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Abadía de la Dormición, Jerusalén: María y la condición de discípulo

Exactamente en el distrito sur de la Ciudad Vieja de Jerusalén se alza el Monte Sión, el lugar de la fortaleza original del rey David (la llamada «Ciudad de David», 2 Sam 5,7). El Monte Sión ha sido campo de batalla durante varios milenios. Alrededor del año 1.000 a.C., David conquistó una antigua acrópolis jebusea llamada Sión, la fortificó a su gusto y la declaró su ciudad (de ahí la denominación «Ciudad de David»). Esa fue su primera medida. Luego, partiendo de esa fortaleza, David se anexionó el resto de Jerusalén –que nunca había pertenecido al territorio de ninguna otra tribu israelita– y convirtió la ciudad en capital de su monarquía unificada. El año 1100 d.C., los Cruzados edificaron allí una iglesia que dedicaron a María pero el año 1219 la iglesia fue destruida por el sultán de Damasco. Unos tres mil años después de que David hubiera conquistado la fortaleza jebusea, el Monte Sión se convirtió de nuevo en campo de batalla durante la Guerra de la Independencia de Israel en 1948 y la Guerra de los Seis Días en 1967. Al pasar por la Puerta de Sión, todavía se pueden ver los impactos de las balas en la piedra blanca de las murallas de la Ciudad Vieja.

El Monte Sión está cargado de historia y de recuerdos. Aquí está el cenotafio de David, y también el Cenáculo, la sala en la que Jesús celebró su última cena con sus discípulos, y donde más tarde esos discípulos recibieron el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Desde el Monte Sión, mirando al Sur, se divisa la piscina de Silbé, donde Jesús curó milagrosamente a un ciego (Jn 9,7); mirando al Este, al otro lado del valle del Cedrón, se alza el Monumento a Absalón, el hijo rebelde de David, y un poco más al nordeste se perfila el Monte de los Olivos, con los árboles rugosos y retorcidos del Huerto de Getsemaní y una de las piezas más emotivas de la arquitectura de Jerusalén, la iglesia «Dominus Flevit», una pequeña iglesia en forma de lágrima, que nos recuerda que «el Señor se echó a llorar» (Dominus flevit) sobre su querida Jerusalén poco antes de morir (Lc 19,41-44).

Hemos venido al Monte Sión para visitar la Abadía de la Dormición, a unos cincuenta metros de la muralla sur de La Ciudad Vieja. Su llamativa estructura octogonal, su tejado cónico y su precioso campanario la convierten en uno de los hitos imprescindibles de la ciudad. Fue construida por el káiser Guillermo II que, con ocasión de su visita a la ciudad el año 1898, había recibido como obsequio del sultán Abdul Hamid II una parcela de tierra en el Monte de los Olivos. El arquitecto del emperador tomó como modelo la catedral de Aquisgrán, donde está enterrado Carlomagno, y que, a su vez, reproduce la iglesia octogonal de San Vital, en Ravena. Sin perjuicio de ese toque de carácter imperial, la «Dormitio» (como se llama popularmente) es una construcción magnífica. Lejos del bullicio, a veces chirriante, de la Ciudad Vieja, la Dormición es un oasis de paz y de tranquilidad. Su interior de planta circular, coronado por el tejado de forma cónica, respira un aire de espaciosa apertura y de trascendencia. La atención se dirige inmediatamente hacia el ábside, con su magnífico mosaico laminado en oro que representa a la Virgen con el Niño. El zócalo está poblado de profetas que anunciaron la venida del Mesías, concretamente, Isaías y Jeremías, Ezequiel y Daniel, Ageo, Malaquías, Miqueas y Zacarías.

El pavimento bajo la cúpula es otra joya del arte del mosaico. Una serie de círculos concéntricos representan la difusión de la palabra salvífica de Dios por todo el mundo, empezando desde el interior mismo de la Santísima Trinidad. Por eso, el anillo central contiene tres círculos entrelazados, cada uno con la palabra hagios (santo»), que nos recuerda al Dios único en tres Personas Divinas. El anillo adyacente representa La traditio (tradición», «entrega») de la Palabra anunciada al mundo, con los nombres de los cuatro profetas mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel), mientras que un tercer anillo contiene los nombres de los doce profetas menores (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Naún, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías). El cuarto anillo recoge los símbolos de los cuatro evangelistas cristianos: un hombre (Mateo), un león (Marcos), un toro (Lucas) y un águila (Juan). A continuación, el círculo de los doce Apóstoles (en el que llama la atención la presencia de Pablo, y no de Matías, como substituto de Judas Iscariote). Contiguo al anillo apostólico, otro círculo recoge los doce meses del año y los doce signos del Zodíaco, con los que, en ocasiones, los artistas cristianos solían representar la totalidad del universo. Completa el mosaico un último círculo con el texto en latín de Prov 8,23-25 y su himno a la Sabiduría divina: «En tiempo remotísimo fui formada, antes de comenzar la tierra. Antes de los océanos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas. Todavía no estaban encajados los montes; y antes de las montañas fui engendrada».

Sin embargo, por grande que sea la magnificencia de la Dormición, no estamos aquí para admirar la arquitectura o el arte, y ni siquiera para detenernos en el cuerpo central de la iglesia. Preferirnos bajar a la cripta, para pensar en María, madre de Jesús y madre de la Iglesia. A través de María podemos reflexionar sobre el misterio de nuestra vocación, es decir, de «ser llamados», que es lo que constituye el centro de la vida católica.

No se sabe dónde vivió María después de la resurrección de su Hijo, ni dónde murió. (Uno de los argumentos más enigmáticos a favor de la «asunción» corporal de María al cielo, definida el año 1950 como dogma de fe católica, es el hecho extraordinario de que no haya ningún lugar en el mundo cristiano en el que los fieles hayan pretendido conservar en su territorio los restos mortales de María, lo que sin duda habría convertido ese territorio en un privilegiado lugar de peregrinación.) Según una tradición venerable, María murió en Éfeso, donde se supone que vivió el apóstol Juan, que era el que cuidaba de ella. Otra tradición la sitúa en el Monte Sión, donde «se habría dormido». De ahí que la denominación oficial de esa iglesia sea la de «Dormitio Sanctae Mariae», iglesia de la Dormición de Santa María. La tradición sobre la «dormición» de María en el Monte Sión se ha materializado en el camarín situado en el centro de la cripta, donde sobre un cenotafio hay una talla de marfil y madera de cerezo, a tamaño natural, de la Virgen «dormida». En el techo, y desde el interior de una pequeña cúpula, un coro de destacadas mujeres del Antiguo Testamento pintadas en mosaico observan la situación: Eva, madre de la humanidad; Miriam, hermana de Moisés y cantora de la liberación de Israel; Jael, la kenita, que defendió a Israel del general cananeo Sísara; Judit, la hermosa viuda que salvó a Jerusalén de ser arrasada por el ejército de Nabucodonosor; Rut, la fiel moabita que se convirtió en bisabuela del rey David; y Ester, que salvó a sus compatriotas judíos exiliados de los planes asesinos del visir Amán.

Aquí, en la tranquilidad de la cripta de la Dormición, es donde, a mi juicio, mejor se puede reflexionar sobre el significado de María para los fieles católicos.

María es, por una parte, una invitación al catolicismo, y por otra, para muchos protestantes, un obstáculo para ese catolicismo. Curiosamente, María fue también en cierto momento un obstáculo en el viaje espiritual de un joven católico polaco llamado Karol Wojtyla, que creció en un país de profunda raigambre mariana y más tarde se convirtió en el papa Juan Pablo II, el primer papa que, en su obra Don y Misterio, hizo pública una exposición de su esfuerzo por discernir su vocación cristiana. Como él mismo dice, cuando abandonó su ciudad natal de Wadowice para ir a la universidad «Jagieloniana» de Cracovia, se sintió abrumado por la tradicional devoción de su patria chica hacia María: «Empecé a cuestionar mi devoción a María, convencido de que, si llegaba a ser demasiado intensa, podría acabar por comprometer la supremacía del culto debido a Cristo».

Durante la brutal ocupación nazi de Cracovia en la Segunda Guerra Mundial, Karol Wojtyla empezó a leer al teólogo francés San Luis Grignion de Montfort (1673-1716). La obra mis importante de Montfort, Verdadera Devoción a María, enseñó a Wojtyla que la auténtica devoción mariana es, en realidad, cristocéntrica, porque «nos dirige necesariamente a Cristo, y por medio de Cristo, que es hijo de María e Hijo de Dios, nos introduce en el misterio mismo de Dios, en la Santísima Trinidad. El lenguaje de Montfort era un tanto florido para el gusto contemporáneo (de hecho, Juan Pablo hace una suave referencia al «estilo más bien florido y hasta barroco» del autor francés), pero en lo esencial era correcto. La figura de María, más que un obstáculo para encontrar al Cristo viviente, era y es el camino privilegiado para acceder a Cristo, el Señor.

El Nuevo Testamento confirma la teoría de Montfort. La última palabra que María pronuncia en el Evangelio: «Haced lo que él os diga», dirigida a los sirvientes en la boda de Caná (Jn 2,5), resume la función específica de María en la historia de salvación. María es el único testigo que, desde el mismo momento de la Encamación, apunta más allá de sí misma, hacia su hijo. Y porque su hijo en la carne es también Hijo de Dios, María nos introduce en el corazón del misterio de la Trinidad. En palabras de Montfort, toda «verdadera devoción a María» es cristocéntrica y trinitaria, es una invitación a un encuentro más íntimo con el misterio de la Encarnación y el misterio de la Trinidad, una invitación a reflexionar más profundamente sobre quiénes somos, y sobre quién Dios. Así tiene que ser, para ser fiel a sí misma.

La teología católica contemporánea ha desarrollado esa intuición de un modo muy elaborado, que aporta una gran riqueza a la devoción a María. Ya hemos hecho referencia al teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, una especie de «genio pirotécnico» del moderno mundo católico. En uno de sus libros, La función de Pedro y la estructura de la Iglesia, una reflexión sobre la complejidad de la realidad eclesial, Balthasar sugiere que la Iglesia, en todas sus etapas, está configurada a imagen de las grandes figuras del Nuevo Testamento: la Iglesia que proclama y evangeliza reproduce la imagen de Pablo, apóstol de los gentiles; la Iglesia que contempla y cultiva el misticismo se configura a imagen del apóstol Juan, el discípulo preferido de Jesús, que se reclinó sobre el pecho del Maestro en la Ultima Cena; la Iglesia que ejerce su autoridad actualiza la imagen de Pedro, al que Cristo confió el poder de las llaves, es decir, el poder de atar y desatar, y al que mandó que «fortaleciera la fe de sus hermanos» (Lc 22,3), y la iglesia que vive como «discípulo», que es la base de todo lo demás, tiene su imagen en una mujer, María, la primera de todos los discípulos y, por tanto, madre de la Iglesia.

Pues bien, ¿cómo es esto, y por qué? Sencillamente, porque en el fiat de María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), descubrimos el modelo del discípulo cristiano. El fiat de María hace posible la encarnación del Hijo de Dios, cuya acción redentora y santificadora continúa en la historia de la Iglesia por medio de su proclamación, de su contemplación y de su autoridad. María es, realmente, el primer discípulo del Hijo que ella concibió, dio a luz y educó. Y como todo cristiano está insertado en Cristo por el bautismo, María es madre de la Iglesia, el Cuerpo místico de Cristo a lo largo de la historia. Por el fiat de María podemos atisbar una de las lecciones fundamentales del discípulo, una lección cuyo aprendizaje lleva toda una vida, la lección de que nuestra vida no depende de nosotros mismos, sino que está en manos de Dios. Aceptar esa realidad es lo que nos hace verdaderamente libres, en el sentido más auténtico de la libertad humana, y plenamente liberados de la radical inquietud que ocupa el corazón del hombre en cualquier época de la historia.

El fiat de María, explícitamente articulado en la escena de la anunciación: «Hágase en mí según tu palabra», se completa con su fiat silencioso cuando recibe en sus brazos el cuerpo de su hijo al pie de la cruz, un hecho que algunos antiguos escritores espirituales consideran como el «martirio» de María. En ambos casos, María nos enseña a confiar en la sabiduría de Dios que cantas veces va en contra de la «evidencia» sobre nosotros mismos y de la «evidencia» sobre el mundo y su destino. Entrar en el misterio de la Bienaventurada Virgen María equivale a dar nuestros primeros pasos en la disciplina espiritual de la confianza.

Esa confianza se extiende más allá del tiempo, y entra en la eternidad. En la doctrina católica, María es el primer discípulo en todos los sentidos. Ese es el significado de la «Asunción», que nos enseña que María, a la hora de su muerte, de su «dormición», fue «elevada» al cielo en cuerpo y alma. Igual que en los comienzos fue la primera de los discípulos, también lo fue en la anticipación de lo que Dios nos deparará a todos: la resurrección corporal para entrar en una vida eterna, en la luz y en el amor de La Trinidad. Aquí, en la cripta de la Abadía de la Dormición, no podremos menos de maravillarnos de que, en el decurso de la historia cristiana, jamás se haya dicho: «Aquí yace María» (como, por ejemplo, en las excavaciones vaticanas: «Aquí yace Pedro»). En el desarrollo de la comprensión católica, llevó casi dos mil años convertir esa intuición (que María tiene que ser modelo del discípulo cristiano en todos los sentidos) en una formulación doctrinal. Eso no sucedió hasta el año 1950. Pero la trayectoria ya estaba allí desde el principio.

La demostración del plan de Dios sobre todos nosotros se completa, en cierto sentido, con la «asunción» de María. Ese es también nuestro destino, porque también nosotros estamos configurados a Cristo, hijo de María e Hijo de Dios. La Iglesia Católica nos enseña que los santos, en el cielo, gozan ya de la plenitud de la vida de Dios; pero también los santos esperan que el designio salvífico de Dios llegue a su plenitud en la resurrección y transformación de sus cuerpos mortales. Dios nos salva a todos, no sólo a los «espirituales» que viven entre nosotros. Eso es lo que afirma la Iglesia Católica con la doctrina de la Asunción de María, la primera de los discípulos en todos los sentidos, la primera en experimentar la plenitud de lo que espera a todos los que serán salvados.

Aquí, en la cripta de la Dormición, se podría rezar el rosario en común. Durante siglos, el rosario ha sido una de las muestras más populares de la devoción a María en el seno del catolicismo. En los años inmediatamente siguientes al Concilio Vaticano II, el rezo del rosario sufrió un considerable declive en ciertos círculos católicos, pero su reciente rehabilitación no puede menos de significar algo muy importante. El rosario es una forma privilegiada de oración precisamente porque, a través de María, nos conduce a la verdad sobre su Hijo y a la verdad sobre nosotros mismos, una verdad que en ese rezo se nos revela y se ratifica.

Durante muchos siglos, el rosario ha estado compuesto de quince «misterios», cada uno con la recitación de un padrenuestro, diez avemarías y un «gloria Patri», o invocación a la Trinidad. Los quince misterios se dividían en tres grupos de «cinco» misterios cada uno: «Misterios gozosos», sobre acontecimientos anteriores a la vida pública de Jesús; «Misterios dolorosos», sobre la pasión y muerte de Cristo, y «Misterios gloriosos», sobre la resurrección de Jesús y sus efectos en la vida de la Iglesia. En el año 2002, el papa Juan Pablo II sorprendió al mundo católico al sugerir que la Iglesia debía añadir cinco nuevos misterios a la recitación del rosario: los «Misterios luminosos», en los que se recordaba la vida pública de Cristo: su bautismo, la boda de Caná con su primer milagro, la predicación del Reino, la Transfiguración y la Última Cena con la institución de la Eucaristía.

Cuando oí por primera vez que el Papa «añadía» misterios al rosario, no pude entender qué era lo que pretendía. A primera vista resultaba algo extraño; era como añadir tiempo extra a la duración de un partido de fútbol o de cualquier otro deporte. Poco después, yo me encontraba dictando un curso en un centro docente de prestigio, aunque total y hasta agresivamente secular. Al salir de clase, un grupo de estudiantes católicos me invitó a una capilla que habían improvisado, para rezar juntos los «Misterios luminosos» del rosario. Tuve que acceder. Entonces me quedó claro que Juan Pablo había llenado un «hueco». El rosario tradicional de quince misterios va desde la adolescencia de Cristo (el último misterio gozoso es el encuentro del Niño perdido en el templo) hasta la Pasión (el primer misterio doloroso es la agonía en el huerto de Getsemaní). Pues bien, falta algo. El rosario debería darnos la oportunidad de encontrar a Cristo en su ministerio público. Ese es el sentido de los nuevos «Misterios luminosos» sugeridos por Juan Pablo II, que son una nueva oportunidad de ahondar en el significado de las palabras de María en Caná: «Haced lo que él os diga», y de reflexionar al ritmo de la oración sobre lo que Jesús dijo e hizo en cinco momentos clave de su ministerio público.

Como habían intuido aquellos jóvenes del centro docente, el rosario es una oración que se presta a reflexionar sobre la vocación, sobre lo que significa ser llamado por Dios a desempeñar una misión en el cristianismo. El primer «misterio», la Anunciación, nos retrotrae al fiat inicial de María y nos recuerda que ella es la primera entre los discípulos de Jesús y, por tanto, el modelo absoluto de vocación cristiana. El Evangelio dice que María al oír el saludo del ángel, «se turbó». Y, ¿cómo no? Pero en medio de su temor y de sus dudas, la respuesta de María, su fiat, ratifica el saludo del ángel, es decir, está «llena de gracia». María no entra en negociaciones; no exige un contrato prematernal, al modo de los vigentes «contratos prematrimoniales». María no juega con la estrategia de éxito, no «deja abiertas sus opciones». Con temor y temblor, pero con absoluta confianza en el plan salvífico de Dios, da su respuesta: fiat: «Hágase; soy la esclava del Señor». Y el Señor proveerá.

«Dejar abiertas las opciones» no es el mejor camino hacia la felicidad o la santidad. La intuición de María, tal como la transmite el Nuevo Testamento, es válida para cualquier generación, pero sobre todo para la nuestra. Mil veces hemos oído que esta generación «no está abierta al compromiso». ¿No será porque es una generación falta de confianza? En ese caso, no será difícil entender por qué. Hemos visto el desastre causado por la revolución sexual y su consiguiente disolución de la confianza entre hombres y mujeres, tanto dentro del matrimonio como fuera de él. Hemos visto a oficiales públicos que traicionan sin más su juramento de fidelidad; hemos visto a sacerdotes y obispos que rompen alegremente el voto de fidelidad a Cristo y a la Iglesia, que emitieron el día de su ordenación. Hemos visto a maestros y profesores infieles a la verdad por cobardía o por defender posturas «políticamente correctas». Si la nuestra es una generación que encuentra difícil prestar confianza o «comprometerse» de veras, todo eso no deja de ser comprensible.

Pero no es persuasivo.

Quizá, ese «déficit de confianza» sea una de las razones por las que tantos jóvenes de hoy han encontrado en el papa Juan Pablo II una figura tan atractiva. Era el compromiso personificado. Y de una manera irresistible, sobre todo en su última época, en la que sus dificultades físicas lo convirtieron en instrumento viviente de la proclamación del evangelio de la vida y del amor de Dios, que todo lo transforma. Al revés que la cultura popular, el papa no jugaba con nosotros, sino que constituía un reto para todos. Jamás deberíamos poner límites a la magnanimidad de espíritu con la que Dios ha hecho posible que nuestra vida sea una vida en Cristo. Al mismo tiempo, el papa demostró con su propia vida que nunca exigió a otros lo que antes no se hubiera exigido a sí mismo; no exigió compromisos que él hubiera declinado, ni esfuerzos que él no hubiera asumido.

Pues bien, ¿cómo pudo realizar todo eso? Personalmente, creo que él mismo nos dio la respuesta el año 1979 en Czestochowa, el famoso santuario polaco de la Madonna Negra, el icono mariano más famoso de Polonia. Allí, Juan Pablo II dijo con toda sencillez: «Soy un hombre de profunda confianza; y aquí es donde aprendí a serlo. Aquí aprendí a confiar, en oración ante esta imagen de María que nos introduce en el misterio de la función especial que ella desempeña en la historia de salvación que, a su vez, es la historia humana leída en profundidad. Aprendí a confiar no en «opciones» o «estrategias de éxito», sino en la madre que siempre termina llevándonos a su Hijo, Cristo, y que nunca es infiel a sus promesas».

Por eso también, la inclusión del episodio de Caná en los nuevos «misterios luminosos» del rosario es otra invitación a reflexionar y orar por la vocación cristiana. Todo católico, más aún, todo cristiano, tiene una vocación, un único algo que sólo él puede llevar a cabo, con la providencia de Dios. También esa idea puede resultar desconcertante; pero sólo hasta que se llega a reconocer que, por pura misericordia, esa misma providencia subsanará y corregirá los pasos en falso que demos al vivir nuestro compromiso vocacional. «Haced lo que él os diga». Ese es el mensaje que nos transmite María, igual que lo hizo con los sirvientes en la boda de Caná. Ese «haced lo que él os diga» es la sencilla invitación de María a hacer que su fiat sea también el nuestro. No pongáis vuestra confianza en una «estrategia del éxito». Vivid en confianza, no en mero cálculo; y poned en juego todos vuestros recursos, pero «en Cristo».

En ese compromiso al que María nos invita encontraremos el camino a la felicidad, a la plenitud y a la santidad; un camino que jamás podríamos encontrar si dejáramos abiertas todas nuestras opciones.

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