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La lección del «caso Hawking», veinte años después

Bajo el título «Lo divino y lo humano en el universo de Stephen Hawking», Ediciones Cristiandad acaba de publicar un ensayo sobre las consecuencias filosóficas de la cosmología de este autor, a cuya realización he dedicado no poco estudio.

Para comprender el sentido de tal esfuerzo, y el interés que puede tener la lectura de «Lo divino y lo humano...», quizá sea útil evocar por un momento los orígenes del «fenómeno Hawking». La ocasión, desde luego, no es mala, ya que, por estas mismas fechas, hace justo veinte años, apareció la primera edición castellana del libro de divulgación científica más vendido de todos los tiempos: «Historia del tiempo» [por cierto, una mala traducción del título de la versión inglesa, «A brief history of time», en la que desaparece su fina ironía].

Con esta obra, Stephen Hawking pasó, de la noche a la mañana, de ser un físico conocido dentro del reducido grupo de especialistas en gravitación y cosmología, a convertirse, a los ojos del gran público, en el heredero de Newton y Einstein. Sobre todo de Einstein: el prototipo de hombre sabio, al que se le consulta sobre cualquier tema, y cuya opinión se escucha siempre con el mayor de los respetos.

¿Qué era lo que prometía, pues, la lectura de «Historia del tiempo»? La contraportada del libro resaltaba la autoridad académica de Hawking, así como su esfuerzo por escrutar, pese a la grave limitación de su enfermedad, «el sentido del universo: por qué es como es y por qué existe». El ensayo que entonces presentaba al público divulgaría los resultados de tales indagaciones, y explicaría «las leyes que desvelan la compleja danza geométrica creadora del mundo y de la vida».

Y en el texto de la solapa delantera del libro se proponían algunas preguntas para guiar la lectura:

«¿Hubo un principio en el tiempo? ¿Habrá un final? ¿Es infinito el universo? ¿O tiene límites? [...] ¿Cuál es la naturaleza del tiempo? [...] ¿Puede ser el universo un continuum sin principio ni fronteras? Si así fuera, el universo estaría completamente autocontenido y no se vería afectado por nada que estuviese fuera de él. No sería ni creado ni destruido, simplemente sería. ¿Qué lugar queda entonces para un Creador?»

¿Qué lugar queda entonces para un Creador? Dos décadas después, la pregunta sigue asociada con el modelo cosmológico propuesto por Hartle y Hawking. Para un número -no sé si grande o pequeño- de personas, «Historia del tiempo» ha demostrado que el universo de la cosmología cuántica simplemente existe, y no hay lugar en él para un Creador. Y, en opinión de otros muchos, no es que tal cosa haya sido demostrada, pero sí que el modelo de Hawking supone para el teólogo, más que nada, un problema a resolver. (Un problema fácil o difícil, según los autores).

Sin embargo, dos décadas después del furor de «Historia del tiempo», ya va siendo hora de cuestionar semejante interpretación de la cosmología cuántica, por mucho que nos induzcan a ella pasajes hawkingnianos como el que acabamos de mencionar. Pues lo cierto es que las insinuaciones de ateísmo que salpican la obra que estamos comentando no son más que añadidos ideológicos, que casan realmente mal con el escenario físico en el que pretenden basarse.

Este juicio puede parecer demasiado tajante, pero, en realidad, viene avalado por una razón bien sencilla. A saber: que basta examinar con cierto detalle la estructura del modelo cosmológico de Hartle y Hawking para darse cuenta de que, de entre las hipótesis discutidas por la cosmología física actual, es justo la de estos autores la que presenta mayores analogías con ese universo finito y plenamente racional que sirvió de base, en el siglo xiii para algunas de las vías clásicas de acceso al conocimiento de la existencia de Dios.

El universo de Hawking no tiene un inicio temporal. Eso es cierto. Pero tampoco lo tenía el cosmos aristotélico, y ello no impidió el despliegue de la teología natural tomista. Pues lo que la teología natural afirma del universo en conjunto, considerado como creación, son esencialmente estos dos puntos:

  • En primer lugar, que la naturaleza es plenamente inteligible en sí (como producto del Logos divino), y también en gran medida inteligible para nosotros (como consecuencia de ser imagen de Dios).
  • Y, en segundo lugar, que el universo, como producto de la mente divina, es algo con una cierta estructura, algo «determinado», en el sentido en el que Aristóteles afirmaba de las sustancias que son «un esto» [tode ti]. En otras palabras, que el universo se asemeja a un objeto físico ordinario (o, si se prefiere, a una obra de arte), y como tal, es contingente, y tiene sentido preguntarse por su causa.

Pues bien, la plena inteligibilidad del mundo, como un todo -sin excepciones ni singularidades-, no había sido formulada, desde el cosmos aristotélico, de un modo más claro que en el modelo cosmológico de Hawking. Y si hay un modelo que describe el universo justo igual que un objeto físico ordinario, manifestando así su necesidad de un fundamento, es éste.

El lector interesado en los detalles de la argumentación, podrá encontrarlos en las páginas de mi ensayo. Pero lo que me interesa subrayar ahora es la lección que, veinte años después, deberíamos extraer del caso Hawking. Se trata de la siguiente:

El problema no es la ciencia. El problema es que los materialistas intentan vendernos como ciencia lo que no es sino una lectura sesgada de la misma. Una lectura pobre, que oscurece y vela el hecho de la creación, y despoja a la naturaleza de las huellas de sentido que contiene. A ella, y a nosotros.

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