conoZe.com » bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia

De la doctrina a la vida (I)

Llegados a este punto de nuestras consideraciones sobre el sentido de la historia, los lectores podrán extrañarse por nuestro silencio acerca del pensamiento de un Hegel, de un Karl Marx y de otros filósofos modernos. Este silencio es premeditado. La presentación de las diversas filosofías de la historia hubiera desbordado el cuadro de este estudio. Y además, hubiera distraído al lector, inútilmente, de lo esencial.

En efecto, este libro se dirige no a filósofos o teólogos, sino a católicos fervientes comprometidos en el apostolado. Lo que ellos esperan, en fin de cuentas, no son exposiciones eruditas sobre las diversas concepciones del sentido de la historia, ni consideraciones nebulosas sobre la evolución, sino aclaraciones y luces acerca del verdadero sentido de la historia tal como el mismo Dios ha querido revelarlo. Lo que esperan no son las opiniones o las hipótesis de autores en perpetua investigación, sino datos claros y seguros, aptos para disipar sus dudas, para estimular su acción, para sostener su confianza y alimentar su vida interior. ¿Para qué, entonces, agobiar a estos cristianos con elementos embarazosos? ¿Para qué levantar sempiternamente ante ellos problemas religiosos y filosóficos sin aportar la solución correspondiente? Los cristianos de hoy, infraalimentados espiritualmente, reclaman pan y peces; ¿para qué ofrecerles piedras y serpientes?En esta misma preocupación de servicio y de verdad, nos hemos abstenido asimismo de hacernos eco de determinadas interpretaciones subjetivas de las visiones del Apocalipsis. Estas interpretaciones pueden satisfacer, en una cierta medida, a la inteligencia del creyente, siempre en busca de luz y alérgica al vacío, pero no están revisadas por el magisterio de la Iglesia, único intérprete seguro de la palabra de Dios. De este libro maravilloso, verdaderamente divino, que es el Apocalipsis, hemos retenido especialmente algunas ideas maestras: «El que es, el que era y el que viene» es también el Señor de la historia y el «rey de reyes». Es el que hace que las pruebas y las persecuciones sirvan para el bien de su Iglesia y para el triunfo final del Cordero. A las vacilantes luces de una interpretación arriesgada, nosotros preferimos las sólidas oscuridades de los maestros de la fe. La fe es el más seguro refugio del alma, porque el Espíritu Santo es entonces su luz.

Pero si las interpretaciones subjetivas de la Escritura, así como las filosofías de la historia extrañas a la fe católica son de una utilidad discutible para nosotros los laicos comprometidos en la lucha, los ejemplos de una fe viril en el Maestro de la Historia son, por el contrario, ricas en claridad y confortación. Citaremos algunas.

Después de la guerra apareció, en traducción francesa, la obra de espiritualidad de un autor judío que vivió en España probablemente en el siglo XI d. C. Les devoirs du coeur, por Bahya Ibn Paquda. La traducción del original árabe era de André Chouraqui, primer alcalde de Jerusalén tras la constitución del Estado judío, y llevaba un prefacio de Jacques Maritain. Con Bahya, el lector occidental se encuentra situado en la encrucijada del judaísmo, del cristianismo y del Islam. El autor se ha inspirado en doctores de las tres grandes religiones y ha compuesto una obra llena de sabiduría que contiene páginas profundísimas sobre la trascendencia de Dios. Es, en palabras del cardenal Daniélou, «una especie de Imitación de Cristo judía, de un indiscutible valor religioso. Con él nos encontramos propiamente dentro de la mística judía, que es contemplación de Dios trascendente, tal como se manifiesta en el Antiguo Testamento». «Estas páginas merecen, con el más alto título, alimentar la meditación de un espiritual monoteísta», afirma Louis Gardet. En cuanto a Robert Gamzon, estima que ciertos pasajes de Bahya son «literalmente asombrosos» por su modernidad.

Una de las ideas claves de esta obra maestra de la espiritualidad medieval es, precisamente, la preponderancia de la Causa primera sobre las causas segundas, es decir, la supremacía absoluta de la acción del Creador sobre la actividad de las criaturas y por vía de consecuencia, la necesidad, para el creyente, de liberarse de un miedo injustificado a las causas segundas. ¿Por qué temer a los hombres y a los acontecimientos como si fueran dueños de sí mismos cuando no son otra cosa sino los ejecutores de los designios de Dios?

Los contemporáneos del místico judío del siglo XI no se planteaban la cuestión del sentido de la historia al modo como lo hacen los pensadores de hoy. La filosofía y la teología de la historia no ocupaban entonces los espíritus como lo hacen en la actualidad. Y, sin embargo, al conducir a sus lectores a las profundidades del misterio de Dios, Bahya los lleva al corazón mismo de una teología de la historia. No hace sino plantear las premisas; a los lectores toca lanzar una ojeada a las vicisitudes de los hombres y de los pueblos y sacar las consecuencias. Bahya afirma con decisión la trascendencia de Dios, que está más allá de toda conciencia y de toda imaginación. Se Le conoce tanto mejor, dice, cuanto más incognoscible se Le sabe. El autor pone en guardia contra la ambigüedad de las expresiones humanas aplicadas a los atributos de Dios. «Debemos saber que estas expresiones son empleadas en un sentido metafórico y retórico, a la medida de la receptividad de nuestra razón... Dios es más grande y más alto; infinitamente elevado por encima de todas las bendiciones y de toda alabanza». De esta infinita superioridad de Dios resulta la dependencia fundamental de las criaturas. «Dios tiene siempre razón contra el hombre, y el hombre jamás la tiene contra Dios».

Del mismo modo, «debemos abandonarnos en el Todopoderoso con una fe lúcida en su gobierno de todas las cosas y con la convicción de que el mal y el bien dependen solamente de su decreto, de su única voluntad, de su suprema palabra». «Cuando el hombre sienta que ninguna criatura puede hacerle ni mal ni bien sin la voluntad permisiva del Creador, cesará de temer a los hombres a de esperar nada de ellos, para abandonarse únicamente a Dios.» «El hombre debe saber que un estricto determinismo limita a todos los seres de este mundo, sustanciales o accidentales. Nada puede ser añadido o sustraído a lo que el Creador... ha decidido en cuanto a su número, su cualidad, su tiempo y su lugar. No se puede multiplicar lo que ha decidido disminuir, ni disminuir lo que Él quiere multiplicar. No se puede retrasar lo que ha decidido adelantar, ni adelantar lo que ha decidido retrasar. En el orden del tiempo, del lugar, de la cualidad y de la cantidad, todo se realiza según el decreto de Dios en su presciencia. Todas las decisiones preexisten en él y se concretan por medio de causas que a su vez tienen otras causas. Quien no comprende esta economía del universo piensa que la causa segunda determina un cambio en los objetos y que es ella la que los transforma, siendo así que la causa segunda es por sí misma incapaz, por el hecho de su ineficacia y su debilidad». El pensamiento de Bahya alcanza alturas vertiginosas; para seguirlo hay que compartir su fe en la inefable trascendencia de Dios.

Mas, ¿cómo conciliar con la libertad del hombre lo que, inspirándose en los textos del Antiguo Testamento, denomina Bahya un «estricto determinismo»? Tal determinismo, inserto en la historia por la omnipotencia de Dios, ¿no excluye la libertad de las criaturas razonables? Como un San Juan Crisóstomo y un San Agustín, Bahya encuentra la solución de este problema de todos los tiempos en la insondable sabiduría de Dios afirmada por la Revelación: «Es verdadero y justo confesar nuestra ignorancia ante la sabiduría del Altísimo. Nuestro espíritu es débil, nuestra inteligencia mediocre, e inmensa nuestra ignorancia ante las gracias del Creador para que po­damos comprender este misterio».«Hemos de creer estas dos verdades: determinismo y libertad, porque quien profundiza demasiado en la contradicción no escapa al pecado: desde cualquier lado que la aborde tropezará».

Un hombre feliz

Nuestro místico judío describe la dicha de quien renunciando a querer explicar lo inexplicable para el hombre se abandona a la omnipotente bondad del Creador. La alegría es el premio de la humildad. «El que se abandona totalmente ve en todas las cosas la voluntad del Señor. Le alaba en la felicidad como en la desgracia y canta su gracia durante toda su vida, tanto si Dios se muestra amoroso como justiciero. Los doctores nos dicen: «El hombre debe bendecir en la desgracia como bendice en la alegría».

«El que se abandona totalmente tiene el alma tranquila y el corazón confiado en la suerte que le espera. Sabe que Dios le conduce a su felicidad tanto en la tierra como en el cielo. El que no se abandona, vive en la angustia constante, en perpetuo cuidado, en una tristeza sin tregua, tanto en la buena fortuna como en la adversidad». Insatisfecho en la prosperidad y desesperado en las pruebas.«El que se abandona totalmente no se apoya jamás en las causas intermedias que utili­za; no espera ningún bien ni ningún mal que no sea querido por Dios. Su corazón se apoya en Dios y no en las causas segundas. El otro se ocupa de las causas segundas creyendo que pueden serle nocivas o útiles. Si le son útiles, las exalta y se alaba de sus esfuerzos y de su elección; se dedica a ellas sin límite ni medida y no sabe desligarse de ellas. En caso contrario, las abruma de reproches, las desprecia, las abandona, tan neciamente como el que ofrece sacrificios a su esparavel y quema incienso a su barredera, habiendo tenido por ello pesca abundante y suculenta comida. El pescador no piensa en dar gracias a Dios que conduce los acontecimientos.»

Este espíritu de abandono en el Señor de la historia previene a los creyentes tanto contra la adulación como contra el temor. «Si los hombres comprendieran que no está en poder de nadie el dar o el negar algo sin que ello sea conforme al decreto de Dios, no esperarían en nadie sino en Dios» . «En los servicios pequeños o grandes que el hombre pide debe abandonarse a Dios para que se realicen. Si los obtiene, debe estar agradecido a quienes se los conceden, sabiendo que han sido elegidos para esto por el Creador... Si sus deseos no se realizan por el intermediario previsto, que no lo recrimine y que no se le tenga en cuenta, sino que dé gracias a Dios, que escoge solamente el bien» «La felicidad y la miseria están solo en las manos de Dios» «Si sus enemigos, los que le envidian, sus adversarios, le causan un perjuicio, que no lo achaque a quien sólo ha sido el instrumento».En buena lógica, Bahya extiende estas consideraciones hasta los asuntos y negocios materiales: es Dios quien en definitiva decide si una cosecha será buena o mala: «El trabajo de la tierra y las siembras son las causas segundas del alimento... Si la tierra no produce nada o la cosecha ha sido destruida por un accidente cualquiera, no se debe en modo alguno incriminar al campo». «Que el hombre no multiplique sus ocupaciones ni se complazca en las causas segundas, porque si Dios no le diese más que el pan, los cielos y la tierra serían impotentes para añadir más, a pesar de todos los esfuerzos y por cualquier medio que fuese. En el abandono, el hombre goza del reposo del corazón y de la paz del alma, de lo que nada en el mundo le puede apartar. Su premio le llegará en el instante decretado, ni antes ni después».

En una palabra, «Dios lo dirige todo y nada ocurre a la más pequeña criatura que él no haya permitido, querido, decretado». Él es el Señor del universo y su brazo conduce la historia. Los hombres están sujetos a un misterioso determinismo que, lejos de limitar o trabar la libertad, la crea y la extiende. Como Santo Tomás, pero sin elevarse tan alto como él, el místico judío del siglo XI afirma con una convicción asombrosa que los hombres ejecutan infalible y libremente los designios de Dios.

La convicción de Bahya es contagiosa. Surgida de la vida, comunica la vida. Su fe es un fuego que ilumina y conforta. Este espiritual judío de la Edad Media, que descendió a los abismos del misterio de Dios y a las profundidades del alma humana, es singularmente actual. Su testimonio nos conmueve. Bahya tiene algo que decir a los hombres de la era atómica que se interrogan acerca del sentido de la historia; tiene algo que darles, aun cuando le falte el toque final que el Nuevo Testamento aporta al Antiguo y que se encuentra entre los santos y los místicos cristianos.

La mano por encima de todas las manos

En una de las más bellas páginas de su Diario, la mística cristiana contemporánea Lucie -Christine, de la que ya hemos hablado, pone asimismo a la luz la presencia actuante de Dios a través de las causas segundas pero con un fervoroso amor al que no podía elevarse Bahya. Lucie-Christine ve en los acontecimientos que nos afectan agradable o dolorosamente, como manos de Dios que nos acarician o que nos inflingen saludables heridas. Y se propone, así, «amar todas las manos de la Providencia. Estas manos son las criaturas por las que Dios nos atiende y completa su acción sobre nuestras almas. Si sabemos ver a Él en ellas, las amaremos a todas».

«Hay manos que nos crucifican... Hay quien sin darse cuenta, nos tritura el corazón... Hay manos que nos flagelan... son las palabras venenosas... Y todas estas manos han trabajado para nuestra santificación. Hay también manos que nos consuelan... que nos expresan la bondad y la amabilidad de la Providencia...» «Hay manos que nos bendicen y que hacen que tenga éxito todo aquello que no podríamos lograr con nuestros esfuerzos... Son las oraciones de los pequeños y de los desgraciados... » «Hay manos, muy pequeñas a veces, que iluminan nuestro corazón con un rayo de sol y que, un día, en un instante, dejan este pobre corazón quebrado porque se han llevado la mitad al cielo con ellas... Pero por ellas, Dios concede el remedio con la herida; estas manecitas que adoran ya al Padre en su eternidad hacen descender al alma afligida el eco celestial de la beatitud... Hay, en fin, manos que nos conducen..., que nos llevan hacia Dios, y nos sostienen en el camino del cielo.»

Después de haber descrito así estas manos. de la Providencia, que son las criaturas de las que se sirve Dios para ejecutar sus planes, Lucie-Christine evoca «la mano que está sobre todas, sin nombre que sea digno de ella». «Es esta mano la que con un signo puede pulverizar el universo, es la que llega al fondo del corazón humano, hasta este punto íntimo que nadie puede alcanzar» Los verdaderos amigos de Dios sienten su mano invisible y perciben por instinto la presencia actuante de la Causa primera tras las causas segundas. Este realismo sobrenatural aparece en la biografía de los santos fundadores de órdenes y de congregaciones, especialmente cuando se encuentran con resistencias o cuando la falta de recursos materiales, parece comprometer el impulso de su obra.

Dios se sirve de un oso

La vida de San José-Benito Cottolengo (1786—1842), fundador de la Piccola Casa della Divina Provvidenza (Casita de la Divina Providencia), en Turín, presenta un espléndido ejemplo de esta visión habitual de Dios como actuante a través de los hombres y de las cosas. La confianza alcanza en este santo un grado extremo, raro en las hagiografías. De una parte, el fundador recoge en su casa el desecho de la sociedad, es decir, los seres deformes, los enfermos, los pobres a quienes nadie quiere; de otra, confía únicamente en la Providencia, hasta el punto de rehusar establecer reservas de alimento y de dinero. Día a día espera de la Providencia los recursos con que alimentar a los pobres que ella le confía. Firme como el acero, cree en la palabra de Dios: «Pedid y recibiréis.»

Sus problemas con las autoridades civiles son reveladoras. J. B. Cottolengo pasa todas las penas del mundo para mantener su fórmula de no confiar más que en la Providencia, en tanto que se le presiona para que acepte apoyos humanos. Él se niega porque siente que éstos amenazarían con coartar su libertad espiritual. A las autoridades civiles les hubiera gustado, por ejemplo, que en vez de llamar a su obra Casita de la Divina Providencia, la hubiese denominado simplemente Casita de la Providencia; suprimiendo la referencia explícita a Dios. «No, dice, es únicamente la obra de Dios», de un Dios que se sirve de los hombres y de los acontecimientos para cumplir sus designios de amor. ¿Por qué considerar como señores a quienes no son sino sus ejecutores?

J. B. Cottolengo pone en guardia a sus discípulos contra el exceso en las manifestaciones de gratitud hacia sus bienhechores: que se les manifieste agradecimiento, sí, porque es un deber; pero que no se olvide jamás que ellos son también instrumentos de la Providencia y que si merecen nuestra gratitud, la Providencia le merece más aún. La preponderancia de la Causa primera sobre las causas segundas entraña la prioridad de la gratitud hacia Dios sobre la gratitud hacia los hombres.

La única moneda que el santo consintió en guardar fue una antigua moneda de Berna que por una cara presentaba un oso, emblema del cantón, y por la otra una máxima bíblica Dominus providebit (el Señor proveerá). «La máxima, comentaba el Santo, expresa la confianza de la Casita en el Señor, mientras que el animal significa que el Señor quiere servirse de un oso como yo para justificarla.»

Contemporáneo del santo Cottolengo, San Juan Bosco sufría al ver que su ecónomo no compartía plenamente con él su confianza en Dios. «No puedo encontrar -confiaba a Don Rua, su futuro sucesor, beatificado después por Pablo VI- un ecónomo que me secunde enteramente, que sea capaz de confiarse sin límites a la Providencia y que no pretenda guardar algo para el mañana. Si tenemos estrecheces, yo temo que es, precisamente, porque se quiere hacer demasiados cálculos.» Es así: «Cuando el hombre entra, Dios sale.»

Don Juan Calabria (1873-1958), fundador de los Pobres servidores y de las Pobres servidoras de la Divina Providencia, tenía también una fe total en la Providencia. Más de una vez se oyó gritar, con una hilaridad que contrastaba con su seriedad habitual: «No tengo nada, tengo vacía la cartera y siento que soy el millonario más grande del mundo.» Se asentaba en los millones de Dios; sentía que el vacío reconocido y amado atrae las efusiones de la Providencia; creía en la paternidad de Dios. «Vuestro Padre celestial sabe que necesitáis de todas estas cosas.» ,

Don Calabria sabía agradecer a sus bienhechores con una delicadeza exquisita, sin que por ello se privara, a veces, de hacerles comprender que ellos, a su vez, tenían una deuda con el Señor: «Dad gracias al Señor que os ha hecho comprender la gracia de ser un instrumento de la Providencia. Porque nuestra obra no la mantienen los hombres, sino Dios.» En momentos en que atravesaba grandes dificultades materiales, don Calabria llegó incluso a rehusar una importante suma ofrecida por un bienhechor a condición de que la prensa local fuese informada de aquella donación.

«Dueño de las rentas y de los renteros»

Por diferentes que los santos aparezcan entre sí están todos bajo la dirección del mismo Espíritu. Nada tiene de extraño, pues, que sus reacciones ante las dificultades se asemejen. Así, la reformadora del Carmelo escribe a sus hijas espirituales: «Jamás por artificios humanos pretendáis sustentaros, que moriréis de hambre, y con razón... »«Los ojos en vuestro Esposo; Él os ha de sustentar; contento Él, aunque no quieran, os darán de comer los menos vuestros devotos, como lo habéis visto por experiencia.»

Para Teresa, Dios no era un vago Ser Supremo, sino El que nos ve, El que nos ama, El que todo lo puede. La Santa de Ávila hablaba por experiencia:«Dejad ese cuidado a quien los puede mo­ver a todos, que es el Señor de las rentas y de los renteros... No le faltemos nosotras, que no haya miedo de que falte».Dios, dueño de las rentas y de los renteros, ¡qué profunda y deliciosa fórmula!

San Juan de la Cruz, colaborador de Teresa en la reforma del Carmelo y director espiritual de la Santa, pensaba también que para la solución de los problemas materiales es mejor apoyarse en Dios que en los hombres. En el capítulo provincial de Almodóvar, en 1583, un superior le reprochó por no visitar suficientemente a los seglares, con las repercusiones negativas que ello podría tener en las condiciones materiales de su comunidad, a lo que el santo respondió: «Padre mío, si el tiempo que yo he de emplear en hacer visitas y en persuadir a las gentes para que me den limosnas lo paso en mi celda rogando a Nuestro Señor que inspire a esas personas para que hagan lo que deben hacer, y si, en cuanto a mí, estoy persuadido de que Su Majestad me dará también lo necesario, ¿para qué hacer más visitas que las que la caridad o la necesidad exigen?».

En 1529, a la vuelta de su embajada a Cambrai, pocas semanas antes de ser nombrado canciller por Enrique VIII, Tomás Moro supo que un granero perteneciente a su casa de campo había ardido, por incendio. «No solamente debemos resignarnos, escribía a Lady Alice, su esposa, sino alegrarnos. No hagamos recriminación alguna, sino reverenciemos la voluntad de Dios y démosle gracias de todo corazón por la adversidad tanto como por la prosperidad. Porque es posible que tengamos más razones para agradecerle las pérdidas que las ganancias, ya que su sabiduría conoce mejor que nosotros mismos lo que nos es conveniente y saludable. Por eso, os pido que tengáis el corazón alegre y que llevéis a todos a la iglesia a fin de dar allí gracias a Dios lo mismo por lo que nos ha dado que por lo que nos ha quitado y por lo que nos ha dejado, que si Él quiere, nos lo acrecentará cuando le parezca conveniente. Y si le place dejarnos menos aún, que se haga su voluntad».

Si el canciller de Enrique VIII se expresaba con una visión tan cristiana de los acontecimientos es que Dios había respondido a una de sus más íntimas aspiraciones, formulada por él de esta manera en las meditaciones y plegarias escritas en prisión, poco tiempo antes de su martirio: «Dame... el tener por nada la pérdida de los bienes mundanos, de los amigos, de la libertad, de la vida y de todas las cosas, a fin de ganar a Cristo. Dame el que piense en mis mayores enemigos como en mis mejores amigos.» «Porque los hermanos de José no hubieran podido hacerle jamás por amor y favor tanto bien como le hicieron por maldad y odio.» Y el santo, con esa mezcla de sabiduría cristiana y humor británico que le hace aparecer tan simpático, añade: «Estas disposiciones son más deseables para todo hombre que todos los tesoros de los príncipes y de los reyes cristianos y paganos, aunque estos tesoros fueran reunidos y apilados en un solo montón».

No adelantar a la Providencia

Parece, sin embargo, que pocos amigos de Dios comprometidos en las obras hayan tenido en el mismo grado que San Vicente de Paúl el sentimiento de la trascendencia de Dios junto con la convicción de la absoluta dependencia de los hombres; pocos activos han sentido como Monsieur Vincent que la omnipotencia de Dios, su amor y su sabiduría sobrepasan infinitamente todo lo que nosotros podemos concebir. Resumiendo en una fórmula paradójica la espiritualidad del santo, uno de sus biógrafos, dom Paul Renaudin, escribe: «El hombre es una pura nada y; es Dios quien obra en el mundo».

Esta espiritualidad radical es el fruto de una larga maduración interior, señala Jean Calvet, crítico literario contemporáneo que ha tenido el mérito de sacar a la luz la vigorosa personalidad de Vicente de Paúl. «A medida que avanza en su obra y que su actividad se extiende a nuevos países, Monsieur Vincent, extrañado de lo que ocurría, reflexiona sobre su calidad de obrero del Señor y viene a pensar que no es realmente obrero, sino más bien instrumento. Para hablar propiamente, él no hace nada (por sí mismo); es Dios quien lo hace todo a través de sus manos.» «Esta doctrina del instrumento le parecía que convenía tan bien a sí mismo, a sus hijos y a sus hijas, que la reconsidera y la profundiza sin cesar. El instrumento está siempre dúctil y dispuesto entre las manos de Dios, dócil a la menor inflexión de su mano. No está orgulloso del trabajo que realiza con éxito; no se abate por sus errores y sus fracasos. Todo ello no es cosa suya, sino de Dios. El instrumento es humilde, pero está siempre en su puesto» . «No son los hombres los que hacen que las cosas vayan bien, sino Dios, escribe el santo. Honran soberanamente a Nuestro Señor quienes siguen su Providencia y no quieren pasar sobre ella»«Los asuntos de Dios se realizan por sí mismos, y los que él no hace, perecen pronto.» «Sabéis bien, dice a sus colaboradores, que Dios lo puede todo y que vosotros no podéis nada y, sin embargo, os apoyáis más sobre vuestra industria que sobre su bondad, sobre vuestra pobreza más que sobre su abundancia. ¡Oh, miseria del hombre!»

Lo que resulta paradójico, y revelador de la miopía de los juicios del hombre, es esto: pre­cisamente a causa de esta ausencia de precipitación, Vicente de Paúl, uno de los más grandes hombres de acción de la Iglesia de Francia, al decir de Daniel-Rops, fue tratado de santo remolón.

Ganar perdiendo

Del mismo modo que la fe heroica de Tomás Moro estalla en el episodio del granero destruido por el fuego, así la santidad de Monsieur Vincent brilla en el asunto de la granja de Orsigny. «La granja de Orsigny, cerca de Saclay, había sido donada a la Congregación por uno de sus bienhechores, en contrapartida de una renta vitalicia. Como hubo que emprender importantes obras que afectaban a los elementos fundamentales de la posesión la Compañía debió hacer cuantiosos gastos.» «Y he aquí que años más tarde, en 1658, no se sabe por qué circunstancias, una instancia de anulación de la donación fue aceptada por los tribunales, que no tuvieron en cuenta, a la hora de dictar sentencia, la plusvalía de los trabajos que había realizado la Misión»' «¡Dios sea bendito!», exclamó el santo, cuando el hermano Du Corneau, su secretario, le comunicó la injusta sentencia. Y Monsieur Vincent repitió cinco o seis veces, con fervor creciente, este grito de resignación amorosa. Después se retiró a la iglesia, en donde permaneció largo tiempo en oración. Vuelto a su cuarto, escribió a un amigo: «Señor, los buenos amigos deben ser partícipes del bien y del mal que nos sucede, y como vos sois uno de los mejores que tenemos en el mundo, no puedo dejar de comunicaros la pérdida del proceso y de la granja de Orsigny, mas no como un mal que nos haya acaecido, sino como una gracia que nos ha hecho Dios, a fin de que seáis tan amable, Señor, de ayudarnos a darle las gracias. Yo llamo gracia de Dios a las aflicciones que nos envía, sobre todo las que son bien recibidas. Así, su infinita bondad, habiéndonos dispuesto a este despojo antes de que fuera ordenado, nos ha hecho también aquiescer a este accidente con una resignación total, y me atrevo a decir con tanta alegría como si la sentencia hubiera sido favorable.

El padre Kolbe y el progreso

Preponderancia de los valores de la gracia sobre los bienes materiales, aunque éstos estuviesen al servicio del apostolado: se encuentra esta profunda convicción en la vida del bienaventurado Maximilien Kolbe, este apóstol de la Virgen, mártir de la caridad, muerto en el campo de Auschwitz durante la última guerra.

Por reconfortante que fuera el inaudito impulso de la obra de Niepokalanow, consagrado totalmente al apostolado de la prensa bajo la égida de la Inmaculada, el padre Kolbe estimaba todavía más los progresos de sus colaboradores en la vida espiritual. «Nuestro trabajo es bello e importante -decía a sus compañeros-, pero sobre todo debemos preocuparnos de nuestra vida interior, de la vida de la gracia, que debe ser la fuente de nuestras actividades exteriores. El progreso de Niepokalanow, ¿consiste acaso en aumentar el número de nuestras construcciones

o ni siquiera en doblar o en triplicar nuestra tirada? Este es un progreso exterior, que puede engañar. Cada vez que nuestras almas registran una mayor conformidad con la voluntad de la Inmaculada, daremos un paso adelante en el desarrollo de Niepokalanow.»«Incluso aunque nuestra actividad cesara en la Ciudad de María -añadía, en previsión de la segunda guerra mundial, cuya inminencia sentía claramente-, incluso aunque fuésemos dispersados a los cuatro vientos, habría progreso, si esta prueba entrañase una adhesión más profunda a la voluntad de Dios. Cuando estalle la guerra, nuestra comunidad será dispersada. Mas no debemos entristecernos, sino más bien conformarnos enteramente con la voluntad de la Inmaculada. Si obramos así, la dispersión, lejos de perjudicarnos, acrecentará nuestra santidad» .

Pérdida de la granja de Orsigny, dispersión de la comunidad de Niepokalanow: Monsieur Vincent y el P. Kolbe reaccionan de manera semejante ante crueles pruebas. Uno y otro colocan el avance espiritual muy por encima del progreso material. Este mismo sentido de la primacía de lo espiritual llevaba al fundador de los sacerdotes de la Misión y de las Hijas de la Caridad a amar la pobreza y la enfermedad, objetos de repulsión universal, como instrumentos de elección en las manos de la Providencia.

«La pobreza -dice a uno de sus sacerdotes- nos hace pensar en Dios y elevar nuestro corazón hacía él; en tanto que si tuviésemos una situación acomodada es posible que nos olvidásemos de Dios. Por esto es por lo que me alegra grandemente el que la pobreza voluntaria y real se ponga en práctica en todas nuestras casas. Hay una gracia oculta bajo esta pobreza, que nosotros no conocemos».

Oculta a los ojos de los hombres, manifiesta a las miradas de los ángeles, iniciados en los secretos del gobierno divino.«Es en la enfermedad donde la fe se ejercita maravillosamente; en ella la esperanza brilla con esplendor; la resignación, el amor de Dios y todas las virtudes encuentran en ella una amplia materia para ejercitarse.» De este punto de vista sobrenatural 'obre la enfermedad, Monsieur Vincent extrae una conclusión que se opone a la actitud común, inspirada por consideraciones únicamente naturales: «He dicho ya muchas veces y no puedo dejar de decirlo, que debemos estimar que las personas afligidas por enfermedades dentro de la Compañía son la bendición de la misma Compañía» ". «Hemos, pues, de considerar todo lo penoso que nos ocurre como procedente de Dios para hacernos merecer; puesto que es por ello por lo que permite que seamos afligidos... Dios no es un tirano; no encuentra placer en hacer sufrir a quienes le sirven; no está satisfecho porque una hija esté abrumada de penas, de enfermedades, y afligida por sus enemigos si no es en tanto que esto sirve para hacerla más agradable a los ojos de su Divina Majestad.»

Y el santo explica por una ingeniosa comparación la «política de Dios» totalmente centrada en el avance espiritual de sus elegidos: «Hijas mías, vosotras sois como una piedra de la que quisiera hacerse una imagen de Nuestra Señora, de San Juan o de cualquier otro santo. ¿Qué debe hacer el escultor para llevar a cabo su propósito? Es preciso que tome un martillo y quite todo lo superfluo de la piedra. Y para ello, golpea fuertemente con el martillo, de suerte que al verlo diríais que va a acabar con la piedra; y cuando ha quitado lo más grueso, toma un martillo más pequeño y después el cincel para comenzar a formar la figura con todas sus partes y, en fin, otros útiles más delicados para conseguir la perfección que quiere dar a esta imagen.» «Mirad, hijas mías, Dios actúa de modo semejante con nosotros. He ahí una pobre hija de la Caridad o un pobre misionero; antes de que Dios los retire del mundo, ellos se encuentran como en bruto, son como piedras sin desbastar; pero Dios quiere hacer de ellos bellas imágenes y para esto golpea sobre ellos con grandes martillazos. ¿Y cómo lo hace? Haciéndoles pasar calor o frío, yendo después a ver los enfermos en el campo, donde el viento silba en invierno. No se puede dejar de ir porque haga mal tiempo. Y bien: estos son los grandes martillazos que Dios descarga sobre una pobre hija de la Caridad. Quien no viese más que lo que aparece por encima, diría que esta hija es desgraciada; pero si se lanza la mirada a los designios de Dios, se verá que todos estos golpes no tienen más finalidad que formar esta bella imagen». «Cuando Dios ha resuelto perfec­cionar un alma, permite que sufra tentaciones contra su vocación, que le llevan a veces a querer dejarlo todo. Después, como el escultor, toma el cincel y comienza a delinear los trazos de este rostro; la adorna y la embellece» .

Una lima de perfección

Lo que Vicente de Paúl percibía tan claramente y explicaba con tanta convicción a las hijas de la Caridad y a los sacerdotes de la Misión, lo enseñaba San Juan de la Cruz con no menos vigor a los religiosos y religiosas de la reforma teresiana. Les incitaba a ver la mano de Dios en los inevitables rozamientos y sufrimientos de la vida de comunidad: «Le conviene muy de veras poner en su corazón esta verdad, y es que no ha venido a otra cosa al convento sino para que le labren y ejerciten en la virtud, y que es como la piedra, que la han de pulir y labrar antes que la asienten en el edificio. Y así, ha de entender que todos los que están en el convento no son más que oficiales que tiene Dios allí puestos para solamente que le labren y pulan en mortificación; y que unos le han de labrar con la palabra, diciéndole lo que no quisiera oír; otros, con la obra, haciendo contra él lo que no quisiera sufrir; otros, con la condición, siéndole molestos y pesados en sí y en su manera de proceder; otros, con pensamientos, sintiendo en ellos o pensando en ellos que no le estiman ni aman».

En una carta a una carmelita, Juan de la Cruz incita a su dirigida a ver en el desamparo en que se puede encontrar una «lima de perfección»" que Dios utiliza para realizar sus designios de amor. Insiste sobre este punto en las Precauciones que debe tomar siempre el que quiere ser un verdadero religioso y llegar prontamente a la perfección: «Y así, para librarte de todas las turbaciones e imperfecciones que se te pueden ofrecer acerca de las condiciones y trato de los religiosos y sacar provecho de todo acaecimiento, conviene que pienses que todos son oficiales que están en el convento para ejercitarte, como a la verdad lo son, y que unos te han de labrar de palabra, otros de obra, otros de pensamientos contra ti, y que en todo esto tú has de estar sujeto, como la imagen lo está ya al que la labra, ya al que la pinta, ya al que la dora.» Sin esto, no es posible la victoria sobre la sensibilidad, ni la paz entre los hermanos.

El santo, por otra parte, predicaba con el ejemplo. De los religiosos que lo habían llevado desde Ávila a Toledo y lo habían encerrado durante nueve meses en una horrible cárcel, hablaba «como de bienhechores». Y acerca de las decisiones desconcertantes tomadas por sus superiores, quienes en el capítulo general de Madrid le privaron de todo cargo en la Orden y lo enviaron como penitencia a la soledad de La Peñuela, el Doctor de las Noches escribía: «... estas cosas no las hacen los hombres, sino Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa, sino que todo lo ordena Dios y a donde no hay amor, ponga amor y sacará amor» Discernir la Causa primera bajo la amargura de las pruebas, es embalsamarlas de amor y transfigurarlas. «Es dulce soportar no importa qué sufrimiento, ya que ha sido enviado por Él, que es la verdadera bondad», escribe el Santo en las Sentencias.

Dios tortura a los santos

El mundo es «una máquina de fabricar santos», decía Bergson. «Más que nadie, se ha dicho, San Juan de la Cruz conocía este supremo arte de la Sabiduría, hecho de simplicidad y suavidad, que utiliza las causas segundas, personas y acontecimientos, para hacer de ellos los instrumentos de su omnipotencia de las almas. La acción de la Sabiduría está sumergida habitualmente en la vida cotidiana y se oculta bajo el velo de los acontecimientos más ordinarios»

Hace falta una consideración, una mirada de fe penetrante para discernir esta continua acción del escultor divino. «La agitación de las pasiones humanas, el velo más espeso aún de la simplicidad de los acontecimientos ordinarios, bajo los cuales se disimula, envuelven en el misterio la acción de la Sabiduría, un misterio que la diversidad de las formas exteriores hace aún más profundo.» «En el activo la purificación será tan intensa, si no más (que en el contemplativo), porque se nutre de más dificultades exteriores y persecuciones, de más caídas personales y más angustias a consecuencia de las obras que comportan graves intereses espirituales y, por consecuencia, más ocasiones de humillación, de esperanza y de amor. Esta purificación podría incluso ser más rápida en estas condiciones si el alma supiera utilizarlas para huir de su tormento interior y dirigirse hacia Dios por la fe y el abandono.»

«La vida de los santos -precisa aún el P. Marie-Eugéne de l'Enfant Jésus- podría ilustrar maravillosamente estas consideraciones. Se vería como la Sabiduría utiliza admirablemente las dificultades exteriores (dificultades económicas, oposición de los amigos, etc.) para obligar a los santos a realizar actos puramente sobrenaturales y a trepar así a los últimos grados de la perfección. Dios tortura admirablemente a sus santos para conducirles al término sobrenatural que les ha fijado» .

Sacar provecho de todo acontecimiento, puesto que todo acontecimiento es portador de un mensaje del Señor de la Historia: ¡qué realismo espiritual en esta consigna del doctor místico! Y en esta misma línea se encuentra la consigna de Pablo VI a los superiores religiosos que podían sentirse tentados de prestar demasiada atención a las sombras de nuestra época en lugar de discernir los motivos de un apostolado más generoso: «Feliz tiempo el que nos provoca a todos, a unos y a otros, a un amor más total, a una búsqueda cada vez más exigente de los medios de vivirlo y proclamarlo generosamente alrededor de nosotros. Es la hora, para vuestras comunidades, de una toma de conciencia, es la hora del discernimiento espiritual».

Un teólogo contemporáneo, el P. Marie-Dominique Philippe, O. P., estima que la voz de Dios, la gravedad misma de la situación presente, debería estimular a los cristianos a redoblar la vigilancia. «Debemos despertarnos como creyentes. Planteo la cuestión de saber si Dios no está autorizando estas grandes fuerzas del ateísmo (laicización, positivismo, marxismo, freudismo) para despertar nuestra fe. Para reaccionar contra las fuerzas de la propaganda, tenemos dos armas: la fe y el amor».

El P. Giuseppe de Rosa, redactor de la Civiltá Cattólica, de Roma, tras haber analizado la presente crisis de la Iglesia en Una Chiesa nuova per i tempi nuovi (Una Iglesia nueva para los tiempos nuevos), se interroga acerca de la solución. A diferencia de quienes examinan esta crisis desde un punto de vista puramente psicológico o sociológico, el autor se eleva al nivel superior de la fe y se esfuerza en considerar la situación con los ojos de Dios. Y señala que esta situación está inserta en los planes del Señor, que cumple sus designios a medida que van transcurriendo los meses y los años, según sus propios modos que no son ciertamente los nuestros. ¿Cómo saldremos de la crisis? Dios, que la ha permitido para el bien de la Iglesia, lo sabe. «La salida que nosotros ignoramos la conoce Él. Esta seguridad debe bastarnos. Él tiene su plan y lo ejecuta.» Y nosotros, podríamos añadir con Juliana de Norwich, veremos al fin que todo estaba bien y que secretamente todo concurría al crecimiento del Cuerpo Místico. Lo que puede pa­recernos hoy una intolerable cacofonía se resolverá un día en una sinfonía espléndida.

«Esto parecería una paradoja a quien no estuviera versado, Señor, en los asuntos del cielo, y a quien no supiera que la conformidad con el deseo de Dios en las adversidades es un bien mayor que todas las ventajas temporales. Os suplico muy humildemente permitirme que vierta así en vuestro corazón los sentimientos del mío.»

¡Así reaccionaba San Vicente de Paúl! Faltaba aún comunicar la noticia a sus colaboradores próximos y llevarlos a que, con él, asintieran a esta injusta sentencia como a una sentencia de la justicia celestial. Y lo hizo en una conferencia espiritual. Después de señalar el consejo que le habían dado de apelar la sentencia, exclamó: «¡Oh Dios mío, no hemos de hacerlo! Vos mismo, oh Señor, habéis pronunciado la sentencia: si os place así, será irrevocable»

«Vos mismo habéis pronunciado la sentencia»: al igual que los justos del Antiguo Testamento, que precisamente a causa de su fe atribuían primordialmente a Dios lo que les sucedía, los favores y las desgracias, así Monsieur Vincent atribuye al mismo Dios la desoladora sentencia pronunciada por un tribunal humano. Tras las causas segundas, sabe discernir el corazón y el brazo del Señor».

La conferencia espiritual del santo merecería ser transcrita en su totalidad; tan profundas, claras y de permanente actualidad son las consideraciones de Monsieur Vincent sobre la acción purificadora de Dios a través de las pruebas dolorosas de la vida. «Puesto que Nuestro Señor dice en el Apocalipsis: Ego quos ama castigo (Reprendo y corrijo a los que amo), ¿no deberemos amar los castigos como señales de su amor? Pero no es bastante aceptarlos y amarlos; hay que alegrarse con ellos.»

Como buen psicólogo, Monsieur Vincent adivina la repulsión de sus oyentes: «Pero ¿cómo podemos gozarnos de los sufrimientos, visto que naturalmente desagradan y que se huye de ellos? Al modo como nos quejamos de los remedios. Se sabe bien que las medicinas son amargas, y que las más dulces hacen saltar el corazón, incluso antes de tomarlas. Y, sin em­bargo, no dejamos de tragarlas alegremente, ¿por qué? Porque se desea la salud, que espe­ramos conservar o recobrar por las medicinas. Así las aflicciones, que son desagradables por ellas mismas, contribuyen, sin embargo, al buen estado de un alma y de una Compañía; por ellas Dios la purifica, como purifica el oro por el fuego.»

Después de haber citado el ejemplo de Cristo, quien, en su Pasión «se complace en hacer la voluntad de su Padre», y el ejemplo de los primeros cristianos, que aceptaban con alegría el expolio de sus bienes, San Vicente de Paúl traza un balance de la operación «granja de Orsigny»: «Estimemos que hemos ganado mucho al perder; porque Dios nos ha quitado, con esta granja, la satisfacción que teníamos de tenerla y la que tendríamos yendo allí de vez en cuando; y este recreo, por ser conforme a los sentidos, hubiera sido para nosotros como un dulce veneno que mata, como un cuchillo que hiere y como un fuego que quema y destruye. Henos aquí liberados, por la misericordia de Dios, de aquel peligro; y estando más expuestos a las necesidades temporales, su divina bondad nos quiere elevar así a una confianza mayor en su Providencia y obligarnos a que nos abandonemos totalmente en ella para las necesidades de esta vida tanto como para las gracias de la salvación. ¡Oh!, si Dios quisiera que esta pérdida temporal fuera recompensada con un aumento de confianza en su Providencia, de abandono en su conducta, de un mayor desprendimiento de las cosas de la tierra y de la renuncia a nosotros mismos, ¡oh Dios mío!, ¡oh hermanos míos!, qué felices seríamos».

Afligirnos por lo que nos debería alegrar

San Ignacio estaba convencido de ello cuando escribía a uno de sus amigos, un seglar de Nápoles: «Para los acontecimientos, sería bueno tener el alma dispuesta a aceptar unos y otros, de muy buen grado, como procedentes de la mano de Dios. A nosotros nos basta hacer todo lo que podamos según nuestras débiles fuerzas. El resto debe dejarse a la Providencia divina, que ve estas cosas y de lo que los hombres no entienden nada, lo que les hace siempre afligirse por aquello que debería alegrarles» ¡Qué gran enseñanza en tan pocas líneas, fruto de una experiencia de Dios y un conocimiento del corazón de los hombres verdaderamente singulares!

Pero surge una cuestión ¿cómo elevarnos a esta consideración teológica de las cosas y a esta aceptación confiada de las disposiciones de la Providencia que admiramos en los Patriarcas y en los Profetas del Antiguo Testamento, en la Virgen María y en los amigos de Dios?

Un gran maestro espiritual responde a esta cuestión: «La mayor parte del mundo no sabe ni buscar ni encontrar a Dios en las criaturas. No consideran en los acontecimientos de la vida sino las causas segundas, lo que hace que se emocionen y se turben, que se quejen y murmuren tan fácilmente. Quienes han llegado a la unión divina consideran todo lo que acontece como procedente de Dios, como ordenado por Dios, cuya sabiduría no puede ser sorprendida y cuya bondad lo conduce todo al bien de sus amigos» .

Y ¿cuáles son las consecuencias de esta visión sobrenatural de los acontecimientos? «Ellos (los amigos de Dios) hablan de ella como de una disposición de la Providencia y nada es capaz de causarles ni aflición, ni inquietud, ni temor excesivo. Lo abandonan todo a Dios y ellos mismos se entregan enteramente a su voluntad.» Subrayemos esta precisión: con exceso. Las almas muy unidas a Dios no son insensibles al sufrimiento, a la inquietud y al temor. Esta soberana se­renidad es el privilegio de los ángeles y de los elegidos en el cielo, que ven en Dios la razón profunda de las pruebas. Santo Tomás indica que en la tierra las almas muy unidas a Dios, aun conociendo el sufrimiento, la inquietud y el temor, no se dejan absorber por estos sentimientos. En ellas, lo teologal las eleva por encima de la afectividad natural.

Santa Magdalena de Pazzi, carmelita de Florencia, se enternecía ante una margarita que florecía en el jardín de su claustro; ella pensaba que desde toda la eternidad Dios había puesto allí aquella flor para ella. Y el P. Surin, de quien son los párrafos anteriores, cita este ejemplo tomado de la historia de la Compañía de Jesús: «Así, San Francisco de Borja, un día que llegaba muy tarde a una casa de la Compañía, como hubiera de soportar por el camino una gran nevada, la recibía con alegría pensando que Dios se complacía en arrojarle aquellos copos de nieve. Otro cualquiera, menos unido a Dios que él, y que no tuviese en cuenta sino las causas segundas, se hubiera impacientado en una ocasión semejante».Se podría resumir el pensamiento de Surin en la respuesta que dieron a San José-Benito Cottolengo dos señores de Turín, impresionados por la serenidad del Fundador de la Piccola Casa ante las dificultades económicas: «Señor Canónigo, perdónenos (por nuestras palabras); nosotros razonamos como hombres, mientras que vos habláis como un santo».

Ante semejantes dificultades, el razonamiento de los no creyentes es bien distinto al de los creyentes, y distinto también es el de los santos. Para el no creyente, la cuestión de una intervención de Dios ni siquiera se plantea. Todo se explica por las causas inmediatas. Para el cristiano medio, por el contrario, la idea de la Providencia existe, pero en estado vaporoso: Dios actúa más o menos en la historia, salvo cuando está en juego la libertad del hombre y el mal. Para el santo, para quien, según lo que dice San Pablo, está «habitualmente bajo la moción del Espíritu», los acontecimientos se presentan bajo una luz distinta: detrás de todas las causas segundas, sabe discernir la Causa primera que las utiliza; tras las manos de los hombres sabe adivinar el brazo de Dios; el santo está convencido de que si los hombres actúan es, en definitiva, Dios quien los mueve y los utiliza para poblar el cielo de elegidos ss.De grado en gradoLa acción de Dios conoce muchos grados. La gracia puede impregnar más o menos profun­damente las facultades humanas: sensibilidad, voluntad, inteligencia. Santa Teresa de Ávila distingue hasta seis grados de oración correspondientes a otros tantos grados de penetración de luces y de energías divinas en el psiquismo del hombre. Muy débil al principio, esta penetración va desarrollándose y puede llegar hasta una transformación del alma: se produce entonces, en cierto modo, una divinización del alma. En virtud de esta transformación progresiva, poco a poco el alma tiende a pensar como Dios, a amar como Dios, a querer como Dios, a ver los acontecimientos de la vida cotidiana como con los ojos de Dios. En fin, participa de alguna manera de los atributos divinos; adquiere e irradia algo de la soberana paz de Dios. El alma vive en Dios y Dios vive en ella.

La mirada del santo, teologal, tiene una fuerza de penetración extraordinaria. El P. Joseph Sudbrack, jesuita alemán, revela la pobreza del saber exegético de dos gigantes de la santidad católica: Francisco de Asís e Ignacio de Loyola. Según el P. Sudbrack, la interpretación que da el Poverello a las palabras del Evangelio: «No llevéis bolsa, ni zurrón, ni sandalias...», sería inexacta. Y las ingenuas meditaciones del fundador de la Compañía de Jesús sobre el Evangelio estarían desprovistas de todo espíritu crítico. «Y, sin embargo, concluye el jesuita alemán, a pesar de sus lagunas exegéticas, estos dos santos han penetrado en el Evangelio mucho más hondamente que muchos exegetas mejor preparados que ellos».

He aquí, expresada en un lenguaje sencillo, una verdad muy elevada. Para comprender que sólo Dios gobierna el mundo de los hombres, para captar la orientación de la historia de los pueblos y de nuestra propia historia hacia el más allá, necesitamos una facultad suplementaria. Por sí misma, nuestra mirada natural no llega a esta visión sobrenatural, del mismo modo que un hombre desprovisto de un telescopio no sería capaz de penetrar en las profundidades de un cielo estrellado.

En una audiencia pública, Pablo VI explicaba a los fieles que el hombre pecador, abandonado a sus propias fuerzas, necesita de un suplemento de alma para comprender bien el mundo y sus historias: «El hombre necesita de una curación, de un rescate, de una rehabilitación. Necesita un perdón. Necesita volver a ser hombre, recobrar su dignidad, su verdadera personalidad. Es así como recobrará la paz, la alegría, el gusto por la vida, la esperanza. Es así como podrá tener de nuevo una clara visión del mundo, de los hombres, de la historia, de la muerte, del más allá».

Nunca se insistirá bastante sobre este presupuesto espiritual subjetivo para una visión cristiana de la historia. La ciencia, e incluso la teología, no son suficientes: se necesita la gracia divina. «Esta es de un orden infinitamente más elevado», se puede decir con Pascal. Y se podría añadir, modificando ligeramente su fórmula: «De todos los cuerpos y espíritus, no se podría extraer un acto de verdadera fe; esto es imposible y de otro orden, un orden sobrenatural.»

Cuenta San Ignacio en su autobiografía que algunos años después de su conversión, estando sentado junto al Cardonner, «comenzaron a abrirse los ojos de su espíritu..., comprendió muchas cosas, tanto espirituales como verdades de fe y de ciencia... » Llegado a la edad de sesenta y dos años, el santo reconocerá que todas las ayudas recibidas de Dios y todas las cosas aprendidas durante toda su vida reunidas en su conjunto, no igualarían lo que recibió en aquella sola ocasión.

Contemporánea de San Ignacio, Santa Teresa de Ávila revela, asimismo, haber recibido gracias divinas que sobrepasan todo el saber adquirido: «Entendí grandísimas verdades sobre esta verdad, más que si muchos letrados me lo hubieran enseñado. Paréceme que en ninguna manera me pudieran imprimir ansí, ni tan claramente se me diera a entender la vanidad de este mundo... Todas las demás verdades dependen de esta verdad, y es sin principio ni fin, como todos los demás amores de este amor, y todas las demás grandezas de esta grandeza, aunque esto va dicho oscuro, para la claridad con que a mí el Señor quiso se me diese a entender».

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