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Capítulo 2.- ¿Quién seleccionó los Evangelios?

Si vais a aprender de El Código Da Vinci algo de historia del cristianismo primitivo, aquí tenéis la lección de hoy:

Jesús fue un hombre sabio, un mortal, sobre cuya vida se han escrito muchos -miles- relatos durante aquellos primeros siglos. De hecho, más de ochenta evan­gelios, pero ¡solamente cuatro fueron incluidos en la Bi­blia! ¡Y lo hizo el Emperador Constantino en el 325!

Luego, a consecuencia del Concilio de Nicea -nos ha­ce saber El Código Da Vinci-, aquellos miles de trabajos que presentaban a Jesús como un maestro humano fue­ron suprimidos por meras motivaciones políticas, y, como dice el personaje de Langdon, los que defendían la histo­ria de un Jesús, maestro mortal -que según dice, era la historia original de Cristo-, fueron llamados «herejes».

Hasta este momento, hemos intentado realmente man­tener un tono ponderado y objetivo en nuestro tratamiento, pero, llegados a este punto, no podemos continuar.

Esto es un error y más que un error. Es una fantasía, y ni siquiera la investigación más profana y la universidad menos religiosa posible apoyarían el relato de Brown so­bre la formación del Nuevo Testamento.

No es historia seria y no podemos tomarla como tal. Observemos su peculiar interpretación del pasado con mayor atención, para captar todo lo que hay en las pági­nas de esta novela tan «objetiva». Y aprovechemos la oportunidad de aprender la historia mucho más intere­sante de cómo el Nuevo Testamento llegó a serlo.

Un desarrollo no tan sorprendente

En El Código Da Vinci, el erudito Teabing deja aparente­mente atónita a Sophie cuando le anuncia: «La Biblia no nos llegó impuesta desde el cielo» (p. 287). Se supone que esta es una noticia sorprendente, con la que contrasta su relato de lo que «sucedió en realidad».

La consecuencia es que, si la Biblia realmente no nos cayó de las nubes completa, acabada y con un útil índice de materias escrito por Dios, la única alternativa que nos queda es pensar que la formación de la Escritura fue un proceso en el cual pasajes igualmente válidos de la vida de Jesús fueron aceptados o descartados por gentes movidas por el deseo de poder.

Pues bien: sencillamente, eso no sucedió.

Podéis estar seguros de que el proceso -el estableci­miento del Canon de la Sagrada Escritura- no es secreto. Uno puede sacar un libro de la biblioteca y enterarse de toda la historia en cuestión de minutos. Y sobre todo, la participación humana no disminuye la santidad de los li­bros.

Después de todo, Jesús no nos dejó una Biblia cuando subió al cielo. Dejó una Iglesia: los apóstoles, María su madre, y otros discípulos entre los que había hombres y mujeres. Tan esencial como es la Biblia para los cristianos como fundamento y fuente segura de la revelación, es importante destacar que durante aquellas primeras déca­das, los cristianos vivían, aprendían y rezaban sin el Nue­vo Testamento. Habían recibido la fe por reflejo del Antiguo Testamento y por medio de la enseñanza oral, esa fe enraizó con el testimonio de los apóstoles; y esta fe fue moldeada y alimentada a través de sus encuentros con el Señor vivo en el bautismo, en la Cena del Señor, en el perdón de los pecados y en la vida compartida con otros cristianos.

Y no por otro camino que el de esta iglesia llegaron los li­bros del Nuevo Testamento: el testimonio escrito final­mente por los testigos de Jesús, cribado y concreto.

¿No llegó un fax del cielo? No hay problema. Quizá fue una gran noticia para la pobre Sophie, pero no es una novedad para nosotros.

Dichos e historias

Desde los primeros inicios, algunos textos cristianos fue­ron valorados por encima de otros.

Y lo fueron por varias razones: tenían su origen en la primera época apostólica; conservaban con exactitud las palabras y los hechos de Jesús; podían emplearse en la li­turgia, la predicación y la enseñanza para comunicar fiel­mente la fe en Jesús a toda la comunidad cristiana.

Por favor, advierte la ausencia de «referencias al sa­grado femenino» o de «injurias al poder de las mujeres» en la lista.

De todos modos, hacia la segunda mitad del siglo II, los cristianos ya se habían afianzado en lo que llegaría a llamarse «la regla de la fe»: dos importantes conjuntos de escritos: los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y las Cartas de Pablo.

¿Cómo sabemos que aquellos trabajos fueron los se­leccionados? Porque se leían en el culto y aparecen re­ferencias a ellos en los escritos de los Padres cristianos que han llegado hasta nosotros.

Es realmente importante apuntar que a pesar de lo que dice Brown, no había ochenta evangelios en circu­lación. De hecho, ese número carece absolutamente de base.

Seguramente existieron otros evangelios junto a los cuatro de nuestro Nuevo Testamento. Lucas lo indica cla­ramente al comienzo del suyo:

«Ya que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han cumplido entre nosotros... me pare­ció también a mí, después de haber estudiado todas las cosas con exactitud desde los orígenes, escribírtelo por su orden, distinguido Teófilo, para que conozcas la firmeza de las enseñanzas que has recibido».

«Evangelio» significa literalmente «bue­na nueva». El Evangelio es la Buena Nueva de nues­tra salvación por medio de Jesucristo. Los Evange­lios son relatos escritos de esa Buena Nueva.

Los expertos creen que el conjunto de los dichos y en­señanzas de Jesús sirvió de fuente a los Evangelios, y que hubo unos pocos -El Evangelio de Pedro, El Evangelio de los Egipcios y El Evangelio de los Hebreos- que tuvieron un uso muy limitado.

El hecho es que, incluso ya a mediados del siglo II, los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan fueron las fuentes primitivas que usaron los primeros cristianos pa­ra difundir la historia de Jesús a través de la enseñanza y el culto.

Igualmente interesante es otra clase de escritos que mucho antes de que fueran escritos los Evangelios, leía la comunidad cristiana durante el culto: las cartas de Pablo.

Es cierto. Los primeros libros escritos del Nuevo Tes­tamento fueron las cartas de Pablo, quizá la 1 Tesaloni­censes, escrita aproximadamente en el año 50 d.C. Pablo se convirtió en seguidor de Cristo dos o tres años después de la muerte y resurrección de Jesús, y pasó el resto de su vida viajando, creando comunidades cristianas a lo largo de todo el Mediterráneo y como sabemos, murió mártir en Roma. Escribió numerosas cartas a las comunidades que había fundado y posteriormente, aquellas comunida­des empezaron a hacer copias de las cartas y a enviarlas a otros cristianos. De hecho, la colección de cartas de Pablo circulaba ya entre ellos al final del siglo I.

En la novela, Teabing describe un «legendario Documento Q», de la enseñanza de Jesús, escrito quizá por su propia mano, cuya existencia admite incluso el Vaticano. La verdad sobre «Q», no es tan sorprendente. Existe una gran cantidad de material que comparten Mateo y Lucas, no Marcos. La hipótesis de los expertos sugiere que podrían haber empleado una fuente documental común, llamada «Q», por quelle, la palabra alemana para «fuente». El Vaticano -junto con otras muchas personas- está completamente de acuerdo con su posible existencia.

Ahora, volvamos atrás y veamos hasta dónde hemos llegado.

Desde muy pronto, los relatos de la vida de Jesús -que con el tiempo fueron reunidos en los cuatro Evangelios que hoy tenemos-, circulaban entre los cristianos, que los consideraban un relato fiel de la vida del Cristo vivo y un auténtico punto de encuentro con Él. También estaban di­fundidas las cartas de Pablo, que se usaban para el culto, junto a textos del Antiguo Testamento. Los escritores cris­tianos los citan con frecuencia. La historia que nos trans­miten de Jesús -como Aquel a quien Dios envió para re­conciliar al mundo, que padeció, murió y resucitó, y ahora reina como Dios y Señor- fue la historia que mol­deó el pensamiento, el culto y la vida de los primeros cris­tianos.

Hablando con propiedad, no existieron «miles», de do­cumentos que «informaran de Su vida como hombre mor­tal», ni existieron otros ochenta evangelios que, como dice un personaje de la novela, a partir de los cuales se eligiera solo algunos, como si se tratara de un conjunto de códices y pergaminos en la mesa de reunión de un consejo de ad­ministración. De eso estamos completamente seguros.

Volviendo a los Evangelios (que es nuestro asunto principal), no cabe duda de que los que hoy tenemos fue­ron considerados como normativos por la comunidad cristiana a mediados del siglo II. Escritores cristianos co­mo Justino el Mártir, Tertuliano e Ireneo -que escribieron y enseñaron en su tiempo en Roma, África del Norte y Lyon (en lo que ahora es Francia), respectivamente- se re­fieren a los cuatro Evangelios que conocemos ahora co­mo las primeras fuentes de información sobre Jesús.

Sencillamente, Constantino no lo hizo.

Innumerables traducciones, adiciones y revisiones

Según relata la novela, en su conferencia sobre la historia de la Biblia, después de afirmar que la Escritura no llegó por fax, Teabing alerta a Sophie sobre las «innumerables traducciones, adiciones y revisiones. Históricamente, nunca ha habido una versión definitiva del libro».

Bien, de acuerdo, si por «definitivos» quieres decir «textos absolutamente originales escritos por la mano de su autor».

De nuevo, esto es lo que llamamos «sofisma»: un aspec­to que aparece en una argumentación y que es increíble.

Ciertamente, existen muchos manuscritos del Nuevo Testamento y muchos fragmentos de los libros: más de cinco mil fragmentos de los primeros siglos del cristianismo, el más antiguo fechado en el 125 a 130 d.C., junto a más de treinta datados a finales del siglo II o primeros del III, que contie­nen «gran cantidad de libros enteros, y dos que contienen la mayoría de los evangelios, los Hechos o las cartas de Pablo» (Craig Blomberg en Reasonable Faith, de William Lane Craig).

En esos manuscritos aparecen algunas variaciones in­significantes, pero es importante apuntar lo siguiente:

«Las únicas variaciones del texto que afectan a más de una frase o dos (y la mayoría afectan solamente a una pa­labra aislada o a una frase) son Juan 7,53; 8,11 y Marcos 16, 9-20... Pero, sobre todo, el 97 a 99 % del Nuevo Testa­mento puede ser reconstruido más allá de cualquier duda razonable».

Ahora, si os tomáis la molestia, atended a esto:

«De la Guerra de las Galias (aproximadamente, 50 a.C.) solo hay nueve o diez manuscritos fiables, y el más antiguo data de novecientos años después de los sucesos que relata. Solo sobreviven treinta y cinco libros de los ciento cuarenta y dos de la historia de Roma de Livio, y de los veinte manuscritos, solo uno data del siglo IV (Livio vivió desde el 64 a.C. hasta el 12 d.C.). De los catorce li­bros de la historia de Roma de Tácito solamente tenemos cuatro y medio en dos manuscritos que se remontan a los siglos IX y X. El caso es, sencillamente, que existe la evi­dencia de que los autores del Nuevo Testamento aventajan en tiempo a la documentación que poseemos de cual­quier otro escrito antiguo. No hay base para afirmar que las ediciones clásicas del Nuevo Testamento griego no si­guen fielmente lo que los escritores del Nuevo Testamento escribieron en realidad».

Los cristianos sabemos que nuestras Escrituras son el resultado de la acción de Dios a través de instrumentos humanos. Esos instrumentos son imperfectos, limitados, pero el caso es que el testimonio de los manuscritos del Nuevo Testamento es, en gran parte, el de unos relatos an­tiguos y convincentes, cuyas variaciones manuscritas no alteran el significado del texto.

La formación del Canon

Ahora bien, ciertamente hubo otros libros que circulaban entre las comunidades cristianas e incluso, se usaban en la liturgia. Textos instructivos como Didache y El Pastor de Hermas. Hubo cartas de otros apóstoles o de los que es­taban unidos a ellos. La Primera Carta de Clemente, escrita alrededor del 96 d.C. desde la Iglesia de Roma a la Iglesia de Corinto, estuvo ampliamente difundida, especialmente en Egipto y en Siria. Incluso hubo otros textos que con el título de «evangelios» emplearon varias comunidades cristianas: por ejemplo, un Evangelio de los Hebreos, un Evangelio de los Egipcios y un Evangelio de Pedro.

¿Por qué no figuran hoy en nuestro Nuevo Testamento?

Existen razones que es preciso aclarar aquí frente a esas otras que no tienen nada que ver con las maquina­ciones políticas que sugiere Brown, ni nada que ver con el Concilio de Nicea o de Constantinopla. Es también importante señalar que los textos gnósticos en los que Brown centra su teoría nunca fueron considerados ca­nónicos excepto por los autores gnósticos que los escri­bieron.

Como sucede en muchas ocasiones a lo largo de la his­toria del cristianismo, el motivo para determinar qué li­bros eran aceptables para su uso en el culto fue la res­puesta de la Iglesia a un desafío.

Canon: De una palabra griega que significa «regla», es el grupo de libros reconocido por la Iglesia como inspirados por Dios y autorizados para ser emplea­dos por toda la Iglesia.

El desafío se produjo a mediados del siglo II y tomó dos direcciones: la del movimiento que trataba de reducir drásticamente el número de libros reconocidos como Sa­grada Escritura, y la del movimiento que trataba de añadir otros libros.

El primer tipo de oposición procedía de un hombre llamado Mar­ción. Marción, hijo de un obispo que, por cierto lo exco­mulgó, organizó un movimiento en Roma a favor de sus creencias que, entre otros puntos rechazaba al Dios que describe el Antiguo Testamento. Enseñaba que las únicas Escrituras válidas para los cristianos eran solo diez car­tas de San Pablo y una versión corregida del Evangelio de Lucas.

Puede resultar sorprendente el hecho de que Mar­ción fuera hijo de un obispo, especialmente por la afirmación de Brown sobre la enemistad del cristianismo primitivo hacia el matrimonio y la sexualidad. En la cristiandad oriental, tanto católicos como ortodoxos pueden ca­sarse. Esta tradición se remonta a la antigüedad. Por ejemplo, san Patricio de Irlanda era hijo de un diá­cono y nieto de un sacerdote.

El segundo tipo de oposición partió de los gnósticos, ya estudiados en el capítulo anterior, y de otra herejía lla­mada montanismo. Tales versiones del cristianismo te­nían sus propios libros, como hemos visto, y la pregunta surge inmediatamente: ¿Qué lugar ocupan? ¿Representan un conocimiento válido de Jesús?

La presión venía por ambos lados: Marción deseaba eliminar libros; los gnósticos exigían la misma autoridad para los suyos. Obviamente, era necesaria una definición.

Lo primero, pongamos en claro un punto. La necesi­dad de la definición no surgió porque las personas que es­taban en el poder sintieran amenazada su posición. Du­rante ese período, el cristianismo era una minoría religiosa, perseguida periódicamente por las autoridades romanas, y cuyos seguidores arriesgaban mucho -inclui­das sus vidas- para ser fieles a la fe en Cristo. Permanecer fiel al Evangelio no era beneficioso. Si acaso, era todo lo contrario.

No; la necesidad de la definición nació por la gravedad de las consecuencias de aceptar tanto las ideas de Marción como la idea gnóstica de Cristo. Ambas, cada una por su lado, ofre­cían una explicación distinta que rebajaba la persona de Je­sús y su enseñanza. Ambas separaban tajantemente al cris­tianismo de sus raíces judías, y en especial el gnosticismo despojaba a Jesús de su humanidad. Ningún relato gnósti­co-cristiano incluye la Pasión y Muerte de Jesús. Ambas presentaban una imagen de Jesús profundamente ajena a los recuerdos que los primeros cristianos guardaban de Él, recuerdos que están documentados en los cuatro Evangelios, en Pa­blo y en la vida de la Iglesia que iba desarrollándose.

En respuesta a estos desafíos, los líderes cristianos empezaron a definir con mayor claridad los libros apro­piados para su uso en las Iglesias cristianas en la liturgia y en la catequesis. Durante un par de siglos, esto se hizo a través de estudios en común y de las definiciones de cada obispo. Los Evangelios y las cartas paulinas eran el núcleo comúnmente aceptado. Algunos obispos, especialmente los de Occidente, pensaban que la carta a los Hebreos no era aceptable, y algunos obispos orientales no estaban segu­ros sobre el Apocalipsis o Libro de la Revelación.

Sin embargo, las dudas no versaban sobre el mérito espiritual de esos libros. Las dudas estaban siempre rela­cionadas con la calidad implícita de este proceso desde el principio: ¿Qué libros encarnaban mejor quién era y es Jesús para toda la Iglesia? ¿Proceden esos libros de la época de los apóstoles? ¿Coinciden los Evangelios lo que nos dicen de Jesús? ¿Son edificantes para el conjunto de la Iglesia o tienen un interés más local?

No; a lo mejor estáis pensando que discutían sobre: ¿No contendrán una historia secreta sobre Jesús y María Magdalena que debemos ocultar al mundo?». No. Ese no parecía ser el problema.

Con el tiempo, cuando el cristianismo estuvo más asentado, y desaparecida la amenaza de la persecución, los líderes cristianos fueron capaces de reunirse y tomar decisiones para una Iglesia más extensa. El Concilio de Laodicea, alrededor del 363 d.C., confirmó la enseñanza y los usos seculares de la Iglesia por medio de una lista de libros canónicos que incluían todos los que conocemos, excepto el Apocalipsis. En el 393, un concilio reunido en Hipona, en el norte de África, estableció el Canon -in­cluyendo el Apocalipsis-, tal y como lo conocemos hoy, y declaró que aquellos libros eran los libros que debían leerse en los templos en voz alta y añadiendo, y es importante apuntarlo, que en el día de la fiesta de los mártires, también debía leerse el relato del padecimiento y muerte del mártir. Esto era varios años después del decreto de Constantino.

Resumiendo: repasemos el proceso una vez más: Los apóstoles y otros discípulos fueron testigos de la predica­ción de Jesús, de su ministerio, de sus milagros, de sus padecimientos, de su muerte y de su resurrección. Guar­daron lo que habían visto y oído y lo transmitieron. Desde su aparición, los primeros textos escritos fueron cons­tantemente comparados con la antigua historia relatada por los primeros testigos. Finalmente, frente a las nuevas enseñanzas surgidas en directa contradicción con los an­tiguos testimonios, los líderes de la Iglesia declararon que, por estar ligados a los apóstoles y coincidir con los antiguos testimonios, estos libros son los apropiados para el uso en el culto y para transmitir la fe en Jesús.

No hay secreto, podemos añadir. No hay unos conoci­mientos ocultos que los obispos hayan ido pasando de mano en mano por orden del emperador Constantino. El proceso estaba ahí, a la vista, desde los testimonios originales hasta la gradual definición del canon.

Y no fueron suprimidos miles de relatos sobre Jesús, ni tampoco ochenta evangelios. En una novela, quizá, pe­ro no en la realidad.

¿Y qué?

Puede parecer un punto de poca importancia, pero no lo es. Muchos lectores se han sentido desconcertados por la versión de la historia que ofrece El Código Da Vinci. Pare­ce insinuar que la Biblia que hoy tenemos es el resultado del rechazo desleal hacia los relatos válidos de Jesús por parte de los líderes de la Iglesia, que se veían amenazados por ellos.

Como habéis visto, no fue así. Sí; las manos huma­nas desempeñaron un papel en el establecimiento del Canon, pero sus decisiones no fueron motivadas por el deseo de oprimir a las mujeres o de conservar el poder. Se vieron en la obligación -muy seriamente asumida- de asegurarse de que la vida y el mensaje de Jesús fueran absoluta y exactamente preservados para las futuras ge­neraciones en un Canon inspirado por el Espíritu Santo según la fe cristiana. Por supuesto, hubo libros que no se incluyeron. Unos porque no eran de aplicación univer­sal, o porque sus huellas no se remontaban a los tiempos apostólicos. Otros fueron rechazados porque solamente eran descripciones de Jesús -difícilmente reconoci­ble como el mismo Jesús que encontramos en los Evan­gelios y en Pablo- en intentos para situarlo en filosofías y movimientos espiritua­les nuevos.

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