conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §39.- Alianza del Papado con los Francos. el Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio » Período primero.- Lucha VIctoriosa de la Iglesia por la «Libertad». Reforma Interna de la Iglesia y Sus Efectos

§48.- Gregorio VII. la Lucha de las Investiduras

1. La investidura laica, esto es, la investidura o enfeudamiento de un clérigo realizada por un príncipe secular, concediéndole un obispado o una abadía, tenía lugar mediante la entrega del báculo[17] y, más tarde, también del anillo, insignias de la dignidad episcopal. En su esencia se remonta a los comienzos del Imperio franco cristiano. Fundamentalmente era una parte del sistema de la Iglesia territorial, aceptado por la misma Iglesia, con el cual estaban esencialmente conectados unos derechos (y obligaciones) eclesiásticos del príncipe. Tanto por su uso legítimo como por su abuso en los siglos X y XI, en todos los reinos se había convertido en costumbre. Todavía en el año 921 un papa (Juan X) había admitido lo siguiente: según la antigua costumbre, nadie sino sólo el rey puede otorgar un obispado a un sacerdote.

Estas profundas raíces impiden juzgar la investidura de los seglares simplemente como antieclesiásticas, y aún menos legítimo es hacer en todos los casos, indiscriminadamente, el reproche de simonía. Tal reproche no se hizo siempre, ni aun cuando los cargos eclesiásticos se transmitían por compra, venta, herencia o dote. Porque podía tratarse de iglesias privadas entre las cuales, poco a poco, negaron a contarse también grandes iglesias dotadas con los bienes del rey. Naturalmente, el peligro de profanación no era solamente una amenaza, sino que, principalmente a partir del desorden merovingio, fue cada vez más una realidad. La investidura es una manifestación concreta, especialmente importante, que pone de relieve el peligro religioso de la Edad Media en general: la unión de lo espiritual con lo material en perjuicio del primero.

También es preciso distinguir muy cuidadosamente cuando se juzga la conducta moral del clero. Si bien en los siglos IX y X el clero, por lo general, no estuvo a la altura de la dignidad de su vocación, no por eso se puede afirmar que todo el clero de entonces llevó una vida desenfrenada. Por lo que toca particularmente a los obispos, por lo menos el episcopado alemán, después de haber superado la decadencia hacia mediados del siglo X, esto es, desde los tiempos de Otón I, cumplió perfectamente su doble misión de señor político y eclesiástico, resultante de la investidura laica. Cuán honda era la problemática en su conjunto lo demuestra el hecho de que los frentes nunca estuvieron claramente establecidos, sino que en las graves luchas que se siguieron buena parte de la Iglesia imperial, incluidas algunas grandes abadías, estuvieron a veces del lado del emperador.

A todo esto, el partido reformista siempre vio con mayor claridad los peligros y las sombras. Entre sus representantes, como ya se ha dicho, al lado y después de Humberto de Silva Cándida, el hombre más importante fue Hildebrando, el futuro Gregorio VII. Cuanto más claramente comprendieron estos círculos[18] la peculiaridad del elemento religioso-cristiano y su superioridad sobre lo económico-temporal, tanta mayor sensibilidad tuvieron para captar la estrecha conexión existente entre lo espiritual y lo económico y tanto más rápidamente (incluso demasiado rápidamente) concluyeron la prohibición canónica de la simonía. Pero precisamente aquí radica la dificultad: en distinguir del abuso lo que histórica y objetivamente era legítimo, para lo cual había que dilucidar primero en qué consistía la simonía. Y tampoco aquí reinaba unanimidad entre los mismos reformistas.

2. Hildebrando (nac. hacia el año 1020) volvió otra vez a Roma en el año 1049 procedente de Cluny. Puede decirse que su pontificado comenzó mucho antes de ser elegido papa. Ya bajo el pontificado de los cuatro sucesores de León IX († 1054), incluso mucho antes de que él mismo ocupase un verdadero cargo en la curia, había tomado parte muy importante en el gobierno de la Iglesia gracias a sus relaciones familiares y amistosas con los activos círculos reformistas. En el año 1073 fue nombrado papa; tomó el nombre de Gregorio VII. Contrariamente al decreto de la elección pontificia del año 1059, en que él mismo había tomado parte, no fue nombrado por los cardenales, sino por el clero y por el pueblo en la forma antes acostumbrada. Posiblemente hasta creyó correcto anunciar su elección al rey de Alemania (Enrique IV) y aceptó la confirmación de Enrique. Una vez elegido, puso todo su empeño, casi sobrehumano diríamos, al servicio de la Iglesia. Comenzó su pontificado, de conformidad con su educación intelectual y espiritual de Cluny y en armonía con el círculo de los reformistas eclesiásticos, con ideas programáticas muy claras, pero no con una declaración de guerra contra el rey de Alemania, de quien incluso esperaba protección contra el rebelde episcopado imperial.

Gregorio VII representa en su persona[19] y en su obra el programa de todo el curialismo de la alta Edad Media. Fue monje y fue papa. Y ambas cosas por entero. Fue servidor de Cristo y de su vicario, san Pedro, pero también un dominador nato.

En él lo uno se fundió tan perfectamente con lo otro que puede decirse que el dominio sobre los hombres fue la forma de su servicio a Cristo, más aún: servicio en el cumplimiento del encargo de dirección universal dado por el Señor a Pedro.

Su característica más significativa es su absoluta fidelidad a lo espiritual en medio de las grandes realidades políticas, esa tensa y equilibrada conjunción que en realidad apenas puede darse sin violencia, pero que Gregorio con un imponente esfuerzo psicológico, intelectual y religioso supo conjugar con la más pura intención. Dotado de una indomable fuerza de voluntad para la lucha, no exento de dureza[20] poderoso domeñador de hombres y de sí mismo, imprimió de forma indeleble en la conciencia de la humanidad occidental la imagen ideal del monje (piedad ascética), pero ante todo la imagen del papa como dominador (todo el mundo, incluidos los poderes políticos y sus representantes, como ámbito del señorío de Cristo y de Pedro). Realizó el misterio del servicio genial y soberano a la Iglesia.

Sus ideas adquirieron forma definitiva tras una cierta evolución. Primeramente reconoció el poder real-imperial como coordinado con el pontificio. Pero después dedicó todos sus esfuerzos a la lucha sin contemplaciones por el ideal que él siempre proclamó, la iustitia, el derecho divino. Un único reino de Cristo sobre los pueblos y sus poderes políticos: bajo la dirección del papa. En él, por obra del papa, se realiza el único derecho divino, la única soberanía de Dios. Y esta dimensión espiritual está exenta de toda concepción meramente simbólica o espiritualista, está más bien inmersa en la realidad política concreta: ¡el papa como supremo señor feudal del mundo! Pues lo sacerdotal es lo supremo, no puede estar sometido a nadie. Todo el mal en la Iglesia procede de que esta ordenación ha sido alterada por las intromisiones del poder temporal. La configuración del mundo según el plan de Dios, descrita por Agustín, únicamente llegará cuando el sumo sacerdote dirija el mundo. O sea, la iustitia únicamente se alcanzará cuando la Iglesia posea su libertas. La base de todo esto es y será siempre la superioridad, la singularidad y la independencia de lo religioso-eclesiástico.

Gregorio VII tomó muy en serio, con toda radicalidad y sin contemplaciones, esta idea clave desde Nicolás I. El mismo pudo en parte poner en práctica el programa. La mayoría de sus sucesores heredaron lo que él había sembrado. Las grandiosas innovaciones religiosas de la Iglesia en los siglos XI y XII no hubieran sido posibles sin la conciencia eclesiástica que él contribuyó a formar.

El historiador eclesiástico, al echar una mirada retrospectiva, también debe ver sin duda los aspectos oscuros de este desarrollo: las mejores fuerzas de la Iglesia de la Edad Media estuvieron desde ahora cada vez más comprometidas en obtener y mantener la soberanía, y esto con toda fuerza utilizando los medios del mundo. La inmanente venganza del mundo «conquistado» no podía faltar: el intento de establecer un orden teocrático en este mundo con medios político-seculares determinó una estrecha vinculación de los jerarcas a este mundo y fue parcialmente causa de su mundanización.

El asentamiento del dominio universal del papado fue propiamente y por entero obra de Gregorio VII. En este sentido su programa representó (como realización o continuación de las ideas del Pseudo-Isidoro, Nicolás I y Nicolás II) una novedad en la medida en que él supo resumir consecuentemente las exigencias del programa de la reforma y comenzó a realizarlas.

La anhelada independencia de la Iglesia respecto al Estado era intrínsecamente legítima. Incluso se puede decir, según una ley histórica general, que una cierta insistencia exagerada en aquélla era hasta necesaria para que su legitimidad pudiera imponerse. Sólo que ahora, dada la forma histórica que la Iglesia alemana medieval había llegado a adquirir, el proceder de Gregorio significó esencialmente una ruptura con el pasado. También en Gregorio es imposible pasar por alto ciertas exageraciones fatales (en las que ya le había precedido el cardenal Humberto), aunque todas ellas estuvieron dictadas por un elevado fervor religioso, y mucho menos los contratiempos que lógicamente debían seguirse de estas pretensiones clericales[21].

De acuerdo con el sistema de las Iglesias territoriales, que había hecho posible la cristianización de Europa, de acuerdo con la Iglesia imperial de la primera Edad Media, con la consagración del rey-emperador y con la salvación de la Iglesia del saeculum obscurun por obra del emperador, los poderes políticos de Alemania tenían el derecho histórico de hacer oír su voz en la Iglesia. La investidura de los laicos, que desencadenó la guerra bajo el reinado de Enrique IV, no fue en absoluto caprichosa, motivada sólo por apetitos mundanos, no espirituales. La lucha de las investiduras no fue simplemente una lucha del derecho contra la injusticia. Lo trágico de tal lucha consistió precisamente en que ambas partes tenían razón. En el fondo se trataba del problema central de la humanidad: la relación entre Estado e Iglesia, religión y política; un problema que por la naturaleza de sus elementos siempre está necesariamente sujeto a fuertes tensiones. La tensión aparecida entonces, y que Gregorio puso impetuosamente en primer plano, se cifraba precisamente en el hecho de que su tendencia iba dirigida contra algo que ya se había convertido en historia. En este sentido puede decirse que Gregorio fue un hombre que pensó y actuó de forma fundamentalmente ahistórica. Y aquí, pese al colosal progreso de lo religioso-eclesiástico, se escondían graves peligros para la Iglesia. No hay que olvidar que Gregorio se aferró a la idea de lo religioso y eclesiástico, concebida absolutamente, y la hizo valer con la desmesura de un emperador nato. Y esto tanto menos cuanto que él sostuvo puntos de vista que en el fondo eran de carácter político y necesariamente tenían que llevar a los papas a pensar políticamente. Así es como, pasando por la teocracia papal, esto es, por su exacerbamiento, se preparó la recaída en la politización y secularización del papado, tal como ocurrió parcialmente en Aviñón y luego, más radicalmente, en el Renacimiento.

Esta oleada de fuerzas, negativa para la Iglesia, se vio robustecida por la implicación, tantas veces mencionada al hablar de la primera Edad Media, de la Iglesia y el Estado en una mezcolanza que sólo rarísimas veces (como en tiempos de Enrique III) se integró en una relación de coordinación, pero que por lo general, inevitablemente, provocó una reacción alternativa en la continua lucha por la supremacía y en las continuas intromisiones de un poder en el ámbito del otro. Con ello se hizo imposible la auténtica diferenciación, único medio que hubiera facilitado una «unidad» de colaboración y de reciprocidad. Vencido el plazo del nuevo orden, el cual había de dar a la Iglesia su auténtica libertad de movimientos (desligándola de los lazos de la historia nacional), únicamente el reconocimiento de los derechos del imperio y de la independencia (¡no la autonomía!) de la actuación estatal-secular hubiera hecho posible una regulación capaz de restablecer el necesario equilibrio interno de las dos fuerzas y de impedir la oposición recíproca, destructiva para ambas.

La trágica tensión (tantas veces subrayada), que latía en la construcción de la societas christiana medieval y que en sus cimientos ya contenía los gérmenes de su propia destrucción, no fue aquí estructuralmente eliminada, sino religiosamente acrecida y fomentada.

3. La primera medida de Gregorio, orientada a la reforma interna de la Iglesia, atacó el peor de los males religiosos: la simonía y la incontinencia de los sacerdotes. Tal como ya había hecho León IX y luego Nicolás II (1059), amenazó con la deposición a todo aquel que hubiera llegado a ocupar un cargo espiritual por simonía; a todos los sacerdotes se les prohibió el matrimonio, y al pueblo, asistir a los oficios divinos celebrados por sacerdotes que vivieran maritalmente (1074). El partido reformista y una gran parte del pueblo acogieron con alegría estos decretos; pero los afectados rechazaron ásperamente los «nuevos» decretos, así como la «insoportable» e «irracional» exigencia del celibato, tanto a título individual como por medio de sínodos. Y al reiterarse la amenaza de deposición del 1074, toda una serie de obispos alemanes y lombardos y de consejeros reales desobedientes tuvieron que ser excomulgados. (La oposición duró hasta los siglos XII y XIII. Después, la legislación pontificia obtuvo una victoria radical)[22].

a) No cabe duda que con esto se había elegido como norma un elevado ideal. Su imposición paulatina, a pesar del relajamiento del siglo XIV en adelante, hizo alumbrar en la cristiandad, y especialmente en el clero, enormes valores morales y religiosos.

Sin embargo, no podemos silenciar el problema de fondo. Los oponentes no eran simplemente unos hombres sensuales desenfrenado. Es cierto que ya desde muy antiguo en la Iglesia de Occidente se daban principios canónicos para las leyes ahora establecidas. Pero en el ámbito germánico no habían podido imponerse entre el clero secular. Se había llegado a implantar una praxis equivalente en puntos esenciales, a las condiciones vigentes en la Iglesia oriental. La introducción generalizada del celibato representaba, pues, una innovación, ya que en puntos decisivos convertía al sacerdote en monje, cosa que él ni era ni debía ser. Contra esta generalización, por primera vez en la historia de la Iglesia, se hizo valer de forma generalizada la autoridad de las Escrituras contra la dirección eclesiástica. No hay que olvidar que con aquellas disposiciones legales se oscurecía el carácter carismático de la virginidad y se favorecía su juridización.

b) El segundo paso se dio en el año 1075 con la prohibición general de toda investidura laica «simoníaca»: deposición para quien recibía la investidura, excomunión para el príncipe que la confería. Gregorio equiparó aquí la investidura laica con la simonía sin discriminación alguna. Contra esta segunda medida hubo una oposición mucho más fuerte que contra la primera. Y no fue sólo el interés personal la causa de la oposición. Como ya hemos dicho, intereses vitales del imperio se oponían a la aplicación absoluta de la norma pontificia. Los obispos y abades imperiales eran los principales poseedores de los bienes del imperio, sobre ellos se apoyaba en su mayor y mejor parte la potencia real (económica y militar) de Alemania. Prescindiendo de la sagrada dignidad del rey consagrado y de la correspondiente conciencia de su poder eclesiástico, el rey alemán, por el mero hecho de darse tales circunstancias políticas, no podía renunciar totalmente a intervenir en la provisión de las sedes episcopales.

Debido a esta nueva concepción pontificia de la independencia de la Iglesia, por fuerza tuvieron que surgir roces. Como esta independencia de la Iglesia significaba en la práctica la pretensión de obtener la dirección universal sobre la unidad realmente bipolar, esto es, político-eclesiástica, de la cristiandad, es explicable que dentro de la nueva legislación eclesiástica, a la larga, no se pudiera llegar a una auténtica solución. En aquel tiempo, no obstante, hubiera sido posible lograr una tregua política si, como se ha dicho, la investidura en la práctica no se hubiera confundido tan a menudo con la simonía. Aquí residía el aguijón religioso que no dejaba tranquila la conciencia cristiana. Finalmente, no podemos olvidar un dato decisivo: «la existencia futura de la Iglesia estaba seriamente amenazada por la poderosísima influencia del derecho germánico de la iglesia privada» (U. Stutz).

c) En Alemania reinaba entonces Enrique IV (1056-1106), hombre muy capacitado. El mismo había procedido de forma simoníaca en la concesión de obispados. En las discusiones habidas entre el papa y el rey fue decisivo el año 1075. En la pugna por la provisión del importante arzobispado de Milán, Enrique, acuciado desde algún tiempo atrás por la insurrección de los sajones, prometió un cambio de rumbo. Con lo cual sus consejeros fueron absueltos de la excomunión y a él, que no se había separado de ellos, le fue concedida la absolución. De este modo pasó por ser ante el papa un príncipe que servía a la iustitia, en subordinación al poder espiritual. Pero cuando los sajones fueron vencidos con la ayuda de los príncipes, Enrique no quiso saber nada de sus concesiones. Obró como hasta entonces (especialmente en el asunto de Milán). Gregorio reaccionó (diciembre de 1075) con una severa advertencia al rey, que, en unión con la amenaza de excomunión, equivalía a un ultimátum. Inmediatamente convocó el rey (enero de 1076) una dieta en Worms, en la cual el cardenal Hugo de Remiremont, un antiguo amigo de Gregorio que había tomado parte muy activa en su elección, excitó los ánimos contra el papa. Los veintiséis prelados presentes tomaron la decisión de deponer al papa por supuestos crímenes (también se les adhirió un sínodo de Lombardía). Enrique, invocando sus derechos de patricio, exigió la retirada del papa. Ello dio origen a la tristemente célebre carta a «Hildebrando, el falso monje».

Enrique trató de consolidar su situación nombrando personalmente algunos obispos y atacando a la pataria.

Pero los días de Sutri habían pasado definitivamente. La Iglesia imperial no cerraba filas detrás del rey. Los influyentes arzobispos de Magdeburgo, Bremen, Salzburgo y Colonia (Anno, el enemigo de Gregorio, había muerto) no estuvieron representados en Worms. A esto se añadía que en Italia los aliados políticos del papa eran los más fuertes (la pataria; los normandos; Matilde de Tuscia, con su importante poder territorial en la Italia central y septentrional)[23].

Los occidentales ya estaban hasta cierto punto acostumbrados a procedimientos tales como la deposición del papa en Worms, bien por las medidas tomadas en el Imperio romano de Oriente, bien por las escandalosas vicisitudes del saeculum obscurum, como también por las intervenciones salvadoras de Otón I y de Enrique III. Ahora sucedió precisamente lo contrario, y esto, para la conciencia occidental, fue algo nuevo, inaudito, revolucionario: rápidamente, sólo un mes después de la «deposición» de Worms, en el sínodo de los príncipes del año 1076, el papa decretó la ya anunciada excomunión de Enrique, pero junto con lo verdaderamente nuevo, lo más importante: con su deposición, con la dispensa de los súbditos de su juramento de fidelidad y con la prohibición[24] de obedecer al soberano[25].

4. La bula de excomunión de Gregorio[26] revela una fuerte conciencia religiosa de su autoridad, inconmovible por la protección de Pedro. Nos hallamos ante el papa del Medievo, que domina el mundo en toda la plenitud de su poder. El mundo acusó el gran significado de este nuevo proceder. ¡La primera excomunión de un rey alemán! ¡El supremo protector y codirector de la Iglesia, separado por el señor de la Iglesia del cuerpo de la cristiandad! Y la reivindicación pontificia de soberanía exclusiva sobre la Iglesia fue no solamente anunciada de forma insólita, sino también llevada a la práctica con una medida en forma de ultimátum: ¡en vez de codirección, obediencia! En su carta desde Worms Enrique IV había invocado la tradición de que el soberano consagrado estaba únicamente sometido al juicio de Dios. Pero en su Dictatus papae Gregorio explicó con suficiente claridad que sólo el papa está destinado a «gobernar la Iglesia».

No hay que olvidar, por desgracia, que las formulaciones del papa no están exentas de superlativismos insuficientemente controlados. El que la emperatriz-madre, estaba sentada a los pies del papa.

Gregorio «liberara a todos los cristianos del juramento de fidelidad que habían prestado o deberían prestar al rey» es uno de ellos. ¡A qué peligrosas consecuencias podía o debía conducir esto!

El efecto de la excomunión no fue del todo unitario. Pero incluso donde se negaba al papa la facultad de deponer al rey (a veces en una burda forma de demagogia política)[27] se habló de una conmoción universal. Esta fue, en efecto, la sensación general: se había llegado a un choque

catastrófico[28]

A la vista de su peligrosa situación política como rey alemán (los príncipes habían decidido, en una reunión de Tribur, la deposición de Enrique y la elección de un nuevo rey, en el caso de que él en el plazo de un año no se hubiera librado de la excomunión), Enrique determinó, en el invierno de 1076/77, ir a través de los Alpes a Canosa, castillo fortificado de la marquesa Matilde de Toscana, que permanecía fiel al papa, y donde el mismo papa estaba hospedado (de camino hacia Augsburgo, donde iba a asistir a la dieta de los príncipes para «comprobar la dignidad del nuevo electo»). Por tres días el rey se presentó de penitente ante el castillo, pidiendo ser nuevamente admitido en la Iglesia, Fue una fuerte humillación, pero una humillación inserta en el marco de la fe cristiana común, es decir, una humillación del rey ante san Pedro. ¿Qué interlocutor, o incluso qué papa, hubiera podido en semejante situación obrar por motivos puramente espirituales, dejando a un lado las consideraciones políticas? Ciertamente, Gregorio, al principio, rehusó ver al rey. Pero al cuarto día cedió. El principal intercesor fue el abad Hugo de Cluny, padrino de bautismo de Enrique. Gregorio dio a Enrique la sagrada comunión: el sacerdote que había en él no pudo denegarle la absolución. Pero, naturalmente, no se pronunció a favor de la reposición del rey en su soberanía.

Políticamente, sin embargo, salió vencedor el rey. Pero ¡nótese bien: vencedor en el plano de una política a corto plazo! En el orden de la idea que se trataba de llevar a la práctica, ambas partes sufrieron una derrota decisiva e irreparable: la humillación del rey, emperador en ciernes, quebrantó el carácter sacro autónomo e inmediato del rey alemán y futuro emperador, y con ello una premisa esencial de la vital unidad eclesiástico-política universal.

La conciliación no duró mucho. Depuesto por los príncipes, pero vencedor en la guerrilla general, Enrique exigió del papa su reconocimiento y la excomunión del antirrey (Rodolfo de Suabia) y amenazó con un antipapa. El papa, después de haberse mantenido durante muchos años neutral entre ambos candidatos (cada uno de los cuales le exigía la excomunión del contrario), pero encargando siempre a sus legados que examinasen el asunto, en el año 1080 reaccionó contra esta amenaza con una segunda excomunión. Y aprovechó la ocasión para afirmar solemnemente el derecho de la «Iglesia», en este caso del papa, de quitar o conceder, según los méritos, reinos e imperios y, en suma, todo señorío terreno.

Es significativo que esta segunda condena espiritual apenas surtiera efecto, aunque fue pronunciada después de que Enrique hubiese amenazado con la deposición del papa; en Alemania seguramente hubo muchos reparos sobre la legitimidad de esta excomunión. Enrique marchó nuevamente a Italia, designó un antipapa, sitió Roma por tres veces, la nobleza romana y la mayor parte del colegio cardenalicio se separaron del papa; Gregorio fue depuesto y exiliado; el antipapa Guiberto de Rávena fue reelegido y entronizado solemnemente con el nombre de Clemente III, y Enrique fue coronado por él en el año 1084. La derrota del papa parecía completa.

Los normandos liberaron a Gregorio del castillo de Santángelo y devastaron Roma en una proporción sin precedentes, de modo que la exacerbación de los romanos también se dirigió contra el papa. Tuvo que abandonar la ciudad y retirarse a Montecasino. Murió en el año 1085, en el «destierro» de Salerno.

La disputa en torno a la figura de Gregorio se avivó otra vez al cabo de los siglos, cuando el papa Pablo V lo canonizó (en el año 1605). En Francia, Austria y otros países, la celebración de su fiesta estaba prohibida todavía en el siglo XVIII; fue ante todo la biografía de Gregorio incluida en la oración del Breviario de los sacerdotes lo que se consideró como un ataque al carácter soberano de los príncipes.

5. Pero el pontificado de Gregorio no se agotó en la lucha con Alemania. En su célebre Dictatus papae presentó un vastísimo programa de las reivindicaciones universales del papado. Esta recopilación data de antes de la lucha de las investiduras. La segunda de las veintisiete proposiciones fundamentales sobre los derechos del papa dice: «el pontífice romano es el único que con razón puede llamarse obispo universal».

A esto respondió el cuidado de Gregorio por toda la Iglesia. Su ideal de la supremacía del papa sobre los príncipes y todos los poderes políticos él mismo trató de realizarlo entre los normandos, daneses y húngaros, en España, en Dalmacia y en la Provenza, incluso entre una estirpe rusa.

Los derechos tan radicalmente proclamados por Gregorio frente a todos los reinos no pudieron, sin embargo, implantarse en todas partes con la misma dureza.

Las investiduras fueron también el punto de arranque de sus desavenencias con el rey Felipe IV de Francia (1060-1108). En este caso, no obstante, no se pasó de la amenaza de excomunión. La situación de la Iglesia en Francia era sólo en parte semejante a la de la Iglesia imperial: la diferencia se explica por el aún relativamente escaso poder central del rey, esto es, por el mayor poder de la nobleza.

De gran interés intraeclesial fue sin duda la institución de un legado papal, mediante el cual el papa pudo intervenir en el antiguo ordenamiento de la Iglesia francesa (recortando considerablemente las pretensiones primaciales de Reims).

Cómo concebía Gregorio la situación de primacía frente al poder temporal se hace patente en su interesante intento de hacer depender directamente de la sede romana, al estilo feudal, toda una serie de instituciones políticas: 1) Un intento en este sentido fracasó frente al rey Guillermo el Conquistador de Inglaterra (quien fundamentalmente debía su reinado a la intervención de Alejandro II): Guillermo rechazó el juramento feudal y pagó solamente el acostumbrado óbolo de san Pedro. 2) Intentos parecidos en España también se quedaron más o menos en teoría, puesto que la «cruzada» del conde Ebolo de Roucy no obtuvo ningún resultado. Con todo, en este caso se ve claramente lo mucho que Gregorio se apoyaba en la donación de Constantino, de la que él deducía no sólo los derechos sobre España, sino también sobre Córcega y Cerdeña. 3) En mero intento quedó también su intervención en Hungría, donde el papa podía apoyarse en el envío de la corona hecho por Silvestre II. 4) La política papal logró sus fines en Croacia y en el Gran Principado ruso de Kiev. 5) En este contexto, en fin, es interesante el intento, por cierto también fallido, de hacer entrar en esa dependencia feudal al sucesor originariamente previsto en el imperio, Rodolfo de Suabia: la correspondiente fórmula de juramento contiene, además de la obligación de obedecer al papa, el reconocimiento formal de la Donatio Constantini.

Todas estas empresas no fueron de carácter meramente político; debían servir a la realización de la pretendida hegemonía mundial del papa, que en última instancia tenía un fundamento religioso. A pesar de todo, aquí se hace patente que Gregorio trataba de conseguir y asegurar la ampliación del campo del poder eclesiástico, en el sentido de su teoría, con medios político-temporales.

Al comienzo de su pontificado se perfiló la posibilidad de una unión con el Oriente. Tal vez algunas sentencias del Dictatus debían servir de base para la negociación. En todo caso, Gregorio planeó nada menos que una gran campaña de liberación, que bajo su dirección como Dux et Pontifex debía aunar la empresa militar con la tarea espiritual. ¡El gran monje y emperador, jefe militar al mismo tiempo! El papa, aparentemente vencido por Enrique IV, resultó, sin embargo, vencedor en el combate histórico (mucho más tarde, y de forma clarísima en la caída de Bonifacio VIII, surtieron su efecto algunos falsos principios de su concepción fundamental). En efecto, la lucha de las investiduras motivada por estos problemas, que duró unos cincuenta años, terminó en lo esencial con la victoria de la causa pontificia: de una total dependencia la Iglesia pasó a una emancipación también completa; más aún, a la «preponderancia» (Ranke). Diez años después de la muerte de Gregorio vemos al papado, en la primera cruzada, como jefe del Occidente.

La lucha de las investiduras, como es natural, no dejó de tener repercusiones; fue una lucha verdaderamente enconada, muy compleja, en la que ya con Enrique V (cuando se sintió políticamente seguro) se sufrió un enorme retroceso, que se tradujo en una completa sumisión de la Iglesia: el papa Pascual (1099-1118) fue hecho prisionero y obligado a consentir en la investidura mediante anillo y báculo (el famoso privilegium, que el papa anuló posteriormente); su sucesor, Gelasio II, tuvo que huir a Francia (murió en Cluny) y fue nombrado el antipapa Gregorio VIII (1118-1121). Esto no obstante, tuvo lugar uno de los más radicales procesos de clarificación en la maduración del pensamiento occidental: poco a poco se aprendió a distinguir en general entre el poder temporal del obispo y su ministerio espiritual. Sobre esta base se llegó a una solución de compromiso en el Concordato de Worms de 1122 (entre Enrique V y Calixto II): libre elección del obispo por el clero, renuncia del rey a la investidura con anillo y báculo, investidura del candidato ya elegido con las posesiones temporales por parte del rey mediante el cetro, juramento feudal del obispo o del abad. Ya no se habla de una confirmación de la elección papal por parte del emperador, si bien Enrique V hubo de reconocer la Regalia beati Petri.

En un intermedio sumamente significativo, el mencionado Pascual II ya había ofrecido la solución, pero para su puesta en práctica la Iglesia alemana tardó setecientos años en madurar, y no sin violencia: la solución era la completa restitución de las «regalías» al imperio. El proyecto fracasó por la unánime negativa de los obispos alemanes. Esta propuesta de Pascual II aclara por completo el carácter de compromiso del Concordato de Worms. Igualmente ilustra toda la gravedad de la lucha espiritual en torno a las investiduras. El hecho de que la tentativa fracasara no dependió sólo del egoísmo de los príncipes de la Iglesia, sino también de que el pensamiento de entonces no estaba aún maduro para este proyecto, que hoy nos parece tan evidente: nadie estaba aún en condiciones de renunciar a la idea de la Iglesia una, de la ecclesia universalis que todo lo penetra, tanto lo temporal como lo espiritual.

El Concordato de Worms no trajo ninguna solución satisfactoria del problema, problema que en la práctica era poco menos que insoluble por su planteamiento. Sin embargo, hizo época. Con toda la fuerza de un símbolo se puso esto de manifiesto en el hecho de que fue proclamado por el primero de los concilios ecuménicos de Occidente (en Letrán 1123, el noveno de los concilios ecuménicos generales). Este fue también el primer concilio ecuménico que, a diferencia de todos los anteriores, fue convocado y dirigido exclusivamente por el papa. El paso adelante fue definitivo.

Pero el progreso logrado no fue simplemente eclesiástico, sino de carácter marcadamente clerical; la ulterior formación de un laicado adulto dentro de la Iglesia se vio decisivamente dificultado por el nuevo rumbo de los acontecimientos y por la tendencia triunfante en esa nueva orientación.

No obstante, el rey alemán continuó influyendo de hecho en la provisión de obispados y abadías imperiales; a ello contribuyó su derecho de estar presente en la elección y poder decidir en caso de discrepancia de los electores. Una persona que no le fuese directamente grata, apenas podía llegar a ser consagrada. También el poder imperial de los Hohenstaufen se basará un día, en su mayor parte, en su influencia sobre los bienes de la Iglesia alemana, y así también en el mismo imperio encontraremos una numerosa falange de fuerzas religioso-eclesiásticas del lado del emperador.

6. La lucha de Gregorio VII contra Enrique IV tuvo una importancia histórica decisiva en muchos aspectos. Para poder verla en toda su complejidad es necesario tomar en consideración sus enormes tensiones, tensiones que jamás han faltado ni en las personalidades geniales ni en los tiempos heroicos. Es antihistórico querer neutralizar la figura de un Gregorio VII en nombre de un presunto cristianismo (cf. Mt 10,34: «no la paz, sino la espada»; Jr 1,10). También (y precisamente) en este momento de la evolución es preciso aprender a ver la realidad histórica como una realidad compleja, en la cual se interfieren elementos diversos, incluso aparentemente contradictorios, a veces legítimos o absolutamente necesarios, con otros negativos.

a) La lucha por el celibato y contra la simonía fue, en definitiva, una lucha cristiana, dirigida a liberar lo interior, lo religioso, de los apetitos sensibles y del poder material. El modo indiscriminado como fue llevada a cabo, sin embargo, muestra que ella misma no estuvo exenta de medidas objetivamente injustas.

En esta contienda no se trataba solamente de tener razón en una cuestión particular. El problema radical consistía en saber quién debía ser el jefe del mundo, la Iglesia o el Estado; se trataba de la pretensión del papado de desligarse del imperio, que hasta ahora había sido el dueño, y hacerse cargo él mismo de la dirección. Occidente se apoyaba por entero en unas bases que le había dado la misma Iglesia. En correspondencia con este hecho y a raíz del mayor valor atribuido al elemento religioso, el papado trató de conseguir la dirección. Era la fuerza del futuro. La historia al principio pareció dar la razón a Gregorio. A los diez años de su muerte, en cumplimiento de un plan concebido por el mismo Gregorio, Urbano II figuraba ya como jefe de Europa en marcha contra el Islam (§ 49).

Mas tampoco debemos aquí silenciar los aspectos negativos. La misión de la jerarquía es, sin duda, la de someter toda la realidad al Señor, la de santificarla; pero la jerarquía no tiene la misión de hacer política directamente. Justamente la gran empresa de las cruzadas fue la que reveló este aspecto del problema, negativo en el sentido del evangelio.

b) Aparte esto, la lucha fue de suma importancia para la unidad de la Iglesia. Al quedar roto el lazo de unión de los obispos alemanes con el rey, automáticamente la Iglesia alemana perdió el carácter de «Iglesia imperial», con tendencias nacionalistas (a pesar de su idea universal). Por obra de Gregorio la Iglesia alemana se integró en el conjunto de la catolicidad, en un sentido mucho más directo de lo que había sido hasta entonces. Con ello, y por lo que a Alemania se refiere, se logró una de las principales finalidades del papado medieval, esto es, de la Iglesia en general. Y esto, a su vez, fue necesario para la existencia de la Iglesia. En efecto, el peligro de la escisión, aparentemente superado, volvería en seguida a amenazar a la Iglesia, aunque de otro modo: mediante el naciente «nacionalismo» (en el sentido de los siglos XIII/XIV), nacionalismo alentado por la idea del Estado autónomo implícita en la desacralización de la esfera estatal (causada en parte también por la reforma gregoriana), y debido al fracaso del programa universal del papado en el plano político o político-eclesiástico (frente a la idea imperial de los Hohenstaufen y a la idea estatal de Felipe el Hermoso de Francia).

c) También esto es importante: dado que, como se ha dicho, la exclusión de la Iglesia del entramado político general solamente se llevo a cabo con la aspereza descrita en Alemania, a la larga, y de rechazo, se produjo un cierto extrañamiento, aunque no siempre consciente. Como consecuencia de todo el proceso, en fin, también fue Alemania la que al final de la lucha de las investiduras (después de haber salvado al papado en el siglo X y a comienzos del XI) tuvo que pagar el mayor tributo a la unidad de la Iglesia. No debemos olvidar que el descontento «eclesiástico-nacional» de Alemania, que justamente se inicio aquí, a diferencia de Francia e Inglaterra, habría de ser una de las principales «causas» de la difusión de la reforma en Alemania.

d) A primera vista parece que la actividad de Gregorio sólo prestó servicio en concreto a la grandeza pontificia, ligada de tal modo al Medievo que desaparecería con él. Pero, en realidad, fue por este rodeo en cierto modo «político» como la idea del primado de jurisdicción del papa llegó a calar profundamente en la conciencia de los pueblos muchos siglos antes de su definición dogmática. Nadie ha participado tanto en esta tarea como este gigante espiritual, el primero que de forma clara, precisa, inequívoca y decidida expresó el ideal sobrehumano de la grandeza del papa en sentido medieval y se propuso llevarlo de la teoría a la práctica.

e) Por otra parte, el hecho de que esta primera realización del regnum universale de la Iglesia tuviera lugar precisamente mediante un «rodeo político», debido sin duda a las condiciones históricas, trajo después necesariamente, como tantas veces hemos indicado, consecuencias funestas para el ejercicio de su misión de guía espiritual.

Conmociones históricas de tan gran alcance como el constatado en la lucha de la reforma gregoriana difícilmente pueden darse sin acarrear a su vez consecuencias negativas. Canosa constituyó uno de los momentos fatídicos del Occidente cristiano, no sólo porque allí se implantó oficialmente un concepto nuevo respecto a la ordenación anterior, porque allí la soberanía específicamente medieval del papa comenzó a imponerse como señora de todos los órdenes del mundo, sino porque también allí se asentaron las bases de la desacralización del imperio en la práctica política concreta, no sólo en la teoría. El acontecimiento «Canosa», tomado en su totalidad, no fijándose unilateralmente en la peligrosa exoneración de los súbditos de su juramento de fidelidad, representó desde el punto de vista eclesiástico un paso religiosa y objetivamente justificados; pero también supuso, a contracorriente de la evolución histórica, un recurso espiritualizante a un ideal puramente religioso, apropiándose al mismo tiempo de los frutos de la evolución histórica. Volvemos a tropezar aquí con ese resto trágico que tantas veces encontramos en la historia, y especialmente en el Medievo eclesiástico: lo de suyo legítimo encierra dentro de sí, desde el punto de vista cristiano, el germen de conflictos que le restan valor.

En nuestro caso, la tragedia histórica se amplía forzosamente y se torna tragedia teológica. La verdad revelada en la Iglesia y por su mediación crece necesariamente mezclada con las instituciones e ideas de este mundo, pero éstas, a su vez, enturbian necesariamente a aquélla y le imprimen un determinado sello histórico que constituye un grave lastre para su verdadera y propia misión.

Nos encontramos, por desgracia, ante un proceso que era inevitable. Preguntarse si en aquel tiempo el papado no tuvo otro remedio que ir hacia el Estado de la Iglesia, hacia la política y hacia la dirección política, es más un deseo que una pregunta y responde a un modo de pensar antihistórico. En el ámbito germánico y en la situación encontrada de los germanos con la Iglesia, el visto bueno a la actuación política de la jerarquía era una premisa evidente. Una vez establecido esto, los acontecimientos posteriores son mera consecuencia. Es cierto que a la historia no se le puede reconocer derecho alguno capaz de ofuscar la pureza de la revelación. Pero precisamente en esto radica la justificación histórica de aquella evolución: en que nosotros no vemos por qué otros caminos podría haberse dado la posibilidad fáctica y concreta de realizar completamente la unidad jurisdiccional de la Iglesia. Incluso el ansia personal de poder de algunos papas no modifica para nada la exactitud de nuestra deducción. Tal deducción, no obstante, no deja de estar condicionada por los problemas de fondo, especialmente en lo que atañe a la fundamentación teológica.

7. Estos sucesos, por otra parte, no eliminan desgraciadamente el gravamen impuesto a lo religioso-evangélico por lo temporal-político, ni siquiera el peligro de una falsa interpretación del ideal religioso. Bernardo de Claraval pronto tendrá que hacer una enérgica referencia admonitoria sobre esto.

La lucha descrita, además, es una entre otras muchas causas que acarrearon el despertar del laicado (tanto en los individuos como en capas sociales enteras). Sin la excitante experiencia de la lucha entre Gregorio y Enrique, son mucho menos comprensibles la actitud y los métodos de lucha de Felipe el Hermoso contra Bonifacio (§ 63). También aquí, por otra parte, están las raíces del supercurialismo posterior, que nuevamente significará el debilitamiento de la posición de los seglares dentro de la Iglesia. Esta evolución de que hablamos amenazó con desposeer al seglar, destinado por el sacerdocio general de los fieles a colaborar vivamente en la organización de la Iglesia, de sus derechos eclesiales, apartarlo unilateralmente del sujeto «Iglesia» y convertirlo en mero objeto de la pastoral jerárquico-clerical.

a) La conciencia de soberanía y la idea de poder son, como ya hemos advertido suficientemente, esenciales en el programa de Gregorio. Pero en él están exentas de egoísmo, su fundamento último es religioso, están al servicio de Pedro y de la Iglesia. Gregorio quería implantar una soberanía, pero no la suya propia, sino la de Cristo. El historiador cristiano es seguramente el que menos puede ignorar el peligro intrínseco del «poder», especialmente si en la organización de la Iglesia peregrina concede a la idea de la realeza una función básica ya en este mundo, como vemos que se le concede en el programa hierocrático de Gregorio. Pero el hecho de que la grandiosa idea de extender el reino de Cristo cayera luego de tan cimera altura, esto es, del desinterés religioso de Gregorio VII, y puesta al servicio del egoísmo trajese abundantes males a la Iglesia, no debe atribuirse a los principios en sí, que vistos en su tiempo bien pueden calificarse de «políticamente acertados», sino a la necesidad interna de la evolución de los hechos; dado que, además, algunas figuras moralmente heroicas no siempre excluyeron de la soberanía pontificia el propio interés, sino que muy a menudo lo persiguieron, la evolución posterior resultó una consecuencia lamentable, pero inevitable.

Lejos de nosotros eximir sin más a la jerarquía de toda culpa y declarar único culpable al «mundo», esto es, a los hombres. No obstante la unión mística del cuerpo con la cabeza, en la Iglesia no deja de haber diferencias entre el esposo y la esposa. El desarrollo ulterior de la Iglesia, en todo caso, ha brindado ocasiones de acreditar su indestructible fuerza frente a síntomas de decadencia y de crear, incluso, nueva vida donde otras estructuras se hubieran ido a pique. Si en los tiempos -por muchos conceptos tan lamentables- de la baja Edad Media y de la incipiente Edad Moderna (Felipe IV contra Bonifacio VIII; el destierro de Aviñón, § 64; el cisma de Occidente, § 66; el Renacimiento) la lucha contra la constitución eclesiástica y sobre todo contra el primado del papa fue sostenida principalmente por sectores políticos, ello demuestra cuán necesario era, desgraciadamente, que (en aquel Medievo así estructurado y no en otro) también el papado se convirtiera en una potencia (no exclusivamente) política. Esto es verdad a pesar del hecho de que la impugnación política del primado en las postrimerías del Medievo fuese también, por otra parte, consecuencia de su presentación como «poder político»; y no deja de ser verdad a pesar de las muchas y grandes anomalías que con la estructura de esta evolución -muchas veces por culpa de los papas- hicieron su entrada en la Iglesia: sin todo aquel poder de los papas la unidad de la Iglesia se hubiera quebrantado en los continuos ataques de los poderes nacionales (Francia, Inglaterra, Alemania), de la nueva ciencia jurídica a su servicio (la idea del estado autónomo: los publicistas y legistas franceses, § 51; los autores del Defensor pacis; Ockham, § 65) y de la nueva teología influida por ellos (idea conciliar de Wiclef, Hus, § 67; Lutero).

b) La conciencia de poder de Gregorio continuó y se acrecentó en Inocencio III, quien se sintió verdadero imperator y como tal fue descrito.

¿Se trataba de un efecto tardío de las antiguas ideas romanas, como tantas veces se ha afirmado? Sin duda alguna la idea de Roma aún no había muerto y es seguro que ayudó muchísimo al triunfo de la pretensión de «dominio universal» de los papas. Pero los mismos papas, ¿tomaron de aquí el impulso o siquiera la justificación? En el caso de Gregorio la respuesta debe ser negativa. Johannes Haller es precisamente aquí un testigo de excepción, con su tesis sobre el origen germánico de la idea religiosa papal: «Ni la más remota huella para suponer que Gregorio VII, al exigir obediencia en todo el mundo, se sintiera heredero de los antepasados de la vieja Roma. Su soberanía radica por entero en su fe en el más allá; el poder universal del papa, tal como él lo piensa, es una idea religiosa. Sólo por su entrega a algo supramundano, por su íntima unión con un poder superior, se hace comprensible la fe fanática que domina todo su hacer, que le guía y hasta le lleva al error, pero que no abandona al caído»[29].

c) Gregorio no pudo realizar todo su programa, ni mucho menos. Había conmocionado tanto al mundo que la situación de la Iglesia a su muerte era verdaderamente difícil. Primeramente era preciso hallar un nuevo equilibrio. Pasó todo un año antes de que la silla de Pedro fuese nuevamente ocupada. El elegido, Víctor III (1086/87), se retiró otra vez a Montecasino, donde murió. Al cabo de seis meses fue elegido Urbano II (1088-99).

Pero Gregorio fijó la meta; de él la recibió la alta Edad Media. El fue quien plasmó las ideas progresistas e innovadoras que culminaron en el apogeo del papado medieval con Inocencio III: El papa como emperador en posesión ilimitada de la plenitud del poder, y la Iglesia, un imperio en el más elevado sentido de la palabra. El auténtico triunfo del gran papa del siglo XI lo constituyen los siglos XII y XIII, que sin él no hubieran visto un desarrollo tan esplendoroso del papado. Inocencio III es el heredero de Gregorio.

8. Si en el orden religioso constituye un grado heroico el querer servir de por vida única y exclusivamente a la voluntad de Dios y a pesar de tener conciencia de un poder más que humano sentirse únicamente servidor del reino de Dios, entonces nadie ha dado una mejor definición de Gregorio que la Iglesia, que en el año 1605 lo elevó a los altares por obra de Pablo V. Gregorio fue a veces un mal político (porque a menudo quiso lo imposible, y lo posible lo quiso con excesiva vehemencia)[30] pero fue un santo. Cierta robustez de carácter, de pensamiento y de acción, incluso en las cosas del espíritu, caracteriza su figura, figura llena de una energía natural que él utilizó decididamente como base de su ministerio espiritual. Primeramente era una persona religiosa y eclesiástica, pero inmediatamente después pensaba y actuaba como político. Aquí reside una de sus profundas diferencias con Bernardo de Claraval (§ 50). Sin embargo, a la luz del evangelio, la persona y la obra de este santo libertador de la Iglesia puede dar pie para preguntarse si su santa impaciencia no quiso efectivamente anticipar la erección del «reino en este tiempo» (Hch 1,6).

También fue Gregorio VII el que reservó el título de «papa» para los sucesores de Pedro. Igualmente se inició entonces la transformación de la mitra episcopal (llevada también por el papa) en la futura «tiara», una diadema en forma de corona, reservada únicamente al papa (§ 41, III, 6). Bonifacio VIII añadió a ésta la segunda diadema, como expresión de que el papa «lleva las dos espadas», y Clemente V añadió la tercera.

9. Si bien la separación cismática de la Iglesia oriental y occidental fue y sigue siendo muy funesta para la vida del cristianismo, tanto mas importantes resultan todos los indicios históricos de que no había desaparecido del todo el sentimiento de la unidad y de la responsabilidad por la otra parte. También Gregorio pensó en una reunificación de ambas Iglesias. Una expedición militar en defensa de los hermanos griegos oprimidos por los sarracenos y del Imperio bizantino (y con el fin de liberar el Santo Sepulcro de Jerusalén) marcó el comienzo. Pero Gregorio no llegó a más. En Urbano II hallaremos pensamientos similares (cf. § 49).

Notas

[17] No del báculo pastoral de la Iglesia antigua, sino la del cetro germánico como símbolo del poder.

[18] Naturalmente, semejante conciencia no hizo de los reformadores unos seres utópicos, extraños al mundo, y mucho menos en la confusión de aquellos tiempos de revoluciones y afirmaciones. Incluso el mismo Hildebrando no consideró simonía el empleo del dinero por parte de Gregorio VI para alejar al infausto Benedicto IX.

[19] Sobre su origen tenemos pocos datos concretos. Su padre descendía de familia no noble.

[20] San Pedro Damiano, importante colaborador, pero autónomo, bajo el pontificado de diversos papas, lo llamaba un «santo Satán», pues su palabra le azotaba como áspero viento del norte.

[21] Hablando del origen de los Estados (que surgen de vicios pecaminosos por instigación del diablo), se expresa con un subjetivismo desenfrenado e injusto (Cartas, VIII,21). Más tarde, los grandes teólogos no compartirán esta opinión.

[22] En la Iglesia griega la evolución tomó otro curso (cf. nota 54 de § 18); allí fue la opinión popular la que favoreció esta normativa. Pero, dado que los obispos habían de ser célibes, eran elegidos de entre los monjes.

[23] Siendo todavía una niña, fue objeto de intrigas políticas. Primeramente fue unida en matrimonio a su hermanastro Godofredo y, tras su disolución, con el joven duque Welf. Este matrimonio también fue disuelto. Matilde no tuvo hijos. Su herencia, los llamados matildianos, fue durante siglos manzana de discordia entre el papa y el emperador.

[24] Un detalle sintomático del cambio de conciencia: en el acto de la excomunión, Inés,

[25] La bula está redactada en forma de invocación directa de Gregorio a san Pedro: «a Pedro... tú, que desde mi infancia me has alimentado a mi y a tu santa Iglesia romana», «depende de tu gracia, si te place, que me obedezca el pueblo cristiano que me ha sido confiado». La condena se efectúa «en el nombre de Dios omnipotente... en virtud de tus plenos poderes (de Pedro) y de tu autoridad...».

[26] Que no se trata aquí de una reacción eventual nos lo demuestra el Dictatus de Gregorio, que ya había declarado la deposición y la exoneración de la obediencia como derecho del pontífice.

[27] En esta ocasión, por vez primera, hubo una inundación de libelos, tendentes a influir la opinión pública.

[28] Bonizo de Sutri: «Todo nuestro orbe romano se vio sacudido por la noticia de la excomunión del rey». En el siglo XII, Otón de Freising medita así: «Leo y releo continuamente la historia de los emperadores romanos y jamás he podido encontrar un pasaje en que un papa romano haya excomulgado y depuesto a un emperador».

[29] E1 hecho de que Haller, a su vez, quiera explicar la religiosidad de la concepción gregoriana de la idea del papa, basándose íntegramente en el Antiguo Testamento, es algo claramente insostenible en el caso de Gregorio VII.

[30] Su impugnación de la validez, por ejemplo, de la consagración en la misa celebrada por sacerdotes casados («cuya hostia consagrada es como estiércol de vaca») plantea un difícil problema teológico. Nos hallamos cerca de una tendencia espiritualista, como la representada por Humberto.

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