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Un lugar educativo insustituible

Normalmente, la familia comunica, casi por ósmosis, la experiencia moral elemental. Desde que nace, toda persona, mediante el bien primario que son los afectos, es «reconocida» como tal –la sonrisa de la madre al niño le dice: «es bueno que tú existas» – y lanzada hacia el futuro con una «promesa» de cumplimiento. Una promesa de la que nace una «tarea» que se desempeña en las relaciones interpersonales y en el intercambio generacional. Éstos son los tres factores inseparables, «reconocimiento-promesa-tarea», decisivos para la existencia de todo hombre.

Se hace así del todo razonable que el Compendio de la doctrina social de la Iglesia defina la familia como «una comunidad de amor y de solidaridad insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de los propios miembros y de la sociedad» (n. 238).

Hoy, sin embargo, estas capacidades de la «familia», mediante las cuales la persona «florece», parecen estar sometidas a discusión.

El informe El desafío educativo del Comité del Proyecto Cultural de la CEI ha analizado esta tendencia y pone luz sobre la dramática emergencia educativa que se vive dentro y fuera de la familia, en los distintos contextos sociales. La familia, de hecho, se enfrenta cada día a situaciones arriesgadas que exigen poner sobre la mesa todos sus valores y recursos personales y relacionales. Pero éstos no siempre están fácilmente disponibles dentro del contexto social fragmentado en que estas familias viven. El riesgo se presenta tal vez bajo la forma de desafío, unido a menudo a la necesidad de conciliar familia y trabajo, que obliga a los progenitores a inventar continuamente nuevas soluciones sensatas y sostenibles en la gestión de su tiempo.

La necesidad de hacer frente a situaciones sociales de resultados tan inciertos no debe desanimar, de hecho confirma la urgencia de la misión educativa. Aunque a veces parece una empresa imposible, esto interpela a la familia precisamente en su esencia: dar la vida –no sólo biológica sino completamente humana– a una nueva persona, a una nueva generación.

¿Cómo sostener a las familias para que asuman esta misión que no implica sólo el ámbito familiar sino que incide en la vida buena de la sociedad entera?

Sobre todo, siendo conscientes de que los niños son siempre hijos, es decir, generados, y que el nexo con sus padres (los generadores), así como los vínculos familiares e intergeneracionales, es por lo tanto originario y constitutivo. Para los padres, para los abuelos y para toda la familia, de hecho, cada hijo es especial, aunque esté probado física o intelectualmente.

En esta perspectiva, el valor añadido de la familia es el de generar humanizando, ofreciendo a los hijos el sentido de su unicidad dentro de una pertenencia significativa vivida día tras día. En otras palabras, la familia, seno insustituible en que se genera la identidad y madura la humanidad de los pequeños, es un recurso imprescindible para la sociedad.

Dada la amplitud y profundidad de la tarea que le espera, a la familia no se la puede dejar sola: conseguirlo o no marca la diferencia respecto a la vida buena de la sociedad. En este sentido, urge que esté acompañada por otros actores que, reconociendo su valor educativo primario, establezcan entre ellos un pacto. Pienso en una alianza educativa en la cual los sujetos educadores –familia, escuela, grupos y comunidades– puedan actuar conjuntamente según una lógica de subsidiariedad. Sus papeles son distintos, pero el objetivo –una humanidad potenciada y un crecimiento de personalidades libres y firmes– es compartido.

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