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Capítulo 3.- Elección divina

Según El Código Da Vinci, el cristianismo que conocemos hoy no es obra de Jesús y sus discípulos, sino del empera­dor Constantino, que reinó en el Imperio Romano en el siglo IV.

¿Es cierto?

¿Es preciso deletreado? Por supuesto que no.

Ciertamente, el cristianismo moderno puede ser diver­so, pero el núcleo de la fe cristiana es la creencia en que Jesús, perfecto Dios y perfecto Hombre, es el Único a tra­vés del cual Dios se reconcilió con el mundo -y con cada uno de nosotros-, y que la salvación (la participación en la vida de Dios) se alcanza a través de la fe en Jesús, que no está muerto, sino que vive.

Hablando a través de los personajes de su libro, Brown pretende hacemos creer que la fe es una creación de un emperador romano del siglo IV. En su opinión (ex­plicada por Teabing), esto es lo que sucedió:

Jesús fue venerado como un sabio maestro humano. Los escritos que exaltaban su humanidad fueron ampliamente difundidos. Recordemos, «miles de ellos». Cuando Constan­tino llegó al poder, se sintió inquieto por los conflictos entre el cristianismo y el paganismo que amenazaban con dividir su Imperio. Así que eligió el cristianismo, y reunió en el Con­cilio de Nicea a cientos de obispos a los que obligó a afirmar que Jesús era el Hijo de Dios, y eso fue todo.

Sinceramente, esto es muy extraño. Veámoslo poco a poco, y luego tratemos del tema crucial de la divinidad de Jesús.

Constantino

Constantino (aproximadamente. del 272 al 337 d.C.) ini­ció su reinado como emperador romano en el 306 d.C. y asentó su poder en el 312 d.C. al vencer a un rival en la fa­mosa batalla de Puente Milvio, en la que se sintió fortale­cido e inspirado por una visión que consideró cristiana.

No está claro lo que Constantino vio ni cuándo (si antes de esta batalla o después de alguna otra). Al­gunas versiones dicen que se trató de «chi-ro», las le­tras griegas «x» y «r» combinadas, que son las dos primeras letras de Cristo «Xrstoç». Otros relatos di­cen que fue una cruz.

Hasta ese momento, la práctica de la doctrina cristia­na era esencialmente ilegal en el Imperio Romano y de hecho, solo unos años antes (303 a 305 d.C.), los cristianos habían sufrido una persecución especialmente despiada­da en todo el Imperio bajo el reinado de Diocleciano.

(Sería oportuno detenemos aquí y preguntamos el mo­tivo de que el Imperio Romano encarcelara y torturara a los que permanecían fieles a un maestro sabio, si Jesús no era más que eso. Y ¿por qué habían de ser una amenaza pa­ra el Imperio los seguidores de aquel maestro sabio? En el Imperio abundaban los sistemas y las escuelas filosóficas. No estaban perseguidas. ¿Por qué lo era el cristianismo?).

Por alguna razón -quizá una tenue luz de la verdadera fe, la presencia de cristianos en su propia familia o alguna misteriosa estrategia política-, una de las primeras actua­ciones de Constantino fue la de publicar un edicto de tole­rancia del cristianismo, que daba fin a las persecuciones al menos por el momento.

Es cierto que durante su reinado, Constantino amplió no solo la tolerancia, sino sus preferencias por el cristianis­mo. Los motivos no están claros. Deseaba unificar el Impe­rio, seriamente agitado durante un siglo por las divisiones y los continuos conflictos. Ciertamente, la religión representa­ba un instrumento en aquel proyecto, y, quizá, él detectaba la fuerza del cristianismo y el declive del poder tradicional de la religión romana. Quizá influyeron los pensadores cris­tianos que tenían acceso a él, y posiblemente alguien de su propia familia, pero parece que finalmente, Constantino de­cidió hacer del cristianismo la única fuerza unitiva.

Todo ello resulta muy extraño para nosotros, acostum­brados como estamos a la separación entre la Iglesia y el Estado, una situación que sencillamente, no existía en el mundo antiguo ni en ninguna cultura. Cualquier Estado se sabía apoyado en cierto modo por el favor divino, con la subsiguiente responsabilidad de apoyar, a su vez, a las instituciones religiosas. Hasta Constantino, aquellas insti­tuciones habían sido los templos de los dioses romanos. Cuando Constantino cambió de opinión y apoyó a la cris­tiandad, asumió, naturalmente, la misma actitud respecto a las instituciones cristianas, financiando la construcción de templos e interviniendo en los asuntos de la Iglesia de un modo hoy sorprendente para nosotros.

Brown dice que Constantino hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio Romano. No lo hizo. Pro­porcionó un fuerte apoyo imperial al cristianismo, pe­ro el cristianismo no llegó a ser la religión oficial del Imperio Romano hasta el reinado del Emperador Teodosio, que gobernó desde el 379 d.C. hasta el 395 d.C.

El Concilio de Nicea

Ciertamente, Constantino hizo convocar el Concilio de Nicea en el 325 d.C. en Asia Menor, la zona que hoy cono­cemos como Turquía. En realidad, fue la segunda reunión de obispos que convocó durante su reinado. Aunque no todos acudieron, y apenas alguno de Occidente, el propósito del Concilio era el de adoptar decisiones que afecta­ran a toda la Iglesia, por lo que se le llamó «Concilio Ecu­ménico».

Pero ¿por qué? ¿Por qué lo hizo Constantino? Pues bien, según Brown, lo hizo con objeto de hacer más pode­rosa y más eficaz a la cristiandad según convenía a sus propósitos.

Un Concilio Ecuménico es la reunión de los obispos de toda la Iglesia. Cada uno acude desde las diócesis que ocupa. Los católicos reconocen veintiún conci­lios ecuménicos. Empezando por el Concilio de Ni­cea y terminando con el Concilio Vaticano II (1962 a ­1965).

Un mero maestro mortal como Jesús no tenía valor para él, pero si era el Hijo de Dios podría serle útil.

Realmente, hemos de detenernos y considerarlo. Tres­cientos obispos se reúnen en Nicea, obispos que, según el relato de Brown, creen que Jesús fue un «profeta mortal».

Constantino les dice que declaren que Jesús es Dios.

Y ellos dicen: de acuerdo. Todos ellos.

De nuevo tenemos que decir: no, en absoluto. No por­ que lo digan las fuentes: simplemente porque no fue así.

¿Por qué no es lógico? Quizá porque cuando exa­minas lo que hacían los obispos antes de reunirse en Ni­cea no nos mostraban un Jesús como «profeta mortal» en las liturgias que celebraban, ni en los tratados que escribían y usaban, ni en las Escrituras (per­fectamente establecidas por ellos) desde las que predica­ban y enseñaban.

¡Jesús es el Señor!

¿Es cierto que, trescientos años antes de Nicea, lo que lla­mamos la cristiandad consistía realmente en pasarse de mano en mano la sabiduría del profeta Jesús?

No. De hecho, el cristianismo nunca lo hizo.

Cuando examinamos los Evangelios y las cartas de Pa­blo, todo datado entre el 50 d.C. y el 95 d.C., lo que encon­tramos es una muestra coherente de descripciones de Je­sús como un ser humano en el que Dios mora de un modo único.

Los Evangelios muestran con toda claridad que los apóstoles no llegaron a conocer la identidad de Jesús has­ta después de la Resurrección. Estaban continuamente confusos, equivocados y naturalmente, seguían siendo unos judíos fieles, capaces de pensar sobre Jesús sola­mente dentro de un contexto accesible a ellos: como pro­feta (sí), maestro, «hijo de Dios» y «Mesías». En el am­biente judío, ninguno de estos términos implicaba una naturaleza divina, sino, más bien, el sentimiento de que era un ser elegido por Dios.

Sin embargo, a la luz de la Resurrección, comprendie­ron lo que Jesús les había insinuado durante su ministe­rio y que por fin afirmó explícitamente, como relata Juan en los capítulos 14 a 17 que Él y el Padre son uno.

Si leéis el Nuevo Testamento, lo encontraréis expresa­do de distintos modos: en los Evangelios; en el recuerdo de la concepción única y virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo (ver Mateo 1-2; Lucas 1-2); en todos los re­latos del bautismo de Jesús y de la Transfiguración; en la actuación de Jesús perdonando los pecados, lo que provo­có el escándalo porque «solo Dios puede perdonar pecados)) (ver Lucas 7, 36-50; Marcos 2, 1-12); y en varios pa­sajes esparcidos a través de los sinópticos y de Juan, en los que Jesús se identifica con el Padre de un modo que implica que, cuando nos encontramos con Jesús, nos en­contramos con Dios en su misericordia y en su amor (ver Mateo 10,40; Juan 14,8-14).

Si recorres los Hechos de los Apóstoles y las cartas de Pablo, que describen a la Iglesia primitiva y reflejan la predicación apostólica, no podrás evitar llegar a la con­vicción, que se encuentra en el núcleo de esa predicación, de que Jesús es el Señor -no solo un gran maestro o un hombre sabio-. (Lee 1 Colosenses o 2 Filipenses, por ejemplo, datadas ambas un par de décadas después de la Resurrección).

(Por cierto. el tema de esta sección no es «demostrar­te» que Jesús es una Persona divina. Es hacerte ver que los primeros cristianos le daban culto como Dios, y que no eran sus seguidores por considerarle un sabio y un maestro mortal. Descifrar lo que tú crees sobre Jesús no depende de mí, ni ¡por todos los santos! de Dan Brown. ¡Encuéntrate con Jesús, no a través de una novela, sino a través de los Evangelios!).

Se profundizó en aquel conocimiento de que Jesús comparte su naturaleza con Dios alrededor de los siglos si­guientes, como demuestra un rápido estudio de cualquier grupo de escritos de ese período. Por poner un ejemplo, Taciano, un escritor cristiano que vivió en el siglo II, escri­be: «No actuamos como locos, ¡oh griegos!, ni contamos historias vanas, cuando anunciamos que Dios nació en forma de hombre» (Oratio ad Graecos, p. 21).

Como hemos visto, a lo largo de esos siglos, los maes­tros cristianos ya habían tenido que aclarar la fe en Cristo frente a las herejías. Una de ellas, que ocasionó un proble­ma en el siglo II, fue el «docetismo», nombre que se deriva de una palabra griega que significa «Me parece». Los do­cetistas afirmaban que Jesús era Dios, pero excluían toda humanidad real. Creían que su forma humana y sus sufri­mientos no fueron auténticos, sino solamente una visión. La existencia del docetismo demuestra, de un modo exa­gerado que la divinidad de Jesús estaba muy asentada antes del siglo IV.

No es este el lugar adecuado para explicar el significa­do y las implicaciones de las naturalezas divina y humana de Jesús sino simplemente para señalar lo profundamen­te equivocado que es el relato de Brown cuando se refiere a lo que pensaban los cristianos respecto a Jesús.

Afirma Brown que Constantino fue el inventor de la noción de la divinidad de Jesús en el siglo IV. Como de­muestran los testimonios del Nuevo Testamento y aclaran los tres primeros siglos de doctrina y culto cristianos no fue así. Y si estamos realmente interesados en lo que en­señaban y creían los primeros cristianos sería mucho mejor que acudiéramos a una fuente original en lugar de a una novela popular.

¿Cuál es esa fuente? El Nuevo Testamento por su­puesto, que cualquier persona seriamente interesada en estos temas debería leer, estudiar y reflexionar.

Y no olvidéis esto. Cuando Brown cuestiona la perso­na de Jesucristo en El Código Da Vinci jamás cita algún li­bro del Nuevo Testamento. Jamás.

Arrio y el Concilio

Ahora bien, el Concilio de Nicea tuvo algo que ver con el tema de la divinidad de Jesús, pero no lo que dice Brown en El Código Da Vinci.

Como probablemente sabes, si intentas explicar du­rante uno o dos minutos la realidad de Jesús como perfec­to Dios y perfecto Hombre, captarás la dificultad que tie­nes en entenderlo y expresarlo, pues surgen toda clase de preguntas espinosas e interesantes que no están explícita y directamente respondidas en la Escritura.

El Nuevo Testamento deja constancia de lo que experi­mentaron los que conocieron a Jesús: un hombre perfecto en el que encontraron a Dios, que como Dios, perdonaba los pecados, que hablaba con la autoridad de Dios y al que la muerte no pudo vencer. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo definirlo?

Eso llevó varios siglos y, como suele ocurrir en estos casos, la necesidad de definir a Jesús con mayor claridad y exactitud nació en el contexto de un conflicto. Había surgido la siguiente teoría: Jesús no era, en realidad, un ser humano, sino que Dios adoptó forma humana como si fuera un disfraz (docetismo), lo que era claramente inco­herente con el testimonio de los apóstoles. En consecuen­cia, los obispos y los teólogos tuvieron que reexpresar el testimonio de los apóstoles de un modo asequible para su época y que respondiera a las preguntas que la gente les planteaba.

No era fácil, pues, como hemos dicho, es un concepto extremadamente arduo para que lo comprendan nuestras mentes. Pero recordemos que fue fundamental para los que defendían la antigua creencia en Jesús como perfecto Dios y perfecto Hombre. Y lo fue. ¿Cómo podemos hablar de Jesús de un modo que sea completamente fiel al com­plejo y completo relato de Él que leemos en los testimonios apostólicos? Porque los Evangelios nos describen a un Je­sús hambriento, atemorizado y enojado. Lo describen ac­tuando con la autoridad de Dios y venciendo a la muerte. De cualquier modo que hablemos de Jesús, hemos de ser fieles a todo el misterioso y apasionante testimonio de los Evangelios y de los primeros escritos cristianos.

A comienzos del siglo IV apareció en escena un nuevo problema especialmente atractivo propagado por un sacerdote llamado Arrio, de Alejandría, Egipto.

Arrio enseñaba que Jesús no era perfecto Dios: era, ciertamente, la más excelsa de las criaturas de Dios, pero no compartía con Él la identidad ni la naturaleza. Estas ideas llegaron a hacerse rápidamente muy populares en­tre los seguidores de Arrio y entre los seguidores del cris­tianismo tradicional, y hubo que convocar el Concilio de Nicea para resolver el problema.

Así lo hizo, reafirmando la naturaleza divina de Jesús en términos filosóficos, pues tal era el tipo de lenguaje con el que Arrio basaba su argumentación. El resultado es el que leemos en el Credo de Nicea, que Jesús es: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, en­gendrado no creado, de la misma naturaleza que el Pa­dre...».

Un experto en Sagrada Escritura, Luke Timothy John­son, escribe en su libro El Credo:

«En el Concilio los obispos consideraron que esta­ban corrigiendo una tergiversación, no la invención de una nueva doctrina. Emplearon el lenguaje filosófico del ser, porque se había convertido en el lenguaje del análi­sis, y porque la Escritura no les proporcionaba los tér­minos precisos para expresar lo que era necesario expo­ner... consideraban que no estaban desvirtuando sino preservando la totalidad del testimonio de la Escritura» (p. 131).

Y sí; el debate fue sometido a una votación que Brown describe entrecortadamente, y que para él significó el fi­nal de toda la aventura. Pues bien, tanto la tradición judía como la cristiana ha buscado de distintas formas la inter­vención de la sabiduría y la voluntad divinas. Leemos, por ejemplo, que los líderes del Antiguo y del Nuevo Testa­mento eran escogidos por sorteo, porque significaba que Dios guiaba el resultado de la elección.

Y no fue, en contra de lo que afirma Brown, una vo­tación reñida. Solamente dos obispos de los aproximada­mente trescientos (el número exacto varía) votaron en apoyo de lo que Arrio enseñaba en detrimento de Jesús.

Un error más

Como podemos ver de nuevo, absolutamente todo lo que Brown dice sobre este aspecto de la historia del cris­tianismo es incorrecto.

Dice que, hasta el siglo IV, la «cristiandad» era un mo­vimiento formado en torno a una idea de Jesús como un «profeta mortal». Una simple lectura del Nuevo Testa­mento, escrito unas pocas décadas después de la resurrec­ción, demuestra que no es así. Los primeros cristianos predicaban a Jesús como el Señor.

Dice que el Concilio de Nicea inventó la idea de la di­vinidad de Cristo. Al contrario. Actuó con objeto de pre­servar la integridad de esta fe constante en Jesús, miste­riosamente humano y divino.

Una nueva equivocación en cada párrafo.

¿Cuál será la siguiente?

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