos de la razón. Karl Barth ha sido quien con mayor clarividencia ha visto este problema al reducir la diferencia esencial entre el protestantismo y el catolicismo a la afirmación (católica) o a la negación (protestante) de la analogia entis (entendiendo por tal una posibilidad legítima de vinculación del conocer o querer natural del hombre con el ámbito divino).

3. La teología católica de la Edad Moderna adoptó en parte estos planteamientos y, de acuerdo con las necesidades del mundo occidental, se preocupó preferentemente de los problemas religiosos prácticos. Esto está bien claro por lo que respecta al Concilio de Trento (si bien el Tridentino, en sus fundamentaciones decisivas, también va más allá [§ 66, 4]). En el siglo XVII, el problema que principalmente agitó el mundo de la teología fue el problema de la predestinación. El jansenismo y el quietismo, así como las corrientes de piedad que se produjeron en torno a san Francisco de Sales y san Vicente de Paúl, guardaron relación con este problema, como reacción y superación respectivamente. El concepto de Iglesia se vio notablemente oscurecido por los movimientos de las iglesias territoriales y del episcopalismo típicos del galicanismo y del febronianismo. A ellos dieron respuesta la teología (Möhler), la progresiva centralización fáctica en torno a Roma y la proclamación dogmática de la infalibilidad pontificia en el Vaticano I. La insistencia unilateral en la fe de parte de los reformadores significó la minusvaloración de una actitud típica del mundo occidental (como legado del pensamiento griego), actitud afirmada también en el evangelio, incluido san Pablo. La Iglesia dio a esta unilateralidad la complementación necesaria, recurriendo al primado del Logos y haciéndole hablar en la teología del siglo XIX (cuestiones de apologética, fundamentación de la religión, del cristianismo y de la Iglesia) y en el magisterio (Vaticano I, condena del modernismo). La Iglesia volvió a mostrarse una vez más como representante de la síntesis (§6).

4. La fuerza de choque más importante de la Iglesia durante la Edad Moderna fueron los jesuitas. Con su orientación casi total hacia lo útil y aprovechable, hacia lo político en sentido amplio y hacia lo pedagógico, los jesuitas fueron la expresión más representativa del ámbito occidental. San Ignacio nació en España, el país de la primera teología moral, en el que durante siglos no hubo tiempo para muchas preguntas ni largas especulaciones y que, por estar apostado como centinela entre los cristianos y los infieles, conoció una sola divisa: «¡En pie y a luchar!»

5. Los resultados obtenidos en los diferentes campos fueron muy variados. En general puede decirse que los valores positivos no alcanzaron nunca la monumentalidad, la absoluta firmeza y la inmediatez de las grandes creaciones del cristianismo primitivo o medieval. Los motivos son obvios. Toda la tarea fue emprendida en un típico período de transición, nació de una cultura no unitaria, desgarrada, fue obstaculizada por continuos ataques y, por lo mismo, tuvo siempre una orientación de cierto carácter apologético. Los ejecutores de esta tarea fueron, a su vez, hijos de la misma cultura y, por tanto, también ellos estuvieron marcados por el mismo desgarramiento o, al menos, por la misma falta de unidad. De hecho, por ejemplo, los grandes santos de la Edad Moderna no alcanzaron el reconocimiento universal de toda la humanidad, como san Bernardo, san Francisco, santo Tomás de Aquino (o también una personalidad no catalogable entre los santos, pero sí con clara impronta medieval y dogmática, como Dante), los cuales fueron y son considerados en muchos aspectos como propiedad común de todas las confesiones y hasta de los no creyentes. Que los santos modernos despertaran una admiración menos generalizada se debe también, entre otras cosas, a que ellos, al ser hijos del catolicismo posterior a la Reforma, tuvieron también que conllevar la contraposición existente entre las confesiones. Pero esta explicación no es suficiente. La causa más profunda es la siguiente: estas figuras, desde el punto de vista espiritual, no son tan elementales, no brotan tan armónicamente del centro íntimo del cristianismo como sus predecesores medievales. Nunca será excesivamente ponderada, por ejemplo, la importancia de san Ignacio para la renovación eclesiástica, para la defensa y la difusión de la Iglesia, para el desarrollo interno de la doctrina y la disciplina. Tal vez ningún santo pueda compararse a él en éxito tan inmediato. Sin embargo, Ignacio no tuvo ese rasgo original e inderivable que poseyeron sus grandes precursores medievales.

6. El pontificado siguió una complicada línea de evolución. Pero a pesar de las casi inimaginables taras causadas por el espíritu mundano del Renacimiento y de todas las dificultades provocadas por las Iglesias nacionales, el pontificado continuó manteniendo tenazmente un objetivo: la concentración de todo el poder eclesiástico en una sola mano.

7. Por lo que se refiere a la vida de las órdenes religiosas, podemos señalar las siguientes características: a) la realización de la observancia y la reforma de las órdenes medievales (principalmente santa Teresa de Avila con la reforma de carmelitas y capuchinos); b) los jesuitas: san Ignacio consiguió suprimir las múltiples prescripciones paralizadoras de las órdenes medievales y, sin embargo, aglutinar su Compañía con una firmeza incomparable; c) la forma más libre de las nuevas congregaciones (cf., por ejemplo, el Oratorio de Felipe Neri, § 92, II); estas congregaciones hicieron frente a las necesidades religiosas de determinadas situaciones y asumieron tareas especializadas de la pastoral y la caritas moderna; recientemente, fuerzas religiosas muy distintas, a veces heroicas, nacidas en muy apartados lugares y con un talante de servicio en el espíritu de la cruz, intentan prestar ayuda a los sectores sociales y espirituales más turbados y trastornados en su interior, incluso los radicalmente apartados de Dios, sectores todos ellos a los que ya no se puede llegar con los medios y métodos tradicionales; d) en general, las antiguas órdenes retrocedieron notablemente ante las nuevas congregaciones religiosas; sólo en los últimos tiempos han experimentado una revitalización.

8. La piedad, en la medida en que no se limitó a mantener las mismas actitudes de la Edad Media, estuvo caracterizada por estas dos novedades:

a) En lo que se refiere al dogma, el Concilio de Trento proporcionó una base más amplia, más claramente delimitada y más fija. El círculo de las prescripciones de la Iglesia en la liturgia, en las fórmulas de oración, las devociones y las fiestas se amplió notablemente (por eso, simultáneamente desapareció toda una serie de abusos; por ejemplo, en materia de indulgencias).

b) En concreto, podemos señalar una cierta especialización de las devociones al reducirse el objeto del culto (Cristo, pasión de Cristo, cinco llagas, infancia de Jesús; cf., por ejemplo, la oración de san Ignacio: «Alma de Cristo, santifícame..., cuerpo..., sangre..., llagas...»); especialmente se cultivó la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y, como cosa nueva, a san José.

La época del barroco dio a la oración una formulación ampulosa y a menudo exagerada, que durante largo tiempo estuvo cargada de gran fuerza, pero que en los últimos tiempos se considera más bien como algo inauténtico.

c) En las órdenes religiosas, la piedad volvió a girar, como en la Edad Media, en torno a los dos polos de la vida religiosa: la vida contemplativa y la vida activa. Ambas corrientes nacieron en España y se desarrollaron simultáneamente en Italia. Por lo que se refiere a la orden más activa, los jesuitas, esto no necesita explicación; la Compañía de Jesús fue la gran maestra (de la enseñanza) en todos los países de Occidente (y en las misiones) y casi igualmente en todas las épocas. Pero junto a san Ignacio estuvo también santa Teresa, la mística. Su reforma del Carmelo llegó a Francia a comienzos del siglo XVII. Todas las importantes corrientes de piedad -tan diversas entre sí- del siglo clásico francés se nutrieron del espíritu místico (sobre san Ignacio y la mística, véase § 88).

9. La vocación más honda de la Iglesia (ser misionera) se puso de manifiesto sobre todo, aparte de la autorreforma, en las misiones de ultramar. En ellas la Iglesia acometió la tarea de conquistar y organizar religiosamente el mundo extraeuropeo de una manera nueva y total. Su obra se vio obstaculizada por duros contratiempos; los más graves de ellos fueron la prohibición de la acomodación (§ 91) y la supresión de los jesuitas. Y en épocas más recientes podemos señalar la brutal reacción del comunismo en China y Vietnam, que -en la medida en que el estado de cosas puede conocerse- equivale casi a una aniquilación total. (Para las misiones en la Edad Moderna, véase § 119).

10. En la base de toda la lucha desplegada contra la Iglesia desde el siglo XIII estaba la idea del Estado autónomo (§ 65). Así ocurrió a todo lo largo de la Edad Moderna, y no sólo en los estados protestantes, sino también en los católicos. La idea de lo que hemos de seguir llamando sistema de las iglesias territoriales modernas, es decir, la tendencia de los soberanos a adueñarse en lo posible de la Iglesia y de los cargos eclesiásticos del propio país, es una de las raíces de todo el desarrollo de la Edad Moderna. Es cierto que el aprovechamiento de esta idea durante la Contrarreforma procuró a la Iglesia notables beneficios. Pero tanto en la Iglesia estatal de España como en el galicanismo de Francia y en el absolutismo ilustrado del siglo XVIII, la Iglesia tuvo inmensas pérdidas en cuanto a libertad de movimiento, hasta que, finalmente, la agudización de esta tendencia desembocó de manera consecuente en la separación hostil de la Iglesia y el Estado.

Esta separación estuvo precedida por la destrucción de los estados espirituales. La desaparición de esas estructuras modificó radicalmente las condiciones de vida de la Iglesia en el centro de Europa, al serle retiradas casi en su totalidad las ayudas económicas destinadas a financiar sus propias obras culturales (construcción de iglesias y monasterios, academias, formación de las vocaciones sacerdotales, fundaciones universitarias) y serle también denegados los medios de coacción externa. Pero esto llevó a la Iglesia a replegarse en sus energías morales (véase anteriormente, pp. 33s) e incluso, para asombro del mundo, a tener un nuevo florecimiento. De esta manera, la evolución de la historia de la Iglesia desembocó, bajo un aspecto importante, en una comprensión más profunda de la idea de la Iglesia. Lo específicamente medieval y, en concreto, el poder político de la Iglesia, sobre todo de los papas, se consideró como algo condicionado por la historia de la época, es decir, no perteneciente a la esencia de la Iglesia.

Al término de esta evolución se registró una intensa actividad concordataria de la Iglesia de gran alcance. Con todo, no se puede olvidar que las más de las veces el repliegue de la Iglesia al ámbito espiritual tuvo que ser obtenido mediante una porfía en toda regla. El fin de la era constantiniana sobrevino propiamente contra la voluntad de la Iglesia, aunque luego redundara en su provecho.

Con ciertas restricciones podemos afirmar lo siguiente: en los últimos, ultimísimos tiempos, los papas, por fin, han aprendido y hasta enseñado lo que quiere decir la vida autónoma de la política: León XIII, con su política de ralliement frente a Francia[9] (la Iglesia se declara no interesada en la forma política de los Estados) y con su doctrina general sobre el Estado, y Pío XI, que en los Pactos Lateranenses de 1929 renunció a los Estados de la Iglesia en su sentido tradicional (la «derrota victoriosa»).

11. Debido a la concentración en torno a Roma antes mencionada (p. 36), es cierto que desapareció una serie de valiosos derechos y peculiaridades de las iglesias particulares. También es cierto que la lucha entre individuo y comunidad en el seno de la Iglesia (prescindiendo de casos particulares) nunca se había manifestado en la historia eclesiástica en formas tan dolorosas como en la Edad Moderna[10]. Hubo también algunas asperezas que pudieron ser evitadas; no deben tomarse a la ligera, pues provocaron muchas situaciones anímicas penosas. Pero aquí se encierra probablemente uno de esos puntos misteriosos en los que se cumple la crucifixión de la Iglesia con Cristo frente a la sinrazón de la miopía humana (o, mejor dicho, eclesiástico-humana). Vistas desde la alta atalaya de la historia, estas asperezas no tuvieron en sí ninguna justificación, pero cumplieron una función importante dentro del desarrollo total.

a) La progresiva concentración de las energías de la Iglesia no fue otra cosa que la realización, conseguida al fin, del sentido profundo del programa de la Iglesia en la Antigüedad y la Edad Media. Fue una prueba manifiesta y grandiosa de la seguridad de la marcha de la Iglesia, guiada por Dios a través de los tiempos: dicho en términos históricos y humanos, sin tal concentración en torno al papado la Iglesia se habría desintegrado ya en la tempestad de la Reforma, durante los siglos XVIII y XIX habría estado en peligro de perder la conciencia de sus contenidos sobrenaturales y hoy, sin duda, ya no poseería la fuerza de choque, la flexibilidad y la capacidad de autoconservación necesarias para salir al encuentro de innumerables gentes de Asia, Africa, América y Australia, carentes todas ellas de tradición cristiana, pero inmensamente receptivas y abiertas al cristianismo, y para enfrentarse con el bolchevismo y el comunismo en Rusia y sus países satélites, en Yugoslavia y China, donde se han dado persecuciones contra la Iglesia que hacen palidecer las persecuciones de los cristianos en la Antigüedad.

b) El motivo que impulsó a realizar esta concentración (siempre sobre la base firme de la roca establecida por el Señor y como continuación natural de principios que se remontan a Gregorio I [§ 35] y del perfeccionamiento de la plenitudo potestatis de la Edad Media) fue el susodicho ataque multilateral y persistente contra la Iglesia. La superación de este ataque, verdaderamente tremendo y de varios siglos de duración, constituye una prueba extraordinaria de la fuerza intrínseca de la Iglesia. Difícilmente se encontrará otra apología de la Iglesia mayor o mejor que ésta: haber conseguido escapar del lodazal de la secularización pagana (Renacimiento), que había salpicado hasta lo más santo; haber superado el ímpetu arrollador de la Reforma, de carácter eminentemente religioso, coronando su acción con el siglo de los santos; haber sobrevivido a la mundanización de toda la cultura, obra de la escéptica Ilustración, y más tarde a la materialización de la vida y al consiguiente debilitamiento de la fe y a la falta de visión de sus propios hijos y dirigentes, y, en fin, después de todo ello, en estos momentos en que el mundo se organiza más y más en contra de Dios (Rusia), seguir manteniéndose ostensiblemente en pleno avance, siendo a la vez la meta anhelada de muchas gentes que hasta hace poco nada querían saber de ella. La lucha contra la Iglesia nunca había sido tan gigantesca; su trabajo perseverante, nunca tan admirable.

c) El papa Juan XXIII, sorprendentemente, orientó este esfuerzo de concentración por el camino de la renovación interior en el Vaticano II. Tras un largo período de exclusiva centralización, se está ahora abriendo paso una cierta descentralización gracias a una más fuerte acentuación de la autoridad divina inmediata de los obispos, ya reconocida también por el Vaticano I en 1870[11]. La unidad de la Iglesia dentro de la pluralidad de sus sujetos (establecidos por el mismo Espíritu Santo), el primado del papa dentro de la colegialidad de los obispos y en unión con ellos, el carácter comunitario de la Iglesia, la comunidad litúrgica activa de todos los creyentes bajo la totalidad de los obispos y en unión con ellos, haciendo hincapié en el sacerdocio universal: todos ellos son aspectos fundamentales nuevos que se están manifestando y, con ellos, la posibilidad de expresar de tal manera lo nuclear del catolicismo, que se pueda ver mejor su dimensión cristiana común y tal vez así se consiga acercar a nuestros hermanos separados.

Notas

[9] El hecho de que en la práctica no tuviera éxito no quiere decir que la idea en sí careciera de importancia.

[10] Cf. a este respecto en el § 117 la inclusión en el «índice» de los libros de Schell. Poco faltó para que también Newmann fuera contado entre las víctimas (§ 118).

[11] Cap. III de la Constitución De ecclesia Christi; § 114.

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