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Más paquetes de medidas

Desde que comenzó la crisis, quizás la frase más mentada es la que da título a estas líneas, porque no sé si habremos solucionado algo -parece que, de momento, no-, pero paquetes nos han colocado en un número incontable. Unos gobiernos u otros, centrales, autonómicos o municipales no cesan de diseñar paquetes. ¿Quién no recuerda de la mili la expresión «meter un paquete»? Pues el más «pupas» no sufrió tantos como ahora: paquetes en cascada.

Sin embargo, son muy pocas las voces que, sin demagogia ni interés, proclaman con claridad tanto las medidas económicas como otras mucho más hondas y, a buen seguro, más importantes, más forjadoras de unas personas mejores. Apenas unas pocas referencias con un valor meramente testimonial, mientras contemplamos a la mayoría creando espectáculo en las cámaras legislativas, en los medios de comunicación o en cualquier órgano de gobierno.

Como yo no tengo nada que me obligue a ser políticamente correcto, y puesto que estamos en época de articular paquetes, voy a ofrecer modestamente los míos, aunque su único efecto sea el desahogo. No es la primera vez que lo hago, por lo que esto puede parecer un resumen semanal, como se solía designar en las familias menos pudientes el menú resultante del excelente aprovechamiento de los residuos bien cuidados de unos días. O sea, que a lo peor, sólo oferto residuos.

Voces más facultadas que la mía han declarado que estamos ante una crisis del hombre. Sí, en la era espacial, en un mundo global, en el tiempo de la informática, cuando la medicina ha hecho más descubrimientos, cuando se ha conocido el genoma, mientras se fabrican niños en probeta, estando metidos hasta las cejas en tantas nuevas tecnologías y se otorga el Nobel a científicos de primera, cuando está ocurriendo todo esto y mucho más, estamos ante una grave crisis del hombre. En buena medida porque quizás no hemos sabido digerir tanto avance y, como se indica coloquialmente, nos lo hemos creído, lo que ha conducido a pensarnos autónomos respecto a casi todo, excepto a lo políticamente correcto.

A mi modo de ver, lo malo no son los descubrimientos -¡son fantásticos!-, lo malo es que nos han deslumbrado y nos han desconectado de nuestra historia. Me refiero fundamentalmente a nuestro origen. El engreimiento del hombre ha conducido a que su único tope es la ley positiva -donde logra imponerse- y la moda. Que se lo pregunten al obispo de Alcalá de Henares. Primer paquete: recuperar al hombre en su sitio, en su dependencia de la ley natural. Cuando queda abolida esta ley e incluso se la considera una antigualla, no podemos quejarnos de que aparezcan ladrones, pederastas, estafadores o cualquier otro género de malvivientes. Nos lo hemos ganado a pulso desde el día en que entendimos la libertad como el «choice» inglés: simplemente poder elegir sin referencia alguna. Y esa libertad no es la que construye al hombre, sino más bien quien lo destruye, por desligarlo de la verdad y el bien.

Pero para suprimir la ley natural fue necesario quitar de en medio la creación porque, si se admite, supone reconocer al Creador. Y aquí se sitúan otros dos paquetes: volver a la creación y volver a Dios. ¡Vaya tela!, estarán pensando algunos; éste quiere volver a la cristiandad, al confesionalismo, a creer por obligación. Pues bien, si hay algo que no me gusta es todo eso. La cristiandad condujo a pensar que el príncipe cristiano debía ocuparse de que Dios estuviera presente en la ciudad temporal, desligando a los súbditos de ese deber. Y nos fue mal, pues tal evento constituyó una fuerza imponente para que los cristianos no se vieran llamados a ser santos en esa tareas. Tampoco supone renunciar al evolucionismo no excluyente de Dios.

Algo parecido podría decirse del Estado confesional. A la larga -no tan larga- ha sido un peso plúmbeo para la Iglesia, que necesita libertad porque -además de otras cosas- requiere adeptos libres. Sin libertad, no hay verdadero ejercicio de la fe. Por lo mismo, no se trata de imponer obligaciones contra natura, pero tampoco de aceptar cándidamente deberes contra natura, como los derivados de lo políticamente correcto que entre otras cuestiones reclama, no una sana laicidad, sino una sociedad laicista radicada en un pensamiento débil, en el relativismo que nos señala incapaces de dar respuesta a los interrogantes más hondos del ser humano. Proclamada la incapacidad, hemos llegado al pez que se muerde la cola: no sabemos qué es el hombre, ni de dónde procede ni adónde camina. No hay Dios, no hay ley natural, no hay naturaleza humana y, aunque parezca lo contrario, no hay libertad o, si se quiere, queda el «choice» de fin de semana.

Desde luego, yo no tengo soluciones mágicas para que eso sea visto así por todos y también aceptado por todos. Mejor dicho, sí tengo una, que constituiría el último paquete: pensar, reflexionar, enfrentarnos con nosotros mismos, palpar la realidad, evitando la evasión que nos aleja de lo que somos. Además, en la duda, ¿por qué actuar como si Dios no existiera?

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