conoZe.com » Leyendas Negras » Código Da Vinci » La verdad sobre El Código da Vinci. » La verdad sobre El Código da Vinci (Parte Segunda).- Examen crítico de los argumentos del Código Da Vinci

V.- Proporciones y más invenciones

Las abejas hacen trampa con la divina proporción

Capítulo 20, páginas 120-121;

«A pesar de los orígenes aparentemente místicos de Phi[7] [...]. Las plantas, los animales, e incluso los seres humanos poseían características dimensionales que se ajustaban con misteriosa exactitud a la razón de Phi a 1. [...] »-Un momento -dijo una alumna de la primera fila-. Yo estoy terminando Biología y nunca he visto esa Divina Proporción en la naturaleza. »-¿Ah no? -respondió Langdon con una sonrisa burlona-. ¿Has estudiado alguna vez la relación entre machos y hembras en un panal (sic) de abejas? »-Sí claro. Las hembras siempre son más. »-Exacto. ¿Y sabías que si divides el número de hembras por el de los machos de cualquier panal del mundo, siempre obtendrás el mismo número? »-¿Sí? »-Sí. El Phi».

A estas alturas comenzamos a sospechar que Langdon ha falsificado su título universitario y hasta el de educación básica. Eso sí, tiene la fortuna de rodearse de alumnos con escaso sentido crítico, a los que intimida con afirmaciones disparatadas y «sonrisas burlonas». La población de un enjambre o de una colmena varía notablemente a lo largo del año, y también varía y mucho la relación entre los machos y las hembras. De modo que la contundente afirmación «si divides el número de hembras por el de los machos de cualquier panal del mundo, siempre obtendrás el mismo número» es una contundente majadería.

En cualquier colmena, cuando llega el otoño la población de zánganos, de machos, prácticamente desaparece, puesto que las hembras los echan cruelmente cuando ya no desempeñan ninguna función. En esos momentos el ratio entre hembras y machos es de X a 0 (siendo X el total variable de las abejas hembras). Los zánganos vuelven a aparecer en primavera y verano, pero entonces, la proporción entre machos y hembras dista muchísimo de ser estable y nunca se acerca lo más mínimo a la llamada Divina Proporción. Un enjambre medio cuenta con una abeja reina; de trescientos a mil zánganos; y unas cuarenta y cinco mil o cincuenta y cinco mil obreras, las féminas. Dividimos el número de hembras (pongamos 50.000), entre los machos (pongamos 800) y obtenemos un ratio de más de 62 a 1. Recordemos que Phi es igual a 1,618. Así que en algún lado hay un error, ya que, de cumplirse la prometida proporción 1,618 (Phi) a 1, el número de obreras debiera ser casi cuarenta veces menor, o el de zánganos cuarenta veces superior.

A un alumno menos crédulo que los que la han caído en suerte a Langdon se le ocurriría -sin todavía saber que es falsa- que ya que la Divina Proporción rige, por ejemplo la relación entre obreras y zánganos (ya vemos cómo), ¿por qué no rige la relación reinas-obreras, o reinas-zánganos?

Realmente Langdon habla con el aplomo de un charlatán de feria y Brown sabe buscarle el público que compre sus baratijas.

La «Divina Proporción», más conocida en realidad como «número áureo» o «número de oro», se encuentra realmente en algunos lugares de la naturaleza, sobre todo en el mundo vegetal, principalmente cuando hallamos formas pentagonales. Es un signo más de la inteligibilidad y de la íntima armonía del mundo creado, que delata una inteligencia superior que lo gobierna. Cuando encontramos sentido en la naturaleza, nuestra inteligencia se niega a pensar que es fruto del azar y puede, lógicamente, remontarse a una inteligencia que ha ordenado las cosas. Parece que muchos artistas del Renacimiento hicieron uso en sus obras de la proporción dorada, logrando un equilibro, una perfección y una armonía sorprendentes. De modo que el «número áureo» hay que buscarlo donde se lo encuentra y no guarda relación con la divinidad femenina. Al menos nada hace sospecharlo.

Cómo documentar perfectamente cualquier cosa

Capítulo 20, página 124:

El profesor Langdon habla a sus alumnos: «Está perfectamente documentado que Leonardo era un ferviente devoto de los antiguos cultos a la diosa. Mañana os mostraré su famoso fresco La última cena, que es uno de los más sorprendentes homenajes a la divinidad femenina que vais a ver nunca».

Langdon hace una afirmación rotunda, que no deja lugar a dudas: «Está perfectamente documentado que Leonardo era un ferviente devoto de los antiguos cultos a la diosa». Lógicamente podemos preguntarnos por esos documentos que prueban esa especial práctica religiosa de Leonardo, pero no obtendremos ninguna respuesta satisfactoria de parte del autor. La «perfecta documentación» de este hecho tan insólito se limita a sugerir la existencia de símbolos «ocultos» en tres obras pictóricas: el fresco de La última cena y las dos versiones en óleo que representan a La Virgen de las rocas. Al asunto de los supuestos «mensajes ocultos» en las obras de Leonardo le dedicaremos un capítulo en la tercera parte. De momento, podemos preguntarnos si Leonardo dejó alguna constancia documental de sus creencias en materia de religión. Leonardo da Vinci no fue ciertamente un católico piadoso, pero no porque fuera un adepto de la «divinidad femenina», cosa de la que no existe ni el más mínimo rastro en sus escritos ni en las biografías que poco después de su muerte se escribieron. No se piense que ni él ni su biógrafo principal, Giorgio Vasari, tenían excesivo recato a la hora de escribir afirmaciones escandalosas para las autoridades eclesiásticas.

Leonardo vive en una época en la que culmina la transición de la Edad Media a la Edad Moderna. El mundo cultural europeo vivía, desde hacía más de cien años, el ascenso de la filosofía nominalista. Se respira un cierto escepticismo en el ambiente: se duda de que la razón sea capaz de comprender la huella de Dios en la creación y de adentrarse en la metafísica en el sentido clásico. En cambio, se piensa que el terreno más propio para el conocimiento humano es la realidad material. Es un período de gran desarrollo para la técnica y las ciencias aplicadas. Leonardo es probablemente el ejemplo más acabado de hombre renacentista: tenía una excepcional capacidad teórica y práctica para todos los campos, si exceptuamos los totalmente especulativos: la filosofía y la teología, para los que no muestra gran interés. Es un racionalista en el sentido moderno.

Durante la mayor parte de su vida adulta Leonardo fue lo que se suele llamar un «deísta». Creía en la existencia de ser un creador de todo, al que llamaba primo motare (primer motor), al modo de Aristóteles. Parece que le costaba creer en un Dios personal, en la Santísima Trinidad. No le era fácil creer que Dios interviniera en la historia, que realizase milagros, al menos fue así durante la mayor parte de su vida. Lo cierto es que el pintor reconocía que un ser supremo existía, pues se asombraba de la inmensa perfección de todo lo creado. El «culto a la diosa», que sólo existe en las mentes de algunos recientes representantes de la llamada New Age, tales como Dan Brown, de ser algo, es un pensamiento centrado en el hombre, muy emparentado con la filosofía budista, y que pretende encontrar un equilibrio entre las pasiones del hombre como máxima aspiración, sin ningún criterio moral externo. Nada más lejos del pensamiento de Leonardo, que en sus escritos morales habla abiertamente de las normas éticas universales y que si bien encuentra dificultades de fe, no deja de reconocer la existencia de un dios creador, no de «una diosa» (ver tercera parte, «la divinidad femenina»). En sus obras escritas, Leonardo no se recata en sus críticas a los eclesiásticos de su época y sin embargo no deja escapar ninguna insinuación relativa a «la sexualidad sagrada», a «la diosa», a María Magdalena ni a nada remotamente parecido.

En la mente de Brown, todo «disidente» de la Iglesia católica es ipso fado un potencial testigo del culto ancestral a la diosa. Le basta con decir que alguien no aceptaba la fe de la Iglesia para afirmar que «está perfectamente documentado que Leonardo era un ferviente devoto de los antiguos cultos a la diosa». La historia de la Iglesia cuenta con muchos hombres y mujeres que se separaron de ella, cada uno por un motivo diferente y que entre ellos no se ponían de acuerdo. Estar en contra de la Iglesia no quiere decir ser «compañero de batalla» de todo rebelde. Baste recordar el caso de Calvino y su relación con el español Servet. Calvino, separado de la Iglesia, constituyó un gobierno «teocrático» absoluto en la ciudad suiza de Ginebra. En aquella época vivía el racionalista Miguel Servet, que es un caso intelectual que guarda una cierta semejanza con Leonardo, de quien fue contemporáneo, si bien mucho más joven. Servet era también un racionalista que creía en la existencia de un dios, pero negaba la Santísima Trinidad y tenía tendencias panteístas. Fue también un grandísimo científico. Pensó fatalmente que ya que Calvino estaba contra la Iglesia, le protegería, pero lo que ocurrió fue que el terrible calvo (de ahí su apodo) no soportaba las divagaciones del español y mandó quemarlo vivo.

Leonardo no fue un gran católico, pero de ahí a hacerlo secreto miembro de una sociedad secreta afrodisíaca hay mucha distancia.

Cuenta Vasari en su primera biografía del maestro, escrita treinta y un años después de su muerte, que Leonardo «formó en su mente una doctrina tan herética que ya no sentía dependencia alguna de la religión, teniendo en más alta estima el conocimiento científico que la fe cristiana».

Pero cuando avanzó su vida y sintió próxima la muerte, el racionalista Leonardo, la gran mente del Renacimiento, pidió que «se le instruyera en la práctica católica -cuenta Vasari-, y en la buena y santa religión cristiana, y después, tras derramar muchas lágrimas, se arrepintió y confesó». Este dato concuerda con lo reflejado en el testamento que dictó el genio ante siete testigos, que lo rubricaron. Este texto no es muy conocido y tiene un especial valor ya que es un documento público civil y no eclesiástico. Conforme a este testamento se repartió la herencia del polifacético toscano y fue dado más de un año antes de su muerte ante el notario real Guillermo Boreau, en «la corte de la alcaldía de Ambroise», en Francia. He aquí algunos párrafos significativos, que dan fe de la gran evolución de su espíritu en los últimos años de su vida:

«Meser Leonardo de Vinci, pintor del rey, residente en la actualidad en Cloux, considerando la certeza de la muerte y la incertidumbre de su hora, ha conocido ante nosotros [...] su testamento, y manda de su última voluntad tal como sigue:

»Primeramente, recomienda su alma a nuestro soberano dueño y señor Dios, y a la gloriosa Virgen María, a monseñor San Miguel y a todos los bienaventurados ángeles, santos y santas del Paraíso.

»Ítem: el dicho testador quiere ser enterrado en la Iglesia de San Florentino de Ambroise, y que su cuerpo sea llevado allí por los capellanes de la misma.

»Ítem: que su cuerpo sea acompañado hasta la dicha Iglesia de San Florentino por el colegio de la dicha iglesia y también por el rector y el pintor, o por los vicarios y capellanes de la Iglesia de San Dionisio de Ambroise, así también como por los hermanos menores [frailes franciscanos] de dicho lugar.

»Y antes de que su cuerpo sea llevado a la dicha iglesia, el testador quiere que sean celebradas en dicha Iglesia de San Florentino tres grandes misas con diácono y subdiá-cono; y se dirán todavía treinta misas gregorianas.

»Ítem: en la Iglesia de San Dionisio será celebrado el mismo servicio y también en la iglesia de los dichos hermanos y religiosos menores».

El testamento de Leonardo continúa después recordando a sus más fieles amigos a los que va dejando todas sus posesiones. No se olvida de dejar «diez libras de cera en gruesos cirios» a cada una de las iglesias que ha mencionado para que alumbren durante las misas que han de decir por el descanso eterno de su alma. También deja «la suma de setenta sueldos» a cada cofradía que se encarga de los pobres «del asilo y de San Lázaro».

Curioso final para quien fue el más notable «Gran Maestre» del fantástico Priorato de Sión. Aún es más curioso que Dan Brown en su exhaustiva investigación no diera con las últimas voluntades del gran devoto de «la diosa».

Leonardo fue un hombre que durante toda su vida demostró no dejarse encasillar por el pensamiento común. Se permitió criticar a los eclesiásticos, por lo que tuvo que afrontar más de un problema. Pero cuando siente la muerte cerca dicta un testamento digno del más piadoso cristiano. Actúa como el que sabe que va a afrontar el juicio del Todopoderoso y no quiere dejar cuentas pendientes. ¿Por qué? Si de verdad despreciaba a la Iglesia y rendía culto en su interior a la divinidad femenina, ¿por qué en este momento tan crucial se olvida de ella? En cambio eleva su pensamiento a la Virgen Santa María, y ni siquiera dedica ni un renglón a (Santa) María Magdalena. De haberlo hecho hubiera demostrado simplemente ser un católico devoto de la santa, pero Brown se hubiera sentido afortunado, porque podría especular sobre las ocultas intenciones del toscano. Pero eso no sucedió. Se acordó particularmente de Dios, de la Virgen y del arcángel San Miguel, y después «de todos los bienaventurados ángeles, santos y santas del Paraíso». En esto sí que se asemejó a Santa María Magdalena, puesto que después de llevar una vida lejos de Dios, al final «se le perdonaron muchos pecados, porque amó mucho».

Brown fabrica pruebas a medida, y desacredita o simplemente ignora las pruebas auténticas. Afirma la existencia de una conspiración eterna, protagonizada por la Iglesia, que reescribe la historia, pero los hechos se encargan de desmentirle.

Notas

[7] Phi =1,618.

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