conoZe.com » bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia

El angustioso problema del mal (I)

Un sacerdote que ejerce su ministerio en un hospital narra la tremenda impresión que le causa la

desesperación de muchas personas ancianas:

-Yo voy a morir, y después de la muerte, no hay nada -le dice una de ellas.

-¿No cree usted en el más allá, en el paraíso? -No. He sufrido demasiado en mi vida para creer en ello. «Estas palabras de desesperación me han trastornado», comenta el sacerdote. Después de un momento de silencio le digo: «Mire: el problema del mal y del sufrimiento es el mayor problema que existe, y los creyentes no pueden decir gran cosa sobre ello... Lo único que puede decirse seriamente es que Cristo, que para los creyentes es el Hijo de Dios, ha sufrido y murió abandonado de los suyos.» Tales explicaciones no parece que convencieran al enfermo: «He sufrido demasiado en mi vida para creer en ello... »

Albert Kastler, premio Nobel de física, llega a conclusiones semejantes en su respuesta a una encuesta de Christian Chabanis. La presencia del mal físico en el mundo le lleva a concluir la ausencia de un Dios-amor: «Si admito que existe un universo, que un Dios omnipotente y omnisciente lo gobierna, verdaderamente él no es amor. La observación del mundo me fuerza a constatar que la vida de los seres está basada sobre la muerte de los seres, desde lo más alto a lo más bajo de la escala.» -Y ¿usted ve una contradicción entre el amor y la muerte? -Sí. Si yo me pusiera en la situación de un creador, pienso que habría sido posible hacer un universo sin que el progreso estuviera basado en la destrucción y el sufrimiento.

«Se verá del otro lado»

María de la Encarnación, la ursulina francesa del siglo XVII, que ejerció su misión en Norteamérica, cuenta que los indios Hurones convertidos morían todos de la peste, en tanto que los otros indios escapaban de ella. En tales condiciones, evidentemente, no resultaba fácil ni agradable predicar el Evangelio: quienes lo aceptaban parecían castigados por Dios. ¡Qué problema tan doloroso para aquella joven comunidad cristiana! Y María de la Encarnación respondía: «Se verá desde el otro lado... » En efecto, desde éste, el problema es insoluble.

En verdad, para creer, y para creer con la firmeza del acero, que el problema del mal tiene una solución, una solución que la fe entrevé aquí abajo y que verá plenamente «desde el otro lado», es preciso adherirse con toda el alma a la palabra de Dios. Sin una fe viva, el cristiano tropieza inevitablemente con el problema del mal, porque la razón, dejada a sus solas luces naturales o débilmente iluminada por una fe vacilante, encuentra una manifiesta contradicción entre la presencia del mal en el mundo y la existencia de un Dios de bondad; si Dios fuese verdaderamente bueno impediría las guerras, no permitiría la explotación de los pobres por los ricos, no toleraría la ola de criminalidad y de corrupción que se abate sobre el mundo, mitigaría el sufrimiento de los inocentes.

El problema no data de la era atómica, ciertamente. Es de todos los tiempos. Constituye incluso la trama del Libro de Job, uno de los más punzantes del Antiguo Testamento. Y se puede pensar que el problema del mal atormentará a la humanidad hasta el fin del mundo. Y, sin duda, se planteará con mayor intensidad cuando llegue el tiempo de los triunfos del Anticristo.

Uno de los grandes obispos de los primeros siglos cristianos, San Juan Crisóstomo, cuya vida fue un tejido de difíciles pruebas, abordó el problema del mal en muchas ocasiones. Sus fieles se lo planteaban y él necesitaba darles respuestas satisfactorias. Y como era un santo que hablaba a creyentes, extraía sus mejores argumentos no de una encuesta de sociología religiosa realizada en Antioquía o en Constantinopla, ni de un análisis psicológico de la angustia del hombre frente al mal, sino de la revelación divina. Si no hay mal en la ciudad que Dios no haya permitido ¿no resulta razonable interrogar al mismo Dios sobre los motivos de sus disposiciones?

El santo dibuja primero el cuadro de los males que afligían entonces a su comunidad: enfermedades, pobreza, duelos y otras secuelas de la guerra: «¿A cuántos hombres no veis sufriendo de elefantiasis durante toda su vida? Cuántos, desde la infancia hasta la ancianidad, siempre ciegos; otros, ciegos por accidente; otros, víctimas de la pobreza; otros, languideciendo en las prisiones; otros, enterrados vivos; otros, llevados a la guerra. ¿Son éstas las señales de la divina bondad, os pregunto? ¿Acaso no podría Dios prevenir estos males, si hubiera querido hacerlo? Por el contrario, los ha permitido... ¿Entonces?» Con las correspondientes variantes, el problema podría ser planteado del mismo modo en nuestros días por el arzobispo de París, por un obispo hispanoamericano o por un sacerdote clandestino en la China.

Y ¿qué responde el obispo de Constantinopla? Con el vigor varonil de San Pablo, modelo predilecto del santo, va directamente a la fuente: «Para tales cuestiones no hay más que una solución posible: la fe, la fe que cree que Dios lo hace todo con justicia, con bondad, con utilidad para nosotros, y que la razón de su conducta es incomprensible. He aquí la única solución; no hay otra mejor.» Y el santo condensa su pensamiento en algunas frases, maravilla de profundidad y de claridad: «¿Cuál es, decidme, la mejor solución? La de no buscar solución, porque todo está explicado. Si estáis bien persuadidos de que todo está administrado por la divina providencia, que permite determinadas cosas por razones que sólo ella conoce, y que actúa en otras, estáis liberados de toda búsqueda y gozáis del beneficio de la solución».

Es bueno hasta cuando castiga

Remitirse ciegamente a la sabiduría, a la bondad y a la omnipotencia de Dios: éste es, para el obispo de Constantinopla, el remedio de los remedios. Es la solución sobrenatural que engloba y sobrepasa todas las soluciones naturales, en lo que tienen de valiosas, como la luz del sol abarca y sobrepasa en intensidad las otras luces.

Sin embargo, Juan Crisóstomo no se limita a este solo argumento, sino que invoca también otras razones que, sin poseer la consistencia de la solución por excelencia, el acto de fe, contribuyen, sin embargo, a iluminar el espíritu y a tranquilizar el corazón. ¿Por qué permite Dios que suframos sin venir inmediatamente en nuestra ayuda? Porqué? Para obligarnos a recurrir a él sin cesar, a reclamar su apoyo, a buscar refugio cerca de él, a invocar perpetuamente su asistencia. He aquí lo que explica los dolores físicos, la escasez de los frutos de la tierra, el hambre; con todas estas calamidades, Dios nos muestra que dependemos enteramente de él y por las desgracias de los tiempos nos hace conquistar la herencia de la vida eterna. Nosotros debemos dar gracias a Dios incluso por estos males, que son empleados por él como medios para la curación y salvación de nuestras almas».

«Dios es bueno cuando favorece más aún cuando castiga». Y el santo obispo invita a sus fieles a comparar los rigores del Padre celestial a las severidades de un buen padre de familia, inspi­rados ambos por el amor. «Los padres, incluso los que más quieren a sus hijos, los privan a veces de alimento, los castigan, les inflingen humillaciones y corrigen de mil maneras sus vicios. Y sin embargo siguen siendo padres, tanto cuando los castigan como cuando los acarician. Y es sobre todo en los castigos cuando se muestran verdaderamente padres. Así, si no se atribuye a crueldad y barbarie, sino a sentimientos de amor y solicitud los castigos, llevados a veces más allá de los límites de la razón, ¿no se debe tener, con mayor motivo, la misma idea de Dios, puesto que no hay amor paterno comparable a su infinita ternura? » .

Intentemos considerar el problema más de cerca. Se admitirá que en casos excepcionales Dios se sirve de los buenos e incluso de los malvados para corregir a sus amigos y para liberarlos de aficiones peligrosas. Pero ¿qué decir de la corrupción que se manifiesta sin vergüenza y que llevó a Juan XXIII a hablar de manifestación universal del «antidecálogo». Y qué decir, en fin, del mal que se ha deslizado en la Iglesia, por los caminos de la contestación, de la desacralización y la secularización, hasta el punto de que Pablo VI llegó a hablar de una «autodestrucción» en la Iglesia misma, fenómeno que nadie habría sospechado antes del Concilio destinado, sin embargo , a la renovación espiritual de la Iglesia". ¿Qué decir de la persecución de los cristianos en una parte del globo? ¿Qué decir de esta acumulación de males? Una vez más, ¿cómo conciliar su presencia con la existencia de un Dios bueno y omnipotente?

¡Feliz culpa!

La respuesta a nuestras preguntas se encuentra en una famosa frase de San Agustín: «Dios no permitiría Jamás un mal en sus oras si no fuese lo suficientemente poderoso y, bueno para hacer surgir el bien del mismo. El obispo de Hipona afirma dos perfecciones de Dios, el poder la bondad, cuya envergadura desafía la imaginación y extrae de aquí una conclusión lógica. Dios deja correr el mal, que tan fácilmente podría detener, porque éste mal será a ocasión de un bien más grande. ¡Qué fácil le hubiera resultado a Dios impedir que el patriarca Jacob enviase a José con sus hermanos, que le arrojaran en un pozo y que le vendieran a unos mercaderes en ruta hacia Egipto! Hubiera bastado un contratiempo, una enfermedad del patriarca, una de esas mil pequeñas naderías que en la vida cotidiana nos llevan a modificar nuestras decisiones. ¡Y qué fácil le hubiera resultado a Dios impedir que Judas fuese al Huerto de los Olivos y traicionase a su Maestro! ¿Acaso no relata Juan en su evangelio que un día, después que hubo enseñado en el Templo, los judíos intentaron detener a Jesús, «mas nadie le echó mano, pues todavía no había llegado su hora» . Sin el gesto criminal de los hijos de Jacob contra su hermano menor, José no hubiera sido llevado a Egipto, para llegar un día a ser primer ministro del Faraón y salvar del hambre a su familia y a toda su raza. Y sin la traición de Judas, ¿se hubiera dado el arresto de Jesús, su condena y su crucifixión, y la salvación de la que aquélla es la fuente? Sin el pecado de Adán, ¿hubiera conocido la humanidad la venida de un Salvador? Con toda justicia, la liturgia de la Semana Santa nos invita a calificar de feliz la falta de Adán -Feliz culpa- ¡que nos ha valido un tal Salvador!

Y ¿acaso la sabiduría cristiana no nos sugiere aplicar la misma calificación a otras faltas y otros crímenes de los que Dios ha sacado maravillas? Felix culpa, se puede decir de la traición de Judas, como se puede tratar de feliz la vida de pecado de un San Agustín, ya que con aquellos antecedentes, y por ello, el hijo de Santa Mónica llegó a ser una de las más grandes lumbreras de la Iglesia.

Felix culpa, pecado feliz, no porque el pecado sea algo amable y feliz en sí mismo: el pecado es y sigue siendo un hecho odioso, sino que es feliz en tanto que sirve de ocasión a Dios para distribuir sus gracias. El pecado puede tener felices repercusiones. Dios no quiere el mal moral. En ciertas circunstancias, impide que surja; en otros casos, le permite afirmarse, durante más o menos tiempo, porque ha dispuesto servirse de él como de un medio. «Dios utiliza la malicia, no la produce», dice Santo Tomás". No permite al mal imponerse sino en la medida en que el mal será explotado para contribuir de algún modo al desarrollo del reino de Dios. Dios no sería Dios, no sería el Todopoderoso, su Providencia no sería universal, si cualquier criminal pudiera hacer daño sobre la tierra sin servir al mismo tiempo, y sin saberlo, la causa de Dios.

Los dictadores se encuentran con oposiciones más o menos clandestinas y más o menos eficaces. Pero entre los centenares de millares de pecadores extendidos por la faz de la tierra, ninguno escapa ni se resiste aunque sea mínimamente al Señor de la historia; los pecadores violan los mandamientos de Dios, pero jamás contrarían sus planes eternos. Nadie se resiste a los decretos de Dios; todos los hombres, de un modo u otro, ejecutan sus designios. La historia no es sino la realización progresiva e infalible de los planes de Dios por la libre cooperación de los hombres. «Incluso de quienes no hacen lo que él quiere Dios hace lo que quiere».Los obreros y los empleados de una empresa no trabajan todos con el mismo ardor; algunos ni siquiera trabajan: leen el periódico, hacen crucigramas, charlan, se aburren. Llegan hasta a declararse en huelga. Nada de esto ocurre en este inmenso taller de Dios que es el universo. Cada ser actúa en él continuamente al servicio de Dios. No hay ningún parásito, ningún ocioso, ningún desocupado, ningún saboteador, ningún huelguista, ningún peso muerto. El divino Empresario sabe hacer cooperar continuamente a todas las criaturas, directa o indirectamente, en su obra, que es la construcción de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. Muy lejos de poder detenerlos jamás, las criaturas secundan el desarrollo de los planes de la Causa primera universal.

¿Cómo entonces puede Dios tolerar los crímenes atroces, en tanto que el hombre no los permitiría? Bossuet nos lo explica, comparando la debilidad del hombre con la omnipotencia de Dios. «Las reglas de la justicia de Dios y las de la justicia humana son bien diferentes. Dios debe actuar como Dios, el hombre como hombre. Dios obra como Dios cuando actúa como una Causa primera, omnipotente y universal, que hace servir al bien común lo que las causas particulares obran de bien o de mal; pero el hombre, cuya debilidad no puede dominar el bien, debe impedir todo el mal que pueda. Tal es, pues, la razón profunda por la que Dios no está obligado a impedir el mal del pecado: porque puede sacar de él un bien y hasta un bien infinito, por ejemplo, del crimen de los judíos, el sacrificio de su Hijo, cuyo mérito y perfección son infinitos» ".

Dios actúa como Dios, y el hombre como hombre. Ante el mal, el hombre se da cuenta de sus propios límites, se nubla y retrocede, mientras que Dios domina el mal; hasta el punto de extraer de él el bien. «Porque lo propio del ser omnipotente e infinitamente bueno es dar a los demás, correr en su ayuda, levantarlos de sus miserias, hacer no solamente algo bueno, sino sacar bien del pecado: el arrepentimiento y el amor, un amor tanto más intenso cuanto más profundo ha sido el pecado.

Así, pues, lo propio de la misericordia infinita es expandirse y sobre todo remediar los males de los hombres. Esta verdad, que Santo Tomás, el «doctor de la misericordia», afirma con tanta fuerza, la explícita Santa Teresa de Lisieux en sus escritos, y más aún, con su vida. Comprendió como pocos santos antes que ella, que la misericordia del Creador está al tanto de las miserias de sus criaturas y que una manera de honrarle es proporcionarle, por así decirlo, la ocasión de ejercer su «oficio» de Dios. Si hay un atributo de Dios que importe considerar cuando se suscita el angustioso problema del mal es el de su omnipotencia. Así como un niño, al contemplar un cielo estrellado, no se haría idea adecuada de los millones y millones de astros que pululan en la inmensidad del firmamento, así el teólogo más erudito no sería capaz de hacerse una idea mínimamente aproximada de la omnipotencia de Dios, que sobrepasa todo lo que se puede concebir de más poderoso. Y se la comprende mejor cuanto más perfectamente incomprensible se la supone.

«Si os conociéramos bien... »

¿No es culpa nuestra si nos sumimos en el abismo sin fondo de esta omnipotencia cuando tantas veces nos inquietamos ante los fracasos, las contrariedades y las hostilidades? Tal como dice Santa Teresa, si conociéramos bien al Señor, nada sería capaz de -causarnos pena. «Nada», porque veríamos que todo, -fuerzas de la naturaleza, hombres, acontecimientos- está al servicio de Dios y que, directa o indirectamente, todo concurre a la realización de sus designios. Por ello, un cristiano deseoso e amar a Dios con todas sus fuerzas, ¿puede entristecerse porque se cumplan los decretos de la Providencia? Santa Teresa había pasado los últimos años de su vida recorriendo España para fundar conventos; achacosa, sin recursos materiales, haciendo frente continuamente a dificultades de todo género, y, a veces, acorralada por obstáculos aparentemente insuperables. Y, sin embargo; la doctora mística estaba convencida de que si conocemos verdaderamente a Dios, su bondad, su sabiduría y su omnipotencia, nada en el mundo sería capaz de inquietarnos. Nada te turbe, dice el primer verso de una de sus composiciones más conocidas. Invisiblemente, Dios gobierna. Esto es también lo que el mismo Jesucristo recordó a la mística francesa Lucie-Christine, llena de angustia ante el progreso de descristianización de Francia tras la guerra del 70: «Como yo rogué a mi Jesús, con una gran angustia, por las almas de Francia -escribe en su Journal-, Él me aseguró que no podía permitir que una sola de esas almas se perdiese por falta de ayuda, puesto que no permite tampoco que las almas de los infieles, si buscan sinceramente la verdad, pierdan a Dios, por no haber tenido el medio de conocerlo.» «Pero, Dios mío, le dije entonces, ya veis los peligros y las malas influencias de nuestros tiempos tan turbulentos. ¿Acaso no perjudicarán a la virtud, si es que no a la salvación misma de las almas?» «Pediré menos a las almas que han vivido en este tiempo, me respondió Jesús, pero ¿sabes tú hasta qué punto yo puedo hacer brotar el bien del mal».

He aquí un punto delicado: «¿Sabes tú hasta qué punto...?» El cristiano, si está iluminado, confesará su ignorancia. Y la confesará con una convicción tanto más profunda cuanto mas elevado sea su sentimiento de Dios. Esta ignorancia en el ámbito de la inteligencia puede tener como contrapartida un saber oscuro en lo más recóndito del alma. Conocemos tanto mejor el juego de la omnipotencia de Dios en los acontecimientos de la Historia cuanto más reconocemos que la envergadura de esta omnipotencia escapa a las capacidades de nuestro espíritu.

Una palabra de San Pablo aclara maravillosamente el problema del mal: «Dios ha encerrado a todos los hombres en la rebeldía para tener misericordia con todos». Y el exegeta alemán contemporáneo E. Kalt comenta: «Dios deja pasar a los paganos y a los judíos por un período de desobediencia y de incredulidad, a fin de hacerlos maduros para acoger sus gracias.» Dios quiere sumir las almas en una situación de miseria para hacerlas sensibles a sus adelantos. De lo que se sigue cómo dice San Pablo en la misma epístola que donde abundó el delito sobreabundó la gracia. Dios deja que la miseria excave vacíos que colmará después con su misericordia.

Su amor tiene, por decirlo así, necesidad de abismos de pecado, como el sol tiene necesidad de la inmensidad e los espacios para derramar su luz y su calor. Así, San Juan de la Cruz puede establecer un paralelismo, que aclara singularmente la historia: diciendo que el Señor ha descubierto siempre a los mortales los tesoros de su sabiduría y de su espíritu. Más ahora, que la malicia va descubriendo más su cara. Las efusiones de la bondad de Dios están hechas a la medida de las miserias de los hombres; cuanto más crecen éstas, más aumentan aquéllas. Al exceso de miserias, Dios responde por el exceso, aún mayor, de sus misericordias, diría Santa Teresa.

Dios no duerme

San Pablo y San Juan de la Cruz nos ayudan a pasear la mirada de nuestra fe sobre la situación presente del mundo en general y sobre la de la Iglesia en particular. Evidentemente, el mal es grande, y se comprende que ante la desvergüenza de las costumbres y el triunfo de la irreligión, los cristianos se pregunten angustiados: «¿Adónde vamos?», y que vislumbren un futuro catastrófico. Esta actitud es ciertamente comprensible, si bien no hay que participar de sus pronósticos pesimistas.

Porque, en fin, es verdad y sigue siendo verdad que todos estos males -pornografía, erotismo, hedonismo, injusticias sociales, explotación de los pobres- han sido permitidos por quien con un simple papirotazo los hubiera podido impedir. Y si permite tan grandes males, es para sacar de ellos el día de mañana bienes mucho mayores. En ningún momento de la historia ha dejado Dios de tener en sus manos las riendas de la situación. En cada momento de la historia, la Causa primera ha dominado a todas las criaturas. En cada instante de nuestra era atómica, las causas segundas libres ejecutan libre e infaliblemente los decretos eternos de Dios. «No duerme ni dormita el que guarda a Israel», es decir, a la Iglesia de Cristo.

La enormidad del mal hace presagiar una enormidad de bienes, así como la enormidad del pecado de Adán y la del pecado de Judas abrieron la vía a las inconmensurables riquezas de la Redención. Si la gravedad del mal aterra a nuestra razón natural debería en cierto modo alegrar nuestro espíritu sobrenatural, a causa del partido que Dios podrá sacar de él. La miseria es el campo de acción de la misericordia. «Dios es tan bueno que incluso los males le sirven para el bien. No permitiría a los malos actuar si no pudiese utilizarlos por su soberana bondad», afirma San Agustín. Hoy vemos, consternados, el mal. Posiblemente mañana, más probablemente pasado mañana, con seguridad, y más completamente en la eternidad, nos daremos cuenta del bien que la omnipotencia de Dios ha extraído de él. Lo que hoy constituye un problema para nos­otros será mañana la causa de nuestro maravillado gozo.

Uno de los personajes más atrayentes de la historia de la espiritualidad ha escrito a este propósito páginas deliciosas y llenas de profunda doctrina: se trata de Juliana de Norwich, mística inglesa del siglo XIV. Sus Revelaciones, aprobadas por la Iglesia, no han cesado de alimentar la contemplación de una serie de almas escogidas. Incluso en estos últimos años han sido traducidas al francés, al alemán, al italiano. Al igual que nosotros, Juliana de Norwich conoció el problema del mal. Y sin embargo, aporta un mensaje de alegría y confianza a este siglo XIV azotado por los males más diversos. «La herejía de los "lollards" ha invadido y devastado Inglaterra; bajo el reinado del desgraciado Eduardo II, a las guerras exteriores y a las prolongadas hostilidades con Escocia se unen las disensiones interiores, las luchas de los barones contra la autoridad real, las sediciones populares, en fin, la famosa peste de 1348. Después la escasez y el hambre que conducen a una miseria general, y los auténticos ejércitos de salteadores en los caminos. Por doquier, agitaciones y desórdenes en las costumbres, confusión en los espíritus. Y he aquí que una religiosa de clausura, que parecería estar separada, puesta al abrigo de un mundo calamitoso, está unida a él por lazos invisibles, y desde el rincón de su celda comprende mejor su inquietud, trabaja más para apaciguarlo y ayudarlo que quienes conducen los asuntos humanos.

Ella no interviene en estos asuntos, no tiene en la mano los acontecimientos como su contemporánea, la virgen de Siena. Lejos de entrar en la historia como Santa Catalina, casi no se sabe nada de ella, ni siquiera un rasgo que pudiera perpetuar la pintura, ni siquiera un episodio que pudiera embellecer la leyenda. No es más que una voz que sale de este pequeño oratorio, en Norwich, para extender por el mundo olas de confianza, o más bien para penetrar en los corazones, dulcemente persuasiva, y recordarles que el mundo está envuelto en la inmensa Bondad divina; que la miseria que nos rodea y la que se instala en el mismo corazón del hombre no son otra cosa que el campo de acción de la Misericordia y de la Gracia; que, en fin, Dios, a través de todo este sufrimiento, prepara y quiere nuestra salvación; que el mal desaparecerá y que todas las cosas, un día, todo, un día no será sino orden, armonía y bienestar. In the end, all shall be well».

Juliana, que conversaba familiarmente con Nuestro Señor, le señaló ingenuamente que habría sido mejor que no hubiera existido el pecado de Adán, con toda su secuela de faltas a lo largo de los siglos. Jesús la corrigió: «Conviene que exista el pecado; pero estate tranquila: todo irá bien; todo terminará bien.»«En estas palabras -escribe Juliana- yo vi un maravilloso misterio, profundamente oculto en Dios; misterio que nos será revelado un día en el cielo. Veremos entonces la verdadera razón por la que Dios ha permitido que se cometiera el pecado y nos alegraremos eternamente de conocerla».

Para ayudarla a penetrar en el abismo de este misterio, el Señor emplea una comparación: «El pecado de Adán fue la cosa más dañosa que ocurrió jamás y que ocurrirá hasta el fin del mundo; ... esto es bien sabido por la Iglesia... (Pero conviene) considerar la gloriosa satisfacción ofrecida por esta falta; satisfacción que fue incomparablemente más agradable a Dios y le rindió más honor que mal le había causado el pecado de Adán. Lo que equivalía a decir, llamándonos la atención sobre ello: "Puesto que yo he reparado el mayor mal, tened por seguro que repararé también los otros, que son mucho menores"»

«Imposible para ti; posible para mí»

Todo esto sobrepasa enormemente nuestro modo de ver y de juzgar, y no sabríamos «entrar» en los puntos de vista de Dios como deberíamos. Esto proviene de que nuestra razón es ciega, demasiado poco elevada como para comprender la sobreeminente Sabiduría, el Poder y la Bondad de la Santísima Trinidad. Por las palabras «Tú misma lo verás», Nuestro Señor quería decir: «Por el momento sé fiel y confiada; llegará un día en que tú verás esto en toda su verdad, en el seno de una alegría perfecta.» Estas palabras deben consolarnos, pues, con el pensamiento de lo que Dios hará más tarde. «Es una obra que la Santísima Trinidad cumplirá el último día. ¿Cuándo y cómo? Ninguna criatura podrá saberlo antes de que se cumpla».

Sin embargo, nuestra religiosa tiene aún una objeción, fundada en la fe católica, y la expone a su divino interlocutor: «La fe nos enseña que muchas almas serán condenadas, como lo fueron los ángeles que, por orgullo, cayeron del cielo y son ahora los demonios; muchos hombres, sobre la tierra, viven fuera de la Iglesia, es decir, como paganos, y otros muchos también, entre los bautizados, no viven en cristiano y no moran en unión con Dios. Todos éstos serán condenados al fuego eterno, como enseña la Santa Iglesia. Me parece, pues, imposible que todo pueda estar bien, como Nuestro Señor me reveló.»

He aquí la objeción y he aquí la respuesta que él me dio: Lo que te parece imposible a ti no lo es para mí. Mis palabras se realizarán en todo; sí, yo lo repararé todo. Nuestra mística concluye «sujetando fuertemente los dos extremos de la cadena», sin tratar de ver cómo se encadenan entre sí los eslabones; se adhiere a la enseñanza de la Iglesia y a las palabras del Maestro: «Aprendí entonces, por la gracia de Dios, que era preciso mantenerme firmemente en la fe, y creer con no menor firmeza que todas las cosas saldrán bien, según la revelación que Nuestro Señor me hizo». All shall be well! Un día todo estará bien. Juliana lo repetía solemnemente en muchas ocasiones, como un cántico alegre y gozoso.

San Agustín y Santo Tomás, ecos seguros de la Revelación cristiana, dicen lo mismo que la mística inglesa del siglo XIV, cuando afirman que Dios no permite la existencia del mal sino para extraer de él bienes mayores, al modo divino. Igual que Nuestro Señor hablando a su confidente de Norwich, estos maestros nos invitan a buscar la solución del problema del mal arrojándonos sin miedo en las tinieblas de la fe, allí donde Dios reside.

Contemporánea de Juliana de Norwich, Catalina de Siena es la autora de una obra denominada El diálogo, una de cuyas partes trata de la divina Providencia. En el otoño de 1970, Catalina de Siena, junto con Teresa de Ávila, fue proclamada Doctora de la iglesia por el Papa Pablo VI. Esta promoción realza el valor de los escritos de las dos santas. Mucho más que el mensaje de dos místicas, sus escritos son la obra de dos Doctoras de la Iglesia. Así, una de las ideas básicas del tratado de Santa Catalina sobre la Providencia es que las disposiciones de ésta, por duras y crueles que parezcan, están siempre inspiradas por el amor. Dios se queja dulcemente a la Santa de Siena de que los hombres acojan como un mal lo que es en realidad un bien. «Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre; Dios no hace nada si no es con ese fin. ¡Qué cegados están por el amor a sí mismos quienes se escandalizan y se sublevan contra lo que les ocurre... Toman a mal y creen que lo que yo hago por amor a ellos, por su bien, para salvarlos de las penas eternas y darles la vida que nunca pasa, lo hago para su ruina, y por odio a ellos. ¿Por qué murmuran contra mí? Porque no han puesto su esperanza en mí, sino solamente en ellos; por eso es por lo que todo se les vuelve tinieblas. No conocen las cosas tal como son; odian lo que deberían venerar, y en su orgullo quieren juzgar mis juicios secretos que son la rectitud misma.»

Y el Padre Eterno, cuyo pensamiento expone Catalina de Siena, recurre a una comparación impresionante para poner mejor de relieve la locura de los hombres que se erigen en jueces de los designios de Dios: «Son como ciegos que solamente por el tacto, o por el gusto, o por el sonido de la voz, quisieran juzgar el valor de las cosas, basándose únicamente en las impresiones de estos sentidos inferiores y limitados. No quieren venir a mí que soy la luz verdadera; a mí, que los alimento espiritual y corporalmente; a mí, sin quien nada tienen. Cuando reciben algún servicio de una criatura, soy yo quien ha dispuesto esta criatura, quien le ha dado aptitudes y saber, voluntad y poder de ser útil.»Tras haber afirmado de este modo que las criaturas son instrumentos en manos del Creador, que las emplea todas a su servicio (sin mengua de su libertad), el Padre Eterno vuelve a decir: «Estos insensatos necesitan tocar con sus manos para obrar. Pero el tacto es engañoso; falta la luz, que hace discernir los colores; de igual modo, el gusto puede inducirles al error, porque no se ve el insecto impuro que a veces se posa en el alimento. El oído puede ser engañado por la dulzura del sonido, porque no ve al que canta, y si nos confiamos a él fiándonos solamente de la voz, puede darnos la muerte.» «Así actúan los ciegos que han perdido la luz de la razón iluminada por la fe; sólo quieren creen en las impresiones de sus sentidos; son como aquellos que se contentasen con palpar con sus manos». Ante esto se dan dos posibles géneros de reacción extrema: una, inspirada por la razón; otra, fundada en la fe. La razón puede llevar a la protesta y la rebeldía; la fe, cuando es viva, invita al abandono en Dios, con la seguridad plena de que si permite el mal, es únicamente para extraer de Él, en un plazo más o menos largo, un bien para aquellos que le aman. «Yo estaba maldiciendo... » La noche del 5 de mayo de 1972, un terrible accidente de aviación se produjo en Sicilia. Un DC-8 de Alitalia, procedente de Roma, con 115 personas a bordo, fue a estrellarse contra la montaña que domina el aeropuerto de Palermo. En Roma, algunos pasajeros habían perdido el avión, entre ellos el ingeniero S. C. En el momento de dejar el hotel para dirigirse al aeropuerto, quedó bloqueado durante cuarenta minutos en un ascensor, donde pasó las «penas del infierno» pensando que el avión partiría sin él. Llegó al aeropuerto poco después de que el DC-8 hubiera despegado... Después de la catástrofe, S. C. consideró como una gracia extraordinaria lo que le había ocurrido en el ascensor del hotel.«Yo estaba maldiciendo mi suerte por haber perdido el avión -confesaba C. A., médico, también con pasaje para el avión siniestrado cuando tuve noticias del accidente ocurrido en Palermo... »

Dentro de unas perspectivas exclusivamente naturales, el ingeniero y el médico tenían razón en sus actitudes por los contratiempos que les habían sucedido y que venían a trastocar sus planes. Pero los puntos de vista humanos son incompletos; cubren realidades auténticas, es verdad, pero no abarcan toda la realidad. El conocimiento, al menos implícito, de la realidad integral, es el privilegio de una fe viva. «Perder el avión es un molesto contratiempo», hubieran podido decir nuestros dos pasajeros. Pero, inspirados por la fe, hubieran podido añadir: «Este mal no se ha producido sin el permiso de Dios, que, más o menos tarde, sacará de ello un bien. Él tiene Sus razones que nuestra razón no conoce.» Y el acontecimiento no hubiera tardado en confirmar la justeza de sus reacciones.

El bien que extrae Dios de un acontecimiento desagradable no siempre aparece claramente. Incluso puede no aparecer jamás ante nuestros ojos naturales. Sin embargo, a veces puede ser discernido, al menos en parte, después de algún tiempo. Es una cuestión de paciencia y de abandono en Dios. «Siempre me ha impresionado mucho -dice un lector de «La Croix» de París, en su Tribuna de los lectores el hecho de que el juicio que hacemos sobre una determinada prueba después de un cierto tiempo, a veces muy largo, la aclara de una manera totalmente nueva y mucho más sensata que lo haría un juicio inmediato. En efecto, para juzgar válidamente hemos de esperar á que el proceso se desarrolle y que las implicaciones se pongan de manifiesto».

Esto es lo que enseñaba Pío XII en un mensaje sobre la Providencia radiodifundido el 29 de junio de 1941, en lo más álgido de la Segunda Guerra Mundial: «Todos los hombres no son sino niños a los ojos de Dios, incluso los pensadores más profundos y los más experimentados conductores de pueblos. Ellos juzgan los acontecimientos con mirada temporal, del tiempo que pasa y desaparece sin retorno, en tanto que Dios los considera desde las alturas y desde el centro inmóvil de su eternidad. Los hombres tienen ante los ojos el estrecho panorama de unos cuantos años; Dios tiene ante él el panorama completo de todos los siglos. Los hombres pesan los acontecimientos humanos según sus causas próximas y sus efectos inmediatos; Dios los ve en sus causas más lejanas y profundas y los mide en sus más lejanos efectos.»

Y el Papa exhorta a los cristianos a dar crédito a Dios. ¿Y cómo? «Con toda la fuerza de una voluntad sostenida por la gracia y el amor, a pesar de todas las dudas sugeridas por las apariencias contrarias; abandonándose a la omnipotencia, la sabiduría, el amor infinito de Dios.» Dar crédito a Dios «es creer que nada en este mundo escapa a su Providencia, tanto en el orden general como en los detalles; que nada sucede, grande o pequeño, que no esté previsto, querido

o permitido, y siempre dirigido por la Providencia a sus fines elevados y que en este mundo son siempre fines de amor hacia los hombres. Es creer que Dios puede permitir a veces en este mundo, por un tiempo, el predominio del ateísmo y de la impiedad, dolorosos oscurecimientos del sentido de la justicia, violación de derechos, tormentos de personas inocentes, sin defensa y sin apoyo. Es creer que Dios deja así a veces abatirse sobre los individuos y sobre los pueblos prue­bas cuyo instrumento es la malicia de los hombres, en un designo de justicia, para castigar los pecados, para purificar individuos y pueblos por las expiaciones de la vida presente y llamarlos así a Él; pero es creer, al mismo tiempo, que esta justicia es siempre, en este mundo, una justicia paternal, inspirada y dominada por el amor. Por dura que pueda parecer la mano del cirujano divino cuando hace penetrar el acero en la carne viva siempre guiada y empujada por el amor; es únicamente el verdadero bien de los individuos y de los pueblos lo que la hace intervenir tan dolorosamente. Es creer, en fin, que las pruebas, en toda su acuidad, como el triunfo del mal, no durarán aquí abajo sino un cierto tiempo y nada más; que llegará la hora de Dios, la hora de la misericordia, la hora de la santa alegría, la hora del cántico nuevo de la liberación y del gozo (Salm. 96); la hora en la que, después de haber dejado que el huracán ruja un momento sobre la pobre humanidad, sea detenido y disipado por la omnipotente mano del Padre celestial, con un gesto imperceptible; la hora en la cual, por vías insospechadas para las inteligencias y los espíritus humanos, las naciones verán restablecerse la justicia, la calma y la paz».

El mensaje de Pío XII sobre el cirujano divino que por amor hace penetrar el acero en la carne viva de la humanidad, figura entre los textos más profundos y más bellos que hayan sido escritos en el siglo XX sobre el sentido de la historia. Estas páginas hacen pensar en San Agustín y merecerían ser comentadas frase por frase. Desgraciadamente, el tumulto de las armas ahogó la voz del Papa, así como su mensaje sobre la Providencia, perpetuamente actual en sus líneas de fondo, parece hoy universalmente ignorado. Es un tesoro enterrado en un injusto olvido.

Siempre a propósito del problema del mal, Tomás de Aquino hace una observación cuya serena audacia podría, en un primer momento, alarmar nuestros espíritus. El santo constata que, para el avance espiritual de las almas, Dios permite que algunas almas fervientes cometan faltas graves. Que Dios permita a sus amigos imperfecciones y hasta faltas leves, es comprensible. Pero que sus planes sobre los elegidos lleguen hasta permitir pecados graves, parece sobrepasar nuestro entendimiento. ¿No estará exagerando Santo Tomás? Ciertamente, no. Aquí, como en otros lugares, como siempre, el santo argumenta a partir de la realidad, abierto a las luces de la razón tanto como a las de la fe.

En este punto, la inspiración del Doctor Angélico proviene de las confidencias de San Pablo acerca de la táctica de Dios: «Y a causa de la sublimidad de las revelaciones, por esto, para que no me levante sobre mí, se me dio una espina en mi carne, emisario de Satanás, para que apuñée, a fin de que no me levante sobre mí. Sobre esto tres veces rogué al Señor que lo separase de mí. Y me ha dicho: "Te basta mi gracia, porque la fuerza culmina en la flaqueza." Con sumo gusto, pues, me gloriaré más bien en mis flaquezas, para que fije en mí su morada la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en las afrentas, en las necesidades, en las persecuciones, en los aprietos, por el nombre de Cristo. Porque cuando flaqueo, entonces soy fuerte»

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