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§51.- Albores de Una Nueva Teologia: la Escolastica

1. El pensamiento occidental, si bien más lentamente que la piedad, logró excelentes realizaciones. También aquí el impulso provino de la reforma gregoriano-cluniacense; los pensamientos cristianos reavivados, las exigencias planteadas por el partido reformista y sus papas, así como, a la inversa, las tesis de sus contrarios, las críticas a la curia y al monacato e incluso ciertos aspectos de la vida de los santos dieron abundante material para pensar. Nuevamente se planteó el problema de la teología, que solamente puede surgir en ambientes de vida intelectual relativamente elevada. En Occidente, hasta finales del primer milenio, casi sólo había sido posible un tipo de teología: la importantísima recopilación y transmisión de los conocimientos teológicos de los Padres de la Iglesia con escasos ensayos de nuevos planteamientos (tradicionalismo). Ahora se volvió a sentir con intensidad nuevos problemas, que no encontraban solución en los escritores de la Iglesia antigua; se trató nuevamente de comprender la fe científicamente, de «entenderla».

2. La primera cuestión fundamental para toda la época siguiente, que el pensamiento occidental tuvo que afrontar, surgió precisamente del trabajo teológico de los mismos Padres. Fue abordada por muy diferentes personalidades y bajo muy variados supuestos; no es de extrañar que los resultados no coincidieran en todos sus pormenores. Además, incluso los tratados de teología más exhaustivos (Orígenes, § 15; Atanasio, los «Capadocios», § 26; Agustín, § 30) no estaban propiamente estructurados de un modo sistemático, partiendo de un punto central que abarcase uniformemente todos los campos, sino que más o menos se movían en torno al correspondiente problema que entonces acaparaba el interés (por ejemplo, la discusión sobre el homoousios, § 26; la lucha contra el donatismo y el pelagianismo, § 29). Ahora bien, la vida medieval había llegado a ser muy unitaria y una de sus tendencias fundamentales era la síntesis. Por otra parte, la riqueza de la experiencia y el contacto con el extraño mundo del Oriente había invitado al contraste y, en cierta medida, despertado la crítica. El naciente pensamiento «científico» de la alta Edad Media descubrió la falta de coincidencia de algunos pormenores de la tradición teológica. El ansia de unidad tuvo sus efectos: se compilaron las opiniones (sententiae) de los teólogos anteriores y se procuró darles una unidad interior; incluso en los puntos en que se contradecían se intentó - puesto que se trataba de afirmaciones sobre la única fe revelada- conseguir tal finalidad, buscando con agudas distinciones conceptuales encontrarles un sentido más profundo. Hay que subrayar que esta necesidad de unidad constituía el centro de la actividad intelectual. Aquí radica en buena parte el secreto de los grandes resultados poco a poco logrados; pero también aquí se hace visible el límite de su fuerza crítica e, igualmente, que el límite de toda teología (véase más adelante) no siempre se advierte con toda claridad.

Ya en el propio intento de sintetizar bajo unos mismos puntos de vista la revelación o los conocimientos anteriores se encierra un declarado interés científico. Esto fue ahora continuado y profundizado, empleando una nueva forma de hablar de la revelación. Su característica consistía en intentar captar y expresar la esencia de los fenómenos por medio de la abstracción: se desarrolló una especulación abstractiva, al esfuerzo teológico sucedió el filosófico; o, dicho de otro modo, el esfuerzo teológico trató de realizarse «filosóficamente».

3. Este modo a) de demostrar la armonía de la tradición teológica, b) de comprender la fe fundamentándola, c) de estructurar sistemáticamente los conocimientos así obtenidos alrededor de puntos centrales, es lo que caracteriza la esencia de la Escolástica.

Respecto a a): el método externo (dialéctico) de conciliar afirmaciones de la tradición contrarias entre sí fue iniciado por el agudo e influyente teólogo del siglo XII Pedro Abelardo, célebre maestro de teología y filosofía en la escuela catedralicia de París († 1142), entre otras[56]. En su libro Sí y No (sic et non)[57] se colocan unas al lado de otras, según un método aprendido de su maestro Anselmo de Laón, las proposiciones aparentemente contradictorias entre sí y se resuelve la contradicción medíante la distinción (distinctio) de los conceptos.

Respecto a b): la recopilación del material de los teólogos anteriores fue hecha, en forma normativa para los siglos posteriores, por un discípulo de Abelardo, Pedro Lombardo (también maestro en la escuela catedralicia de París; obispo de París († 1160]), en su obra Cuatro Libros de las Sentencias. En el material de esta obra son decididamente fundamentales los pensamientos de san Agustín. Su teología, que contiene elementos racionales y místicos, se convirtió gracias a este libro en la base de la Escolástica. Las Sentencias de Lombardo fueron, durante todo el Medievo, el gran manual de teología. Anselmo y Abelardo fueron los primeros en elaborar semejante material de forma abstracta y especulativa.

Respecto a c): la síntesis metódica (orgánico-sistemática) de todo el trabajo especulativo realizado sobre esta materia y con este método fue ofrecida primeramente por los Comentarios a las sentencias de Lombardo (hasta en la Edad Moderna) y luego por las grandes Sumas teológicas del siglo XIII (§ 59). Al lado y previamente, como ya en los primeros tiempos, iban los comentarios a la Sagrada Escritura. Problemas particulares eran tratados más profundamente en quaestiones separadas.

Se considera como «padre de la Escolástica» al discípulo y sucesor de Lanfranco (véase más adelante), el benedictino Anselmo de Aosta en el Piamonte, desde el año 1093 arzobispo de Cantorbery († 1109). Como predicador en Cluny, como incansable reformador y maestro del clero y del monacato en Normandía (abadía de Bec), como defensor de la libertad de la Iglesia en Inglaterra, fue también una gran figura en la lucha por la reforma gregoriana y una vigorosa ilustración de su difusión, total en la Iglesia de entonces. Marcó una nueva época con sus métodos teológicos.

Su principio básico: «Creo para entender» (credo ut intelligam) proclama ante todo, y sin ambigüedades, el predominio de la fe sobre el saber; pero también expresa el esfuerzo por rendirse a sí mismo cuenta racional de la fe; más aún, de probar al adversario incrédulo la verdad de la fe por medio de una demostración puramente racional.

Nos hallamos en el momento en que la teología «monástica» tradicional osó dar el primer paso hacia una nueva teología[58].

Anselmo es una prueba de que al principio la Escolástica estuvo animada de un espíritu apologético-misionero; pero también descubre la tentación, tan cercana a la teología fundamental científica, de convertirse en racionalista o, lo que es lo mismo, de sobrevalorar la «inteligencia» de la fe, tan celebrada por Anselmo. La llamada prueba ontológica de la existencia de Dios, presentada primeramente por Anselmo, descansa en el análisis del concepto de Dios como tal, más allá del cual nada mayor puede pensarse. Este concepto exige de suyo la necesaria existencia de una naturaleza correspondiente[59]. La prueba de Anselmo, sin embargo, no debe ser recortada de forma intelectualista. Tiene su fundamento esencial en el pensamiento místico-simbólico, esto es, platónico-agustiniano.

4. La ciencia que así se fue formando se llamó Escolástica, porque surgió del trabajo de las escuelas. En tiempo de san Bernardo las escuelas catedralicias y episcopales aún eran los centros de enseñanza más importantes. Ya en el siglo XI, en lugar de las decadentes escuelas abaciales y conventuales (de la época poscarolingia), se habían erigido nuevos centros de enseñanza en torno a personalidades individuales muy destacadas. Los maestros más insignes del siglo XI fueron Berengario de Tours († 1088) y Lanfranco (arzobispo de Cantorbery († 1089]), maestro de la famosa escuela de Bec (Normandía).

a) En el siglo XII, tras las importantes escuelas de Laón y Chartres, pasaron a primer término las escuelas de París con una considerable cantidad de Magistri[60]. De todos los países se congregó un público internacional de estudiantes. París empezó a convertirse en centro de la vida intelectual del Occidente. Durante todo el Medievo se conservó intangible la preeminencia en la teología. Hacia el año 1200 se agruparon en París varias escuelas en una comunidad (universitas) de maestros y discípulos: fue la primera universidad de la Edad Media, modelo para muchas otras.

Decisiva en esto fue la actuación de Abelardo, como ya hemos visto. Su disputa con Bernardo de Claraval (§ 50) sobre el derecho de la dialéctica dentro de la teología es una de las grandes controversias ilustrativas de la historia teológica. Es posible que jamás se aclare totalmente la razón o la sinrazón de aquellos dos frentes. Ante todo hay que evitar un error muy corriente. En esta controversia entre teología dialéctica y «monástica» no es que Abelardo descuidara un tanto la Sagrada Escritura; al contrario, puso muy de relieve su valor.

Por otra parte, el hecho de que el Abelardo dialéctico venciera en la evolución posterior, concretamente en el sistema de Tomás de Aquino, no niega en absoluto el derecho de la oposición de Bernardo. La teología abstracta no es solamente útil para la conservación y fructificación de la revelación, también contiene peligros y tentaciones. Propende fácilmente a querer explicarlo todo, en vez de permanecer al mismo tiempo consciente, con la misma o quizá con mayor fuerza y atención, del derecho y de la necesidad del misterio en todas las afirmaciones cristianas.

Desde aquí se comprende que, entre todos los adversarios con quienes Bernardo de Claraval tuvo que enfrentarse con vigor y a veces hasta con violencia, quizá ninguno le fuera en el fondo tan extraño como Abelardo. Y no es que Bernardo rechazara la dialéctica en la teología. Con genial intuición trató magistralmente, por ejemplo, del libre albedrío y de la gracia. Algunas de sus lúcidas exposiciones pueden competir con las de Tomás de Aquino (E. Gilson). En ningún momento fue un simple adversario de la nueva teología como, por ejemplo, Ruperto de Deutz. Mantuvo relaciones positivas con una serie de maestros modernos como Guillermo de Champeaux y Roberto Pullen, fundador del Estudio de Oxford, cuya sana doctrina elogia; apoyó al joven Pedro Lombardo y hasta a Juan de Salisbury († 1180). Fue verdaderamente lamentable para el naciente movimiento teológico que la Escolástica no recibiera, o recibiera sólo insuficientemente, su enorme aportación intelectual.

b) Pero Bernardo fue ante todo un representante de la importante «teología monástica», que se mantiene lo más cerca posible de la palabra de la Escritura, evitando los silogismos de conceptos puramente abstractos. Se volvió principalmente contra el peligro de atrofia racionalista que corría la fe por causa de la teología «dialéctica». En la agudeza puramente objetiva, crítica y mordaz de Abelardo y en la audacia de pensamiento con que éste personalmente trataba los misterios de la revelación, Bernardo, como representante del tradicionalismo creyente, barruntó algo que podía lesionar la unicidad de la revelación como misterio y la única postura correcta ante la revelación (ser oyente), o sea, que podía causar daño a la revelación como religión y gracia y a la relación propiamente religiosa del hombre con ella.

En la postura de Bernardo se hace evidente el problema, más decisivo que muchos otros, de los límites de la teología. Es de suma importancia observar que en la historia de la Iglesia las épocas de la decadencia teológica y de la insuficiencia religiosa de la teología siempre han coincidido con el hecho de que estos límites no fueron conocidos o no fueron tenidos en cuenta, o sea, con el punto y hora en que la teología, en su modalidad científica, dejó de anunciar la revelación para hablar más bien de la revelación de una forma exclusivamente abstracta y filosófica. Cuando, además, lo hizo empleando conceptos de su propia invención, como Ockham en los discursos logicistas acerca de las posibilidades absolutas de Dios (§ 68), entonces se agudizó el peligro, bajo cuya amenaza siempre se encuentra la predicación del mensaje revelado por medio de la teología.

El propio Bernardo percibió muy intensamente el valor supremo del contenido religioso de la revelación y prefirió no especular sobre él. Al mismo tiempo experimentó cómo entre los cátaros (esto es, entre sus precursores, § 56) el viejo peligro de la caprichosa ansia de saber, contra la que ya había luchado Pablo, volvió a conducir a la herejía.

Todo esto hizo que para Bernardo fuera poco menos que imposible entender a Abelardo. De modo que fueron injustos su juicio y su lucha contra este pensador. La condena de varias proposiciones de Abelardo en el año 1140, en Sens, debe atribuirse a Bernardo. Más magnánimo fue Pedro el Venerable, abad de Cluny, que recibió a Abelardo en su casa, procuró su reconciliación con Roma, preparó la reconciliación con Bernardo y con pleno conocimiento de las anteriores relaciones entre Abelardo y Eloísa, que él sin mojigatería menciona en su carta a Eloísa, alabó con sublimes palabras el espíritu y la piedad de Abelardo. Ordenó que fuese enterrado en el convento de Eloísa y cuidó del hijo de ambos.

c) El hecho de que la comprensión racional de la doctrina de fe pasase cada vez más a primer término no tenía de suyo nada que ver con una disolución racionalista o un atentado al patrimonio de la fe; en todo caso, la revelación y su aceptación en la fe nunca dejó de ser absolutamente lo primero, lo previamente dado, lo indudable.

Pero, pese a ello, en el siglo XII el espíritu occidental, enriquecido por su crecimiento interior y por el contacto con contenidos de vida totalmente nuevos, se hizo o estuvo a punto de hacerse autónomo; y así, descubrió otra vez por sí mismo problemas nuevos que no encontraban solución en los escritores de la Iglesia primitiva; un nuevo tipo de autoconciencia buscó su expresión en un nuevo tipo de pensamiento.

Esto significa también que, con el nacimiento de la nueva filosofía y teología específicamente medieval, nos hallamos en la encrucijada decisiva de la vida intelectual del Occidente. Fueron los comienzos del pleno despertar intelectual y de la configuración espiritual del mundo propiamente occidental: ¡un proceso profundamente impresionante, fatal tras la separación del Oriente y el Occidente en el siglo XI! Es cierto que precisamente en el siglo XII el pensamiento occidental fue fecundado por el pensamiento griego; es cierto que precisamente los maestros griegos, Aristóteles y el Pseudo-Areopagita, serán los grandes filósofos animadores de la alta Escolástica. Sin embargo, en su conjunto, la evolución continuó la línea del pensamiento latino-occidental, que se vale de categorías rigurosamente racionales y objetivas. Vista en su totalidad, no supuso una aproximación al mundo del Nuevo Testamento greco-judaico, tal como se había expresado en la teología de los Padres griegos, sino más bien un cierto alejamiento del mismo. Desde esta manera fundamental de pensar y de representar se llevó a cabo una enorme transposición en la inteligencia de la revelación o de las maneras de recibirla. Fue inevitable que tan fuerte giro trajera consigo algunos peligros. Se trataba de peligros específicos para la teología en general pero que ahora, por el carácter sistemático de las formulaciones abstractas de la Escolástica, arraigaron con mayor fuerza que antes. La evolución de la Escolástica hará que estos peligros salgan del todo a la luz en y mediante sus grandiosas obras de pensamiento religioso. Y no es casualidad que la cumbre representada por Tomás, jamás igualada en su síntesis, no tenga junto a sí nada o casi nada equivalente.

5. La oposición imperial continuó, pese a la victoria pontificia en su lucha por la reforma gregoriana. Y encontró un valiosísimo aliado en la revolución del antiguo derecho romano. Los representantes eclesiásticos, en su lucha por la libertas de la Iglesia, habían recogido diligentemente del código jurídico de Justiniano todo lo que podía servir de apoyo a sus privilegios. Pero el derecho de Justiniano era ante todo el antiguo derecho romano, por tanto, fundamentalmente pagano; en él no había nada de una primacía del poder espiritual sobre el estatal. Muy al contrario. Esto era, en definitiva, lo que interesaba a la oposición imperial y lo que ella ahora celosamente elaboró.

a) Todo ello sucedió a finales del siglo XI y sobre todo en el siglo XII en la Universidad de Bolonia (y también en Rávena, enemigo de Roma), cuando el estudio del antiguo derecho romano se hizo independiente (los legistas) del modo indicado (desligándose de las otras disciplinas de la facultad de «filosofía»). Así surgió el concepto cesaro-papista del Estado.

Si ya Carlomagno, al hacerse cargo del imperio, se había inspirado constantemente en el modelo bizantino, ahora, con la aceptación consciente del derecho romano, este elemento se reafirmó sobremanera en la idea del Estado. Así, pues, un derecho originariamente pagano, retocado con matices cristiano-bizantinos, se impuso en Occidente; el gobierno de la Iglesia ejercido por Justiniano, que había dado una impronta tan duradera a la ortodoxia (Iglesia ortodoxa), sirvió ahora de modelo para los partidarios del emperador.

Tal vez éste fue entonces el único camino para asegurar la amenazada o incluso negada independencia del Estado (que ahora comienza poco a poco, a sentirse como tal). Pero, de hecho, el poder estatal, con ayuda de los conceptos del derecho romano, volvió a exagerarse frente a la Iglesia, casi como había sucedido en la época anterior a Cristo. La recepción del derecho romano, pues, contribuyó esencialmente a la disolución de la comunidad cultural cristiana medieval. Primeramente penetró en la idea imperial occidental (de los Staufen)[61]. Con ello la autonomía de la Iglesia, alcanzada y asegurada en el interregno, se vio nuevamente amenazada, haciéndose inevitable la doble lucha del papado contra los Hohenstaufen en los siglos XII y XIII. Este concepto del Estado presidió también el nacimiento de los modernos Estados, que paulatinamente fueron haciéndose nacionales (Federico II, Felipe el Hermoso).

b) En el siglo XII, la transformación del espíritu del pensamiento occidental tuvo aún mayor alcance. Entonces nació también el derecho canónico como ciencia autónoma[62]. Como contrapartida -por así decir- al corpus compacto del derecho romano, el monje camaldulense Graciano, hacia el año 1140, publicó un manual de derecho eclesiástico, el célebre Decretum (cf. § 55). En adelante, junto a los llamados «legistas» estarán también los «decretalistas».

Al aparecer la primera Escolástica, comenzó a formarse poco a poco en la Iglesia un pensamiento jurídico-formal, que se aplicó a la realidad religiosa «Iglesia»: posibilidades, ventajas y peligros incalculables. La triunfante presentación de las reivindicaciones gregorianas en el siglo XIII (en el plano teórico y sistemático y por medio de las grandes figuras de la curia y del solio pontificio) supuso algunas ventajas; pero inmediatamente, en cuanto el pensamiento canonista alcanzó la primacía sobre la teología (los grandes papas de la segunda mitad del siglo XII y del siglo XIII fueron canonistas en su mayoría), se comenzó a temer posibles graves desequilibrios. Finalmente, el fatídico predominio del pensamiento jurídico-formal (paralelo con el lógico-formal) del siglo XIV demuestra sobreabundantemente los peligros. Que los cistercienses reaccionasen con recelo contra el estudio del derecho es muy significativo para el discernimiento de las fuerzas.

6. El pensamiento teológico implica siempre, de un modo u otro, la posibilidad y, por lo mismo, el peligro de herejía. Hasta entonces el Medievo había conocido algunos herejes, pero no herejías completas. Con la progresiva madurez de los pueblos medievales y de su pensamiento, las herejías volvieron a penetrar en la Iglesia como la cizaña entre el trigo. Debemos aludir a ciertas tendencias o elementos heréticos en Abelardo y Roscelino (principal representante del nominalismo en la primera Escolástica) y en Gilberto de la Porrée (hacia 1080-1154, maestro y obispo, sospechoso de herejía por sus distinciones logico-lingüísticas en la especulación trinitaria). Frente a estos mínimos errores individuales, nacidos del estudio mismo de la teología, están las herejías populares, que tienen su fundamento en la práctica.

a) Pero entonces se demostró que la fe cristiana había penetrado muy profundamente en la conciencia occidental. El pensamiento teológico resistió la tentación. No hubo herejías dogmáticas como en la Antigüedad. Hasta puede decirse que éstas únicamente fueron posibles en el ámbito griego, ya que allí la formación filosófica en cierto sentido ten una enorme difusión. Por el contrario, en los siglos XII y XIII la cultura occidental continuaba estando en manos de una pequeña élite.

Más importante aún es otro aspecto, que no deja de ser característico hasta la aparición (no el contenido) de la primera doctrina herética de la baja Edad Media, la de Wiclef; y es que el impulso decisivo para la aparición de las herejías de este tiempo procedió preferentemente de la vida eclesiástica. Sus sujetos pertenecían a los estratos de la naciente burguesía ciudadana (en las regiones más avanzadas: sur de Francia, norte de Italia, Roma). En buena parte fue la suntuosa vida del alto clero enriquecido la que suscitó la crítica e hizo surgir la exigencia de una Iglesia pobre y apostólica (cf. § 56). La disposición de las fuerzas se nos hace patente si recordamos el resurgir evangélico-apostólico, ya mencionado, dentro del monacato.

Así, pues, estas herejías ya no se quedan en el ámbito de la discusión teórica. Más bien evidencian, como segunda propiedad, una capacidad de formar comunidad: la herejía se convierte en secta.

b) Las sectas contribuyen enormemente a comprobar hasta que punto la cristianización había penetrado o no en el interior de las masas. Se demostró, por ejemplo, que el elemento laico no estaba ni mucho menos integrado, de una forma adecuada a él e independiente, en el ansia común de perfección. El grandioso resurgimiento de final del siglo XI y principios del XII encontró, precisamente entre los laicos, un profundo eco (humillados, conversos, movimiento de mujeres, predicación itinerante, ideal de pobreza); hubo también algunos (pocos conocimientos raramente profundos acerca de una «vida apostólica» de los seglares, esto es, un ideal de perfección que abarcaba a todos los cristianos en virtud de las promesas bautismales (o sea, también a aquellos que no querían ser clérigos ni monjes y que tampoco querían renunciar a sus bienes)[63].

Desgraciadamente, aquellos impulsos y estos conocimientos no fueron lo suficientemente fuertes para añadir a la ordenación de los tres estados entonces vigente (monje-clero-caballero) un nuevo tipo de piedad autónoma, laical-secular. Así sucedió que el cuidado espiritual de los «pobres», entonces descubiertos -por decirlo así- como un elemento nuevo de la civitas Dei, fue emprendido por los predicadores ambulantes y por las órdenes religiosas de una forma por entero monástico-clerical (conventos de mujeres, legos-conversos)[64].

Fue característica su postura hostil a la jerarquía oficial, poseedora y ejecutora del poder. Estos movimientos se dirigían contra los sacerdotes de vida indigna y contra sus sacramentos. Sin llegar a formar un concepto de Iglesia claramente herético ni a rechazar plenamente el sacerdocio sacramental, la tendencia, desde luego, se orientó hacia una interioridad espiritualista, esto es, unilateral; el carácter objetivo del ministerio y el efecto del sacramento pasaron a segundo plano; por encima de todo se exigía la dignidad del sujeto. No dejó de haber, sin embargo, puntos de arranque válidos para una discusión de fondo.

Obviamente, la eficacia objetiva de los sacramentos corría peligro. Mas no hay que olvidar que precisamente en este punto central la tradición gregoriana ya había marcado la pauta, luchando contra la invalidez de los ordenados simoníacamente y de los sacramentos por ellos administrados, con la exigencia de la reordenación. Inocencio III será el primero en aclarar y salvaguardar la realidad del opus operatum.

c) Los partidarios del sacerdote Pedro de Bruys (quemado hacia el año 1132/33 en Arlés; = los petrobrusianos) fueron combatidos por san Bernardo y por Pedro el Venerable, y los partidarios de un cierto seglar llamado Tanchelm, por san Norberto. Las ideas de Pedro de Bruys le llevaron hasta negar radicalmente el pecado original, el bautismo de los niños, el sacerdocio de los indignos, la tradición y los sacramentos. En Bretaña, el noble Eudo de la Estrella († hacia el año 1148) dirigió un movimiento parecido. En Périgord se reunieron «clérigos, sacerdotes, monjes y monjas» alrededor de un hereje poco conocido, Ponno. Fuera de Francia, hacia el año 1170, encontramos una secta en la Lombardía, dirigida por un jurista, Hugo Spezoni. Enrique de Lausana, que también actuó en Le Mans, fue sucesivamente monje, ermitaño y «elocuente» predicador ambulante de un movimiento herético de pobreza. Su camino puede servir de línea de enlace entre la reforma eclesiástica cluniacense y la formación de las sectas. Para él lo único que en definitiva valía era la responsabilidad del individuo ante Dios (vida apostólica sencilla). Condenado varias veces, quebrantó su retractación. Su último campo de acción fue Poitiers, Burdeos, Albi y Tolosa. De aquí fue expulsado por la predicación de san Bernardo.

d) Aquel canónigo de san Agustín y teólogo, Arnaldo de Brescia (ahorcado en Roma en el año 1155 por motivos políticos), no debe contarse entre los representantes de ideas heréticas, sino como fautor de impetuosas críticas, perturbadoras del orden. En él la espiritualidad cayó en el vórtice de los movimientos político-democráticos (su predicación patrocinaba la misma exigencia de libertad ciudadana de los romanos). Como teólogo defendió a su maestro Abelardo. Bernardo fue su adversario y lo hizo expulsar de Francia y de Suiza. La crítica más acerba de Arnaldo a la jerarquía enriquecida y simoníaca y al clero secularizado no fue una negativa de obediencia a la Iglesia; su crítica se atuvo positivamente al ideal de pobreza y de «vida apostólica». Casi todos sus argumentos los encontramos también en Bernardo; mas no hay que olvidar que su crítica a la Iglesia se dirige a lo fundamental. Impugna todo poder político del papa y de la jerarquía, así como los derechos que de aquí se derivan (temporalia-regalia, impuestos, guerra, etcétera). En este sentido llegó a calificar la «donación de Constantino» de «mentira» y «fábula herética».

e) Es fácil ver cómo en estos movimientos, aunque sea de un modo aún no sistemático, afloran concepciones que en el fondo son extrañas a las actitudes fundamentales de universalismo, objetivismo y clericalismo (§ 34) características del Medievo. Así es como en el siglo XII, antes de que la Edad Media alcanzase su apogeo, ya se advierten indicios decisivos para su disolución.

Muy importantes para esta incipiente disolución de la vida medieval (esencialmente cristiana) son en este período (posiblemente por los contactos con el Oriente) los reavivados pensamientos maniqueístas, panteístas y dualistas (§ 16) de los cátaros. Juntamente con los valdenses constituyeron la más importante y peligrosa expresión de las fuerzas heréticas. Sus efectos se hicieron sentir completamente en el siglo XII (§ 56).

Notas

[56] Después de sus aventuras amorosas con Eloísa, que entró después en el convento, él se hizo monje.

[57] Cf. a este propósito el título del § 55, a), nota 18.

[58] Era sólo un inicio y, por añadidura, discutido. El célebre benedictino Ruperto de Deutz reaccionó negativamente. En 1117 marchó a Laón para sostener una disputa con los nuevos «maestros», porque él afirmaba que la teología toma vida de la fe y no de las radones de los magistri, que con su arte filosófico de la distinción violentan la Escritura.

[59] El historiador italiano Ernesto Buonaiuti descubre aquí ya un primer síntoma de racionalismo; según él, a pesar de todas las tesis contrarias (por ejemplo, de Joaquín de Fiore, § 62), este principio, llevado al triunfo por la Escolástica, ha ocasionado una de las mayores tragedias intelectuales y religiosas. Mas aquí se exagera desmesuradamente el peligro (justamente reconocido) de la teología. Puntos de arranque para un conocimiento racional de Dios los encontramos ya en san Pablo en el discurso del Areópago (Hch 17,27; cf. Rom l,8s) y en los apologetas (§ 14), etc.

[60] Por ejemplo, Manegoldo de Lautenbach († 1103), Anselmo de Laón († 1114), Roscelino de Compiègne († hacia el 1120), Gilberto de la Porrée († 1154).

[61] ¡Cf. a este propósito el significado simbólico de la canonización del primer emperador cristiano alemán, Carlomagno, por obra del antipapa nombrado por Barbarroja en 1165! Barbarroja fue también el primero que designó nuevamente el Imperio romano con el nombre de «sacro imperio» (sacrum imperium).

[62] En el campo de la teología ya se había procurado recoger y recopilar las sentencias jurídicas en el siglo XI (Alejandro II, Humberto de Silva Cándida, Anselmo de Lucca).

[63] Gerhoh de Reichersberg quiere que la «regla apostólica» lleve a los ricos y a los pobres, a los caballeros y a los siervos de la gleba, a los comerciantes y a 1os campesinos, en suma, a todos, a la renuncia de toda cosa que no se compagine con el cristianismo. También en el mundo todos deben vivir bajo el abad supremo según la «regla evangélica» y hacerse así «regulares» (Jacobo de Vitry).

[64] Es digno de notar que su elevado número desaparece de repente hacia mediados del siglo XII. Algunos síntomas de crisis (incluso numerosas revueltas) nos indican que ellos, incluso dentro de los monasterios, no siempre quedaban religiosamente satisfechos del «modo debido».

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