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Correcciones políticas

Nos ha tocado vivir en un tiempo en el que, muchas veces, no se quiere decir lo que se piensa y lo que se piensa se cree que no se puede decir. Por miedo al qué dirán o, lo que es lo mismo, por el susodicho «respeto humano», en muchas ocasiones nos vemos impelidos a callar lo que no deberíamos callar y a no decir lo que por nuestra boca, procediendo del corazón, debería salir.

El lenguaje políticamente correcto, el comportamiento políticamente correcto o, en fin, lo políticamente correcto, es algo verdaderamente mortal para la fe cristiana, aquí católica. Lo envilece todo con la excusa de no salirse del camino que ha trazado una sociedad enferma y deseosa de caer más a fondo en la fosa de la que tanto habla el salmista.

En realidad, ser políticamente correcto y aplicar tal tipo de comportamiento a nuestra vida es lo más cómodo y tranquilo que se puede hacer. Y por eso, precisamente por eso, es una forma de ser tan contraria a la católica.

El católico sabe que tiene una fe con la que dice estar de acuerdo y, por eso mismo, la defiende cuando toca defenderla y la transmite siempre en su forma de comportarse, en sus palabras y, siempre, en lo que cree.

El católico, también, ha de tener en cuenta que no puede escamotear sus creencias y esconderlas bajo cualquier celemín. Actuar de tal forma es mentir a Dios que, como sabemos, ve en lo más profundo de nuestro corazón y encuentra, con toda seguridad, lo que pensamos en realidad y sobrevuela, con su corazón, nuestra actuación para posarse en el centro de nuestra real verdad. No cabe, pues, disimulo ni engaño porque el Creador no puede ser engañado.

Bien sabemos, por lo tanto, que no estará bien visto decir, por ejemplo, que el gaymonio no es posible sea considerado como un verdadero matrimonio o que está más que mal que haya aborto porque se mata a un ser humano y que no se puede admitir cierto adoctrinamiento impuesto en la educación. Y eso de lo que tiene que defender quien se considere católico. Eso y otras cosas más que aquí no se traen pero que están en la mente y en el corazón de cualquiera. Ante eso, la corrección política no puede prevalecer y, como se dice, caiga quien caiga, los puntos hay que ponerlos sobre las vocales sobre las que deban ir puestos no excusándose en no conocer la gramática espiritual.

Sin embargo, al igual que la dictadura del relativismo fue denunciada por Benedicto XVI justo antes de ser sido elegido Papa no es poco cierto que la que recae sobre lo políticamente correcto no es menos importante. Es más, van de la mano bien arrimaditas porque cuando se disimula lo que se piensa por las falsas razones que sean se está relativizando todo lo que se cree o se dice creer.

En todo caso, actuar como aquí se está denunciando sólo tendrá como resultado conformarse como un católico light, que ha perdido su verdadera fuerza, que es la de la fe y la de creencia, y, por otra parte, adecuarse a la voluntad del mundo como si la misma fuera más importante que la de Dios que es, como sabemos, creador nuestro y, además, del mismo mundo que habitamos.

Ser políticamente correcto es la tumba del creyente porque supone la dejación de lo que cree para favorecer no se sabe qué intereses que nunca, nunca, son los suyos. Además, le debería provocar una situación de cierta esquizofrenia espiritual porque no se puede estar, como se dice, en Misa y repicando y porque, sobre todo, como ya dijo Jesucristo, no se puede servir a Dios y al dinero o, lo que es lo mismo, a Dios y al mundo. Eso no es posible.

Ciertamente, existen excusas, como casi siempre, para todo, y cualquiera puede aducirlas para comportarse de forma políticamente correcta y sostener, por ejemplo, que el aborto es malo según y cómo. En realidad, no hay un según y cómo en general sino, en todo caso, según me conviene y cómo me venga bien. Sostener, por lo tanto, tal forma de comportamiento está muy lejos de lo que se dice creer.

En realidad, lo que suele suceder es que el comportamiento políticamente correcto y el respeto humano, el relativismo y otras enfermedades espirituales, vienen disfrazadas por las vestiduras aparentes del mundo y la Bestia, que sabe mucho del ser humano (ahí tenemos lo que el Diablo escribe a su sobrino que bien recoge C.S. Lewis) controla los corazones, los nuestros ¡sí!, con dádivas de gozo mundano y otros menesteres propios de mentes egoístas.

Digamos, entonces; escribamos, entonces, lo que debe decir y escribir un católico que se ha quitado de encima ciertas presiones del ambiente. Será, por cierto, la única manera de ser fieles a Dios y de colaborar en nuestra propia salvación porque, como muy bien supo entender el santo de Hipona, el Creador, si es bien cierto que nos crea sin pedirnos permiso, no nos salva sin nuestra directa intervención.

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