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La madre y su misterio

Hace poco, en el Congreso de los Diputados se suscitó una polémica a propósito de la maternidad y de su papel en la vida de la mujer. Ese debate político me evocó –como en tantas otras ocasiones en las que se habla de la maternidad– las palabras de un personaje de Chesterton.

Me refiero a Syme, el protagonista de «El hombre que fue Jueves». Hacia el final de la novela, expresa lo que él considera la clave para resolver el enigma de toda el relato, que no es otro que el enigma de la vida humana: «¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás: por eso parece brutal. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo por enfrente!…»

Este pensamiento es muy propio de Chesterton. Él se había dado cuenta de que en los debates de su época y en los escritos modernos se prestaba escasa atención a reflexionar sobre lo bueno. Así, con facilidad se tendía a agrandar los aspectos más negativos y no era difícil caer en cierto pesimismo. Y ese fue el secreto que descubrió el joven Chesterton: que el miedo muchas veces aparece porque solo nos fijamos en la apariencia amenazadora, y que la solución tiene que pasar por intentar ver la realidad de frente.

Pienso que esta situación se da hoy de modo especial con la maternidad. Dostoievski, que compartía con Chesterton una especial sintonía para el trato con los niños, narra un diálogo en su novela «Los demonios» que refleja la diferencia de actitud que se puede tener ante el nacimiento de un niño.

La escena tiene como protagonistas a Shatov y a la comadrona Arina Prohorovna. Esta última ha ayudado a dar a luz a la mujer de Shatov, que acababa de regresar junto a él. Shatov tiene en sus brazos al niño, y aunque sabe que es hijo de otro hombre, no cabe en sí de gozo. Le dice a la comadrona: «Alégrese, Arina Prohorovna…! ¡Éste es un júbilo inmenso…!». «¿A qué júbilo inmenso se refiere?», le pregunta Arina jovialmente mientras pone todo en orden. «El misterio de la llegada de un nuevo ser humano es grande e incomprensible. ¡Qué lástima, Arina Prohorovna, que no lo entienda usted así!» A continuación Shatov describe su emoción y la razón de su alegría: «Eran dos seres y ahora hay un tercero, un espíritu nuevo, completo y acabado, de los que no puede hacer el hombre con sus propias manos…, un nuevo pensamiento y un nuevo amor…, causa hasta espanto pensarlo… ¡Y en este mundo no hay nada más grande!» A lo cual responde la comadrona: «¡Vaya lo que dice este hombre! No es más que un desarrollo ulterior del organismo, sólo eso. No hay misterio de ninguna clase».

Dostoievski resalta el gozo que experimenta quien ha sido depositario de una nueva vida humana, frente a la indiferencia de quien no es capaz de descubrir el misterio que entraña una realidad semejante. El personaje de la comadrona ha cumplido su trabajo con competencia, pero se muestra incapaz de compartir la alegría de quien percibe en su grandeza la novedad que ha entrado en el mundo: un nuevo pensamiento y un nuevo amor. No es un desarrollo orgánico simplemente, sino una realidad de orden espiritual.

Muy probablemente el efecto colateral más grave de la cultura actual, que prima la precisión y el control, sea la miopía ante el misterio. Una mentalidad que busca la utilidad y el placer atiende, en buena medida, a aquello que puede dominar y someter al propio criterio. Pero ese modo de pensar y de actuar tropieza continuamente cuando intenta ser aplicado a las realidades que superan al hombre.

Es el caso de los hijos. Resulta evidente que ser padre o ser madre conlleva una limitación de la libertad personal. Sin embargo, este planteamiento destaca uno de los aspectos sombríos de formar una familia, como si la estuviéramos viendo de espaldas. Ahora bien, si percibimos el misterio que hay detrás de cada hijo la cosa cambia. Más que constatar la pérdida de autonomía, emerge una llamada al compromiso personal. Y cuando uno se compromete, lo que verdaderamente ocurre es que la vida se ensancha y se llena de infinitas sorpresas.

Una de esas sorpresas únicas y continuas es la educación. A diferencia de las crías de los animales, que saben lo que tienen hacer gracias a sus instintos, el ser humano necesita nutrirse de referencias para configurar su vida. Pues bien, hay un lenguaje que es previo a las mismas palabras, y que compete muy especialmente a la madre. Balthasar lo describe del siguiente modo: «En la vida humana, después de que la madre ha sonreído al hijo a lo largo de días y semanas, hay un momento en que recibe como respuesta la sonrisa del hijo. Ella ha despertado el amor en el corazón del niño, y al despertar éste al amor despierta también al conocimiento: las impresiones vacías de los sentidos se reúnen ahora, alrededor del núcleo del tú».

Esa primera sonrisa, que es respuesta a la sonrisa y al cariño de la madre, expresa un conocimiento fundamental para la vida humana: el de saberse amado. Esta es la fuente primordial de la alegría. El niño pequeño todavía no tiene logros ni resultados, e incluso podría ser que su salud estuviera quebrada. Es justo en esas circunstancias de escasez de recursos por parte del hijo en las que la madre le comunica que es alguien digno de ser amado, y además, amado sin condiciones. Esa certeza es capaz de despertar el amor en el corazoncito del pequeño y corresponder con la alegría recién estrenada. Y este dinamismo misterioso, no sujeto a razonamientos o intereses, engrandece a su vez a la madre.

El Día de la Madre es una ocasión para intentar mirar el auténtico rostro de la maternidad y tratar de salir a su encuentro de frente. Como hijos que somos todos, estamos en deuda con quien supo acogernos en su seno gratuitamente, y con quien sembró en nuestro interior la primera semilla del auténtico amor. El Día de la Madre no es sólo día de gratitud: puede ser también un día para reavivar nuestra esperanza y llenarnos de gozo ante la grandeza de esta vida recibida.

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