conoZe.com » Leyendas Negras » Código Da Vinci » La verdad sobre El Código da Vinci. » La verdad sobre El Código da Vinci (Parte Segunda).- Examen crítico de los argumentos del Código Da Vinci

VII.- Inquisición, sexo sagrado y machismo

«La Iglesia quemó en la hoguera nada menos que a cinco millones de mujeres»

Capítulo 28, página 158:

«La Inquisición publicó el libro que algunos consideran como la publicación más manchada de sangre de todos los tiempos: el Malleus Malleficarum -El martillo de las brujas-, mediante el que se adoctrinaba al mundo de "los peligros de las mujeres librepensadoras" e instruía al clero sobre cómo localizarlas, torturarlas y destruirlas. Entre las mujeres a las que la Iglesia consideraba "brujas" estaban las que tenían estudios, las sacerdotisas, las gitanas, las místicas, las amantes de la naturaleza, las que recogían hierbas medicinales, y "cualquier mujer sospechosamente interesada por el mundo natural". A las comadronas tam-bien las mataban por su práctica herética de aplicar conocimientos médicos para aliviar los dolores de parto -un sufrimiento que, para la Iglesia, era el justo castigo divino por haber comido Eva del fruto del Árbol de la Ciencia, originando así el pecado original-. Durante trescientos años de caza de brujas, las Iglesia quemó en la hoguera nada menos que a cinco millones de mujeres. »La propaganda y el derramamiento de sangre habían surtido efecto. El mundo de hoy era la prueba viva de ello».

...Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Bueno, así al menos debería concluir este despropósito. Para dar aires de verdad a sus afirmaciones contra la Iglesia, Brown se monta en esta ocasión en la ola de la Leyenda negra.

En primer lugar, la Inquisición no publicó el libro titulado Malleus Malleficarum, sino que se editó a título privado en 1486. Se trataba de un manual que nunca fue tenido por oficial en los tribunales de la Inquisición. Conoció varias ediciones, sobre todo en Alemania. Sin embargo, en los ambientes eclesiásticos españoles no fue muy apreciado, y no tuvo gran influjo en la práctica de la injustamente difamada Inquisición española.

La oposición católica contra los excesos irracionalistas, a los que se podía prestar el tratado citado, fue creciente y adquirió rango de norma en 1624, cuando el Santo Oficio dictó una instrucción para los procesos a las brujas (Instructio pro formandis processibus in causis strigum, sortilegiorum et maleficiorum) en el que se confirmaba la tradicional prudencia y respeto que habían de observarse en los procesos canónicos.

Brown da rienda suelta a su imaginación cuando describe los excesos del Malleus. De haber sido como él cuenta hasta el oficio de comadrona hubiera desaparecido o se hubiera convertido en clandestino.

Según Brown, «durante trescientos años de caza de brujas, las Iglesia quemó en la hoguera nada menos que a cinco millones de mujeres». Estamos tan acostumbrados a escuchar barbaridades atribuidas alegremente a la Inquisición, que muchos lectores pasan por encima de estas cifras sin pestañear. Lo cierto es que después de muchos años de propaganda, la mentalidad común se niega a aceptar la verdad: todas estas patrañas están basadas en un presupuesto irracional, el «todo el mundo sabe que es así», el «no me irás a negar que la Inquisición mató a millones». Ésa es toda la prueba que se puede aportar.

Ahora se puede hablar con los datos en la mano. En junio de 2004 se publicaron las actas de un simposio internacional que tuvo lugar en Roma el año 2000. El volumen, titulado L'Inquisizione, recoge cifras precisas, extraídas no de fantasmagóricas y misteriosas fuentes, sino de documentos oficiales consultados por investigadores profesionales en los archivos secretos del Vaticano.

En la presentación de la obra, Antonio Borromeo, profesor de historia en la Universidad civil de La Sapienza reveló que «hoy se puede escribir la historia de la Inquisición al margen de los tópicos del siglo XIX», y confirmó que en lo relativo a la caza de brujas, en toda la historia de las inquisiciones nacionales, la española condenó a la pena capital a cincuenta y nueve brujas, la portuguesa a cuatro, la romana a treinta y seis. «Si sumamos todos los casos -afirma Borromeo refiriéndose a los datos contrastados- no llegamos ni siquiera al centenar de condenas, frente a las cincuenta mil personas condenadas al patíbulo por casos semejantes en tribunales civiles durante el mismo período, en la Edad Moderna». ¿En qué datos se basa Brown para afirmar que la Iglesia mandó a la hoguera a cinco millones de mujeres? Lo mismo le hubiera costado decir que fueron cincuenta millones. La realidad es que la Inquisición no condenó a la muerte a cinco millones de brujas, sino que en toda su historia condenó por brujería a cien mujeres, que fueron ejecutadas por el «brazo secular».

La Inquisición fue constituida originalmente por el Papa Gregorio IX (1227-1247). Era la época de la resaca de las crisis catara y albigense. En todos los países cristianos, los gobernantes civiles consideraban la herejía como un delito gravísimo, que quebraba la paz social y atentaba contra el bien común. Los señores civiles del mediodía francés, donde se había sufrido la infiltración del catarismo, participaban de la misma preocupación.

La idea original de crear un tribunal que determinara de la rectitud de la fe de los súbditos cristianos no fue eclesiástica, sino civil. Los señores civiles querían tener seguridad de quiénes incurrían en el delito civil de herejía, y necesitaban que autoridades religiosas competentes dictaminaran sobre la ortodoxia de los sospechosos de romper la paz social. Por eso solicitaron el auxilio de la Iglesia para inquirir, investigar la ortodoxia de la fe. Desde el comienzo las reglas procesales de los diversos tribunales de la Inquisición adoptaron prudentemente el criterio de la máxima garantía para los procesados. Los sospechosos preferían siempre ser juzgados por la Inquisición antes que por los tribunales civiles. Poco a poco la verdad sobre la Inquisición se va abriendo paso en medio de siniestras fantasías arraigadas en la mente de generaciones de occidentales. Según Brown, «la propaganda y el derramamiento de sangre habían surtido efecto», pero más parece que es él quien adopta el estilo propagandístico y que siempre huye del dato concreto.

La iluminación espiritual tiene dos mitades y la Iglesia detesta el sexo sagrado

Capitulo 28, página 159:

«Las mujeres, en otros tiempos consideradas la mitad esencial de la iluminación espiritual, estaban ausentes de los templos del mundo. No había rabinas judías, sacerdotisas católicas ni clérigas islámicas. El otrora sagrado acto de Hieros Gamos -la unión sexual natural entre hombre y mujer a través de la cual se completaban espiritualmente- se había reinterpretado como acto vergonzante».

«Las mujeres, en otros tiempos consideradas la mitad esencial de la iluminación espiritual, estaban ausentes de los templos del mundo». Brown no precisa nada. Exactamente ¿qué quiere decir con que las mujeres eran «la mitad esencial de la iluminación espiritual»? ¿Qué significa esa frase? ¿A qué «otros tiempos» se refiere, en concreto? Como en los cuentos, las premisas no se deben discutir: «Érase una vez...».

Entre los detractores de la Iglesia se ha hecho moneda corriente afirmar que la Iglesia hizo del sexo algo «sucio», que ha sido represora de la sexualidad, frente a la cultura pagana, que siempre vivió la sexualidad con alegre desenfado. La Iglesia siempre ha tratado la sexualidad con mucho respeto, porque, a diferencia de los paganos, considera que el ser humano es una unión de cuerpo y de alma, y que ambos sobrevivirán después de la muerte, tras la resurrección de la carne. La revelación cristiana, es cierto, hizo la vida más seria, pero también más alegre. El ser humano comprendía que su vida no acababa con su periplo por la tierra, y que con la ayuda de la gracia de Dios se jugaba el destino eterno: vivir o morir para siempre. Para los espíritus más sensibles del paganismo la doctrina cristiana tenía un atractivo enorme, pues daba respuestas profundas a preguntas que permanecían latentes en la cultura precristiana. Entre otras cosas, muy llamativas, los cristianos aportaron una novedad desconocida hasta entonces: la santidad de vida. La vida pagana tendía a una total licencia de costumbres, más o menos como la conocemos hoy. Eran raros los filósofos que se empleaban en dominar sus inclinaciones, y aún ésos, más en la reflexión que en la práctica. Muchos paganos, sumidos en sus vicios y placeres, se mofaban de la ejemplar y rigurosa vida de los cristianos, pero muchos otros se admiraban en silencio al ver que era posible llevar una vida que no fuera esclava de las pasiones.

La doctrina cristiana -desde los mismos evangelios- exalta el pudor y la modestia. Con un realismo único, el cristianismo advierte que todo lo que Dios ha creado en el hombre es bueno, y por ese motivo hay que honrarlo como merece. En concreto, Dios nos ha dado la sexualidad y a ésta la ha dotado de una fuerza muy intensa. La voluntad del hombre puede romper la conexión original que Dios ha establecido entre el placer sexual y función reproductiva y la vida afectiva. De modo que lo que fue pensado para integrarse en la relación reproductiva entre hombre y mujer se pueda convertir en una fuerza descontrolada y absorbente que nos separe de la vida espiritual. En un fin en sí mismo.

El pretendido «crimen» de la Iglesia consiste en recordar y advertir ese riesgo y en prevenirlo inculcando la práctica de virtudes que fortalezcan la voluntad y la vida espiritual. En el fondo, la «batalla» se da entre la Iglesia, que reconoce que todo lo que tenemos es de Dios y tiene un propósito que hay que respetar, y todos los que no están dispuestos a aceptar que ninguna norma gobierne su vida y su búsqueda del placer. Esta forma de pensar se ha infiltrado en la mentalidad de muchos que, sin rechazar del todo a la Iglesia, lamentan que no tenga más «manga ancha». Se olvida que la doctrina de la Iglesia es no sólo la voluntad de Dios, sino que ya que ese mismo Dios es quien nos ha hecho, es la profunda aspiración de nuestro ser. Dios no es un incoherente que crea a los hombres con unas inclinaciones y luego les manda que sean infelices negándolas. Todo esto es para recordar que la sexualidad es un aspecto muy importante y que la Iglesia lo respeta en extremo. Quienes no lo respetan son los que pretenden que en materia de sexualidad no haya normas, puesto que rebajan la sexualidad a algo banal y además niegan las terribles consecuencias, privadas y sociales, de una sexualidad desenfrenada.

Los cristianos no prestaron ninguna atención al fantasioso Hieros Gamos que según Brown en algún momento indeterminado era algo frecuente. En cambio la Iglesia sí que reaccionó contra algo mucho más real: la generalizada reducción de la sexualidad al puro apetito. La Iglesia condenó el adulterio y la sodomía, y exaltó la monogamia y el matrimonio indisoluble, así como la castidad matrimonial. Educó en el autodominio y en la vida de oración y enseñó que el ejercicio de la sexualidad conyugal está ordenado a la reproducción y, con gran realismo, «al remedio de la concupiscencia».

La Iglesia -no así muchos herejes gnósticos, a los que tanto parece admirar Brown- nunca dijo que el sexo fuera algo malo ni sucio. Precisamente por la importancia que la Iglesia da al cuerpo humano lo rodeó de un cuidado y de una delicadeza especial. La leyenda negra en torno a este punto hace de San Agustín uno de los principales forjadores de la repugnancia de la Iglesia ante el sexo. La verdad es que San Agustín fue un hombre de una inteligencia y de una sagacidad agudísimas y no es cierto que pensara que la unión sexual era algo vergonzante. «La efervescencia del placer adquiere una cierta seriedad, cuando al unirse el marido y la esposa tienen presente su condición de padre y madre», dice el santo, recordando la dignidad del acto sexual.

Lapsus machista de Langdon

Capítulo 28, página 159:

«Los hombres santos que en algún momento habían precisado de la unión sexual con sus equivalentes femeninas para alcanzar la comunión con Dios veían ahora sus impulsos sexuales naturales como obra del diablo, que colaboraba con su cómplice preferida... la mujer».

Langdon está relatando una historia absolutamente ficticia respecto de una supuesta época en la que los hombres y las mujeres copulaban en un rito «de comunión con Dios». Un tema, por cierto, recurrente en la denominada New Age. En la antigua Roma existían cultos provenientes de Oriente en los que los adeptos se sometían a ritos en los que caían en éxtasis y en los que perdían la conciencia. Para ello recurrían a actividades frenéticas, músicas repetitivas, consumían sustancias alucinógenas y en algunos casos se entregaban a desenfrenos sexuales. El resultado era siempre la anulación extática del raciocinio por algún tiempo. Estas religiones creían que los dioses eran arbitrarios y por ello la razón no era un vehículo adecuado para unirse a ellos. Los cristianos entienden que la oración es una elevación de la mente hacia Dios. Dios es la verdad y por eso nuestra intimidad con Él está basada en la verdad, que para nosotros depende primariamente del uso de la razón.

Los verdaderos éxtasis místicos en el cristianismo no son tan frecuentes como podría pensarse y nunca niegan el uso de la razón. Lo que ocurre es que al progresar en la unión con Dios, el auténtico místico se queda «toda sciencia trascendiendo», que diría San Juan de la Cruz.

Los gnósticos, que en muchas ocasiones recurrían a las prácticas de éxtasis, incluidas las cópulas rituales, niegan que entre la divinidad y nosotros se pueda establecer una comunicación personal, por eso se trata de buscar estados de intenso placer que sean incompatibles con el raciocinio.

En este párrafo, Brown hace que Langdon se lamente porque, tras el advenimiento del cristianismo, esa unión sexual mística ya no es posible. Lo curioso es que su lamento se refiere a «los hombres santos» que en ciertos momentos necesitan de la unión sexual «con sus equivalentes femeninas»... El modo en que Langdon construye el ejemplo indica claramente una concepción nada «femenina» del asunto. Los términos que utiliza reflejan una concepción que gira en torno a la genitalidad masculina, disfrazada de pretensiones pseudoreligiosas. Se queja de que los «hombres santos» ya no tengan a su disposición «mujeres santas» para tan altos fines. No parece que cuando escribió este párrafo, Brown estuviese igualmente preocupado por que las supuestas «mujeres santas» carecieran de sus compañeros.

Se comienza inventándose una religión fantástica y se acaba haciendo torpes cálculos.

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