conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §39.- Alianza del Papado con los Francos. el Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio » Período primero.- Lucha VIctoriosa de la Iglesia por la «Libertad». Reforma Interna de la Iglesia y Sus Efectos

§47.- Cluny

1. El saeculum obscurum, los fenómenos concomitantes de la evangelización de los germanos y algunos elementos de la piedad de la primera Edad Media nos han puesto de manifiesto que el mensaje cristiano predicado por la Iglesia no había penetrado ni transformado por entero el mundo occidental. En efecto, con la disolución de la cultura carolingia y la descomposición del orden universal volvieron a aparecer otra vez muchas anomalías religioso-eclesiásticas. Era preciso hacer una reforma radical.

Todo movimiento renovador interior crece lentamente. Arranca siempre del silencioso trabajo de pequeños círculos.

Mucho antes de que Otón I liberase por primera vez al papado de su indigna situación (962), ya habían comenzado a actuar en la Iglesia tales núcleos de nueva vida. De la misma manera que en la Antigüedad el espíritu de mortificación (ascética) siempre se había opuesto al relajamiento de las virtudes cristianas, así también sucedió ahora. Esta vez procedía de los conventos (y así sucederá las más de las veces en el futuro). Con la creciente nueva ola de la reforma monástica, el monacato occidental pasó a ser el tercer elemento determinante de la historia, al lado del papado y del imperio.

Ante todo tenemos ante nosotros una reforma genuinamente monástica y auténticamente religiosa, que llegó a crear un nuevo ideal de Iglesia y una determinada conciencia eclesiástica universal. Lo que entonces influyó con tan buen estilo en la historia no estuvo, según esto, basado ni vino exigido solamente (y, en buena parte, ni siquiera principalmente) por motivos ascéticos, sino que también fueron codeterminantes los factores constitucionales. En todo caso, el movimiento pasó del ámbito monacal al papado y al episcopado, donde entró en contacto con la línea del pensamiento jerárquico que ya conocemos desde el pseudo-Isidoro: la idea del poder jerárquico es ahí determinante. El movimiento, en fin, tendía a una liberación de la Iglesia de manos de los seglares, o sea, a la inversión de las condiciones de poder hasta entonces vigentes.

No se puede pasar por alto que en esta renovación religioso-monacal y en su sucesiva actuación en la lucha político-eclesiástica entró en juego una pieza importante de la historia religiosa de Occidente: fue el esfuerzo por comprender de forma más adecuada la idea cristiana de perfección, o sea, en el fondo, el esfuerzo por comprender cuál es la esencia del mensaje cristiano.

2. Desde comienzos del siglo X hasta finales del XI surgieron varios centros de irradiación de la renovación monástica. Tuvieron, hasta cierto punto, un carácter completamente distinto; tanto es así que a menudo, en vez de una colaboración, encontramos una aguda rivalidad aderezada con discusiones bastante odiosas.

Tienen especial relevancia las dos grandes potencias monásticas, Cluny (en Borgoña) y Gorze (junto a Metz, en la Lorena occidental, políticamente «alemana», pero de habla «francesa»).

La reforma de Gorze alcanzó más allá de Lorena, la mayor parte del monacato imperial[2] (un grupo en Tréveris con San Maximino como centro; otro grupo en torno a Ratisbona; otro en Niederaltaich, otro en Lorsch, otro en Fulda, otro en Maguncia y un grupo alemán con centro en Einsiedeln): en conjunto abarcó e influyó en una zona enorme (Hallinger). A esto se añade además una observancia mixta de Ricardo de St. Vanne (Verdún) con irradiaciones en Bélgica, Flandes y Alemania. Finalmente, tras la transitoria «conquista» de Gorze por Cluny, tenemos también el llamado «grupo joven» de Gorze con ramificaciones en el sur y en el norte de Alemania.

Diversos monasterios de esta zona cayeron bajo la influencia de Cluny, que en el siglo XI trató de abarcar, en dos grandes oleadas, todo el monacato imperial. Hubo gravísimas discusiones, porque el monacato de Gorze siempre rechazó el ideal cluniacense. Diferencias debidas a la diversidad de hábitos y costumbres litúrgico-monásticas tuvieron mucha menos importancia que otras diferencias más fundamentales, concernientes a la constitución y, sobre todo, a la toma de postura respecto a la Iglesia y al imperio. El monacato de Gorze no conoció un centralismo uniformista como Cluny; su línea fue mucho más positiva que la de éste con respecto al orden feudal de la época y a la idea de la Iglesia imperial, en gran parte defendida por él.

Otros centros reformistas: en Flandes, Brogen, cerca de Lieja; en el sur de Italia, san Nilo († 1005) y el círculo de san Romualdo († 1027), fundador de la colonia eremítica de Camaldoli (de la que en el siglo XI surgiría la Orden de los camaldulenses, de la cual procede el riguroso Pedro Damiano, § 48); los vallumbrosanos, fundados por Juan Gualberto († 1073). A mediados del siglo X hubo también un importante movimiento reformista en Inglaterra, proveniente de Cantorbery. Los movimientos reformistas del sur de Italia sufrieron el influjo griego. Por otra parte, Romualdo, que había sido educado en un convento cluniacense, reunió a los antiguos eremitas orientales, organizándolos según la Regla de san Benito; también se dedicó a la cura de almas. Cuando Cluny se acercaba ya a su ocaso, los legados de Gregorio VII prepararon la anexión del convento de Hirschau en la Selva Negra (instrucción de los hermanos legos: conversos) a la reforma cluniacense (1079); durante un siglo fue enorme su capacidad de propagación (150 monasterios aproximadamente); en la lucha de las investiduras, Hirschau fue el centro de la reforma para el sur de Alemania. (Hacia el año 1400 experimentó una renovación, que en el año 1458 llevó a su anexión a la Congregación de Bursfeld; cf. § 70).

En todos estos movimientos el número de monjes-sacerdotes fue creciendo más y más (¡Clericalización! Un signo externo: el coro románico, que fue ampliándose). Por otra parte, en la vida conventual cobraron gran importancia los conversi[3] hermanos legos, donados, mediomonjes (cf. § 45).

3. Cuando los conventos de Francia habían alcanzado el punto ínfimo de su decadencia, surgió, en el año 910, el convento de Cluny en la Borgoña.

Este debería convertirse en el punto de arranque de la renovación. Por su parte fue, sin embargo, fruto de aquella reforma de Aniano (§ 41), que en una tradición de continuidad había podido superar los malos tiempos. El primer abad de Cluny, Berno, procedía de un convento reformado por un abad de Aniano, y él mismo había fundado y renovado conventos en el espíritu de la reforma.

Ahora bien, uno de los objetivos del abad imperial Benedicto de Aniano había sido asegurar sus conventos con la protección imperial contra los ataques de los señores feudales. Esta característica, adaptada a las circunstancias, se hizo explícita también en la fundación de Cluny, esto es, en su documento de fundación, de tal modo que fue de capital importancia para la historia de los cluniacenses y de la reforma gregoriana basada en ella.

El fundador fue el gran duque Guillermo de Aquitania. El regaló el convento, fundado sobre bienes alodiales[4], a los príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo, sometiéndolo así a la protección del papa. Esta donación se caracterizó principalmente por romper, y de una forma verdaderamente revolucionaria, con la idea germana de donación (§ 34). En una fórmula inequívoca de abdicación, Guillermo renunció para sí y sus herederos, y para siempre, a los derechos de propiedad sobre la iglesia privada o propia. Más aún: mediante un propio y personal párrafo de inmunidad, el fundador trató de asegurar la libertas de Cluny contra la intromisión de cualquier otro poder, tanto temporal como espiritual. Es importante que además del rey, del conde y del obispo, también se hace mención expresa del «pontífice de la sede romana»; también a él se le conjura, apelando al juicio final, a no tocar para nada las posesiones del monasterio. El mismo pensamiento se expresa en la confirmación de los privilegios cluniacenses por el rey Rodolfo de Borgoña (927): la sumisión a la sede apostólica se efectúa con miras a proteger el monasterio, no para que éste sea dominado por ella.

Al principio, el privilegio de inmunidad solamente perseguía la seguridad económica contra el feudalismo laical y episcopal. Con la ampliación de este privilegio por parte de los papas vino luego la exención de la jurisdicción espiritual de los obispos. Resumiendo, podemos decir: de lo que se trató, desde la misma fundación, fue de salvaguardar la vida monástica de los peligros que la amenazaban, provenientes del sistema de la iglesia privada[5].

En Cluny revivió nuevamente, y de forma plena, el antiguo rigor monástico. Los cluniacenses querían volver a ser realmente monjes según la Regla de san Benito, pero desarrollando las posibilidades del monacato en el espíritu de la reforma de Aniano. El programa de la renovación espiritual fue llevado a cabo por una serie de grandes abades con largos períodos de gobierno. Después del fundador, los cinco abades siguientes, quienes a su vez designaron a sus propios sucesores, gobernaron durante doscientos años bien cumplidos. Así pudo crearse una gran tradición.

Pero también con ello la idea del propio monacato sufrió una importante transformación[6]. Y digamos ya desde ahora que la realización de este proceso no merece sólo valoraciones positivas desde el punto de vista religioso, monástico e incluso eclesial.

La vitalidad característica de Cluny se centró en el opus Dei de la liturgia, que como se sabe es el centro de la Regla de san Benito.

Para emitir un juicio lo más exacto posible en este difícil tema debemos distinguir claramente entre el celo subjetivo de los reformadores y el valor funcional objetivo de los medios empleados. Aquél, mantenido durante tantos años, es innegable y admirable. Pero por lo que toca a éste hemos de preguntarnos abiertamente si ese centro (el opus Dei) preconizado en la Regla de san Benito fue también activado por un espíritu genuinamente evangélico. No perdamos de vista que las observaciones que debamos hacer a este punto son sobre todo aplicables a su desarrollo avanzado posterior. Y estamos mal informados sobre el carácter particular del estilo monástico del Cluny de los tiempos fundacionales.

Se trata de lo siguiente: los cluniacenses hicieron del oficio coral una especie de oración perpetua. La alabanza de Dios, de ser la función central y la más elevada de la vida monástica, se convirtió con el tiempo en un fin por sí mismo y en la única actividad de los monjes.

Aparecen aquí perfectamente claras la grandeza y la limitación del ideal cluniacense: la grandeza, porque con el paso del tiempo y hasta el siglo XII el ejército de los cluniacenses orantes, sus grandiosas celebraciones litúrgicas, la fraternización en la oración emanada de ellos y no en último término su oración por los fieles difuntos cristalizaron en aquella representación de la Iglesia que con fuerza irresistible ha superado el paso del tiempo; la limitación, porque la heroica voluntad de acción, con su exagerada desmesura y su sorprendente ceguera para las exigencias de la vida espiritual, a la larga tuvo que amenazar desde dentro la existencia orante de los monjes. El ritualismo, el rubricismo degenerado, el sofocante predominio de la cantidad, éstos son los peligros y las deformaciones con las que Cluny sobrecargó su propia piedad y la de la época.

El haber aumentado la oración coral al doble de la medida prescrita por san Benito[7] condujo en la práctica al abandono total del trabajo físico e intelectual, que se tradujo en graves perturbaciones de la estructura religiosa de la espiritualidad benedictina. La función religiosa solemne y pública se convirtió con el tiempo en una especie de título de derecho sobre las abundantes y ricas ofrendas de los fieles, lo que condujo a la modificación de las condiciones de propiedad y, con ello, del ideal de pobreza. El oficio divino, en forma de salmodia perenne y de lectura excesivamente extensa de la Escritura, llegó a sustituir de manera harto insuficiente el estudio paciente y meditado de los textos sagrados. Para complementar la falta de ascética, la misma oración se convirtió finalmente en «trabajo», lo que sin duda constituyó un título de gloria de Cluny en la cristiandad, pero que, por otra parte, hizo poco menos que imposible la interiorización mística.

Cada vez se hizo mayor la contradicción entre la regula solemnemente profesada y la consuetudo prácticamente vigente. La función originaria de la consuetudo había sido adaptar la norma religiosa fundamental de la Regla al cambio de las circunstancias; pero llegó a degenerar en una norma inmutable, sancionada por la tradición[8].

4. El ejemplo, ofrecido por Cluny en su primera época, de una decidida voluntad de reforma monástica tuvo repercusiones también en el exterior (un efecto conscientemente buscado: ya el primar abad, Berno, dirigió cuatro conventos). De hecho, la grandeza y la importancia histórica del movimiento cluniacense se manifestaron con una extraordinaria fuerza de expansión. Muy pronto los papas y los señores de las iglesias privadas, como también numerosos obispos, llamaron a los cluniacenses para reformar los conventos a ellos sometidos. Así es como Cluny, bajo los sucesores de Berno, pero principalmente bajo los santos abades Odo, Odilio y Hugo, experimentó una difusión extraordinaria.

a) Hubo monasterios directamente subordinados a Cluny y otros que únicamente aceptaron la reforma cluniacense. ¡A Cluny se sometieron de mil doscientos a mil cuatrocientos cincuenta conventos! Aproximadamente mil seiscientos admitieron, junto con la reforma, el espíritu de Cluny, viviendo y propagando a su vez los usos y costumbres cluniacenses. Esta comunidad cluniacense, que en total contaba con más de tres mil comunidades, puede muy bien calificarse como la gran potencia monástica que con sus ideas, y desde dentro, impregnó toda la Iglesia y la cristiandad de su tiempo.

La distribución de las fuerzas cluniacenses demuestra claramente el carácter universal-occidental del movimiento emanado de la Borgoña. Desde luego, su centro de gravedad estuvo en la zona de habla francesa. Pero desde esta base Cluny abarcó Italia, España, Inglaterra y finalmente Alemania. Bajo Pedro el Venerable Cluny llegó a fundar incluso un convento en las cercanías de Bizancio y dos abadías en Palestina, alcanzando su influencia hasta Polonia y Hungría.

La federación de monasterios en torno a la abadía central de Cluny encajó perfectamente en la época de finales del milenio, cuando la creciente conciencia de unidad del Occidente había creado una expresión unitaria y monumental en la forma «clásica» de la arquitectura románica. La centralización, esto es, la naciente «congregación» cluniacense, difundió unas mismas ideas por todo el Occidente. Promovió decisivamente la unidad del Occidente cristiano. Fue de gran importancia histórica que la exención pasara posteriormente también a los conventos filiales. Junto con ella, la centralización influyó en la formación de tendencias papales universales. También la historiografía (por ejemplo, Orderico Vitalis), dentro del radio de acción espiritual de Cluny, contribuyó a crear una conciencia occidental europea.

Ya antes de Cluny había habido algunas tentativas en esta misma dirección (la idea aniana del control sobre la base de una vida monástica idéntica; la relación de dependencia ya existente entre la abadía autónoma y las comunidades o prioratos por ella fundados). Pero la formación de una gran federación como la de Cluny, una especie de orden, se había visto obstaculizada hasta entonces por la estructura monárquica de la abadía, con un único abad como padre de la familia monacal, y por el sistema de los monasterios privados. Y aquí es precisamente donde reside el nudo del problema: si semejante federación correspondió al espíritu de la Regla de san Benito (§ 32), que quería la independencia de todo monasterio (stabilitas loci). Por algún tiempo hubo en Cluny varios cientos de monjes (hasta cuatrocientos), lo que tampoco podía estar en correspondencia con la idea de la familia monástica benedictina bajo un único padre abad.

Para poner en práctica esta unión Cluny procedió con todo realismo, siguiendo una política de sabia acomodación, graduando la dependencia según las distintas disponibilidades existentes, lo que nos muestra un cuadro extraordinariamente diferenciado. En las abadías incorporadas que conservaron su abad, éste era nombrado desde Cluny; en otras bastaba con el derecho de propuesta o de confirmación y con el control. Mas también los monasterios o centros unidos a Cluny temporalmente o con lazos aún más flojos tuvieron gran importancia para el movimiento reformista de Cluny, en parte porque actuaban en campos más reducidos y en parte, como en La Cava del sur de Italia y en Hirschau de Alemania, porque dieron vida a grandes federaciones de inspiración cluniacense.

b) La característica determinante de la federación fue el centralismo, siempre deseado y en gran parte logrado: el abad de Cluny se convirtió en «abad de abades» y los monjes de cualquier convento de la unión hacían su profesión solemne en el mismo Cluny, debiendo a su abad obediencia mediata o inmediata. Cluny se consideró a sí mismo como una especie de Iglesia monástica, única representante y transmisora de la genuina forma del monacato, y muy a menudo expresó esta concepción en una propaganda bastante desconsiderada frente a otro tipo de monacato, tachado de inferioridad o decadencia: las innumerables abadías y prioratos cluniacenses de todo el Occidente fueron, por así decir, una sola abadía bajo un solo abad.

Las ventajas de esta evolución residieron en la ya indicada concentración unificadora de la Iglesia, pues en esta línea habría de trabajar el futuro. Como demuestra el éxito de las gigantescas donaciones hechas a Cluny, por esta vía penetraron en el mundo seglar muchas ideas religiosas con una extensión y profundidad hasta entonces desconocida.

Mas no por eso, naturalmente, deben minimizarse las desventajas. La pérdida ya mencionada del verdadero concepto de familia monástica pesó gravemente. El abad de Cluny ya no podía gobernar con poder paternal el gigantesco complejo surgido: en Cluny se anunciaron, por vez primera en la historia de la Iglesia, los peligros de un centralismo exagerado.

Aún más: el abad de Cluny ocupó el lugar de los señores feudales que habían entregado sus monasterios e iglesias. Y con ello, inconscientemente, se legitimó el sistema de las iglesias privadas en forma eclesiástico-conventual, que era precisamente -aunque en su forma feudal- lo que se quería combatir en interés de la reforma de la Iglesia. Por eso se explica el apasionado rechazo de que fueron objeto los cluniacenses en los círculos del monacato imperial tradicional y, sobre todo, de inspiración «gorziana». Con harta frecuencia sólo el mandato del conde fundador y señor del monasterio, o incluso la expulsión de los viejos monjes, hizo posible la introducción de la reforma cluniacense.

Tampoco la exención carecía de peligros. Hincmaro de Reims ya la había conocido en otra forma (§ 41): uno se sometía a los poderes superiores, pero generalmente muy lejanos, para quedar libre de los inferiores y locales.

Cluny, gracias a su especial vinculación con la sede romana, no se sintió obligado a prestar mayores servicios.

En la lucha que se avecinaba entre la Iglesia y el imperio, la metrópoli monástica borgoñona se sintió como mediador nato. En Cluny todavía se oraba por el protector imperial, aun cuando Gregorio VII, el papa cluniacense, hacía tiempo que lo había excomulgado y había liberado al mundo cristiano del deber de fidelidad a Enrique IV.

5. Era inevitable que este gran movimiento traspasara los confines del monacato; obispos y sacerdotes, como veremos, se adhirieron a él: la reforma monástica cluniacense fue la precursora de la reforma del clero. Junto con las antiguas y ya mencionadas tendencias reformistas surgió un partido de amigos de la reforma, muy ramificado y consiguientemente muy poderoso y de enormes consecuencias para la historia de la Iglesia.

a) Lo importante es que su espíritu (plasmado también, como ya hemos dicho, por Nilo y Romualdo) llegase hasta las alturas de la cristiandad. En el pensamiento de Otón III descubrimos el influjo de su programa; Enrique II y Enrique III también se inspiraron en él. Finalmente, con León IX (1049-54), el papa alemán elevado al solio pontificio por el emperador alemán Enrique III, el celo religioso reformista llegó a afectar hasta la suprema dirección de la Iglesia. Así, León IX se convirtió en el verdadero renovador de la idea religiosa del papado. Siendo obispo de Toul, ya había estado en contacto con los cluniacenses. Cuando se trasladó a Roma hizo el viaje pasando por Cluny. De allí se trajo consigo a Hildebrando, quien se había recluido en Cluny tras la muerte de Gregorio.

Hay que evitar que esta evolución que hemos esbozado sea mal interpretada. Cluny fue, como se ha dicho, precursor, el precursor ideal de una más amplia reforma del clero y de la lucha por la libertad de la Iglesia, pero no tomó parte directa (exceptuadas algunas personas) en ninguna de las dos, sino más bien se mantuvo alejado de la lucha eclesiástica. Los cluniacenses de la reforma eclesiástica (Hildebrando, Humberto y sus amigos) trasladaron a la jerarquía lo que el movimiento cluniacense había exigido hasta entonces en el ámbito de la vida monástica: según los cánones de depuración del monacato establecidos por Cluny, la época pudo ver en el clero secular graves defectos; basándose en esto, Humberto exigirá la dignidad de los sacerdotes como condición previa para la validez de los sacramentos por ellos administrados; así, la futura lucha por la libertas estaba ya preparada por la conciencia de la superior dignidad de lo espiritual frente a lo secular.

b) Estas ideas, que de alguna manera ya estaban vivas en la con ciencia de la curia pontifica y expresadas en el Pseudo-Isidoro, Cluny las extendió por medio de sus conventos a todo el Occidente, presentándolas de forma sugestiva e históricamente eficaz como un ideal de Iglesia. Los numerosos barones y condes, príncipes y reyes, que buscando su eterna salvación entregaron a los conventos cluniacenses sus derechos celosamente guardados, se convirtieron en los pilares básicos de la societas christiana del futuro. Por su contacto espiritual con los monjes, también ellos se abrieron a los problemas religiosos del orden social occidental y aprendieron a pensar en otras categorías que las meramente políticas. Algunos de ellos sufrieron la misma transformación que el papa Gregorio, es decir, quisieron trasladar a la Iglesia universal el mundo conventual de Cluny, convirtiéndose en partidarios de la reforma papal, aun cuando el propio convento modelo no apuntara ni marchara por ese camino.

Al poder envolvente del movimiento cluniacense no pudieron sustraerse ni los mismos emperadores, quienes hasta en las más exacerbadas luchas conservaron su amistad y entusiasmo por Cluny.

c) El renacimiento litúrgico emanado de Cluny fue de incalculable importancia para la piedad medieval (mas no solamente en sentido positivo). La liturgia se convirtió literalmente en un ininterrumpido oficio coral (que incluso se continuaba, por decirlo así, en las oraciones prescritas para el trabajo). Esto exigió otra vez iglesias más grandes. Así también surgió la imponente arquitectura de la iglesia abacial de Cluny, con cinco naves, dos cruceros, siete torres y cinco capillas alrededor del ábside. Era la iglesia más larga del mundo.

Las asociaciones de oración que se formaron en torno a Cluny, así como la oración por los difuntos, tan fomentada en todas ellas, estuvieron de suyo muy cerca del pensamiento fundamental de la communio sanctorum. Pero ambas, por la desmedida multiplicación ya mencionada, se vieron gravadas con una pesada hipoteca y con el peligro de la justificación por las obras.

d) Con las crecientes, muy pronto inmensas donaciones, la abadía y los conventos de ella dependientes se convirtieron en un factor económico de primer orden. La riqueza hizo, por una parte, que el trabajo corporal prescrito por el ideal benedictino se convirtiera en una mera formalidad y, por otra, que dentro de las consuetudines establecidas las prescripciones referentes a la comida y al vestido sufrieran una reinterpretación tan espiritualista que la misma ascesis corriera el peligro de dejar de ser auténtica. Tal crecimiento, bendecido con tantos bienes materiales, ¿no había de ser una forma de adquisición y disfrute de poder? Los ásperos ataques de san Bernardo contra Pedro el Venerable hicieron que en el siglo XII todos estos problemas, desgraciadamente, salieran del ámbito de las cuestiones meramente platónicas.

La evolución posterior, en efecto, se apartó enormemente del ideal inicial. Desde el siglo XIII, cuando la disciplina de la abadía central y de las fundaciones filiales se había relajado grandemente, también Cluny olvidó su fin originario: la liberación de toda injerencia. Desde el año 1258, cuando se puso bajo la protección del rey de Francia (Luis IX), se convirtió en una de las mayores prebendas, como encomienda con abades comendatarios[9].

6. Con el trabajo de Hildebrando en la curia, la mencionada transposición del programa reformista monástico a la jerarquía comenzó a surtir sus efectos en la historia eclesiástica como en la secular. Es el momento en que el ideal reformista de la libertas, como hemos visto, configurado paulatinamente -y desde luego no unitariamente- durante siglos por muy diversos impulsos, comenzó a cobrar toda su importancia. En parte fue sólo una nueva expresión del ideal de la Iglesia primitiva en la época de sus luchas con el antiguo Estado pagano, un objetivo que por lo demás, en una forma o en otra, siempre ha surgido espontáneamente al través de las tensiones entre la Iglesia y el Estado. Pero ya se presentaban nuevas exigencias. La libertad de la Iglesia respecto al poder secular significaba ahora: que debía conseguirse la plena realización del justo orden del mundo y que la jerarquía debía ser conocida y reconocida como valor superior, de tal modo que la posición de prepotencia del Estado no pudiera ya, valiéndose de los derechos jurisdiccionales eclesiásticos del emperador (vicarius Dei, servus apostolorum, investidura de los obispos), entorpecer el desarrollo autónomo de la jerarquía. La pretensión eclesiástica de «libertad» llegó hasta reivindicar para sí el derecho de soberanía o por lo menos de dirección del papado sobre el imperio.

a) Todo el mundo sabía cuán contraproducente había sido la falta de libertad de la Iglesia en Roma. Pero la dependencia de la Iglesia alemana o de los obispos alemanes del poder real también encerraba en sí graves peligros para la vida de la Iglesia, especialmente bajo el dominio de príncipes con poco sentido de Iglesia. Con esto no pretendemos decir que los abusos eclesiásticos en sentido lato (simonía y concubinato) fueran una consecuencia necesaria del predominio imperial. Pues así como se les pudo combatir bajo el reinado de Enrique III, luego, con el cambio de dirección, no se les pudo sencillamente eliminar. Es indiscutible, no obstante, que la investidura de los seglares fue efectivamente una de las causas de aquellos abusos.

Nadie vio esto con tanta claridad como Hildebrando; no en vano había viajado muchas veces a Alemania (y había tenido contactos con los círculos reformistas germanos de Lorena). El fue, primero al servicio de los papas anteriores y luego como papa, la cabeza que preparó, organizó y llevó a cabo la lucha. El tiempo de la minoría de edad de Enrique IV tras la muerte de Enrique III (Enrique IV apenas tenía seis años; el «acontecimiento universal» de Ranke) fue decisivo para el cambio de rumbo. Porque ahora faltaba el correspondiente y suficientemente poderoso contrincante político que, por decirlo así, tuviera a un tiempo una categoría eclesiástico-nacional y eclesiástico-universal como para, por una parte, dar a la Iglesia (igual que Enrique III) la necesaria libertad y ser capaz de protegerla y, por otra, vincular al clero de manea decisiva y duradera a las tareas religioso-eclesiásticas.

Un análisis histórico más exhaustivo, que abarque el conjunto de las fuerzas en juego, no pasará por alto la decisiva fuerza que late en el fondo de este variado proceso: el vigoroso crecimiento de las fuerzas cristianas y eclesiales.

b) En este momento crucial de la historia de la Iglesia es de suma importancia elegir correctamente los criterios para poder juzgar lo que está pasando. De la confusión de las luchas egoístas por el poder, típicas de los pequeños príncipes del siglo X, la confrontación ha pasado a desarrollarse a un nivel más elevado. Asistimos al surgimiento de una época heroica. Lo que está en juego es el dominio del mundo.

Así, pues, el centro de todas las miradas es la idea del poder. También por parte de la Iglesia esta idea se centró a menudo en el predominio sobre el poder político. Desgraciadamente ya tendremos oportunidad de comprobar los perniciosos efectos que todo esto acarreó después a la Iglesia. Pero aún más: en la medida en que esta injerencia política en la esfera de lo temporal fue integrada en la idea dogmática del papado como un derecho directamente político (no religioso-directivo), no se trata ya de una extralimitación simplemente moral, sino también estructural. También aquí será bueno no confundir el contenido objetivo de la idea y la intención del que la propugna.

Pero, precisamente tras haber dicho esto y haberlo grabado en la conciencia, nuestro juicio debe guardarse de toda interpretación falsa, superficial (especialmente de los papas de la época).

En primer lugar, no es que la idea del «poder» sea extraña al cristianismo, por no ser de este mundo: «Se me ha dado todo poder» (Mt 28,18); también los apóstoles se preocuparon de las formas rudimentarias de un orden eclesiástico social. En segundo lugar, y por lo que se refiere a los obispos de Roma en particular, también éstos se veían obligados desde hacía mucho tiempo por su ministerio, por su deber de preocuparse del sustento de los pobres y de la población en general, a depender de un «poder»; la misma lucha por la supervivencia (por ejemplo, contra los longobardos) no les había permitido renunciar al poder político. La incorporación de los obispos medievales en la estructura del imperio robusteció estas tendencias. Es antihistórico reclamar que la Iglesia debiera haber permanecido como una Iglesia de sacristía, y doblemente utópico si al mismo tiempo se afirma con justicia que fue ella la que levantó la cultura del Occidente.

Lo que sin duda debe exigírsele a la Iglesia es que en su existencia concreta realice lo más posible la palabra esencial del Señor (Jn 18,38: «no de este mundo»); que sea, pues, un reino espiritual al servicio del evangelio, esto es, en la forma de diaconía.

En tercer lugar, no es que en el momento concreto que ahora nos ocupa (o sea, desde la muerte de Enrique III) se impusiera injustamente, por mero cálculo político-clericalista de los círculos eclesiásticos, una nueva idea antes inexistente. La idea aquí actuante era ya muy vieja; el mismo Enrique III había asegurado su vigencia. Era la idea 1) de la superioridad de lo espiritual sobre lo terreno y 2) de la fuerza independiente (ya universal) del papado.

c) Lo más importante, sin duda, fue, como ya se ha dicho, que en este tiempo tales ideas y tendencias se agudizaron y profundizaron. Porque los hombres de la reforma sacaron ahora de los viejos principios consecuencias en que no habían reparado sus antecesores.

Extraordinaria importancia tuvo también el aspecto negativo, a saber: el concepto de la dignidad religiosa del cargo de emperador (y de rey) perdió terreno o, mejor dicho, fue relegado y, por el contrario, se impuso poco a poco la opinión de que el rey era un simple laico y, por consiguiente, no podía mandar en la Iglesia. En la medida en que este recortamiento afectaba a las pretensiones de jurisdicción del emperador (véase, por ejemplo, Gregorio VII a Hermann de Metz), estuvo justificado. Pero también tendía a una secularización radical del poder temporal del soberano; la dignidad del imperio o del reino cristiano aparecía como esencialmente dependiente del poder directivo de la jerarquía eclesiástica.

De hecho, el entramado de estas ideas iba dirigido necesariamente contra el emperador, hasta ahora señor de la Iglesia. Mas su fuerza política se apoyaba esencialmente, a tenor del proceso histórico, en la potencia de la casa real alemana (junto con la corona borgoñona, longo-barda e italiana, más la pretendida corona romana). Aunque las exigencias reformistas como tales no eran «nacionales» (o sea, «antialemanas»), sino que iban dirigidas contra la idea del emperador universal, de hecho tuvieron un efecto «antialemán», aunque, naturalmente, nada tiene que ver con el nacionalismo moderno.

Mas el movimiento se robusteció, por otra parte, con el Cluny de la Borgoña. Y aun cuando las tendencias irradiadas desde Cluny no pueden ser llamadas «francesas» en sentido moderno, el factor realmente antialemán que hemos mencionado arrastró a los papas a una grave modificación de su política de alianzas: los papas, en efecto, llamaron en su ayuda a los normandos, quienes en un principio habían sido combatidos por Nicolás II como enemigos del imperio y de la Iglesia; y luego, buscaron sus aliados contra el emperador alemán dondequiera que los hubiese. De esta suerte, el papado terminó buscando su apoyo en Francia.

d) Para poder comprender mejor estos acontecimientos es importante tener en cuenta que en los círculos cluniacenses el concepto de la libertad de la Iglesia no se elaboró de golpe, sino paulatinamente. Hasta mediados del siglo XI, en el mismo Cluny no se hubiera puesto ningún reparo en atribuir al rey un carácter espiritual y admitir que reinaba sobre la Iglesia de múltiples maneras. Las voces que murmuraban contra el hecho de que el papado fuera salvado por Enrique III, que precisamente era seglar, no procedían de Cluny[10]. El mismo Pedro Damiano († 1072) todavía decía que la suprema instancia sacerdotal y el supremo poder secular debían trabajar (uno al lado del otro y conjuntamente) para el bien de la cristiandad «porque el sacerdocio goza de la protección del Estado y el regnum está protegido por la santidad del ministerio sacerdotal». Ambos tienen tareas propias y diferenciadas: «El rey tiene las armas seculares, el sacerdote la espada del espíritu, que es la palabra de Dios. ¡Situación feliz, cuando la espada temporal se une con la espiritual!».

Pero esta oposición introducida entre lo espiritual y lo secular fue agudizándose en ambos lados, tomando sentidos distintos. Por una parte se impuso la decisiva desacralización de la esfera política y, por otra, la clericalización. Esta era necesaria, pero luego resultó muy perjudicial.

e) El primero y principal efecto de la clericalización fue liberar a la Iglesia en su nueva etapa del empleo abusivo, en su mayor parte simoníaco, de los bienes episcopales y conventuales por parte del laicado. Una demostración clara y convincente nos la ofrece ya el título del libro del cardenal Humberto de Silva Cándida († 1061), Adversus simoniacos (1054-58), libro básico y sintetizador de toda esta evolución: un verdadero escrito programático. En él podemos ver cómo se efectúa el mencionado traslado del programa de reforma monástico-cluniacense al plano eclesiástico. Humberto exige que la Iglesia y el papado estén libres de la realeza, que la Iglesia tenga dominio sobre lo temporal. El escrito combate la influencia del rey alemán sobre la Iglesia y la investidura de los obispos por el rey mediante la entrega del anillo y del báculo. La investidura corresponde únicamente al «sacerdocio». La motivación de esta exigencia está dada simbólicamente en la imagen del cuerpo y del alma. El alma es lo superior. El alma es la Iglesia. El reino es comparable al cuerpo.

Muy importante fue el argumento religioso que se introdujo: la peligrosa tesis radical-espiritualista de la invalidez de las ordenaciones simoníacas. Como de hecho la investidura de seglares se equiparaba sencillamente con la simonía, la prohibición y su peligrosidad tuvo enorme alcance.

Junto a esto había también otro elemento peligroso: ¡la llamada a las masas y a los príncipes cristianos a levantarse, en caso de necesidad, en defensa de la Iglesia contra los obispos simoníacos!

7. Las ideas de Humberto no se quedaron en mera teoría; se pusieron en práctica con una ley para la elección del papa. Nicolás II (el primer papa ya no alemán), en el Concilio Lateranense del año 1059 (bajo la dirección de Hildebrando y de Humberto), estableció que únicamente los cardenales[11] tenían el derecho de elegir papa; el papa debía ser elegido en lo posible entre el clero romano y la elección, también en lo posible, debía tener lugar en Roma.

En definitiva, lo que la nueva ley para la elección del papa pretendía era asegurar la influencia de las fuerzas reformistas en la elección pontificia. En primer término iba dirigida contra las intromisiones de la nobleza romana[12]. De la argumentación se deduce que contra lo que ante todo se quería proceder era contra las intromisiones simoníacas. Por lo demás, no hay indicios de animosidad y mucho menos de hostilidad directa contra el rey alemán. Pero, de hecho, la nueva reglamentación significó inevitablemente el fin de la praxis seguida hasta entonces en el nombramiento del papa, que el mismo Enrique III había observado como patricio y emperador. En la encíclica publicada por Nicolás sobre el Concilio de Letrán de 1059 (en la que se promulgaba la ley de elección papal): 1) no se dice nada sobre derechos reales o imperiales (a excepción de una fórmula intrascendente); pero 2) se rechaza absolutamente la investidura por los seglares en su más amplio sentido.

Esto fue una protesta general contra el poder eclesiástico de los señores temporales y, de hecho, un ataque contra el regnum alemán, pues el poder de los reyes alemanes sobre la Iglesia se basaba precisamente en el derecho de investidura. El cumplimiento de lo que aquí se exigía significaba la aniquilación del sistema germánico de las iglesias privadas. Pero como en las iglesias privadas había enormes cantidades de bienes del rey, este ataque constituía una verdadera amenaza para el conjunto de la situación alemana, incluido el aspecto político.

Contra el descontento suscitado por la ley de la elección papal, la curia trató de protegerse aliándose con los normandos.

Esta alianza, gracias a la actuación determinante de Hildebrando, produjo en seguida sus frutos (anti-imperiales) en la elección, realizada bajo la protección normanda, de Alejandro II[13] (1061-1073), cofundador de la pataria de Milán (véase después), a quien las fuerzas imperiales, bajo el influjo de la nobleza romana y los obispos imperiales lombardos, opusieron un antipapa (Honorio).

pobres. Desde que les fue confiada la elección del papa, su importancia creció constantemente, mientras fue menguando la de los metropolitanos.

Vista a la larga, la ley del 1059 sobre la elección del papa fue una importante etapa en la susodicha clericalización de la Iglesia. Igual que desde hacía mucho tiempo estaba excluida la participación del pueblo en el nombramiento de los obispos, también lo fue ahora en la elección de papa[14]: la separación entre pueblo y clero se hizo más radical; la Iglesia poco a poco, «tanto interior como exteriormente, en sus ministros, en su culto y en su formación, pasa a ser una pura Iglesia sacerdotal» (Brandi)[15]. Los efectos de esta separación y de esta oposición a lo largo de siglos (los valdenses, Wiclef, los humanistas) fueron una de las causas de la Reforma o, respectivamente, de su éxito.

8. El papado (como representante de las tendencias reformistas) encontró en este tiempo, aparte de cierta oposición, dos importantes aliados en la misma Italia: los normandos al sur y la pataria al norte.

a) La alianza con los normandos se efectuó viviendo aún Nicolás II[16] (1059). El duque Roberto Guiscardo prestó juramento al papa de ser fidelis (= vasallo) suyo y de la Iglesia romana, de ayudar a la «regalía» de San Pedro y de pagar una pensión anual, así como de contribuir, siguiendo las indicaciones de los cardenales «mejores», a que el papa fuera elegido y designado para la «gloria de san Pedro». Así, el papa aceptó formalmente el sistema feudal en beneficio propio. Las bases jurídicas de la concesión estaban dadas en la donatio Constantini, que de ahora en adelante será cada vez más valorada.

b) Junto a este amplio despliegue de fuerzas observado en la reforma monacal y eclesiástica hubo también un cierto despertar y resurgir de las masas populares. Este proceso, enteramente anónimo, se puede constatar históricamente primero en la pataria (sobrenombre equivalente a «chusma» o «canalla»). Está relacionado con las aspiraciones de las ciudades de Lombardía (también Florencia y Flandes), con su característica contraposición, cada vez más aguda, de los estamentos sociales. Las manifiestas tendencias antifeudalistas y democrático-sociales están siempre completadas o incluso sostenidas por afanes originariamente religiosos. En algunos casos -como en Milán-, el clero y los nobles llegaron a tomar la dirección; también en Milán, uno de los fundadores de la pataria fue el futuro papa Alejandro II. La relación con ella ya se inició con el predecesor de Nicolás II, esto es, con Esteban IX (último de la serie de papas alemanes de la alta Edad Media) por conducto de Hildebrando.

c) La pataria representa en cierto sentido el comienzo histórico de aquel movimiento de los Pauperes Christi, que hacia finales de siglo englobó amplias capas populares, para dividirse muy pronto en una rama ortodoxa y otra herética.

Si se considera la situación de las fuerzas reformistas al iniciar su resurgimiento religioso-espiritual, se comprenderá qué es lo que hizo de la pataria su aliada natural. Aquí estaban las masas cristianas que Humberto había llamado. Entusiastas y sensibles al ideal de una Iglesia purificada, liberada de las trabas de lo temporal, estaban del todo dispuestas a sublevarse contra el clero feudal, concubinario y simoníaco y a rechazar los sacramentos por ellos administrados.

Lo peculiar de esta alianza fue sin duda que la Iglesia de la reforma, una Iglesia acentuadamente clerical, se uniese con la Iglesia del pueblo, una Iglesia religiosamente viva. Desgraciadamente, a la larga no se consiguió aprovechar esta naciente fuerza de los cristianos seglares para bien de la Iglesia y del mundo. Pero desde este momento en la Iglesia, hasta entonces solamente medieval-aristocrática, ya se advierte un rasgo democrático. La evolución ulterior de la pataria es paralela a la lucha de las investiduras.

d) El programa reformista halló también adversarios obstinados: los desórdenes morales parecían inextirpables. Príncipes y nobles menospreciaban los derechos de los estratos populares inferiores (sublevación de la pataria). El alto clero, rico y emparentado con los señores feudales, vivía como ellos: disfrutando y siguiendo una política de poder. La sociedad feudal que se estaba formando mostraba evidentes signos de debilidad interna: los desvíos matrimoniales del rey Lotario, el gobierno de las mujeres y de los partidos en Roma, la incontinencia de los sacerdotes (¡la fuerte resistencia a la implantación del celibato obligatorio!) y la simonía, que todo lo destruía, son síntomas típicos del bajo nivel moral de la sociedad de entonces, especialmente en Italia y en Francia.

En todo esto, sin embargo, no podemos pasar por alto que el estado «cuasi conyugal» del bajo clero no era sólo síntoma de decadencia, sino también expresión de antiguas y antiquísimas costumbres. También hay que recordar los intentos de reforma de los otones y de los salios. Pero el complemento más importante del cuadro aquí bosquejado lo hallamos en las fuerzas positivas que se opusieron a la reforma gregoriana. La parcial reserva del mismo Cluny en la inminente lucha entre el papa y el emperador, o la reacción contra los excesos de la reforma eclesiástica, como tendremos ocasión de ver en diversas manifestaciones de Bernardo de Claraval, así lo demuestran, Pese a todo, la obra de reforma resumida en el nombre de Cluny desde su fundación y sus tiempos heroicos y la reforma de la Iglesia impulsada y nacida de su espíritu vencieron al fin, sobre todo por obra del inexorable Gregorio VII. La prueba la tenemos en los siglos XII y XIII: tras los siglos de preparación del primer milenio, han sido Cluny, Gregorio VII y Bernardo de Claraval quienes otorgaron a Occidente una estructura realmente cristiana.

Notas

[2] Por «monacato imperial» se entiende principalmente el monacato de las grandes abadías de la alta nobleza del imperio. Estos monjes estaban estrechamente vinculados al orden feudal del imperio, tanto por una concepción sacral del mismo como, muy especialmente, desde el punto de vista económico

[3] Conversus significa originariamente lo contrario de monachus oblatus, o sea, un monje que no había sido donado (oblatus) de pequeño por sus padres al monasterio, sino que se había convertido (conversus) más tarde a la vida monástica. Ahora el nombre se reservó preferentemente para los hermanos legos que estaban asociados al monasterio.

[4] Alodio es la heredad familiar libre de todo gravamen, en contraposición con el feudo. Como se trata de una propiedad libre de impuestos, los derechos del rey no quedan lesionados por una donación.

[5] Cf. la sumisión a la protección de Pedro, que Bonifacio pidió una vez al papa para Fulda: plena «exención» de cualquier poder regional, tanto temporal como religioso.

[6] Cf. a este respecto las «antiguas costumbres», redactadas en el siglo XI, o sea, en el segundo siglo de su existencia. Condujeron éstas a una importante controversia histórico-eclesiástica entre Bernardo de Claraval y Pedro el Venerable sobre la verdadera esencia del monacato. El problema que aquí se debatía (a saber: cuál sería la futura piedad cluniacense, visto su desarrollo anterior bajo la influencia de la enorme difusión de la «congregación» cluniacense, de la multiplicación de los monjes y de la riqueza de Cluny) nos permite atisbar los peligros que se albergaban en el fondo de la piedad medieval en general. Tristemente, la calidad parece verse amenazada por la cantidad.

[7] Pedro Damiano se lamenta una vez de no encontrar los domingos ni siquiera media hora para hablar con los monjes; tan larga era la oración coral.

[8] Todavía en la época de Pedro el Venerable los monjes limpiaban su calzado todas las semanas, de forma simbólica y estilizada, en recuerdo de que dos siglos antes se habían ensuciado realmente en el trabajo del campo.

[9] Entre ellos figuraron más tarde, por ejemplo, Richelieu y Mazarino. La encomienda es un cargo y oficio eclesiástico cuyo titular no se ocupa personalmente de los intereses religiosos, pero sí es, ante todo, su beneficiario económico.

[10] Cf. § 45,6.

[11] Cardenales se llamaban los más estrechos colaboradores del papa. Al principio eran los siete obispos de las diócesis de alrededor de Roma, los veintiocho sacerdotes de las iglesias titulares de la ciudad y los catorce (luego dieciocho) diáconos de las zonas

[12] ¡Por ejemplo, de los Tusculanos! Estos, antes que tuviese lugar la elección de Nicolás, elevaron al papado por propia iniciativa a un cardenal que tomó el nombre de Benedicto X (por lo demás, se trataba del cardenal-obispo de Velletri, inclinado a la reforma).

[13] Bajo este papa comienzan los reinos españoles a adquirir de nuevo mayor importancia en la historia de la Iglesia: quedan más estrechamente vinculados a Roma; comienza la reconquista (lucha contra los árabes) apoyada por el papa con la primera indulgencia de cruzada que consta con certeza.

[14] La aprobación de la elección por parte del pueblo, que en principio siguió existiendo mucho tiempo, carecía de significado jurídico.

[15] El proceso fue introducido por una multiplicidad de elementos. También actuó en el mismo sentido la oposición entre el latín y las lenguas vulgares, que se estaban afianzando.

[16] En Melfi (por obra de Hildebrando): el normando Ricardo de Aversa recibió la investidura de Capua y el duque normando Roberto Guiscard la de Apulia Calabria y Sicilia (que primeramente tenía que ser conquistada a los sarracenos).

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