conoZe.com » bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia

El angustioso problema del mal (II)

A la manera de un buen médico

Citando una práctica en uso en su tiempo, Santo Tomás comenta: «Para prevenir o para curar un mal más grande, un buen médico permite o dispone que el paciente sea afligido por un mal menor. Así, para curar los espasmos, el médico provoca la fiebre. San Pablo muestra que el médico de las almas, Nuestro Señor Jesucristo, obra precisamente de este modo.» «En efecto, Cristo, para curar a los enfermos graves del alma, permite que un grandísimo número de elegidos se vean afligidos por enfermedades graves; y lo que es aún más digno de poner de relieve, permite que para separarlos de faltas más graves, caigan en pecados menos graves, aunque sean mortales.» «El pecado más grave, fuente de muchas otras faltas, es el pecado de orgullo, que aparta de Dios. Así, para obligar a sus elegidos a humillarse y prevenirlos así contra el orgullo, Dios permite que sean probados por una enfermedad o por cualquier otro defecto y a veces hasta por un pecado mortal. Vienen así a experimentar su debilidad y a apoyarse aún más en Dios, conforme a estas palabras de la Escritura: «Todo coopera al bien de los que aman a Dios» (Rom 8,28). Todo, no por su pecado, sino por una disposición de Dios.»

«Dios -prosigue Santo Tomás- actuó así respecto al Apóstol de los Gentiles: como la eminencia de su ciencia podía llevarle al orgullo, Dios puso una espina en su carne.» ¿Qué hemos de entender por «espina»? Santo Tomás propone dos interpretaciones, la primera, literal, simbólica la segunda. Esta espina podría ser o bien una enfermedad psíquica, permitida para la salvación de su alma, o bien el ardor de la concupiscencia. Los exegetas han discutido mucho a este respecto. Sin querer obstinarse en un sentido literal más que en otro, Santo Tomás retiene sobre todo la lección espiritual: Dios permite, para el progreso espiritual de sus amigos que su vida esté erizada de dificultades, de humillaciones y de sufrimientos. Cada una de estas pruebas tiene una misión de purificación y de afinamiento que cumplir, aun cuando muy frecuentemente esto no se comprende sino mucho más tarde.

Al no haber conocido el sentido profundo de la prueba que le afligía, San Pablo suplicaba a Dios que lo liberase de ella: «por tres veces supliqué al Señor». Y Dios le otorgó lo que pedía, no materialmente, suprimiendo el mal, sino espiritualmente, dando al Apóstol las energías necesarias para hacer un buen uso de su sufrimiento.

De un lado, repelente; de otro, atrayente

Para mostrar la ambigüedad del mal, Santo Tomás recurre de nuevo a una comparación tomada de la medicina de su tiempo. Una realidad, dice, puede ser considerada bajo dos aspectos: en sí misma y en relación con otra cosa. Un objeto repugnante por sí mismo puede ser atrayente en razón de su utilidad. Es el caso de un brebaje amargo, prescrito por los médicos: repugnante en sí, es aceptable en tanto que factor de salud. Así ocurre con las tentaciones carnales; en sí mismas, en tanto que sujeto de tormento, son un mal; en tanto que ocasión de practicar la virtud, pueden ser un bien.

Esta observación proyecta haces de luz sobre el problema del mal. El santo mantiene que los encuentros con el sufrimiento y los enfrentamientos con la tentación representan una ventaja, no en sí mismos, sino en razón de lo que de ellos se sigue, a poco que se haga buen uso de esas pruebas. Se comprende así que grandes santos, como Ignacio de Loyola y Vicente de Paúl, hayan apreciado la presencia de dificultades en sus comunidades religiosas y cómo, por otra par­te, se han sentido inquietos ante la ausencia de tales pruebas. Hasta tal punto estaban con­vencidos de que el sufrimiento es una ocasión de progreso espiritual y de conformidad mayor con Cristo, y de que la ausencia de sufrimiento, ocasión de estancamiento y, a veces, hasta de retroceso.«Porque a quien ama corrígele el Señor, y azota a todo hijo que por suyo reconoce». No ciertamente para su ruina, añade SantoTomás, sino para su salvación... Asimismo, aquellos a quienes no castiga no están en el número de sus amigos... y la ausencia de graves pruebas es «como un signo de reprobación eterna».

Estas revelaciones sobre el sentido profundo de las pruebas nos invitan, en verdad, a la serenidad ante los males que pululan en la sociedad y ante las faltas que abundan en la Iglesia. Porque vemos los males y las faltas, pero ignoramos el bien que la omnipotencia de Dios obtendrá en ello. Si nos es absolutamente imposible hacernos una idea ni siquiera aproximativa de la omnipotencia de Dios, ¿cómo podríamos tener un concepto mínimamente adecuado de su presencia actuante en la Historia y de su capacidad soberana para sacar bien del mal?

Después de sus confidencias sobre sus pruebas íntimas y sobre la negativa de Dios a liberarlo de ellas, San Pablo se eleva a consideraciones generales: el poder de Dios toma libre curso en la debilidad del hombre que acepta sus miserias y confía en el Señor. Asimismo, San Pablo llega a complacerse «en las debilidades, en los apuros, en las persecuciones y las angustias sobrellevadas por Cristo», porque cuando flaquea, entonces es cuando es fuerte.¡Qué paradoja! Hace falta que un hombre esté completamente loco, o que esté iluminado por una luz superior a todas las luces humanas, para considerar como ventajas lo que el común de los hombres entiende por males de los que hay que huir: enfermedades, debilidades, enemistades, insultos, vejaciones, persecuciones, angustias, todo ello soportado con Cristo y por Cristo.

Es preciso haber perdido completamente la cabeza o estar dotado de facultades sobrehumanas para lanzar este desafío al buen sentido: «Cuando flaqueo, entonces es cuando soy fuerte.» Pero el Apóstol habla por experiencia. Ha medido hasta qué punto la debilidad del hombre, reconocida y aceptada, atrae la fuerza de Dios. Ha sido inundado de fuerzas y luces extraordinarias. Es un privilegiado.

Lo que San Pío X consideraba como la santa más grande de los tiempos modernos, Teresa de Lisieux, ¿tiene acaso un lenguaje distinto que el del Apóstol cuando afirma que lo más grande que la Omnipotencia divina ha hecho en ella es haberle mostrado su pequeñez, su impotencia para todo bien? Al igual que el Apóstol, la Carmelita siente que la aceptación de su nihilidad, acompañada de una confianza sin límites en Dios, es fuente de fuerza espiritual y que, para operar maravillas en ella y a través de ella, Dios esperaba que se presentase ante Él con las manos vacías.

Una, gime; la otra, exulta

Teresa de Lisieux tenía un modo propio de considerar las faltas de los amigos de Dios y este modo no era precisamente el de la mayor parte de los cristianos. Nos lo pone de relieve un episodio, tomado del proceso de beatificación de la santa. El testimonio lo debemos a sor María-Magdalena del Santo Sacramento, quien en su testimonio subrayó el carácter sobrenatural de Teresa por sus tres hermanas carmelitas «y especialmente por la Madre Inés de Jesús, a la que amaba muy tiernamente». Un día estalló «una escena violenta» entre la Madre María de Gonzaga y la Madre Inés de Jesús, antigua y nueva priora, respectivamente, del carmelo de Lisieux.

«Como yo me lamentase de ello, la hermana Teresa del Niño Jesús me dijo: «Me alegro: cuanto más veo sufrir a nuestra Madre (Inés de Jesús), más feliz soy.» Y consciente de haber expresado un pensamiento paradójico, que desafiaba todo buen sentido, sor Teresa añadió: «¡Ah, sor María Magdalena, no conocéis el precio del sufrimiento; si supierais el bien que hace a su alma!» (a la Madre Inés de Jesús) .

La Madre María Magdalena se lamenta, la santa se regocija; la una llora, la otra se llena de júbilo. Y Teresa se alegra tanto más cuanto más sufre la Madre Inés, como si la desgracia de su hermana causara su felicidad. ¿Acaso nos encontramos aquí en presencia de una persona desequilibrada o frente a un ser superior?

«No conocéis el precio del sufrimiento», afirma la santa; lo que significa: No veis lo que yo veo; no discernía el bien que el Señor sacará de esta escena violenta, llevando a las dos religiosas, la antigua y la nueva priora, a humillarse ante Dios, a contar menos con su virtud y a apoyarse más en la fuerza de Él. La carmelita de Lisieux pensaba, seguramente, en la reflexión de su Madre, Teresa de Jesús: cuando en su Camino de perfección afirma que Dios conduce al que ama por «caminos de trabajos y mientras más los ama, mayores».

Teresa de Lisieux, por el vigor de su fe teologal, reforzada por los dones del Espíritu Santo, participaba de algún modo de la visión que tienen los ángeles custodios de las vicisitudes de sus protegidos y de los acontecimientos de la historia. Los ángeles custodios, explica Santo Tomás, jamás se afligen por las pruebas y las faltas de sus protegidos, sino que permanecen imperturbablemente serenos. No por apatía, no por indiferencia, no por distracción, sino gracias a una visión más penetrante de los hombres y de las cosas. Los ángeles ven claramente que la Providencia dirige todas las cosas para gloria de Dios y para el verdadero bien de sus amigos. Por lo mismo, nada puede ocurrir aquí abajo que no esté de todo punto conforme a las disposiciones de Dios, porque «es imposible que la presencia de Dios se engañe y que su voluntad o sus planes sean contrariados». Nada, pues, se produce aquí abajo que pueda contrariar la voluntad de los ángeles, que está en todo punto conforme con la voluntad de Dios.

Del mismo modo que el ángel guardián de la Madre Inés de Jesús no se afligía por la «escena violenta» evocada en el proceso de beatificación por un testigo ocular, Teresa del Niño Jesús tampoco se entristecía. Ella se alegraba visiblemente, como exultaría invisiblemente el ángel guardián, convencida de que Dios extraería un bien mayor de aquel mal: las faltas cometidas por las dos religiosas. Teresa veía las cosas «como con los ojos de Dios».

Esto no quiere decir que la santa no sufriera con estas faltas. Debió, sin duda alguna, entristecerse por ello, puesto que tales faltas ofendían a Dios. Pera en Teresa la tristeza no predominaba como en sor María Magdalena. La alegría la transportaba, inspirada por una visión superior del incidente. Lejos de dejarse absorber por el aspecto negativo percibido por la razón, Teresa consideraba más bien los elementos positivos aprehendidos por la fe. Hubiera podido exclamar: Felix culpa. Su alegría íntima no podía explicarse de otro modo.

La extraña reacción de Teresa, ¿no proyecta, sinceramente, una luz singular sobre el pro­blema del mal?

Stalin al servicio del Señor de la historia

En sus exposiciones sobre la Providencia, y más especialmente sobre el problema del mal, los autores espirituales y los predicadores suelen poner de relieve las ventajas de las pruebas. Citan hechos en apoyo de sus tesis, como las benéficas repercusiones morales de un revés de fortuna

o de una larga enfermedad. Este proceder es excelente. Aquí la razón puede hacer grandes servicios a la fe. Los ejemplos tomados de la historia, y más especialmente de la hagiografía, pueden disponer al cristiano a acoger de buen grado las pruebas. Mas, sin embargo, sería un grave error señalar exclusivamente las ventajas visibles de aquellas pruebas. Los frutos más apreciados del «buen sufrimiento» son de orden invisible. Escapan a toda aprehensión. Ninguna estadística puede registrarlos, ningún análisis psicológico podría describirlos. Porque nos encon­tramos en el dominio de lo sobrenatural.

Se trata de tener confianza en Dios, cuyos planes difieren totalmente de los nuestros. Él ve desde más arriba, va más lejos, tiende hacia fines más elevados, como él mismo lo dice: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestras sendas las mías, mas como los cielos son más altos que la tierra, así mis caminos son más elevados que vuestros caminos» La solución del problema, diría San Juan Crisóstomo, es la de no buscar, porque ya se ha encontrado: es la fe, la fe en la omnipotencia de Dios y en su sabiduría, una y otra al servicio de su amor, un amor inconmensurable, siempre en acción.

Teresa de Ávila afirma que el demonio causa un gran perjuicio al alma cuando la conduce a no creer que Dios tiene poder bastante para realizar cosas que van más allá de nuestro entendimiento. La santa pone en guardia contra una tentación sutil: «Así que, hermanas, las cosas ocultas de Dios no hemos de buscar razones para entenderlas, sino que como creemos que es poderoso, está claro que hemos de creer que un gusano de tan limitado poder como nosotros que no ha de entender sus grandezas. Alabémosle mucho, porque es servido que entendamos algunas».

Pablo VI puso de relieve que una lectura de la Biblia sin una guía segura puede ser más perjudicial que provechosa para los fieles. Tal observación se aplica sin duda a los pasajes de la Biblia, sobre todo del Antiguo Testamento, en los que se lee que Dios ciega al pecador, que endurece el corazón del Faraón, que abandona a los descreídos. Tomados literalmente, estos pasajes de la Escritura parecen hacer recaer sobre Dios la responsabilidad de ciertas faltas, y, en consecuencia, disculpar a sus autores. ¿Cómo hemos de entender esto?

Intérprete de la tradición cristiana, Santo Tomás explica que estos pasajes de la Escritura, que parecen poner en cuestión la inocencia de Dios, no deben ser tomados a la letra. Marcan, no una intervención directa de Dios, que endurecería un corazón o cegaría un espíritu, sino más bien una permisión de Dios, ya que, aunque pudiera hacerlo, no impide que un corazón sé endurezca

o un espíritu se aparte de la luz.

Estas vigorosas expresiones, aparentemente paradójicas, son queridas por Dios, autor principal de los Libros Sagrados. Y tienen la ventaja de afirmar la extensión universal de la Providencia. Recuerdan al lector que tal episodio penoso, tal gesto criminal, tal actitud odiosa, han sido formalmente permitidos por Dios, que los ha insertado en los planes de su gobierno universal. No son hechos que se hayan producido a pesar suyo, o que se salgan de sus planes. Dios lo ha integrado en la historia de la salvación, que se desarrolla al hilo de los siglos. Tienen un papel que jugar en ella; son los ministros del Señor de la historia. Sin saberlo, Nerón y Calles trabajaron para Cristo; sin saberlo, Juliano el Apóstata y Stalin cooperaron indirectamente, con su odio por la fe, a la purificación de la fe de los cristianos. Parece sin embargo que debe evitarse un doble peligro en este dominio. En primer lugar, una interpretación demasiado literal, extraña a la tradición católica, imputaría indubitablemente a Dios responsabilidades morales que caen únicamente sobre los pecadores: Dios no produce el mal, sino que lo permite y lo utiliza. El hombre obra el mal libremente; por lo tanto, es responsable de él. En el otro extremo, una visión superficial de las cosas puede llevar a sustraer el mal moral del gobierno divino, a cortar toda relación del mal con Dios, como si todo lo que existe no dependiera de Aquél que en cada instante da a todos los hombres vida, movimiento y existencia.

El gángster que comete un atraco, el blasfemo, el seductor, cesaría de pecar si Dios dejase de mantenerlos en la vida, como la lámpara eléctrica dejaría de iluminar mi cuarto si la central eléctrica cortase la corriente. Los pecadores emplean contra su Creador las energías que han recibido de él. Sin la ayuda material de Dios, el ateo militante no podría aventurarse a probar la inexistencia de Dios. En consecuencia, si Dios tolera -en vez de impedir- el atraco, la blasfemia, la seducción, la labor de zapa del ateo, es que en Sus planes el mal cumple una función. Dios no permite nunca el mal sino en vistas de un bien superior conjunto. Esto se nos escapa la mayor parte del tiempo, mientras que Dios lo conoce, pues su mirada abraza todas las cosas, pasadas, presentes y futuras.

¿Quién es responsable de las disonancias?

Aún se plantea un problema más delicado conexo con la presencia actuante de Dios en todas las cosas. Si coopera directamente al delito, al dar vida y movimiento al criminal, ¿no asume Dios alguna responsabilidad en ello? ¿Cómo conciliar su santidad con su sostén indirecto del mal?

Algunas comparaciones tomadas de la vida cotidiana nos ayudarán a delimitar mejor las responsabilidades. Un padre de familia que provee de una fuerte suma de dinero a su hijo, estudiante universitario en una ciudad lejana, ¿es responsable del mal que hace su hijo, si, en lugar de comprar los libros, se dedica al desenfreno y a la ociosidad? Si un músico, por una distracción, comienza demasiado pronto o demasiado tarde a ejecutar su parte en la orquesta y produce así disonancias en el concierto, ¿incumbirá acaso la responsabilidad al director? Otro ejemplo: ¿a quién imputará su defecto un hombre cojo como consecuencia de una malformación de la tibia?, se pregunta Santo Tomás. ¿A la vitalidad del hombre o a la curvatura de la tibia? La respuesta está clara: es la malformación de la tibia la que provoca la claudicación, así como la distracción del artista es lo que provoca la disonancia en el concierto, y como son las pasiones desordenadas las que llevan al estudiante a emplear en sus diversiones el dinero destinado a los estudios.

En vez de la alta santidad que estalla a lo largo de la historia de la Iglesia, la humanidad no hubiera conocido sino una modesta honestidad moral. «Dios -afirma San Agustín- tenía en cierto modo necesidad de los abismos de las miserias humanas para verter en ellos los abismos de las riquezas divinas. Ha preferido sacar el bien del mal, en lugar de impedir todo mal». La sobreabundancia del dar sin cesar, dar con abundancia, dar con sobreabundancia. Su misericordia infinita va en demanda de miserias, como un trapero va en busca de trapos.

Internado en un hospital

Esta conducta de Dios parece desconcertar la razón del hombre abandonada a sus propias luces. Esta manera de actuar de Dios parecería si no una locura, al menos una paradoja a los ojos de quienes ignoran todo acerca de las «costumbres de Dios». Pero los santos juzgan de otro modo. Participan de algún modo de la consideración divina sobre la utilidad de las faltas y de las pruebas. Esa es la razón por la que los santos aprecian el sufrimiento. «Morir o sufrir» dirá una Santa Teresa de Ávila, a quien una vida desprovista de sufrimientos le parece una vida desprovista de alicientes. San Juan de la Cruz responderá: «Padecer y ser despreciado por vuestro amor», cuando Cristo le pregunta qué quiere en recompensa de sus servicios, porque para el Hermano Juan el amor vale más que todo, y el amor florece sobre todo en las pruebas y en el sufrimiento.

Sin las religiosas de su convento, que pusieron a prueba su sensibilidad y su paciencia y sin la tuberculosis que la minaba, ¿hubiéramos tenido hoy una santa y una maestra espiritual de la envergadura de Teresa de Lisieux?

Cuando su padre fue internado en un hospital de Caen, Teresa Martin escribió a su hermana Catalina, abatida por el golpe: «Te vas a extrañar si te digo que estoy muy lejos de tenerte lástima, sino que, mira tú, encuentro tu suerte digna de envidia.» Esta prueba hará madurar a Celina. «Ah, hermanita querida, lejos de quejarme a Jesús de la cruz que nos envía, no puedo comprender su amor infinito sino porque nos trata así. Es necesario que nuestro querido padre sea muy amado de Jesús para padecer estos sufrimientos. Pero, ¿no te parece que la desgracia que ahora le golpea es precisamente el complemento de su bella vida? «Siento... que digo verdaderas locuras, pero no importa, pienso muchas más cosas sobre el amor de Jesús que posiblemente son aún más fuertes... ¡Qué felicidad ser humilladas! Es el único camino que lleva a la santidad... La vida no es sino un sueño y pronto nos despertaremos, y ¡qué alegría!..., cuanto mayores sean nuestros sufrimientos, mayor será nuestra gloria... Oh, no perdamos la prueba que nos envía Dios; es una mina de oro que debemos explotar, no perdamos la ocasión... es el martirio que comienza, entremos juntas en la lid".

Cuando escribía esta carta, que algunos encontramos asombrosa, diametralmente opuesta a nuestro modo ordinario de ver las cosas, Teresa acababa de entrar en el Carmelo de Lisieux; tenía dieciséis años. Dotada de una precoz ciencia infusa, tenía los mismos puntos de vista sobre el problema del mal de su padre espiritual Juan de la Cruz. Y al exponérselos a su hermana, la joven religiosa sabía bien todo lo que había de paradójico y de aparentemente inhumano en sus consideraciones. Sabía que decía «verdaderas locuras». Sin embargo, ella siguió adelante, con el dulce vigor de su afección sobrenatural, persuadida de que las crueles exigencias de la cruz son más saludables que los compromisos de la tibieza.

El papel de las pruebas y los sufrimientos es tan importante en la vida cristiana que Santo Tomás de Aquino llega a afirmar, incluso, con su imperturbable serenidad, que Dios da a los justos la parte de bienes temporales y también de males temporales que necesitan para alcanzar la vida eterna. Y el arcángel Rafael explica al viejo Tobías que precisamente porque era agradable al Señor es por lo que éste le había enviado los sufrimientos: tan verdad es que Dios parece reservar las penas más crucificantes a sus mejores amigos: «Créme, hija mía -dice Nuestro Se­ñor a Teresa de Ávila-, cuanto más amada es una persona por Dios y ella responde con su amor, más pruebas recibe de él»

¿Por qué quejarse?

La conclusión, para Santo Tomás, es «que no son los que sufren los que deben quejarse, sino quienes pierden los méritos de sus sufrimientos resistiéndose a la voluntad de Dios.» Lo que significa decir, una vez más, que las personas que Dios, para su salvación o su perfeccionamiento espiritual, envía un padecimiento, una larga enfermedad, un mal incurable, un duelo, una pérdida económica, una desgracia, etc., no deben quejarse por ello, así como no debe quejarse el paciente a quien se prescribe una severa dieta para curarlo de una hepatitis. Quienes en realidad debieran quejarse son aquellos que se revuelven contra las disposiciones tomadas por Dios para su bien, como el enfermo que se resiste a obedecer las decisiones tomadas por los médicos para su curación..

Notemos, sin embargo, una diferencia: el enfermo ligeramente versado en medicina percibe lo bien fundado de las prescripciones de su médico. Conoce la utilidad de los medicamentos y adivina la urgencia de una intervención dolorosa, en tanto que cuando estamos en las manos de Dios, el «médico de las almas», nos encontramos sumidos, con frecuencia, en las nos escapa el lazo entre el sufrimiento o la prueba y nuestro verdadero bien. No sabemos reconocerlo -a lo sumo lo entrevemos en algunas circunstancias- mientras que Dios lo ve perfectamente. En fin de cuentas, se trata de tener confianza en él y reconocer la infinita superioridad de su saber sobre el nuestro.

«Por grande que la sabiduría humana pueda parecer al hombre, comparada con la sabiduría de Dios, no es casi nada: quasi nihil est», observa Santo Tomás. No dice que es nada, sino que es casi inexistente, pues tan pequeña es en relación con la de Dios. Algo semejante podría decirse de un grano de arena, que no es casi nada, junto la Gran Pirámide. Santa Matilde, apareciéndose después de su muerte a su amiga Santa Gertrudis, le explicaba cómo las proporciones se esclarecen a la luz del cielo: comparado con el amor del Salvador por las almas; el afecto de una persona por sus amigos es como una gota de agua en medio del océano.

Los designios y los planes de Dios desembocan en una felicidad situada en el más allá, mientras que los deseos y los proyectos del hombre no movido por la fe tienden a una felicidad terrena. ¡Cuántas disposiciones de la Providencia que aquí abajo nos aparecen duras, e incluso crueles, nos aparecerán, a la luz de la eternidad, tiernas y saludables! Asimismo, veremos que la Providencia no extiende su acción sobre el mundo de un modo general, sin ocuparse en los detalles de los hombres y de las cosas, abandonándolas al juego de las leyes de la Naturaleza, después de haberles dado la existencia. Nos aparecerá entonces que la Providencia de Dios cubre hasta las más pequeñas células del ser y hasta los movimientos de los más pequeños insectos. Una de las grandes alegrías de los elegidos, afirma San Agustín, será constatar cómo todas las vicisitudes de sus vidas, y más especialmente las pruebas, han contribuido a en­caminarlos hacia su último destino: la visión de Dios cara a cara. Ocasión de tropiezo para tantos hombres en esta vida, el problema del mal será para los elegidos un motivo suplementario de admiración y de alabanza de Dios, Señor de la historia. Lo que les hizo llorar sobre la tierra, los hará exultar perpetuamente en el cielo.

Los forzados de las galeras de Dios

Y los elegidos verán que a su santificación no habrá contribuido poco, a pesar suyo, y, sin saberlo, el que la Sagrada Escritura denomina el Maligno por excelencia: Satanás. Cuando, en nuestro lenguaje humano a veces impreciso e incapaz de expresar la vehemencia de nuestras pasiones y la delicadeza de nuestros sentimientos, queremos afirmar de una persona o de un acto que son verdaderamente malos, decimos que son satánicos. Esta es la palabra elegida al final de la guerra por un sacerdote alemán, Monseñor J. B. Neuháusler, vicario general de Munich, para calificar el nacionalsocialismo. Ninguna otra palabra de nuestro lenguaje humano, parece calificar el mal tan vigorosamente como aquélla: satánico.

Del mismo modo, un poeta ha sabido crear un verso de una profundidad doctrinal y de una belleza literaria maravillosas. Define a Satán como el que quiere siempre el mal y hace siempre el bien. La fórmula es digna de un San Agustín, quien seguramente hubiera precisado que es por su malicia por lo que Satanás quiere siempre el mal, así como es por influencia de Dios por lo que en fin de cuentas contribuye indirectamente al bien; Dios sabe utilizar la malicia del demonio. Le deja actuar en la exacta medida en que sus obras son útiles a la salvación de los elegidos. Ni más ni menos. «Llegaréis hasta aquí, manda Dios a las olas desatadas de la mar; aquí se romperá vuestro furor»". Un mismo orden de Dios regula los desencadenamientos del odio de Satanás contra los hombres.

Satán tiene que cumplir una misión muy precisa en la historia de la salvación. Según Santo Tomás, Dios, después del pecado, hubiera podido precipitar en lo más profundo del infierno a Satanás y a los otros ángeles rebeldes. No lo hace entonces, sino que lo hará más tarde. En ese tiempo, Dios utiliza a los demonios, haciéndolos trabajar como forzados para el progreso de su Iglesia, fin supremo de su «política». Satisfaciendo su odio, realizan indefectiblemente los designios de amor de Dios. Así los demonios se encuentran reducidos a la extraña ambigüedad de acumular en su persona un papel de destrucción y otro de construcción: quieren siempre el mal y, a pesar suyo, sirven siempre a la causa del bien, porque del mal que ellos quieren, Dios saca infaliblemente el bien que ellos no quieren.

«Dios tiene necesidad de los hombres», dice el título de una de las más bellas películas de Pierre Fresnay. «Dios necesita a Satanás», podría afirmarse igualmente. Pero con ciertas precisiones. Absolutamente hablando, Dios no tiene necesidad de los hombres para su felici­dad, como tampoco necesita del concurso de Satanás para realizar sus planes de salvación de la humanidad. Podría muy bien pasarse sin Satanás, pero no lo ha querido así, sino que ha decidido utilizar las fuerzas del Malo, insertando esta aportación en sus planes. Admitido esto, se puede afirmar con toda verdad que el concurso de Satanás es en adelante necesario para la economía de la salvación: Dios necesita de los demonios porque ha decidido utilizar para el bien de la Iglesia su acción, dirigida siempre hacia el mal. Satanás juega de este modo un papel en la historia de la salvación.

Así, el mundo de los demonios es una potencia, una gran potencia, muy superior a los Estados

Unidos de América, a Rusia o a China, pero una gran potencia controlada por una

superpotencia: potestas illa est sub potestate dice San Agustín -. Este poder (el de los de­

monios) está controlado por otro poder. «Los demonios no pueden hacer lo que quieren sino en

la medida en que lo permite Aquel cuyos planes no pueden ser ni comprendidos, ni justamente

criticados por nadie».

En los mares del Japón y de la China

San Agustín, San Gregorio el Grande y Santo Tomás subrayan la riqueza de enseñanza de los dos primeros capítulos del Libro de Job, que revelan el papel secreto de Satanás en las pruebas que se le presentan al justo. La virtud de Job irrita a Satanás, que la encuentra in­tolerable y querría abatirla. Las pruebas le servirán de instrumento para realizar su designio. Pero para desencadenar las pruebas sobre Job, Satanás necesita el permiso previo de Dios. Lo pide, y Dios se lo concede, pero rigurosamente limitado: «Ahí está cuanto posee a tu disposición, salvo que no pongas en él tu mano»". Luz verde en una determinada dirección, sí; carta blanca, no.

Con esta autorización, Satanás puede actuar. Y desencadena sucesivamente cuatro desas­tres: los Sabeos arrebatan a Job las reses vacunas y las asnas y pasan a cuchillo a sus ser­vidores; fuego del cielo cae sobre su ganado; los Caldeos se apoderan de sus camellos y tam­bién asesinan a los servidores; por último, los hijos de Job perecen bajo los muros de la casa que se derrumba.Como Job acepta estas pruebas con una perfecta sumisión a Dios, Satanás, enfurecido, lleva más adelante su ofensiva. En una segunda conversación con Dios obtiene de éste el permiso de golpear a Job en su propio cuerpo, si bien respetándole la vida. Satán vuelve a fracasar: Job sigue sometido a Dios. Y es que detrás de las causas inmediatas de aquellas calamidades, Job sabe discernir, claramente, la mano de Dios. Detrás de los Sabeos y los Caldeos, detrás del rayo y del huracán que derriba la casa, Job ve al Señor. Job sobrepasa las causas segundas para remontarse a la Causa primera: «Yahvé me lo dio y Jahvé me lo ha quitado; el nombre de Yahvé sea bendito» .

Job no atribuye sus riquezas a conjunciones favorables ni a su prudencia ni a su virtud; del mismo modo que no acusa a los Sabeos y a los Caldeos, al rayo o al huracán de haberle privado de sus hijos y de sus riquezas. Lo que Dios le había dado, Dios se lo ha quitado, cada vez por el juego de las causas segundas. A este propósito, Santo Tomás señala un error sutil: creer que fueron las iniciativas de Satanás las que llevaron a Dios a permitir que Job fuera tentado. No, la iniciativa vino de Dios. Desde lo alto de su eternidad había designado hacer resaltar la virtud de Job y a este fin utilizó la malicia de Satanás.

La observación tomista es de un valor práctico considerable. No imaginemos a Dios como un jefe de Estado que cediera a pesar suyo ante las propuestas de su primer ministro o que de buen grado consintiera en una iniciativa en la que él no hubiera pensado. La omnipotente sabiduría del Creador jamás es adelantada o sorprendida por una iniciativa de las criaturas. Es Él quien inserta el juego de las criaturas en el suyo, y no ellas quienes insertan su juego en el juego de Dios. Las pruebas parten, primordialmente, de la iniciativa de Dios; las criaturas, buenas o malas, no hacen sino ejecutar sus designios.

«El Señor permitió por bondad lo que Satanás demandaba por malicia.» Hay que saber, en efecto, que «la voluntad de Satanás es siempre mala, pero que su poder no es jamás ilegítimo. Porque su voluntad proviene de él, pero su poder proviene de Dios. Lo que él quiere hacer por maldad, Dios, por justicia, permite que lo haga»'Comentando las palabras de Satanás a Job: «Alarga tu mano y toca todo lo que él tiene. ¡Veremos si no te maldice en tu misma cara! » San Gregorio observa: «Cuando Satanás desea tentar al santo, dice, sin embargo, al Señor, que extienda su mano. Es muy de notar que no se atribuye a sí mismo la fuerza de dañar, él, que no cesa jamás de alardear orgullosamente contra el autor de todas las cosas. El diablo sabe que por sí mismo no es capaz de nada...».

Es decir, Satanás llama «mano de Dios» al poder solicitado y recibido de actuar contra los bienes de Job. Y así, Gregorio el Grande concluye invitando a los cristianos a no temer desmesuradamente a quien no puede actuar sino en los límites del permiso recibido de lo alto.

Esta es la línea de conducta seguida en sus viajes en Extremo Oriente por San Francisco Javier. Zarandeado por los tifones, que atribuía a la malicia de los demonios confabulados contra su obra de evangelización, escribía que las tempestades de estas regiones son las más violentas que jamás hayan sido conocidas; pero Dios Nuestro Señor es el dueño; Él reina en estos mares del Japón y de la China. Los vientos aquí son temibles, los escollos nada pueden sino lo que Dios quiera. Sólo permanece el temor de Dios, puesto que lo que las criaturas tienen de poder temible no se extiende más allá de los límites que el Creador les ha trazado. En suma, tempestades, bárbaros y demonios no pueden... hacernos mal, causarnos penas, sino cuando Dios se lo permite y no más que É1 lo permite.

Las legiones de demonios que pueblan el universo están al servicio de Dios para la purificación y el progreso espiritual de los elegidos. Satanás, el príncipe de este mundo, se encuentra así reducido al papel de esclavo del Rey de los siglos. Necesita del brazo de Dios para llevar a cabo sus propósitos.

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