conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » §73.- Caracteres Generales de la Edad Moderna » II.- Fundamentos Espirituales

C.- Unidad Formal del Clima Espiritual en la Edad Moderna

1. Las líneas fundamentales apuntadas valen (como anticipación en el tiempo) para el escenario global de la historia de la Edad Moderna. Es cierto que aún hemos de destacar algunas diferencias en casos particulares y es cierto que la destrucción de la unidad eclesiástica, religiosa y espiritual antes mencionada (pp. 21s) fue muy profunda; no obstante, también es cierto que el ámbito espiritual dentro del cual transcurrió la historia de la Edad Moderna, visto en su conjunto, constituyó una unidad. No, desde luego, una unidad de contenidos, pero sí una unidad de tendencias formales, de estilo espiritual, una tonalidad unitaria en la situación espiritual, esto es, en la actitud autónomo-subjetivista ya indicada (que en su contenido tiende al secularismo). Las profundas transformaciones experimentadas en la vida espiritual, características de la Edad Moderna frente a la Edad Media, fueron o se hicieron sin excepción movimientos paneuropeos, aunque en diferente proporción. En cada país, es cierto, presentaron diferencias importantes, y aun importantísimas (cf., por ejemplo, el Humanismo en Italia, en Alemania y en España). Pero sus elementos efectivos, los que influyeron en la historia universal y, con ello, en la historia de la Iglesia, los que crearon la nueva realidad, fueron fundamentalmente los mismos en toda Europa. Así ocurrió con el Humanismo, con la Reforma, con el Absolutismo (Iglesias nacionales), con la Ilustración, con el materialismo, el historicismo y el liberalismo: la disolución eclesiástica, luego la religiosa, después la ideológica y nuevamente la política dominaron la totalidad de la época.

2. Pero no se trata de una unidad rígida y estable. Al contrario, una de sus características fundamentales es que ella misma cambia, y lo hace de un modo mucho más profundo que en la Antigüedad o en el Medievo eclesiástico. La evolución real y la idea o la teoría de la evolución en el sentido de un evolucionismo no sujeto a normas objetivas (o sea, de nuevo, una forma de relativismo) dominaron la Edad Moderna: el clima espiritual del Occidente cambió con los siglos, así como, en consecuencia, los problemas planteados dentro de él. Tal cambio estructural interno del Occidente durante la Edad Moderna fue uno de los fundamentos de la vida en esa misma época. Y para las condiciones en que se desarrolló la actividad de la Iglesia, adquirió una importancia vital. La susodicha celeridad de la evolución hizo más hondo el problema y dificultó su solución. Las condiciones de vida de los hombres y la superestructura religioso-espiritual cambiaron profundamente, y ello a empellones (empellones espirituales revolucionarios casi incesantes). Esto creó sin duda una situación extraordinariamente difícil para la Iglesia conservadora, mas también fue un reto que la historia dirigió a esa misma Iglesia, para que demostrase que la tradición es la mejor forma de renovación continuada. Por desgracia, en la reacción faltó muchas veces la valentía y la creatividad para dar el improrrogable «salto adelante»[3].

3. La emancipación de la Edad Moderna respecto de la Iglesia, como se refleja en estos procesos, se realizó paulatinamente. Para comprenderla bien hay que tener en cuenta que tanto las grandes como las pequeñas formas de vida sobreviven a la idea que las creó. Solamente cuando se da una ruptura violenta que barre todas esas formas (como ocurrió con la invasión de los bárbaros), vemos aparecer a un tiempo nuevas actitudes espirituales básicas y nuevas formas de vida, que naturalmente aún son inmaduras y andan buscando a tientas la forma correcta[4]. En cambio, las transformaciones de índole preferentemente interna, como las que caracterizan el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna, necesitan largo tiempo para cambiar la totalidad de la vida y crear un nuevo orden externo de la existencia. En la Edad Moderna esto sólo lo alcanzó propiamente la Ilustración o, mejor dicho, su fruto más maduro: la Revolución francesa. Hasta entonces, lo mismo en las actitudes espirituales básicas que en el orden externo de la vida persistieron muchos elementos «medievales». En el ámbito de la vida interior, el más importante de ellos hasta el siglo XVIII fue (para la generalidad) el reconocimiento oficial de una religión revelada. En el ámbito de la vida exterior lo fue la unión de la Iglesia y el Estado, y hasta bien entrada la Revolución francesa, la situación social privilegiada del alto clero.

4. Tanto el ritmo como el alcance de la transformación han ido creciendo con el paso de los siglos. Por eso, los rasgos fundamentales indicados no son plenamente exactos hasta la época más reciente. Sobre todo desde 1850 (en números redondos), el desarrollo y el cambio han alcanzado tal grado de aceleración, que no hay comparación posible con ningún otro tiempo histórico. Y en la época más reciente, tras los trascendentales avances de la matemática y los grandes descubrimientos de la física, la aceleración parece incluso devorar el «presente». Este ritmo acelerado ha traído consigo, como último resultado del relativismo y como una de las actitudes fundamentales del presente, una modificación que sobrepasa igualmente todo lo conocido en la historia: es el apartamiento del hombre de hoy de la tradición, su radical «falta de presupuestos», que en todos los campos, incluido el espiritual, apenas conoce la palabra «imposible»: aun cuando esta actitud haya conducido al espíritu humano a alturas insospechadas, entraña un riesgo especialmente grave para lo anímico y, concretamente, para lo religioso.

5. La realización plena de este proceso de disolución, es decir, el agotamiento de todas las posibilidades del subjetivismo, liberado primero de la autoridad católica, cristiana y religiosa y, después, de todo tipo de autoridad, ha dado a su vez, en la actualidad, un fuerte impulso a los movimientos retrógrados. La dolorosa experiencia[5] de la esterilidad desesperanzadora de aquella actitud y el conocimiento (o presentimiento) de que el subjetivismo radical amenaza con llevarnos al caos, al hundimiento de todo lo estable, del Estado, de la cultura y de la sociedad, han despertado tendencias que se oponen a la desintegración. La desintegración, es cierto, partió en otro tiempo de arriba hacia abajo. Pues bien, hoy aún sigue extendiéndose «por abajo».

Otra cuestión no menos apremiante es si los gérmenes que comienzan a brotar en la vida superior tendrán suficiente fuerza para proscribir por completo la anarquía. Cuestión esta que los cristianos sólo podrán responder en el marco de la teología de la Cruz y de la esperanza de la Cruz.

Por descontado que, dentro de esta misma panorámica, es importante evitar toda orientación unilateral e incluso farisaica con respecto a la decadencia de la cultura moderna. No solamente son culpables de ella «los de fuera»; también lo somos nosotros, los de dentro de la Iglesia.

Notas

[3] Juan XXIII empleó esta expresión para designar el cometido del Concilio Vaticano II.

[4] Algo semejante es lo que están llevando a cabo en época muy reciente el bolchevismo y el comunismo en Rusia, en China, en una parte de los países árabes y en África. En estos casos (en principio) se trata, no obstante, de una asunción de los resultados ya conseguidos en Europa tanto en el orden de la ideología como en el de la industrialización y la tecnificación.

[5] Suficientemente amplia es la base de esta experiencia: el vacío espiritual en la literatura y la filosofía de fin de siglo (ambiente fin du siècle), las dos guerras mundiales y, especialmente, la destrucción de lo humano durante y después de ellas. Ultimamente, la angustia existencial bajo la amenaza de la bomba atómica, la expansión gigantesca, poderosa y propiamente misionera del bolchevismo ateo.

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