conoZe.com » bibel » Otros » George Huber » El brazo de Dios. Una visión cristiana de la Historia

De la doctrina a la vida (II)

«Jamás he visto cosa igual»

No se piense, sin embargo, que Dios reserva sus iluminaciones únicamente para los «grandes santos», sino que las dispensa también a gentes muy sencillas. Unidos íntimamente a Dios por las virtudes teologales y por los dones del Espíritu Santo, estos cristianos poseen una mirada teologal. «Hijo mío -escribía durante la primera guerra mundial una campesina del Loira inferior a su hijo, soldado-, lo que el mundo llama desgracias, miseria y malos tiempos, cambia de nombre al pasar por las manos de Dios» El teólogo que refiere estas frases de una sencilla campesina, ve en ella «una pariente espiritual de Santa Catalina de Siena», quien, pocos días antes de su muerte, revelaba a su confesor, el bienaventurado Raimundo de Capua, «que a la luz de una fe viva..., ella había visto y comprendido perfectamente que todo lo que le sucedía a ella y a los demás venía de Dios, quien no actuaba jamás por odio, sino siempre por un gran amor a sus criaturas» -".

El P. J. Surin, en una carta a su compañero el P. L. Lallemant, relata «la feliz aventura» con la que plugo a Dios favorecerle durante un viaje en galera: «Me encontré sentado frente a un joven de unos dieciocho años, sencillo y rústico en su exterior, y particularmente en sus palabras, y que no sabía ni leer ni escribir... Pero, por lo demás, lleno de toda suerte de gracias y de dones celestiales tan notorios, que jamás he visto cosa igual. Nunca fue instruido por los hombres en su vida interior y, sin embargo, me habló con tanta sutileza, abundancia y lucidez, que todo lo que había leído y oído no es nada comparado con lo que él me dijo».

En resumen, para ver a Dios actuando en los acontecimientos, para reconocer su brazo, o en otros términos, para liberarse de la fascinación de las causas segundas que impresionan la sensibilidad e impiden discernir la Causa primera, el cristiano tiene necesidad de una fe viva. Cuanto más viva sea su fe, mejor discernirá la presencia actuante del Amor que trabaja continuamente en la construcción de la Iglesia. Un punto de vista teologal de la historia no es patrimonio de un grupo de intelectuales, sino el privilegio de una «élite» espiritual. Y esta se recluta entre todas las clases sociales, porque Dios no hace discriminación de personas. Y puede conceder luces penetrantes a gentes sin cultura y privar de ellas a grandes intelectuales. «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y haberlas revelado a los humildes y pequeños».

Opaca para unos, determinada palabra de la Sagrada Escritura, es transparente para otros. Conocemos a una persona que, habiendo sufrido graves dificultades en su apostolado, supo resistir al desaliento aferrándose durante años en algunas palabras de la Escritura, encontradas en su misal, y que repetía con frecuencia: «Señor, Señor, Rey, Dueño del universo, todo está sometido a tu poder, y no hay nadie que pueda oponerse a ti..." ". «Nadie puede oponerse a ti, repetía aquella persona, cuando las dificultades se hacían más insoportables; nadie puede resistirse». Y gracias al vigor de su fe pudo vencer su desaliento.

Recordamos, asimismo, haber leído en otro tiempo, en una biografía del fundador de los teatinos, un episodio muy curioso: San Gaetano fue llevado ante las autoridades religiosas por haber sido poco prudente en lo referido al porvenir material de su Congregación: y él invocaba para su defensa las palabras de la Escritura: «Buscar primero el reino de Dios y su justicia..., lo demás os será dado por añadidura... No os preocupéis por el porvenir...» «Si el Señor, decía a sus acusadores, me ordena que no me preocupe tocante al porvenir, ¿por qué se me inculpa? ¿Es una falta atenerse a la palabra de Dios y tener confianza absoluta en ella?» «En verdad, dijo el Papa Clemente VII del fundador de los teatinos, yo no he encontrado tanta fe en Israel».

Así, un mismo texto de la Sagrada Escritura suscitaba reacciones diferentes, según que fuese considerado por el alma de un santo o por el espíritu de teólogos y prelados de fe menos profunda; tan verdad es que un mensaje, por elevado que sea, incluso divino, es recibido según las disposiciones espirituales de sus destinatarios. Es el mismo grano el que el sembrador arroja al borde del camino, en la roca, entre espinas y en la buena tierra. Pero la semilla, símbolo de la palabra de Dios, no fructifica igualmente en todas partes. Algunos «viendo no ven», observa Jesús, y «oyendo no entienden»

Una palabra del canciller de Austria, Seipel

Ante las mismas pruebas, Job y su mujer reaccionan de manera diferente. Job bendice al Señor; su mujer llega a maldecirlo. Job se mueve en la esfera de lo teologal, su mujer en la esfera de lo natural. Como en el caso de Job, Jan Sobieski tenía una fe viva, que le llevaba a dar a Dios el mérito de la victoria de Viena, cristianizando la fórmula de Julio César: «Llegué, vi y Dios ha vencido», del mismo modo que una vida teologal intensa llevaba al médico Ambroise Paré a atribuir a la Causa primera el éxito de sus curaciones: «Yo le curé y Dios lo ha sanado.» Igualmente, hacía falta la santidad de una Juana de Arco para anunciar: «Los soldados combatirán y Dios dará la victoria.»

El Canciller de Austria, Ignacio Seipel, necesitaba una fe viril para escribir: «Lo más inteligente que el hombre puede hacer es dejarse conducir siempre por Dios», del mismo modo que era precisa una fe heroica a un hombre de acción muy probado en sus obras y en su salud, como el

P. Gustave Desbuquois, para ser capaz de decir: «Todo lo que me ocurre es para mí lo mejor.» El buen sentido, incluso ayudado por una dosis de fe común, no se eleva a estas alturas, del mismo modo que un león, por fuerte que sea, no puede volar. Para elevarse en el aire, hacen falta alas; para ver habitualmente los acontecimientos como con los ojos de Dios; hacen falta los dones del Espíritu Santo.

Un autor no cristiano inteligente puede escribir cosas interesantes sobre materias religiosas. Un profesor no católico puede impartir cursos universitarios sobre el dogma católico como podría hacerlo sobre el Islam o sobre el budismo. Un profesor de seminario completamente absorbido por su trabajo intelectual y olvidado de su vida de oración puede hacer doctas lecciones sobre la Providencia y exponer con perfecto rigor el pensamiento de San Agustín o de Santo Tomás, de Vico o de Bossuet. Y, sin embargo, cuando, al descender de su cátedra, estos maestros de doctrina se encuentren frente a crueles pruebas, es probable que, salvo intervención fulgurante de la gracia, imiten la actitud de la esposa de Job más bien que la aceptación de este último de las disposiciones del Señor.

Y es que el conocimiento teórico de la doctrina sobre la Providencia no es suficiente para afrontar cristianamente las grandes pruebas de la vida. Estas exasperan la sensibilidad, la cual, a su vez, conmueve la voluntad y turba la serenidad de la inteligencia. Un huracán se desencadena en el psiquismo, y solamente una fuerza superior puede calmar esta tempestad. Un pescador galileo cualquiera no podría como Jesús, aplacar con un gesto las olas desatadas del lago de Genesaret; hacía falta la omnipotencia de Dios. Del mismo modo, el hombre necesita la fuerza de la gracia para aplacar sus huracanes interiores. Las certidumbres de la fe deben dominar los gritos desordenados de la afectividad. Sólo el predominio de los dones del Espíritu Santo en un alma asegura esta victoria.

«Yo soy los acontecimientos»

Todo esto explica que en las horas sombrías de la vida de los individuos y en los días trágicos de la historia de los pueblos sólo las almas habitualmente bajo la moción del Espíritu Santo sienten la presencia del brazo de Dios oculto tras las manos de los hombres, y por ello viven en una imperturbable serenidad. Los cristianos menos unidos a Dios tienen una sensibilidad absorbida por el sufrimiento, el espíritu desamparado y la voluntad disminuida. Están como hipnotizados por las causas segundas. La idea de que Dios pueda, más pronto o más tarde, sacar el bien de las pruebas que les afligen a ellos, a su patria o a sus amigos, el pensamiento de que Dios es ver­daderamente el Señor de la historia, la afirmación de que la prosperidad y la desgracia, la salud y la enfermedad son igualmente instrumento en las manos de Dios, todo esto sobrepasa su entendimiento, les parece una piadosa ilusión, si es que no un ultraje a sus sufrimientos.

Se ha dicho: los sufrimientos, y más especialmente las enfermedades, son el parámetro de la fe del cristiano. Es fácil adherirse a los decretos de Dios, cuando parecen coincidir con nuestros planes; pero ¡qué difícil resulta la conformidad con los designios divinos cuando contrarían nuestros proyectos! Saber reconocer la superioridad inconmensurable de la inteligencia de Dios sobre nuestra pequeña inteligencia, la superioridad de sus designios sobre nuestros cálculos, la superioridad de su omnipotencia sobre nuestras frágiles fuerzas supone una intensidad extraordinaria de vida teologal.

La cuestión del sentido de la historia plantea un problema de vida espiritual. Sin una fe viva y sin la actividad de los dones del Espíritu Santo, que penetran y sobreelevan las facultades naturales del hombre, no hay en absoluto visión cristiana de la historia. Sin los dones de sabiduría y de ciencia, que habilitan al cristiano para «ver» el juego de la Causa primera detrás de las causas segundas y para gustar de esta presencia actuante de Dios en los acontecimientos, no puede darse una visión verdaderamente realista de las grandes líneas de la historia. Se tiende a lo inmediato, no se ve más que una parte del todo, falta la síntesis. Se ignora de dónde viene la historia; no se sabe adónde va.

Un químico puede hacer un análisis perfecto de un litro de agua tomado del Ródano en Lyon, pero este análisis científico, que le revelará mil cosas interesantes, no le dirá nada ni sobre el lugar de origen del Ródano, ni sobre su desembocadura, ni acerca de su curso. Así, si no nos remontamos a Aquél que el Apocalipsis denomina frecuentemente el Pantocrator, el Omnipotente, nos quedamos sin remedio en la superficie del problema del sentido de la historia, aunque poseamos títulos universitarios o pertenezcamos a una academia. Mientras que el no creyente se deja dominar por la actualidad, cuya orientación de fondo ignora, el creyente domina los acontecimientos, ya que la fe le dice que están totalmente al servicio de Dios para la cons­trucción de su Iglesia. «Todo lo que acontece es adorable», afirma Bloy, mientras Péguy hace decir a Dios: «Yo soy los acontecimientos», Pascal había precisado: «Todas las cosas son velos que recubren a Dios; los cristianos deben reconocerlo en todo.»

Resulta impresionante ver la insistencia con que Dios, en la Sagrada Escritura, compromete a sus amigos a no temer a los acontecimientos ni a los hombres. Se diría que una de sus mayores preocupaciones es la de mantener a los creyentes en sentimientos de confianza y de optimismo, sentimientos que se armonizan, por otra parte, perfectamente con el temor (o el respeto) de Dios. ¡Cuántas veces pone Cristo a sus discípulos en guardia contra el temor! La fe en la omnipotencia de Dios inspira a San Pablo una de sus más bellas máximas: «Si Dios es para nosotros, ¿quién está (eficazmente) contra nosotros?». Dicho de otro modo: si Dios, Causa primera, universal, tiene en su mano todas las causas segundas, y las lleva a ejecutar sus designios y sólo sus designios, si este Dios está con nosotros, ¿quién podrá pues oponerse a nosotros, si nuestra voluntad se conforma a sus decretos? «¿Quién os hará mal, si vosotros os mostráis celosos del bien?», escribía el primer Papa a los cristianos perseguidos.

Y el primer apologista cristiano, San Justino, declaraba valientemente a los emperadores romanos: «Podréis matarnos, pero no hacernos daño». Porque Dios, el Pantocrátor del Apo­calipsis, hace cooperar y concurrir todos los acontecimientos, felices o desgraciados, al verdadero bien de los elegidos, que es su crecimiento espiritual y todo lo que lo sostiene. En efecto, el Hijo de Dios se encarnó para que los hombres tengan vida de gracia, en la Iglesia militante, y para que la tengan un día, sobreabundantemente, en la visión beatífica.

Iluminado por esta visión cósmica de la historia, «el cristiano es, en principio, un optimista... No es que no vea las miserias de la vida..., sino que no puede dejar de tener confianza en la ejecución de los designios de Dios que tienden al bien del hombre y de la creación. Que Dios crea un mundo y no lo hace para llevarlo a un fiasco y que envió a su Hijo eterno al mundo a fin de llenar a la humanidad de una vida nueva, es un signo de que se está seguro del éxito» Más que todas las prácticas psicoanalíticas Es frecuente en la Sagrada Escritura la expresión: «El Señor está con él» o «Yo estoy contigo». Lo que es tanto como decir que el cristiano beneficiario de esta seguridad debe apoyarse no sobre sus amigos, ni en un grupo financiero, o en un partido político, sino en Aquél que es el más poderoso de los amigos; en el dispensador de todo poder económico, de toda fuerza política, de toda capacidad humana.

Estas sencillas palabras de Dios, «Yo estoy contigo», significan para el cristiano más que una fuerza atómica. La energía atómica más potente que podamos suponer no es más que una insignificancia, el ladrido de un gozque, comparado con el potencial infinito que representan estas tres palabras: «Yo estoy contigo.»

«Cuando salgas a la guerra contra tus enemigos y veas caballos y carros y un pueblo más numeroso que tú, no los temas, pues está contigo Yahvé, tu Dios, que te subió de la tierra de Egipto». Iluminado por el mismo Dios, Moisés da esta consigna a su pueblo, y pide al sacerdote que antes de la batalla recuerde a los combatientes la presencia del brazo de Israel: «Escucha, Israel; os acercáis hoy a la lucha contra vuestros enemigos. No desmaye vuestro corazón, no temáis, ni os turbéis, ni os espantéis ante ellos, porque Yahvé, vuestro Dios, marcha con vosotros para pelear en favor vuestro contra vuestros enemigos y salvaros» . La fuerza de Israel del mismo modo que la fuerza de la Iglesia y la de cada alma en particular, de las cuales es figura Israel no reside, pues, en recursos humanos, sino en la presencia operativa de Dios.

Nunca se ponderará bastante qué arcano de serenidad e irradiación encuentra el cristiano en su fe en la presencia de Dios y de qué modo esta fe es beneficiosa incluso para la salud física. «El hombre más feliz de la tierra, dice San Alberto Magno, es el que se abandona a la voluntad de Dios y lo recibe todo de su mano, tanto los males como los bienes.» «Una confianza viril en Dios calma y fortifica los nervios más que todas las prácticas psicoanalíticas», escribe Dom Wohrmüller, benedictino alemán. Y San Bernardo observa que «el Dios tranquilo lo tranquiliza todo». Por su parte, el cristiano íntimamente unido al Dios de paz es un sembrador de paz. Se ha dicho que el hombre que sabe conservar la calma en todas las circunstancias de la vida irradia en torno a él una tranquilidad inaudita.

Se apreciará mejor la serenidad del cristiano que vive estas verdades de la presencia actuante de Dios en la historia, comparando su paz con la obsesión de un famoso naturalista, a quien su ciencia no le aportó respuestas a las grandes cuestiones de la vida. Se trata de Jean Rostand, biólogo ilustre, entrevistado por Christian Chabanis en el curso de una encuesta sobre la fe y el ateísmo entre los intelectuales franceses contemporáneos. De todos los personajes interrogados, nadie causó tanta impresión al entrevistador:

«-¿La cuestión de la fe? Me la planteo todos los días, sin cesar -dijo Jean Rostand-. He dicho no. He dicho no a Dios, expresándome un poco brutalmente, pero la cuestión se me plantea a cada instante. Yo me digo: ¿es esto posible? A propósito del azar, por ejemplo, me repito: no puede ser el azar lo que combina los átomos. Pero, entonces, ¿qué? Y aparece una cadena de preguntas, todas siempre las mismas. Las vuelvo a reconsiderar; estoy siempre disparatando. Estoy obseso, digámoslo claramente, obseso, si no por Dios, por el no-Dios. ¡Ah! ¡Sí!

-Así, pues, es un ateísmo inquieto, un ateísmo... -pregunta Christian Chabanis. -Habría que buscar la palabra... No es un ateísmo sereno, ni jubiloso, ni satisfecho, no. Ni satisfecho ni apagado; más bien vivo, siempre vivo: la llaga se reaviva sin cesar... ».

Una buena comida, un buen lecho...

Hay que volver a decirlo: jamás se insistirá bastante sobre las condiciones morales subjetivas para acceder a una visión teologal del mundo, y para saber discernir la mano de Dios en los acontecimientos. Las sutiles puntualizaciones de Romano Guardini sobre el problema del mal se aplican igualmente al problema del sentido de la historia. «Ningún sabio, ningún filósofo, ningún reformador ha dado la respuesta a la angustia de la existencia; solamente lo hace la palabra de Dios. Pero comprenderemos esta palabra en la medida en que la vivamos, y de manera absoluta, únicamente en la vida eterna»".

Así, vivir la palabra de Dios es asegurar el primado de lo espiritual en nuestras ocupaciones cotidianas, es asignar a la plegaria el primer lugar en nuestra vida. «La Escritura no se comprende si no es de rodillas» (Maurice Zundel). «No se comprende verdaderamente la Biblia si no es en estado de oración» (Daniel-Rops). Después de su resurrección Jesús no fue inmediatamente reconocido por todos sus discípulos. En esta diversidad de actitudes interiores hacia Cristo ve Santo Tomás de Aquino la explicación de la diversidad de reacciones exteriores. «Las realidades divinas, dice, son conocidas por los hombres según el estado de sus sentimientos. Porque aquellos que tienen el espíritu bien dispuesto, perciben aquellas realidades en su verdad. Pero quienes tienen disposiciones contrarias perciben tales realidades con una mezcla de duda y de error. «El hombre abandonado a su sola naturaleza no aprehende las cosas de Dios (1 Cor 2,14)» El amor desordenado hacia sí mismo oscurece el juicio, porque cuando la voluntad y la sensibilidad se hallan mal dispuestas e inclinadas, por ejemplo, al orgullo o a la sensualidad, todo lo que está conforme con aquellas inclinaciones desviadas parece bien. San Juan de la Cruz hace un análisis penetrante de las consecuencias morales y de las repercusiones intelectuales del pecado. Algunas pasiones impiden al hombre la comprensión de verdades religiosas profundas. «Los cristianos que ceden a las pasiones de la carne -escribe por su parte François Mauriac- convienen fácilmente en que una criatura amada basta para ocultarles a Dios. Y dan cuenta de ello aquellos a quienes un vicio dominante simplifica atrozmente la vida. Pero se concibe más difícilmente que una pasión política, o ideológica, o estética, nos separe del Dios vivo, absorbiendo la totalidad de nuestro tiempo y de nuestras fuerzas» .

A estos motivos de obnubilación intelectual, enunciados por el novelista francés, podríamos añadir otro: el gusto por el confort material, acompañado con frecuencia por un rechazo del esfuerzo, ya sea físico o moral: «Tendemos con todas nuestras fuerzas a apartar de nuestra vida todo aquello que nos acarrea sufrimiento, dolor, enojo, constata Pablo VI. Vivimos orientados hacia una búsqueda continua de comodidades, de placeres de diversiones; queremos rodearnos de bienestar, de comodidades, de salud, de dinero; hacemos todo lo posible por reducir el esfuerzo y el trabajo; en el fondo, somos gentes que queremos gozar de la vida: una buena comida, una buena cama, un paseo agradable, un espectáculo bello, un buen salario... tal es el ideal. El hedonismo se ha convertido en la filosofía común, el sueño de la existencia para muchos de nuestros contemporáneos. Querríamos que todo fuese fácil, muelle, higiénico, racional, perfecto, en torno a nosotros».

Como lo expone un obispo contemporáneo, «el confort de este mundo adormece, primero, el cuerpo; después, la inteligencia y, al fin, el corazón, desecándolo». Un cristiano atrapado en una vida densamente confortable, ¿sería capaz de librarse de los lazos que encadenan sus sentidos, de liberarse de las tinieblas que oscurecen su espíritu y defenderse de los apetitos que ofuscan su corazón, para entrar en la visión cósmica de un Isaías o de un San Pablo, en los sentimientos de abandono de un Job, en las consideraciones sobre la Providencia de un Agustín o un Tomás de Aquino? Un clérigo sometido ante el mundo, una mujer católica preocupada por alinearse totalmente en las últimas exigencias de la moda, un parlamentario católico de conducta maquiavélica, ¿cómo podrían elevarse habitualmente hasta la contemplación de Dios, Señor de la historia? ¿Puede esperarse que un carnero rivalice en velocidad con una gacela?

De la carretera al sendero de montaña

Resulta impresionante ver cómo Santo Tomás, tan riguroso en su lógica, tan preocupado por apoyar cada una de sus tesis con argumentos extraídos de la fe y de la razón, en suma, tan preocupado por trabajar científicamente, se preocupa por la importancia de la afectividad en la aprehensión de las verdades religiosas. No se trata, sin embargo, de la afectividad natural, desequilibrada por el pecado original, separada de la gracia, en la que el Aquinate ve un principio de desviación. Se trata más bien del «corazón» habitado por las virtudes teologales y dirigido habitualmente por los dones del Espíritu Santo; es decir, se trata de un conocimiento experimental del mismo Dios.

En efecto, Santo Tomás distingue dos fuentes o dos vías en el conocimiento de Dios: la de la razón y la del corazón; la primera es una vía intelectual; la segunda, experimental o «vía vital». La primera es la teología en sentido estricto; la segunda, la teología mística. Santo Tomás utiliza un gran número de expresiones para caracterizar esta última. La teología mística conoce, dice el santo, por connaturalidad, por inclinación, por experiencia, por afinidad con las cosas divinas, por el contacto, por la voluntad, por la unión con Dios, por el amor; sin razonamiento, de una manera simplicísima,, como por instinto, etc..

Por ello, la vía del corazón, caracterizada por el predominio de la acción del Espíritu Santo, la eleva por encima de la vía de la razón, caracterizada por el predominio de la acción del hombre. El amor va más allá que la inteligencia, enseña Hugo de San Víctor. La inteligencia se detiene en el umbral; sólo el amor puede penetrar plenamente en la Verdad, porque «la capacidad de captación del amor sobrepasa la de la pura inteligencia» -". Y Santo Tomás explica la razón de ello: «La unión realizada por el corazón se añade a la unión realizada por la inteligencia y la perfecciona».

En suma, «el amor sobrepasa la ciencia y es más perfecto que la inteligencia, porque se ama más que se conoce... El amor, con su gusto y su experiencia, puede mostrarnos más secretos y misterios que los ángeles podrían conocer por las solas luces naturales».¿Quiere esto decir que los caminos de la razón, y el camino del corazón, son incompatibles, y que hemos de optar por uno de los dos? Ciertamente, no; estas dos vías no divergen, sino que más. bien son convergentes. La vía de la razón encuentra en cierto modo una prolongación en la vía del corazón, del mismo modo que en las montañas una carretera encuentra su prolongación en un sendero que conduce a la cima de una montaña. Desgraciada la ciencia que no se vuelve al amor, dice Bossuet. ¡Desgraciado el saber teológico que no se encamine a la contemplación!

El gran teólogo alemán del siglo pasado, MatthiasJoseph Scheeben, pone de manifiesto cómo los dos conocimientos, el de la cabeza y el del corazón, el saber discursivo y el saber experimental, se condicionan y se complementan recíprocamente. Salvo una intervención particular de Dios, la contemplación debe estar preparada y sostenida por el saber teológico. Recíprocamente, la contemplación estimula el estudio teológico y le asegura una eficacia tal que los santos, con menos estudios y menos esfuerzos, alcanzan mejores resultados que teólogos mejor dotados que ellos".

¿Es preciso añadir que, por elevado y exaltante que sea, el conocimiento experimental de las cosas de Dios jamás podrá sustraerse al control del magisterio de la Iglesia? Resulta significativo que doctores de la envergadura de un Tomás de Aquino, de un Juan de la Cruz o de una Teresa de Ávila, sometieran sus escritos al juicio del magisterio eclesiástico. Su conocimiento experimental de Dios les llevaba a descubrir al mismo Jesús persiguiendo misteriosamente su obra a través del magisterio: «El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha». ¿Acaso no es el mismo Dios quien ilumina a los verdaderos místicos y el que dirige el magisterio de la Iglesia?

.Ni vacaciones ni retirada...

Uno de los más fervientes defensores contemporáneos de la contemplación, el cardenal Jean Daniélou, señalaba que los hombres de nuestro tiempo han perdido casi totalmente el sentido de lo que llama «la intensidad del Ser divino». «Han exaltado increíblemente al hombre, han perdido el sentido de este carácter de criatura que es el suyo; por el contrario, han vaciado a Dios de su sustancia, hasta hacer de él como un fantasma abstracto que flota en una especie de cielo metafísico y del cual resulta normal, por consiguiente, liberarse como de un viejo residuo que no corresponde a ninguna experiencia viva, por lo que no se tiene pena alguna en ver licuarse este dios fantasmagórico. Porque, en efecto, nada hay de común con el Dios vivo del que la Biblia dice que no podemos ver sin morir». Y observaba que «es la familiaridad con la Biblia la que nos introduce poco a poco en las costumbres del Dios vivo, cuyos modos desconciertan los nuestros, porque son la expresión de un poder, de una sabiduría y de una misericordia que sobrepasan infinitamente todo lo que nosotros podemos concebir» ". Una palabra de la Sagrada Escritura, expresión de la «intensidad del Ser divino», arroja una luz fulgurante sobre la cuestión del sentido de la historia: «Mi Padre, afirma Jesús, sigue hasta el presente obrando, y yo también obro» ".

Afirmar que Dios está continuamente obrando es rechazar la tesis de algunos rabinos de que una vez que Dios hubo terminado la obra de los seis días, Dios habría cesado de actuar para entrar en un reposo total, a la manera de un arquitecto -diríamos nosotros- que pasa al retiro. Esto es un error. «El reposo de Dios debe entenderse en el sentido de que tras haber acabado la obra de la creación, Dios no ha creado de la nada otras criaturas», declara San Agustín. «Mas después de esta época, hasta el fin de los siglos, Dios conserva y gobierna todos los seres creados... El mundo no es como un edificio que el albañil puede abandonar después de haberlo construido y que permanece en pie cuando aquél ha dejado de trabajar en él; el mundo desaparecería en un instante si Dios retirase de él su acción reguladora»...

Ir del todo a Dios

Afirmar que Dios está continuamente actuando, comenta por su parte Santo Tomás, es rechazar el error de quienes atribuyen una autonomía indebida a las causas segundas, como si éstas pudieran producir efectos por ellas mismas, sin la obra de conservación, impulso y dirección de la Causa primera. En otros términos, decir que Dios está continuamente actuando es afirmar que las leyes del mundo físico necesitan, para actuar, de la acción reguladora de Dios. Las realidades del mundo material y sus movimientos dependen totalmente de Dios: aquéllas no están por en­cima de él, ni siquiera junto a él, sino por debajo. Dios no cesa en ningún momento de conservar y de actuar, y es la Causa permanente de toda la actividad de sus criaturas.

Si Dios es, así, el motor universal, se comprende que Bossuet aconseje a los cristianos preocupados por una vida espiritual el que vean que «todo viene de Dios y todo va a Dios».Hay que afirmar, por otra parte, que esta continuidad de la acción de Dios se muestra a la fe y no a la experiencia. «Dios está continuamente en acción» sin que nuestros aparatos puedan registrar su acción, que escapa a los reporteros y a los sabios, y es advertida solamente por el creyente, y esto solamente en la medida de su fe. «Cristianos -decía Pablo VI-, sabemos que los hechos que tejen cotidianamente nuestra vida personal y la vida del mundo entero no son simples coinciden­cias fortuitas, debidas a la arbitrariedad de un destino ciego e inexorable. Sabemos que constituyen la trama de un misterioso designio, incompletamente desvelado para nosotros, pero por el cual Dios en cada instante nos reúne, nos interpela y nos solicita para la salvación. Esto nos incita a una aceptación generosa y alegre de todos los acontecimientos".

Por el desarrollo de los acontecimientos que nos afectan, de los hombres que nos rodean y de la atmósfera en la que vivimos, Dios nos rodea continuamente. Está siempre en acción, actuando sobre nosotros, como un escultor que trabajase un bloque de mármol; cada martillazo tiene su razón de ser. «No hay ningún momento en que Dios no se presente bajo la apariencia de un problema, de un consuelo o de un deber» ". «El momento presente es siempre como un embajador que declara (manifiesta) la voluntad de Dios».

En una existencia así organizada por Dios no hay nada que sea inútil; nada superfluo o ineficaz,

o que no tenga su razón de ser. «Todo sirve a los predestinados para conseguir su fin». «Nada puede perjudicar a quienes Dios conduce». ¡Todo es obra de la gracia! Así se explica la serenidad de los santos, incluso en lo más violento de las tempestades. Tales verdades son capaces de transfigurar la monotonía de la vida cotidiana, revelando por todas partes la presencia de las «manos de Dios» y las «alas de la buena Providencia».

«En mi pueblecito natal de Sotto il Monte -escribía Juan XXIII a sus padres- la vida jamás era monótona, porque os sentíais, como yo, bajo las alas de la buena Providencia»Quien camina bajo las alas de la Providencia, sabe que está en camino hacia una felicidad sin límites y sin ocaso. Se sabe en buena compañía. «¿Acaso hay mayor dicha que tener a Dios por compañero de viaje?»; no se sufre con «la fría monotonía de una existencia programada y reducida a la condición de un robot». Se siente que el Señor está allí, en tal acontecimiento, es decir, en cualquier acontecimiento: ¡Es Él!

Romano Guardini subraya que este habitual estado de fe permite llegar a «vivir en presencia de Dios», a «ver» a Dios actuando en la historia. «El hombre tiene entonces una conciencia permanente de que Dios está actuando en todo lo que acontece. Si, a lo largo de la jornada, el hombre piensa sin cesar en este misterio silencioso, vivo, delicado, y, al mismo tiempo, poderoso, o si lo siente presente, está verdaderamente en oración y solamente depende de él prolongarla y extenderla a todo. No tiene necesidad, para orar, de evadirse de la vida y de sus actividades cotidianas, porque su plegaria se confundirá con ellas. En cada suceso él ve un don de Dios y orienta su vida de tal suerte que se hace una cosa con la acción de Dios. Tiene la conciencia de la santidad de esta colaboración y de hora en hora, comprende mejor el sentido de la vida. Estos pensamientos le dan una sensación de seguridad que, sin embargo, no le impide actuar en el mundo. La misma vida se convierte en oración»

La contemplación desciende a las calles...

Jacques y Raissa Maritain escribían que una de las exigencias de la vida cristiana en la hora presente era que la contemplación, sin dejar los claustros y los conventos, se expande fuera de ellos y marcha a lo largo de los caminos. Nos parece que una comunión incesante con Dios, fruto de una mirada de fe sobre el transcurso de la historia y sobre los acontecimientos de la vida cotidiana, pequeños y grandes, agradables y dolorosos, cargados todos de un mensaje de Dios, todos ellos manos del Señor, nos parece, decimos, que esta comunión con el plan y la acción de Dios es uno de los elementos esenciales de la contemplación que Jacques y Raissa Maritain deseaban ver descender a las calles.

Desde estas perspectivas de fe se comprende mejor el sentido profundo de las palabras de la liturgia que en el prefacio de la misa invita a los sacerdotes y a los fieles a dar gracias a Dios «siempre y por todas partes» (semper et ubique). Si el Padre está constantemente en acción, y si «hace que todas las cosas concurran y cooperen al bien de sus amigos», resulta claro que éstos son objeto de una efusión incesante de su amor. Y pueden decir en verdad: todo lo que me acaece es gracia; nada es un mal definitivo; de los males reales, Dios sabrá extraer un bien superior haciendo que contribuyan a mi avance espiritual y al crecimiento de su reino.

San Agustín describe así el deber de gratitud respecto a Dios, que trabaja continuamente para formar en nosotros hijos a los que preparar su herencia: «Nos encontremos en la aflicción, en la angustia, o en la alegría y el gozo, hemos de alabar a quien nos instruye en la aflicción y nos consuela en la alegría. La alabanza de Dios no debe jamás faltar en el corazón ni en la boca del cristiano; lejos de bendecirlo solamente en la prosperidad y maldecirle en la adversidad, deberá decir como en el Salmo: Bendeciré al Señor en todo tiempo; su alabanza estará siempre en mi boca (Salm. 33,1). Si eres dichoso, reconoce un padre que quiere causarte placer; si en la aflic­ción, reconoce un padre que te corrige. Haga lo que haga, está formando en ti al hijo para quien prepara su herencia».

Para los no creyentes e incluso para los cristianos de fe debilitada, esta visión superior de la historia puede parecer una extravagancia, una quimera, una aberración, un desafío al buen sentido. Creer que en la situación internacional actual Dios opera, a pesar de todo, su obra misteriosa de santificación de las almas en los países donde la guerra hace estragos, como en los estados de Asia y de Europa oriental caídos bajo el régimen del ateísmo militante; creer queel Padre trabaja eficazmente en la construcción de la Iglesia en las regiones de África desoladas por la sequía, o en las zonas de Asia azotadas por el hambre o en los países de Occidente golpeados por la recesión y el paro; creer en esta presencia universal y en esta acción de Dios y afirmarlo con firmeza imperturbable parece una provocación para quienes consideran como supremo ideal la tranquila prosperidad material. Y asimismo parece una provocación para los intelectuales y los clérigos obsesionados por la preocupación de salvaguardar la libertad del hombre y preservar la santidad de Dios de todo contacto con el mal.

Mas mientras tantos factores contribuyen y conspiran a difuminar la fe en la Providencia, muchos cristianos, hoy como ayer, creen en el universal e irresistible señorío de su amor. Creen firmemente en esta soberanía de Dios, incluso cuando ella se contrapone a sus propósitos, desgarra sus corazones o les hunde en las tinieblas de la fe. Estos hombres y estas mujeres que funden su inteligencia en la Inteligencia de Dios y que sumergen su corazón en el Corazón de Dios, son las columnas invisibles de la Iglesia. Y dan a Cristo como una «humanidad de añadidura».

Antes de subir al cadalso

Para concluir, citaremos dos ejemplos emocionantes, que emanan de figuras sobresalientes de la historia de la Iglesia: un obispo y un seglar comprometidos. El primero es uno de los pastores más atrayentes y uno de los más eminentes doctores de la antigüedad cristiana oriental: San Juan Crisóstomo. El segundo, un hombre de Estado de la época del Renacimiento y la Reforma: padre de familia, humanista, canciller de Inglaterra, y mártir: Santo Tomás Moro.

Pocos Padres de la Iglesia han tenido una vida tan agitada como San Juan Crisóstomo. Acosado por las autoridades civiles, tuvo también que sufrir por parte del clero de su tiempo. Estas circunstancias dolorosas, así como las necesidades de sus fieles, le llevaron a profundizar en la doctrina bíblica de la Providencia, sobre la que llegó a tener penetrantes conocimientos, tomados todos de la contemplación de la Sagrada Escritura. La unión con el Dios de amor misteriosamente actuante en los acontecimientos se convirtió en habitual en el santo obispo y le llevaba a repetir a cada momento: «¡Gloria a Dios por todo!» «Hay que dar gracias a Dios por todo, incluso por lo que parezca penoso. Verdaderamente es entonces cuando se reconoce al corazón agradecido» a. Exiliado en Capadocia, felicitaba a su amigo Paeno por abrigar tales sentimientos de gratitud: «Me habéis llenado de valor y de alegría cuando después de haberme anunciado tan tristes noticias, habéis añadido estas palabras que deberíamos tener siempre en los labios: ¡Gloria a Dios por todo! Estas palabras son un terrible golpe para el demonio. En cualquier peligro en que nos encontremos, nos proporcionan seguridad. Basta con pronunciarlas para disipar las nubes de la tristeza. No dejéis de repetirlas vos mismo y recomendárselas a los demás.» Al final de un exilio de tres meses, murió en Comana repitiendo hasta el último momento aquella su habitual oración de acción de gracias: ¡Gloria a Dios por todo!

Una misma fe en «la irreprochable Providencia» es la que inspirará a Tomás Moro, pocos días antes de su muerte, una emocionante carta a su hija predilecta, Margarita. Expresión de una fe heroica, este escrito figura como lectura en el nuevo breviario el 22 de junio, fiesta de San Juan Fisher y Santo Tomás Moro, mártires. Encarcelado en la Torre de Londres, el antiguo Canciller de Enrique VIII no se hacía ilusiones acerca de su suerte. Puesto en el trance de elegir entre la fidelidad a su soberano en una cuestión contraria a la ley de Dios y la fidelidad al Señor, optó por lo último. Condenado a muerte, Tomás Moro escribía a su hija: «Ten valor, hija mía, no pases ningún cuidado por mí. No puede ocurrir nada que Dios no haya querido. Todo lo que Él quiere, por malo que pueda parecernos, es, sin embargo, lo mejor que Él tiene para nosotros.»Con tan sencillas frases, brotadas de su fe viva, Tomás Moro explicaba a su hija Margarita el verdadero sentido de la historia.

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